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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL
CIELO DE LA GUERRA |
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UN AVIÓN EN LAS
CARRETERAS |
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Salí de reconocimiento
con Stepán Kómlev al sector de Oréjov. Antes de despegar, nos pusimos de
acuerdo en cuanto al modo de obrar: si hacía falta examinar algo con
mayor detenimiento, yo descendería, y él se mantendría en las alturas
para protegerme.
Llegarnos a la zona
señalada. Estaba cubierta de niebla. Piqué casi hasta ras del suelo y vi
que por la carretera que llevaba a Oréjov avanzaban camiones nuestros.
Tomé altura y, al cabo de cierto tiempo volví a "sondear" la niebla
encima de un valle. De nuevo vi a mis pies tropas soviéticas. ¡Habría
combates!...
Volví a picar junto al
mismo Oréjov. Vi a alemanes. Habían atestado todos los huertos y caminos
vecinales. Adondequiera que mirase se veían tanques, camiones con
infantería y tractores con piezas de artillería. Procuré recordar dónde
quedaba cada objetivo descubierto y viré para tomar el rumbo de vuelta.
Cuanto antes comunicara a los Estados Mayores los datos recogidos, tanto
mayor provecho reportarían.
Tras volar cierto
trayecto, volví a picar: tenía que lanzar contra las tropas enemigas los
cohetes colocados debajo de las alas del Mig. Era un placer dispararlos
contra los camiones y los tanques. Más, ¿por qué descendía también mi
punto? Miré arriba y lo comprendí todo. Nos seguían cuatro
Messerschmitts. Como es natural, habían adivinado que nuestro servicio
era de reconocimiento y harían los imposibles por derribarnos.
La ventaja de altura del
enemigo nos colocaba de golpe en embarazosa situación. A Kómlev ya lo
estaban atacando. Metí motor a fondo y, haciendo bruscamente una
candela, acudí en su ayuda. Menos mal que no me había dado tiempo de
lanzar los cohetes. Marré el primero. Describiendo una estela de fuego,
se perdió en el firmamento. Pero asusté al alemán. El Messerschmitt que
yo había elegido por blanco se apartó de súbito.
Otro caza enemigo se
colocó a la cola del aeroplano de Kómlev. Lancé el segundo cohete, pero
marré también. Entonces abrí fuego de ametralladoras. ¡Le atiné! El
Messerschmitt se incendió y desapareció por debajo de mí.
¿Dónde estaba Kómlev? Sin
darme aún tiempo de mirar en derredor, oí unos golpes en mi aparato.
En el aire, el piloto
siente el motor de su avión igual que si fuera su corazón. Mi oído captó
en el acto el rateo. Miré a los indicadores y vi que perdía velocidad.
¿Lograría alejarme de las posiciones de las tropas enemigas? ¿O tendría
que aterrizar allí, cerca de Oréjov?
El adversario tiene una
afición especial por rematar los aviones averiados hasta que se
estrellen contra el suelo. Los Messerschmitts, seguros de su impunidad,
me daban pasadas uno tras otro y ametrallaban mi humeante aeroplano, que
iba perdiendo lentamente velocidad y la estabilidad. Claro que deseaban
ver la caída del Mig, la explosión y la columna de llamas. Pero yo aún
podía pelear. Me encogí en el asiento para que me protegiese el respaldo
blindado y procuré esquivar los impactos.
Durante aquellos amargos
instantes me di cuenta de un detalle metódico de la manera de tirar de
los cazas alemanes contra mi aeroplano. Primero disparaban, para afinar
la puntería, una larga ráfaga de ametralladora y luego varios
proyectiles. Este descubrimiento salvó mi avión y mi vida, pues cuando
oía el tableteo de las balas contra el respaldo blindado, contaba los
golpes, casi como si fueran palpitaciones y captaba el momento en que
debía, perdiendo preciosa altura, precipitar mi aparato a la izquierda o
la derecha. La trayectoria de los proyectiles pasaba de largo. Y yo
seguía mi vuelo.
Los tres Messerschmitts
me daban pasadas, uno tras otro, y disparaban contra mí como si yo fuera
un blanco. Yo sabía que no me dejarían hasta que no vieran mi aeroplano
en el suelo.
Oréjov quedó ya muy
lejos. Yo planeaba por encima de una carretera sin el menor síntoma de
vida. Por lo tanto, la primera línea estaba cerca. Pero el territorio
era nuestro, allí se podía aterrizar.
Salí al ferrocarril. Vi
la caseta de un guardavías. En una pradera, una chiquilla pastaba una
vaca. Probablemente esta escena me distrajera, o tal vez me fallaran los
nervios. 0 quizás los pilotos alemanes adivinaran mi treta. El caso es
que oí las explosiones de varios proyectiles. Los mandos dejaron de
obedecerme. El aeroplano, desmandado, se precipitó al suelo.
Oí el estrépito de un
Messer que pasó volando por encima de mí. Y el ruido de algo que se
rompía bajo mi aparato. Sentí el brusco frenazo del cuerpo, lanzado
hacia adelante, y el golpe que me di contra el tablero de los
instrumentos de a bordo. Recordé que no me había quitado las gafas. Con
la sensación de dolor, perdí el conocimiento...
Los Messer seguían
disparando contra mi aeroplano. Estaba claro que deseaban vemos arder a
él y a mí. Pero la vida está llena de asombrosas contradicciones.
Precisamente el ametrallamiento de mi aparato y el rugir de los motores
de los Messers me salvaron de la muerte. El estruendo me sacó del
desvanecimiento.
En lo primero que pensé
fue en salir de la cabina y apartarme del aparato. Probé a hacerlo y me
sentí sin fuerzas para levantarme. Y debía hacerlo, tenía que
descolgarme sin falta por la borda.
Me goteaba sangre...
Quizás la vista de mi propia sangre, que me goteaba del rostro al pecho,
me ayudara a recobrar los ánimos. El pensamiento que me fulminó de que
había perdido un ojo y ya no podría volver a volar, acabó de hacer que
me recobrase.
Me dejé caer a duras
penas por encima del bordo de la cabina, bajé por el ala al suelo y me
arrastré.
— ¡Tra-ta-ta-ta-ta!...
La ráfaga dio en el
aeroplano. Yo me pegué a un reguero y aguardé que se incendiase el
aparato. El nudo seguía en aumento. Yo debía esconderme en algún sitio.
Me metí debajo de una alcantarilla del ferrocarril. Por lo visto, mis
perseguidores me vieron y dejaron en el acto el aparato.
Se oyó el tronar de la
artillería. Yo tenía que salir de mi refugio. Saqué la pistola. Una vez
la amartillé para pegarme un tiro. Ahora la amartillaba para dispararla
contra mis enemigos.
Me acerqué a la garita
del ferrocarril. En lo hondo del corral estaba una mujer gruesa y
entrada en años. Conforme yo me iba acercando, en su rostro crecía la
expresión de horror. Se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.
— Buena mujer,
¿aquí están los alemanes o los nuestros?
— ¡Los nuestros,
hijo mío, los nuestros!
¡Cuánto sentido encierran
esas sencillas palabras!
¡Qué contenido tan grande
pueden tener! “Los nuestros": ¡estas dos palabras significaban en
aquellos momentos tanto para mí, para aquella mujer, para aquella niña
de la vaca, para toda aquella estepa!...
— Déme agua —rogué
a la mujer.
Trajo, corriendo, un cubo
y me echó agua en las manos, puestas en cazoleta. Me rocié la cara
varias veces y, de pronto, noté que veía con los dos ojos.
Quise gritar de alegría,
pero me limité a repetir varias veces seguidas "bien", "está bien".
— ¿Qué es lo que
está bien, hijo mío? ¡Estás lleno de sangre!
— No importa, buena
mujer. La sangre se secará, y yo me la lavaré. Lo principal es que no he
perdido el ojo.
Ella también se alegró.
Me explicó dónde estaban dislocadas nuestras tropas y me interrogó si
tenía hambre. Yo pensaba en la manera de elevar mi avión, inmovilizado y
sin vida en tierra, y en cómo llevármelo de allí. Por las salvas de la
artillería, no era difícil determinar que los proyectiles llegaban hasta
aquella garita. Yo no debía detenerme allí lo más mínimo. |
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En el extremo del pueblo
vi a varios soldados nuestros con armas y cascos de acero. Me llevaron
por una trinchera de comunicación al puesto demando de su unidad. El
jefe del regimiento de infantería que defendía la aldea de Malaya
Tokmachka me escuchó atentamente y me prometió dejarme un camión y
varios soldados para retirar el avión de la zona batida. Y dio sin
demora la orden:
— Enlace, acompaña
al primer teniente a la enfermería.
La enfermería de aquel
regimiento estaba en un cobertizo, cerca de allí. Había muchos heridos,
traían continuamente más y más. Y desde allí, los evacuaban en carros a
la retaguardia.
Por encima de nuestras
cabezas silbó un proyectil. La casa de vivienda que estaba junto a la
enfermería se encogió de pronto en los cimientos, y dentro se oyó un
grito. Al poco rato, dos sanitarios sacaron de allí a un niño de unos
ocho años. Un cascote de metralla le había abierto el vientre, y por la
herida le asomaban los intestinos. En los ojos grandes, desorbitados,
del muchacho no había lágrimas. El no hacía sino deslizar la mirada por
nosotros, los adultos, como preguntándonos: "¿Ven lo que me han hecho?
¿Por qué me han hecho esto?"
En el momento en que
llegamos al lado del avión, los morteros enemigos abrieron fuego contra
nosotros. Probablemente el paraje se viera bien desde las posiciones
enemigas. Hubimos de escondernos detrás de la garita y aguardar que
anocheciera. Cuando oscureció, pusimos manos a la obra.
El Mig-3 es ligero y
obediente en el aire. Pero en tierra es pesado e insumiso. Estuvimos
casi hasta medianoche afanándonos por ponerlo sobre las ruedas, y no
logramos más que inclinarlo de un ala a otra.
— Es hora de volver
al regimiento —dijo el sargento—. A las tres de la madrugada nos ponemos
en marcha para abandonar estos lugares.
Me desconcerté. ¿Sería
posible que hubiera de abandonar el avión? El deber militar no me
permitía abandonar o destruir un avión que sólo tenía averiado el motor.
¡Con él aún se podía combatir y combatir!...
Al jefe del regimiento no
le agradó mi terquedad.
— Péguele fuego —me
dijo con energía—. De todas las maneras, no puede sacarlo del hoyo. Y
nosotros tenemos que replegarnos...
"¿Y si socavamos la
tierra, bajo las ruedas?", se me ocurrió. "Entonces será más fácil poner
el aparato sobre el tren de aterrizaje".
— Bueno —accedió el
jefe del regimiento—. Llévese a varios hombres y pruebe otra vez.
— ¿Me permite que
lleve dos botellas de líquido inflamable? Si no logramos ponerlo sobre
las ruedas...
— Tiene usted el
permiso.
— Y si logramos
ponerlo sobre las ruedas, habrá que remolcarlo en seguida hacia la
retaguardia, camarada comandante. En ese caso, ¿puedo contar con la
ayuda de sus soldados para que me acompañen?
— Está bien.
Entonces vayan directamente a Pologui. Nosotros nos replegamos en esa
dirección.
— ¡A sus órdenes!
—le respondí y le estreché fuertemente la mano.
Era una despedida con un
buen hombre. No volvimos más a Malaya Tokmachka. Tardamos poco en
socavar el suelo bajo las ruedas del aeroplano, colocarlo sobre el tren
de aterrizaje y poner la cola en la caja del camión. La caravana formada
con el camión ZIL y el aeroplano Mig avanzó sin tardanza por la
carretera en dirección a Pologui. |
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Viajamos toda la noche
sin descansar. No pudimos ni descabezar un sueñecito. Sólo al amanecer
nos detuvimos en el extremo de una pequeña aldea Ucraniana. Y eso sólo
porque una vacada había interceptado el camino.
Al ver junto a una
cancilla a una mujer, el sargento me dijo, pensativo:
— ¿Y sí le
pidiéramos algo de comer?
— No es mala idea
—accedí, saliendo de la cabina. Me sentí violento de haberme olvidado de
preocuparme por los hombres que me acompañaban. No habían probado bocado
desde la tarde anterior y hubieron de trabajar por la noche como negros.
— ¡Buenos días!
—saludé a la mujer.
— Buenos los
tengáis —respondió ella quedamente en ucranio.
Advertí entonces la honda
tristeza de la mujer y lo pensativa que estaba. De seguro que era una
madre sin marido ni hijos, sola a la puerta de su casa. Nos contemplaba
a los soldados, a mí, que llevaba la cabeza vendada, y al avión.
— ¿No tendría usted
algo de comer?
Me miró con ojos tristes
y exhalo un grave suspiro.
— De comer tengo,
sí. ¿De manera que nos abandonáis? —hizo una pausa y, como si meditara
en voz alta, prosiguió—: Comida tenemos para dar y vender. La tierra nos
ha dado buena cosecha y hemos trabajado mucho. ¿A qué manos irá a parar
ahora todo esto? —la mujer se dio la vuelta y, ya caminando, dijo—Vamos,
llame a sus compañeros.
Pero yo no pude moverme
del sitio. Las duras palabras "de manera que nos abandonáis" me pesaban
como losas en los pies. Cuando salí de mi consternación, me di la vuelta
y caminé rápido hacia el camión.
— ¡En marcha!
—grité al asombrado chófer ¿No ves que el rebaño ya ha pasado?
Efectivamente, nosotros
abandonábamos a aquellas gentes bondadosas y trabajadoras y todas las
riquezas ganadas con el sudor de sus frentes. ¿Cuánto territorio
habíamos dejado ya para que lo ultrajasen los invasores hitlerianos? Era
duro reconocer la impotencia de uno, la incapacidad para ayudar a la
gente, y me daba vergüenza mirarlos a la cara. Decidí que no volvería a
entrar en ninguna casa campesina mientras no pudiera decir alguna
palabra de consuelo y aliento a los ancianos, a las mujeres y a los
niños llenos de dolor.
En un pueblo nos
detuvimos a preguntar por el camino. Los chiquillos nos rodearon como
gorriones. Mirando el aeroplano, procuraban explicarnos el camino que
debíamos seguir, interrumpiéndose los unos a los otros. Casi todos
tenían en la mano trozos de panal de miel.
— ¿Dónde lo habéis
conseguido? — preguntó el sargento a un niño.
— Están repartiendo
a la gente los panales del koljós.
— ¿No nos darán a
nosotros también?
— Tomen la nuestra
—nos ofreció el muchacho—. ¡Pero invítenos a fumar!
Los soldados cambiaron
tabaco por miel y seguimos por el camino que nos señalaron. No tardamos
en llegar al poblado de Pologui. Decidí detenerme allí para quitar las
alas al aeroplano y colocarlas en el camión. Remolcarlo más allá sin
desmontar era va muy difícil. Todas las carreteras estaban llenas de
camiones y columnas de evacuados. Me sobraban ayudantes, pues todos los
chiquillos del poblado se desvivían por ayudar. ¡No tenía nada de
extraño, pues se trataba de desmontar un avión en medio de la plaza!
Cuando el trabajo iba
tocando a su fin, noté que en el ojo me pasaba algo raro. Los chicos me
acompañaron al hospital situado en aquel poblado. El médico que me vio
la herida dijo a una enfermera:
— Hay que acostarlo
en cama.
— No puedo
—objeté—. Voy con un aeroplano y varios soldados,
— Elija —dijo el
médico, fatigado—, si quiere perder el ojo, vaya con el avión.
No me agradó el tono tan
categórico de la respuesta. Rogué que me curasen la herida y me dejaran
marchar. Al ver mi terquedad, el médico mandó que me vendaran el ojo y
se retiró.
Al curarme la herida, las
enfermeras quisieron convencerme de que me quedara.
— Ayer curamos ya a
un piloto —dijo una de ellas.
— ¿Ayer? —pregunté,
acordándome de Stepán Kómlev—. ¿Está aquí ahora?
— No, lo evacuaron
a la retaguardia.
— ¿No podrían
decirme su apellido?
— ¿Por qué no?
Chicas, mirad en el libro de los evacuados.
"¿Sería posible que fuera
Kómlev? ¿Adónde lo habrían enviado? Si lo llevaban lejos, tardaría en
volver al regimiento".
— ¿Era grave su
herida?
—
No, leve. Aterrizó más allá dé Pologui.
En la sala entró una
enfermera:
—
Fue un teniente llamado Kómlev.
Por seguro que me
estremecí.
— ¿Lo conoce? —me
interrogó otra enfermera.
— Volábamos juntos
—confesé.
— Ve usted y su
compañero obran de distinta manera. Si se quedara usted, le curaríamos
del todo la herida...
No la escuché hasta el
fin.
— ¡Hasta la vista,
muchachas!
— ¡Que usted lo
pase bien!
...Se oía claramente el
tronar de la artillería desde el este.
— ¡En marcha! —dije
a los soldados y al sargento, que me aguardaban junto al camión—. Hay
que darse prisa.
— ¿Qué ha ocurrido?
— ¿No oís? La
carretera de Pologui al este ya está cortada.
En efecto, poco después
empezaron a llegar a Pologui caminos desde el este. Volví a pensar en
Kómlev, pues estaría por allí.
En derredor nuestro se
apiñaron muchos camiones y carros. Debíamos ponernos en camino. Pero,
¿hacia dónde? Al recordar la ofensiva de nuestras tropas junto a
Melitópol, decidí que lo mejor sería ir al sur para reunimos con
nuestras tropas. Mirando el mapa que yo llevaba, no era difícil
determinar hacia dónde avanzaban los alemanes que habían envuelto
Pologui por la izquierda. ¡Hacia el mar! Hacia la costa avanzaban. |
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Por aquellos días todo lo
vivo se desplazaba inconteniblemente hacía oriente, y si alguna barrera
se oponía, este torrente seguía en el acto otro cauce. La caja de
nuestro camión se llenó de heridos y soldados rezagados de sus unidades.
Hasta por su aspecto se veía que va los había vapuleado bien la guerra,
pero no habían perdido la moral. El único deseo que los impulsaba era el
de abrirse paso lo antes posible hacia nuestras tropas, descansar un
poco, bañarse y cambiarse la ropa sucia, matar el hambre y lanzarse de
nuevo al combate, aunque fuese al mismo infierno, contra el propio
Satanás. Yo comprendía y compartía esos sentimientos. En el primer día
de viaje por las carreteras del frente me persuadí de que el camino para
salir de un cerco y reunirse con las tropas de uno exige a menudo
verdaderas proezas.
Nos acercamos a Verjni
Tokmak al anochecer. La aviación enemiga acababa de bombardear el
pueblo. Ardían algunas casas, y en la calle, en torno de los carros
destrozados, se veían armas tiradas. Los soldados que me acompañaban las
recogieron y encontraron incluso un fusil ametrallador en buen uso. Yo
recogí asimismo un fusil semiautomático y varias bombas de mano. En un
carro, el sargento chófer encontró una botella de alcohol.
Al ver en el centro del
pueblo una columna de camiones y tractores con piezas de artillería a
remolque, nos detuvimos. Me acerqué al grupo de jefes de mayor
graduación reunidos en la plaza y escuché su conversación. Discutían qué
camino seguir.
No se veía ni un cajón de
proyectiles ni en los armones de las piezas ni en las cajas de los
camiones. Pero decidí abrirme paso al este con aquel grupo.
El consejo de los jefes
dispuso emprender la marcha a medianoche exactamente. Retorne a mi
camión y vi en la caja a más soldados que antes. Y había que darles de
comer a todos y preocuparse de alojarlos para pasar la noche.
Mis compañeros y yo
tuvimos suerte. El ama de la casa adonde acudimos fue muy hospitalaria
— Ay, pobrecitos
míos —empezó a lamentarse en la cantarina lengua ucrania—. Tened la
bondad de entrar en el corral.
Ni siquiera durante la
desgracia había perdido aquella buena mujer la belleza de su alma ni el
carácter jovial y comunicativo.
— Poco antes de
anochecer —siguió diciendo el ama de la casa—las bombas mataron a dos
corderos míos. Menos mal que habéis venido vosotros. Ahora os guisaré
carne.
Después de la apetitosa
cena, encargué al sargento que distribuyera a los soldados para dormir y
pusiera guardia junto al camión. Anuncie en el acto a todos la hora de
partida.
Cuando el sargento y los
soldados se alejaron, rogué al ama de la casa que me despertara a las
doce y me eché a dormir. Más por lo visto, le dio pena despertarme.
Cuando me desperté, no di
crédito a mis ojos. Despuntaba ya el día. Junto a la casa estaba el
camión vacío. Me vestí y corrí en busca de los soldados. "¿Será posible
que me hayan dejado?", apuntóme la duda. ¡Que me habían de dejar! todos
ellos dormían plácidamente en la casa contigua Empecé a zarandearlos y
reprenderlos. Al notar el olor de alcohol, comprendí en seguida el error
fatal que yo había cometido: debí de haberles quitado la víspera la
botella de alcohol. Resultó que los muy tunantes se habían pasado casi
toda la noche bebiendo y divirtiéndose.
Solté una buena
reprimenda a los culpables y los amenacé con castigarlos, mas ¡de que me
valía! Todo el grupo con el que nos proponíamos marchar estaba va muy
lejos. Y al oeste, en el silencio de la mañana, se oía claramente el
duelo de la artillería.
¿Qué hacer? Ir hacia el
este no tenía sentido. Éramos cinco en total y teníamos pocas
municiones. Y en la carretera no se veían soldados nuestros. Nos
saldrían al paso los motociclistas alemanes y nos ametrallarían.
Decidimos llegar a
Chernígovka, el pueblo más cercano al oeste. Puesto que por allí se
combatía, no podía ser que no hubiera tropas nuestras
Fuimos por caminos
vecinales.
En Chernígovka
encontramos al fin a fuerzas nuestras. Nos sentimos al punto más
animados. Me acerqué a un joven oficial de artillería, me presenté y le
conté lo que me había ocurrido.
— Sigue con
nosotros —me dijo sin mirarme a los ojos—. Nos batimos en retirada,
conteniendo a las tropas alemanas atacantes. Allí está nuestra plana
mayor, ponte en contacto con ella.
No era difícil
comprender, por su tono, que nos iban mal las cosas. Pasamos todos los
camiones de la plana mayor, entre los que iba también un carro blindado,
al otro extremo del pueblo. Allí, cerca de una franja forestal, había ya
varias docenas de camiones y obuses autopropulsados. Habíanse reunido
asimismo muchos soldados y oficiales que, por su aspecto, parecían en su
mayoría de la plana mayor.
Cuando en el cielo
aparecieron aviones enemigos, la gente abandono el material de guerra y
corrió hacia el bosque. Luego se hizo de nuevo el silencio, todos
volvieron a la columna y aguardaron, de pie. Fui pasando de un grupo a
otro con la esperanza de aclarar la situación. Muchos afirmaban que de
día era imposible abrirse paso, que se debía esperar la noche, reunimos
todos y ponernos en camino.
Yo no estaba de acuerdo,
en mi fuero interno, con aquella decisión. La situación más aún podía
empeorar antes de que anocheciera. Por lo tanto, no tenía objeto
esperar. Había que actuar sin dejarse llevar del pánico.
Revisé las camionetas y
vi que una estaba en perfecto estado e incluso tenia combustible. Pero
el motor no arrancaba. Limpié con el sargento el tubo de la gasolina,
soplando con la bomba de aire, y la camioneta se puso en marcha. Ahora
disponíamos ya de dos camionetas. Yo me senté al volante de una. No
tardaron en acudir pasajeros.
Dejando a un lado
Chernígovka, vimos en una arboleda un coche de turismo y un automóvil
especial. Nos dirigirnos allá con la esperanza de encontrar a algún jefe
Allí vimos, efectivamente a un general joven y apuesto. Le rogué que me
explicara cómo podría llegar a Volodárskoie.
El general, abismado en
sus pensamientos, tardó algo en responder. Me miró largo rato sin verme
y luego, fijándose en nuestra "caravana" con un Mig desmontado,
interrogó bruscamente:
— ¿Qué avión es
ése?
Comprendí en el acto que
no había ganado nada con dirigirme a él, que él conocía mal la situación
en aquel sector y que se estaba devanando los sesos con lo que le
preocupaba.
— ¿Qué debo hacer,
camarada general? —repetí mi pregunta, sintiendo lo delicado de mi
situación.
— ¿Qué debe
hacer?... En aquel barranco se encuentra el Estado Mayor de las fuerzas
Aéreas. Que le aconsejen ellos.
Las palabras "Fuerzas
Aéreas" me alentaron. De manera que allí se hallaba el Estado Mayor de
una unidad de aviación, no importaba cuál. Ellos tenían comunicación y
de seguro que sabrían dónde estaba mi división.
En el barranco vi un
montón de ceniza y papeles que terminaban de arder, caretas antigás
esparcidas y cajones boca abajo. De un grupo de jefes se destacaba un
general de división grueso y de baja estatura con los distintivos azules
del arma de aviación. Daba órdenes al personal del Estado Mayor. Me
alegré tanto de ver a gente de aviación que me dirigí al general sin
aguardar que él acabara de hablar.
— Lo escucho —dijo,
volviéndose hacia mí.
Le conté detalladamente
mi desventurado viaje con el Mig a remolque. El general me estuchó con
atención. En sus cansados ojos leí incluso que aprobaba mis actos, si
bien no lo expresó con palabras.
— Sabes lo que te
digo, primer teniente —me dijo con calma—. Que no estará mal si logras
salir tú de aquí. Y al aparato, pégale luego.
— Es duro para mí,
camarada general. Se trata de un Mig.
— Pégale fuego. Del
cerco no podrás salir con él.
— A sus órdenes. Le
pegaré fuego.
Me llevé la mano a la
frente, batiendo el saludo militar, me di la vuelta y me encaminé hacia
las camionetas. Cuando llegué al camino, vi cerca de allí una pequeña
hacina de paja. Hicimos rociar el aeroplano hasta ella y, minutos
después, le prendimos fuego. Todos los soldados, y no solo yo,
contemplamos con dolor el espectáculo.
Luego montamos en los
camiones, yo en uno y el sargento en el otro, y seguimos carretera
adelante. No quisimos mirar más ni a la fogata que nos desgarraba el
alma ni a los generales que no podían hacer nada.
Nos acercamos a una
aldea, nos dirigimos hacia la casa extrema y nos detuvimos.
De pronto corrió a
nuestro encuentro una mujer de edad avanzada y nos gritó:
— ¡Pero qué hacéis!
Marchaos. Los alemanes están detrás de nuestra casa.
Silbaron unas balas. Yo
di la vuelta a la camioneta y apreté el acelerador, pegándome a los
huertos, hacia el barranco, por donde habíamos venido. Cuando volví la
vista, al cabo de un rato, no vi a nadie detrás. Me detuve jumo a la
arboleda y esperé. Pero el sargento no venía. Vaya compañero. Hasta ese
momento no había vuelto a recordar la reciente propuesta que me había
hecho de vestirnos de paisano, asegurándome que así era menos peligroso
salir del cerco, que una vez ya le había ayudado ese camuflaje. Entonces
me negué rotundamente a aceptar sus servicios y le aconsejé que siguiera
vistiendo el uniforme y afrontase con valentía el peligro. Eso
significaba que había hecho caso omiso de mis palabras.
Al lugar donde me
estacioné siguieron llegando más y más camionetas. En la caja de una
iban montadas unas muchachas. Reconocí entre ellas a la enfermera que me
había vendado el ojo. Por tanto, el hospital había sido abandonado sin
haber tenido tiempo de evacuar a los heridos. ¿Qué me habría ocurrido a
mí? ¿Dónde estaría ahora Kómlev? ¿Habría logrado llegar a la
retaguardia?
Mi camioneta estaba llena
de soldados. No se apeaban por temor de perder su sitio. Yo seguí
sentado en la cabina, pensando en lo difícil que me sería conducir de
noche, pues era mal chófer.
Salí, poniéndome de pie:
en el estribo, e interrogué a mis pasajeros:
— ¿Hay algún chófer
entre vosotros?
— Aquí hay uno
—respondió un soldado.
— ¡Ven aquí y hazte
cargo de la camioneta!
El soldado chófer se
alegró de la ocasión que se le ofrecía. Tras de comprobar el motor y las
ruedas, se metió en la cabina, se sentó al volante y, mirándome
agradecido a los ojos, se sonrió.
— ¿Nos abriremos
paso? —le pregunté para animarlo.
— Todos juntos,
¡sin falta! Con tal de que logremos cruzar el riachuelo Berdá, y luego
el Karatysh... Tienen las orillas altas, lo sé, pues soy de estos
parajes.
— Puesto que
conoces mejor que yo estos lugares, elije tú el camino. |
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De seguro que así suele
suceder durante los ataques psíquicos: hay que avanzar, sólo avanzar sin
prestar atención a los silbidos de las balas ni a los cantaradas muertos
y heridos que caen al lado. Vencen los que no se estremecen, los que no
se dan la vuelta.
Un coronel de infantería
mandó formar en columna a todos los que se habían reunido en el barranco
y en la arboleda en espera de la noche para abrirse paso hacia el Este,
los colocó entre las camionetas y dio la orden de ponerse en camino. En
cuanto salimos a terreno descubierto, vimos ascender a un lado unas
bengalas, y los tiradores alemanes dispararon sus metralletas contra la
carretera.
Comenzó algo horroroso.
Se oyeron gritos y gemidos. Fueron cayendo a tierra unos soldados tras
otros.
— ¡Adelante!
¡Adelante! —gritaba el coronel hasta desgañitarse, blandiendo su
pistola. Corría a lo largo de la columna, se inclinaba sobre los caídos
y les gritaba— ¡En pie! ¿Por qué os arrastráis como lagartos? ¿No
comprendéis que hay que caminar de pie para avanzar de prisa?
Arrastrándoos así iréis derechitos a un campamento de prisioneros, ¡Para
salir de aquí hay que correr a escape!
Silbaban las balas.
Estallaban las bombas de los morteros. El movimiento se estancó.
Sentíamos deseos de bordear a los caídos, adelantar a los que iban en
cabeza y lanzarnos adelante. Salí de la cabina y me quedé en pie junto a
la caja. El coronel se acercó a mí y me gritó a las barbas:
— ¡Aviador, a ver
si das ejemplo!
— ¿Yo solo?
— Delante irá el
carro blindado. ¡Venga!
Me adelante con un grupo
de soldados hacia el carro blindado y, haciendo que nos siguieran los
demás, avanzamos hacia una arboleda Por encima de nuestras cabezas se
encendían bengalas. Alumbraban que se veía como si fuera de día. Los
fascistas nos atacaban de frente y desde los flancos. Agachándonos,
seguirnos caminando detrás del blindado. Nada de miedo. Sabíamos que
todo eso acabaría cuando hubiésemos cruzado la arboleda. Pero había que
cruzarla...
Delante vislumbrábanse ya
sombras negras. Al fin llegamos a la arboleda. Irrumpimos en ella
confiando en cubrirnos, pero los de atrás empujaban. Rugían los motores,
crujían los árboles, Salí de nuevo al campo y vi que los alemanes habían
concentrado el fuego contra los que salían en aquellos momentos de
Chernígovka a la carretera, en campo raso. Por mi lado pasaron las
chicas del hospital. Su camioneta se detuvo junto al carro blindado. El
coronel no se veía y tuve que dar yo las órdenes. Llamé a dos soldados
armados con metralletas.
— ¡Seguid carretera
adelante y ametrallad los arbustos de las orillas!
— ¡A sus órdenes!
Se alejaron, las
camionetas se colocaron en columna, pegaditas las unas a las otras Entre
ellas estaba también la mía, llena de soldados.
Minutos después volvieron
los soldados que yo mandara a ametrallar las lindes de la arboleda, y me
dieron las novedades:
— Lo hemos
comprobado todo. En la arboleda no hay nadie.
El carro blindado
maniobró para tomar la izquierda, a lo largo de los árboles. Las
camionetas siguieron tras él. Yo acudí a la mía.
— En marcha.
— No arranca,
camarada primer teniente.
La columna siguió
avanzando. Nos quedamos solos, en la oscuridad.
Los soldados se apearon
de la caja de la camioneta y alcanzaron a los otros. Toda la columna
había torcido a la izquierda. Yo incluso la veía a la parca luz de la
luna nueva.
El chófer dispuso la
bomba de aire para soplar el tubo de la gasolina. De pronto, en un cerro
de la izquierda se elevó al cielo una carcasa de bengalas y se oyó un
furioso tableteo de ametralladoras y subfusiles y los estallidos de
bombas de mortero. Se incendiaron al instante varias camionetas. El
resplandor del incendio se extendió por todo el campo. El tiroteo
arreció.
Oí que el motor de mi
camioneta arrancaba.
— ¡Tira a la
derecha! ¿Ves allí negrear una rambla?
— Si, la veo.
Vaya manera de comprobar
que habían tenido los soldados... "En la arboleda no hay nadie"... Se
habían apartado cuatro pasos y habían vuelto... Les entro miedo.
¡Cuántas vidas había costado su engaño!...
Las camionetas que
quedaron dieron la vuelta y nos siguieron. Los que iban a pie, también
avanzamos sin detenernos, pero todos juntos. Me sentía una gota de aquel
río humano. Alguien había despertado en los hombres el contacto de codos
y les había infundido desdén al pánico. ¿Quién habría sido? No pude
menos de pensar en el coronel. El había sido, aunque de manera brutal y
autoritaria, quien había alzado a la gente y no les permitió que se
amilanaran.
Al amanecer, llegamos a
un río. Lo cruzaron primero las piezas de artillería. Pero un cañón
volcó y arrastró al tiro de caballos. Perecieron también todos los
soldados que iban sentados en el armón. "Desaparecidos..."
Unos camiones bordearon
el hondo lugar y abrieron otro camino.
Esperando turno junto al
vado, escuché las conversaciones:
— Un general se ha
pegado un tiro junto a Chernígovka.
— Me da pena de las
muchachas. Los alemanes las han ametrallado a todas.
— ¿Adónde vamos?
— A Volodárskoie.
...Por el día, los
motociclistas alemanes volvieron a ametrallar nuestra columna. Nos
aproximamos a Volodárskoie. La carretera pasaba por el lado del
aeródromo. Allí no se veía ningún avión. Se decidió esperar que
atardeciera en el bosque, pasado el pueblo. Siendo así la cosa, yo podía
acercarme al aeródromo y entrar en el pueblo: tal vez allí me enterase
de algo de mi regimiento.
Pero antes tenía que
acercarme al almacén de combustible. En el depósito de la camioneta
quedaba muy poca gasolina.
En el almacén no habían
dejado combustible. Entonces me acordé de que las cisternas iban algunas
veces a repostar al bosque. Allí había un aljibe enterrado. Lo encontré,
lo abrí y me puse muy contento, ¡pues estaba lleno de bencina de
aviación de primerísima calidad!
Tras de llenar el
depósito de la camioneta y un bidón de reserva, me puse a pensar qué
hacer con el combustible restante. Pues claro que pegarle fuego para que
no cayera en manos del enemigo. Pero, ¿cómo? Se me ocurrió la manera.
Corté una manguera, la impregné de bencina, metí un extremo en el
depósito, encendí el otro y lo dejé en el suelo.
Nos alejamos de allí a
velocidad loca. De pronto vimos camionetas paradas. Mientras yo, con un
soldado, buscaba la bencina y repostaba, se habían reunido muchas
camionetas en el bosque. Y la fila se prolongaba casi hasta el mismísimo
almacén de bencina. En las camionetas había gente montada. Quise
gritarles que se alejaran a escape de allí, y no pude: se me había hecho
un nudo en la garganta. Vi en la imaginación una horrible escena.
— ¡Da la vuelta
hacia el aljibe! — grité al chófer.
Regresamos a toda mecha.
El chófer me miraba, y yo lo miraba a él. Los dos comprendíamos que
jugábamos con la muerte. Los últimos segundos del camino parecieron los
de un combate aéreo. Si nos daba tiempo de sacar de un tirón la manga,
salvaríamos a la gente, el combustible y quedaríamos nosotros mismos
vivos; si tardábamos...
Aún se veía humillo. Por
lo tanto, la manga ardía todavía en la superficie. Corrí al aljibe, tiré
de la manga, sacándola de la boca del depósito y la arrojé a un lado. La
frente se me llenó de gotas de sudor frío. Me alegraba de que nos
hubiera salvado la suerte. Siendo más exactos, nos había salvado nuestra
propia inexperiencia. La bencina se había evaporado en seguida, y la
goma arde muy despacio.
Nuestra equivocación se
tornó en ventura. Volvimos al bosque, busqué al jefe de la columna y le
di parte de las reservas de bencina halladas. Fueron al aljibe decenas
de camionetas. Nosotros en cabeza, enseñándoles el camino.
Tan pronto como
oscureció, la columna se puso en marcha hacia el Donbáss. Se decía que
allí se estaba levantando una línea de defensa. Por tanto, allí había
tropas nuestras.
Aquella fue otra dura
travesía. En algunos pueblos había ya alemanes, y nosotros hubimos de
abrirnos paso por caminos vecinales llenos de barro, empujando a veces
las camionetas, empapándonos, pasando frío y hambre. A pesar de todo, al
romper el alba llegamos a Staro-Béshev, donde había tropas soviéticas.
En el Estado Mayor de las
Fuerzas Aéreas, que se encontraba en aquel pueblo, me dijeron que mi
regimiento tenía su base al oeste de Rostov.
Pero resultó que mi
regimiento había aterrizado ya al sur de la ciudad. Yo había pasado
muchos tragos durante aquella semana. En el frente habían empeorado
mucho las cosas. Pero las caras conocidas y entrañables de mis
compañeros de armas y la entrevista con el jefe del regimiento, con
Figuichov. Lukashévich, Selivérstov, Nikándrich y Valentina, que seguía
montando guardia jumo al teléfono, me devolvieron las fuerzas. Vi sólo
que los lugares de base del regimiento habían ido cambiando, pero la
gente seguía siendo la misma de siempre, firmes y sufridos.
Ivanov me interrogó, al
tiempo que me estrechaba la mano:
— Pokryshkin, ¿es
que has cambiado el avión por una camioneta?
— Casi ha sido como
usted dice, cantarada comandante. Remolqué el Mig mientras fue posible.
Pero tuve que pegarle fuego.
— ¿No has perdido
el ojo?
— No, camarada
jefe.
— Está bien. Con
tal de que nos queden los ojos para ver y aniquilar al enemigo...
Descansa, cúrate y ven al regimiento. Nos trasladamos a Sultán-Saly, al
oeste de Rostov. Parece que allí nos aguarda algo interesante. Ya ves,
Pokryshkin. Sabíamos que volverías. No es tan fácil acabar ton un piloto
que ya ha caminado a patita.
La herida del ojo me
supuraba. Pasé dos días en la enfermería curándome, descansando y
escribiendo cartas a la familia. Hice también anotaciones en mi libreta.
En esta ocasión me la guardaron, lo mismo que mis objetos personales.
Recordé Pologui y Chernígovka. ¡Por más que jamás los olvidaría incluso
sin hacer anotaciones!
...Acabaron las curas. ¡A
combatir! En la misma camioneta que estuvo parada aquellos dos días
delante de la enfermería, fui a Sultán-Saly. Por la carretera topé con
dos torrentes: uno, de evacuados, en esta ocasión de los koljoses rusos
de la cuenca del Don, y el otro de tropas nuestras que iban al frente.
Las tropas eran muchas,
frescas, y estaban bien armadas. En los meses que llevábamos de guerra,
yo aún no había visto fuerzas como aquellas. Se notaba que en el sector
de Rostov se estaba preparando una poderosa contraofensiva nuestra.
En el aeródromo de
Sultán-Saly oí una dolorosa noticia:
— Ayer enterramos a
Kuzmá.
— ¿A Selivérstov? —interrogué maquinalmente.
— Peleó contra los Messers encima de Taganrog... Cayó terca del
aeródromo... Lo enterramos en aquel cerro.
Sobre su tumba apenas se
divisaba el modesto obelisco de madera. Me encaminé hacia allá para
echarle con mi propia mano un puñado de entrañable tierra rusa.
Kuzmá no había derribado
muchos aviones enemigos, ¡pero a cuántos de nosotros había salvado la
vida en los combates aéreos! Había sido un compañero modesto, sincero y
honrado, un verdadero camarada de lucha.
Permanecí un rato de píe
junto a la reciente tumba con obelisco de madera. El mecánico dé
Selivérstov había recortado una estrella de cinco puntas de duraluminio
y escrito debajo, después del apellido, el nombre y el patronímico del
aviador, con lápiz tinta: "¡Gloria eterna a los héroes caídos en los
combates por la libertad y la independencia de nuestra Patria!"
¡Cuántos obeliscos de
madera con iguales epitafios habían quedado en las vastas extensiones
comprendidas entre el Prut y el Don! Recordé nuestras primeras tumbas
junto a las fronteras occidentales de la URSS. Esta otra, sobre la que
yo me inclinaba en esos momentos, era la que se había cavado más al
este. ¿Se cavarían otras más allá, al otro lado del Don? Me dolía pensar
en eso...
Cuando volví al puesto de
mando, pedí que me enviaran en seguida a algún servicio de guerra.
Ivanov me miró con ojos de inteligencia, pronunció su sempiterno "está
bien" y me interrogó de pronto:
— ¿Has oído hablar
del piloto Post?
— He leído algo,
camarada jefe.
— ¿Sabes qué es la visión de profundidad?
Me desconcerté, sin saber
qué responder.
— Pues mira
—prosiguió—. El hombre determina la distancia con los dos ojos. Hay
gente excepcional que puede hacerlo con uno solo. Pero tú. Pokryshkin,
no eres el tuerto Post que volaba perfectamente por encima de la tierra
y del mar. Por lo menos, no hay necesidad de experimentar. Más vale que
vayas en tu camioneta al otro lado del Don y organices allí el
reentrenamiento de los aviadores jóvenes para que aprendan a volar el
Mig-3. Vuelan en los I-15 e I-16, pero nos pueden enviar aparatos
nuevos.
La misión que me
encomendaban olía a escuela, a retaguardia. Y yo quería pelear, batirme.
Ivanov prosiguió en el mismo tono tranquilo:
— Primero medita
dos o tres días con ellos en los problemas de teoría, comunícales tu
experiencia y hazles saber tus deducciones. Mientras tanto, se te
cicatrizará el ojo, y luego volarás con cada uno de ellos. En suma, que
resultará bien. De manera que no te pongas caprichoso. Alguien ha de
preparar a los jóvenes.
Estreché la mano a
Ivanov. Me despedí de mis amigos y me fui en la camioneta al aeródromo
de la otra orilla del Don. Conmigo se vinieron Nikitin, Trud, Suprún y
otros cinco pilotos muy jóvenes que aún no habían olido la pólvora. Hube
de asumir por segunda vez, la preparación del personal volante joven.
Cuando terminamos, volvimos al aeródromo. |
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...Entretanto, cada día
iban siendo menos los combates aéreos de verdad en nuestro frente. El
mal tiempo había inmovilizado a la aviación. Llegó a ser totalmente
imposible volar en formación.
Luego de extenuar al
enemigo, nuestras tropas pasaron a la ofensiva en el sector de Rostov.
El fragor incesante de
las batallas llegaba también a nuestro aeródromo. Sentíamos hondamente
el no poder prestar un apoyo eficaz a nuestras fuerzas de tierra. El
único tipo de servicios de guerra que podíamos hacer era el
reconocimiento aéreo. Y lo hacíamos casi todos los días.
Uno de aquellos días
grises, que me ponían de mal humor, me llamaron de pronto por teléfono
al puesto de mando. Quise recoger el portapliegos, pero, cuando me asomé
a la puerta, comprendí que el mapa no me haría falta, Las nubes eran tan
bajas que no se veía ni el otro extremo del aeródromo. Bien es verdad
que yo hacía tiempo que venia pensando en volar a mínima altura. Un
vuelo así odia compararse con una marcha a pie, ya que abría de
orientarme por los postes del telégrafo, por las bifurcaciones de los
caminos, por los árboles, la vegetación y los edificios. Mas, para
orientarse con tanto detalle había que conocer bien los parajes del
itinerario.
Cuando entré en el puesto
de mando. Ivanov me tendió la mano y me hizo tomar asiento a su lado,
como si fuera a hablarme de algo muy personal. Tras de interesarse por
mi salud, me interrogó si sabía que nuestro regimiento había sido
propuesto para el título de unidad "de la Guardia”
— En el ejército
ruso de antes hubo los regimientos Semiónovski y Preobrazhenski de la
Guardia; durante la guerra civil existió la Guardia Roja, y ahora va a
haber el Regimiento X de caza de la Guardia —me anunció él jefe del
regimiento—. Creo que nos tenemos ganado ese honor. Bueno, ahora al
grano: hay que hacer un vuelo.
— ¿Ahora?
— Sí. Acaba de
telefonear el jefe de la división. Se ha recibido una misión importante
del Estado Mayor del Frente.
— Pues si hay que
volar, debe hacerlo uno solo.
— Sin duda. Con el
tiempo tonto éste, no podrán pasar dos por donde pase uno. Pokryshkin,
hay que localizar los tanques del general Kleist.
Del grupo de tanques de
Kleist yo sabía ya algo por los partes del Buró Soviético de
Información. Nos venía asestando sensibles golpes. Tras de pasar al
oeste de Oréjov por una serie de distritos de la cuenca del Don, los
tanques salieron a la orilla del río, donde intentaron tomar la ciudad
de Shajty, cruzar el Don y envolver Rostov. Pero, iras de recibir un
contragolpe demoledor delante de Shajty, el grupo de Kleist se replegó y
desapareció en dirección desconocida bajo el manto de las nieblas
otoñales.
"¡Hay que localizar los
tanques de Kleist!": la misión era muy concreta. ¡Quién, sino los
aviadores, podían remirar en estas condiciones, en una o dos horas,
todos los bosquecillos, valles y pueblos próximos al frente y decir: ahí
están los tanques!
Nadie.
Lo único que se
necesitaba era ver los tanques y comunicar donde, en qué lugar y a qué
hora habían sido vistos, y el mando del frente tendría completamente
claros todos los planes operativos del grupo enemigo denominado "Sur”
Había que enterarse adonde habían sido dirigidas las fuerzas blindadas
del enemigo: eso era lo decisivo para nuestras tropas en aquel sector.
— Déme un mapa a
escala de uno por doscientos mil —pedí a Nikándrich, pues el mío, de
pequeña escala, no servía para ese vuelo.
La plana mayor del
regimiento comunicó al Estado Mayor de la división que, en busca de los
tanques de Kleist, emprendía el vuelo yo. Apenas hubo colocado Matvéiev
el auricular, telefoneó el jefe de la división.
— ¡Pokryshkin, hay
que encontrar los tanques!
Era una orden y una
súplica juntas. El jefe de la división la repitió para que me percatara
mejor de la importancia de la misión. El comprendía que no bastaba con
articular las palabras "hay que encontrar". Que debía agregar algo más.
— Hoy hemos perdido
ya a dos "pequeños" en esa búsqueda. No han regresado. ¿Sabes para qué
te lo digo?
— Sí, me lo
imagino. Debo regresar, camarada jefe de la división.
— ¡Y con datos!
— ¡A sus órdenes!
— Mira a Chaltyr.
Allí los nuestros han cercado a fuerzas enemigas. ¡Pero lo principal son
los tanques!
— ¡A sus órdenes!
¡Lo principal son los tanques!
— Te proponemos
para una condecoración.
— ¡La misión será
cumplida!
Primero recorrí
mentalmente la ruta trazada. Saldría al Don, viraría al sur, luego a la
derecha y volaría a lo largo de la carretera, orientándome por los
postes telegráficos. Cuando viera el ferrocarril, torcería de nuevo a la
izquierda...
Necesitaba determinar con
antelación la hora en que sobrevolaría cada punto de referencia. Ensayé
también unas cuantas variantes para recuperar la orientación perdida.
Cuando me hube preparado
minuciosamente, monté en la cabina del Mig y despegué. Casi en el
momento de despegar, me vi envuelto en nubes. Volaría a veinticinco o
treinta metros de altura, la visibilidad era limitadísima, el horizonte
estaba tapado, y la tierra se divisaba sólo a corta distancia por
delante del avión.
En el frío aire
revolotearon copos de nieve. Cuando cruce la línea del frente, descendí
a la altura mínima que me permitía verlo bien iodo.
Di muchas vueltas sobre
el sector señalado, al oeste de Novocherkassk. Me quedaba ya la bencina
casi imprescindible para el regreso, y yo no había descubierto síntomas
algunos de tanques. Llegué casi a desesperarme. ¿Sería posible que no
estuvieran allí? ¿Y si al día siguiente asestaban desde allí algún golpe
a nuestras tropas?
Corría ya el riesgo de
quedarme sin combustible para el vuelo de regreso, cuando decidí
explorar un cuadrado más. A corta distancia de la carretera vi en un
campo ambas huellas de tracción oruga que conducían a un bosque, y luego
descubrí entre la vegetación tres filas compactas de tanques enemigos.
Serían unos doscientos...
Se veía que los
tanquistas alemanes no esperaban la aparición de aviones nuestros con
aquel tiempo, pues hasta habían encendido hogueras. Guando divisaron por
encima de sus cabezas un caza con la estrella de cinco puntas, unos
echaron a correr hacia los matorrales y otros hacia los tanques.
Decidí dar otra pasada
por encima de aquella franja de bosque para señalarla con más exactitud
en el mapa y contar mejor los tanques descubiertos. Pero el enemigo me
recibió ya con un fuego tan nutrido que, cuando me metí en las nubes,
éstas quedaron iluminadas por las trayectorias de los proyectiles
antiaéreos Igual que si fueran relámpagos.
Tenía más prisa que nunca
por volver de aquel servicio al aeródromo. Los puntos de referencia no
me fallaron. Se alzaban por toda la ruta cual seguros guardianes delante
de mis ojos.
En el puesto de mando me
espetaban inquietos.
El jefe de la división
escuchó atento, por teléfono, mi información y se limitó a darme las
gracias, sin hacerme ninguna pregunta. Tenía que participar urgentemente
el secreto del enemigo al estado Mayor superior. |
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