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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

SOBRE EL DNIÉPER

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Apenas tuvimos tiempo de acostumbrarnos al nuevo aeródromo, cuando nos ordenaron despegar para proteger el cruce del Dniéper por Kajovka, donde confluían torrentes de evacuados de la parte de Ucrania, situada a la derecha de dicho río y envuelta en llamas.

Las orillas del curso bajo del vetusto Dniéper estaban por allí muy separadas y abrían vasto espacio a su abundante caudal. Gógol escribía que era raro el pájaro que llegaba a la mitad del Dniéper. En efecto, ¡se necesitaba mucho tiempo para sobrevolar aquella superficie de agua! Huelga hablar del que requería la lenta balsa.

Una pequeña motora arrastraba a duras penas una barcaza enorme llena de gente, carros y camiones. Reparaba uno en el desaforado ruido del motor y no podía menos de dudar si tendría fuerzas suficientes para alcanzar la orilla izquierda.

En las balsas y barcazas iba exclusivamente población civil. Por tanto, nuestro ejército combatía de firme y no se proponía replegarse al otro lado del Dniéper. Eso alegraba. Yo repetía mentalmente el lema que leía todos los días en los ojos de mis amigos de batalla y que había visto muchas veces en los tristes ojos de las campesinas ucranianas: "¡Ni un paso atrás!" "¡Cerremos al enemigo el paso del Dniéper!"

Patrullábamos de luz a luz el sector señalado. Este nuevo tipo de servicio de guerra exigía de cada piloto no sólo valor, sino maestría e inventiva también.

Una de las innovaciones tácticas que nacieron en nuestro regimiento fueron las denominadas "tijeras", No soy propenso a atribuirme la autoría del método, pero me atrevo a afirmar que sólo pudo surgir durante los vuelos en pareja, por los que yo venía abogando y pugnando. De representar gráficamente las "tijeras", este vuelo recuerda una serie de ochos. Dos aeroplanos que siguen el mismo rumbo se alejan y aproximan periódicamente. Así no sólo pueden cubrirse mutuamente, sino atisbar gran espacio. Con el tiempo, las "tijeras" se hicieron nuestra máxima carta táctica de triunfo.

Durante los días en que los cazas protegíamos los cruces del Dniéper, peleando contra los Messerschmitts, nuestros aviones de asalto IL-2 cubiertos por los Migs, hostigaban a las tropas enemigas que avanzaban por las carreteras del otro lado del Dniéper.

Al volver un día de un servicio de guerra, entré en el puesto de mando y vi a la telefonista Valentina con los ojos llorosos. Sus lágrimas me extrañaron y alarmaron. Estábamos acostumbrados a ver siempre jovial a la muchacha.

— Figuichov tarda en regresar —dijo Matvéiev cuando yo me interesé por el motivo de la aflicción de Valentina.

— ¿Cuándo despegó?

— Hace mucho. Más de dos horas ya.

— ¿Más de dos horas? —exclamé imprudente y, dándome cuenta en el acto, me enmendé—: ¡Ah! ¿Dos horas sólo? Entonces aún es temprano para inquietarse. Pues en el IL-2 se va lento, como en una carreta tirada por bueyes. Lento, pero seguro.

Valentina pidió a Matvéiev permiso para volver a telefonear al Estado Mayor de la división y a los aeródromos vecinos.

— ¡Telefonee! Pues claro que puede usted telefonear —respondió él.

Aguardé que Valentina acabara de hablar con el Estado Mayor de la división. Le dijeron que no habían recibido ninguna noticia de Figuichov.

— No te aflijas, que no tardará mucho en llamar él mismo —probé a animar a la muchacha, pero, al no encontrar más palabras de consuelo, salí de la chabola. No puedo soportal las lágrimas de las mujeres.

Cuando volví a la línea de estacionamiento, conté a los compañeros que Figuichov no había regresado, y Valentina lloraba.

— ¿Ya llora? —se extrañó un piloto—. Empieza poco temprano a desvivirse por él.

— ¿Qué tienes tú por “no temprano"? —le interrogué.

— Las guindas más tempranas no habrían podido madurar en el tiempo que ellos se conocen. Y el amor no es una guinda.

— En la guerra los sentimientos se acentúan, y el amor puede venir de repente.

— Por lo que a mí se refiere, yo prohibiría esas relaciones.

— ¿Cómo las ibas a prohibir? ¿Acaso se pueden prohibir los sentimientos?

— Sí, se pueden. No está bien que un jefe de escuadrilla se dedique a esas cosas.

— ¡Eres muy severo!

— ¡Tiene razón! —apoyó al moralista otro aviador—. Si empezamos aquí con romanticismos, no vamos a tener tiempo de combatir.

— Lo principal es que todo eso viene muy a destiempo —dijo otro compañero—. No hacen más que enamorarse el uno del otro, cuando se recibe la noticia de la muerte del piloto. La guerra no se anda con miramientos. Aquí, como escribiera Mayakovski, no hay lugar para las intrigas de amor.

— ¡Para él, de palabra!

— ¡Da lo mismo!

En mi fuero interno, yo estaba de acuerdo con los que censuraban a Figuichov. Valentina había sido una niña hasta poco antes. A su edad, todas las jóvenes son confiadas y responden con amor a los buenos sentimientos. Por lo visto, ella había tomado por amor la porfía con que Figuichov le hacía la corte y había acabado por enamorarse ella misma.

 ...Se recibió por teléfono la orden de emprender un vuelo de asalto. No sé por qué, abrigué la esperanza de ver por algún sitio, en tierra, el avión derribado de Figuichov. Me traía a mal traer aquel amorío...

Retomamos del servicio al anochecer. En el puesto de mando vi al jefe del regimiento, a Matvéiev y a Valentina junto al teléfono. Comprendí por sus caras que no aún no había noticias de Figuichov. Yo tampoco podía darles ninguna alegría.

— ¡Mañana volaré yo! — dijo Ivanov—. Y encontraré a Figuichov.

A la mañana siguiente Ivanov decidió efectivamente remontar el vuelo. Necesitaba un punto.

— ¿Me permite que vaya yo de protección? —le dije

El jefe se extrañó de mi oferta.

— Bueno, prueba. Pero tú no estás acostumbrado a volar de punto.

Despegamos. En efecto, hacía mucho tiempo que yo no volaba ya en el papel de punto. Y las obligaciones de éste no son tan fáciles de cumplir.

Ivanov pilotaba de maravilla. Tan pronto se remontaba a lo alto como descendía a vuelo rasante y escrutaba atentamente si había en la tierra algún indicio del IL-2 caído

Yo iba también pensando todo el tiempo en Figuichov. Veía con la imaginación incluso como se abría camino al este, hacia el Dniéper. Si lo encontrábamos, uno de los dos tendría que aterrizar para recogerlo.

Casos como éste ya habían ocurrido. Había leído de ellos en los periódicos. Durante los combates de Jaljin-Gol, el piloto de caza Gritsevets salvó así a su jefe delante de las narices de los samurái. Por la proeza lo condecoraron con la segunda Medalla de Oro de Héroe de la Unión Soviética.

Yo también aterrizaría ahora en la retaguardia del enemigo. En nombre de la amistad, obedeciendo al dictado del deber y del corazón, para que la joven no derramara más lágrimas...

Pero las tierras de la orilla derecha del Dniéper no me exigieron esa hazaña. Regresábamos al aeródromo, y yo iba pensando en Ivanov. Si de pronto nos atacaban los Messerschmitts yo defendería al jefe del regimiento hasta el último aliento.

Los antiaéreos enemigos abrieron fuego, pero nosotros pasamos de lado. Ese fue el único peligro que encontramos durante el vuelo.

Llegamos al aeródromo compungidos. No habíamos logrado dar con ninguna huella de Figuichov ¿Habría muerto? No queríamos resignarnos a creerlo.

Junto al puesto de mando vimos a Valentina. Estuvo un momento de pie, luego abrió los brazos y voló cual impaciente pajarito a nuestro encuentro.

— ¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! —gritaba alegre.

— ¿No viene herido? —le interrogué cuando ella, resplandeciente, se detuvo delante de nosotros.

— ¡En la cara se le ve que no ha traído ni un rasguño! —respondió Ivanov por ella.

Vimos a Figuichov en el puesto de mando. Tenía buenos ánimos, se mantenía con apostura, se había rasurado bien y arreglado las largas patillas.

Nos contó que lo había averiado un antiaéreo y apenas si pudo llegar al Dniéper y cruzarlo. Aterrizó en un arenal. Caminó mucho tiempo por la estepa hasta que dio con una unidad de infantería nuestra, dejó allí el aeroplano y se vino en camiones de paso hasta el poblado de Chaplinka.

— ¿Por qué no nos has enviado noticias? —le interrogó severo el jefe del regimiento.

Tras de mirar en derredor, por ver si estuchaba Valentina, repuso quedo:

— No he querido, que sufra un poco —y se echó a reír de buena gana.

No me agradaron ni sus palabras ni su hilaridad.

— ¿Te alegras de haber hecho perder la cabeza a la chica? —le reproché en tono amistoso.

El se disgustó.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ivanov me mandó que emprendiese el vuelo al aeródromo de Volodarskoie, donde se encontraban nuestros talleres y se entrenaban los pilotos jóvenes destinados a nuestro regimiento.

— Te doy dos días —me dijo—. Arreglarás tu avión, probarás los otros aparatos, volarás con los muchachos y los traerás aquí. Ya va siendo hora de que empiecen a combatir.

A la media hora de vuelo, me encontré en la profunda retaguardia. Vi cómo se entrenaban los pilotos jóvenes.

El aeroplano despegaba, tomaba altura, hacía varías figuras de acrobacia y aterrizaba. Todo se ejecutaba con calma escolar, limpiamente, pero... como clichés estampados. Me parecía que estaba viendo cuadros de cine rodados con cámara lenta. ¡Y eso que los jóvenes se preparaban para combatir!

En la línea de salida reconocí las caras de los muchachos. El apuesto Nikitin, con casco de vuelo, me dio parte a mí como oficial de graduación superior que era, de los vuelos de entrenamiento:

— Hemos tenido combates y tiro de entrenamiento.

— ¿Lo habéis aprendido todo bien?

— Nos hemos entrenado poco, pero llévenos de aquí.

— ¿Quién te ha dicho que he venido para llevaros conmigo?

Se acercaron otros pilotos. Andréi Trud dijo, sonriendo:

— ¡Saludos al frente de parte de la retaguardia laboriosa!

Trud también se sentía molesto porque los tenían ociosos: no les dejaban tirar ni bombardear en el polígono.

— ¿Qué necesidad hay de malgastar municiones? El frente está al lado. A nosotros tampoco nos enseñaron mucho, pero el que ha querido, lo ha aprendido todo en los combates. ¿Habéis pulido bien los picados?

— Parece que sí —repuso Nikitin con timidez.

— Está bien mañana comprobaremos lo que habéis aprendido aquí.

— ¿Y saldremos para el frente? —exclamó un piloto de pelo negro y baja estatura, acercándose a mí. Se llevó la mano al gorro, saludando, y se presentó—: Soy el alférez Stepán Suprún.

— ¿Suprún?

— ¡Como lo oye! —repuso alegre.

— Yo conocí a otro Suprún y a propósito sea dicho, también se llamaría Stepán. ¿Es familiar suyo?

— Tocayo, camarada primer teniente. Pero conozco todo lo que se refiere a él como si fuera hermano carnal mío. En los periódicos se ha publicado un decreto. ¿Lo ha leído?

— ¿Qué decreto? ¿Sobre Suprún?

— A Stepán Pávlovich Suprún se le ha concedido póstumamente por segunda vez el título de Héroe de la Unión Soviética. Cayó en un combate aéreo.

La noticia me dejó atónito.

— ¿Lo conocía usted? —oí la voz de Nikitin.

— Tuve algunas entrevistas con él... En una ocasión... Seguid los vuelos, muchachos.

Si hubiera podido alejarme a algún lugar retirado, aunque sólo fuera a deambular por el campo, habría tardado en volver al lado de los muchachos.

Pues yo también había leído, como de Chkálov, todo lo que se había escrito de él. Suprún había sido un digno alumno de Chkálov, este gigante del Volga, pero también había agregado mucho de su cosecha a lo que constituye el tipo de piloto de caza. Yo sentía lo nuevo que él había aportado. ¿Cómo pudo haber perecido un piloto de caza perfecto como él? Yo lo recordaba, recordaba todo lo que me dijera en cierto tiempo...

Tardé un poco en acudir a los vuelos de los muchachos. Los reuní y les hablé de Chkálov y Suprún, de los rasgos de ellos que yo apreciaba: la valentía sin reservas; la decisión y el turbulento carácter del uno; la gran erudición, los profundos conocimientos y también el coraje del otro. Hablé de muchas cosas, pero todo lo reduje a la probada maniobra en la vertical, a la brusquedad en el vuelo y a las sobrecargas durante el pilotaje, así como al cálculo del tiro. Eran los primeros granitos de experiencia combativa, mis observaciones personales y mis conclusiones.

Aquel día yo "combatí" con cada uno de los jóvenes pilotos encima del aeródromo. Y por la noche, a la hora de cenar, les pregunté:

— ¿Qué os parece, mañana volveremos a perseguirnos los unos a los otros o...?

No me dejaron terminar la frase.

— ¡Al frente!

— ¡Al regimiento!

Por la mañana, nuestro grupito dio una vuelta sobre el aeródromo de Volodarsk en perfecta formación de parejas y tomó rumbo al oeste, hacia Melitópol. De jefes de las parejas iban Nikitin, Trud y Suprún. Cuando los miraba, me acordaba de mis primeros vuelos de guerra sobre el Prut, de mis primeros aciertos y reveses. Por un instante me pareció que yo también volaba ahora por primera vez al frente. Me invadió un entusiasmo juvenil y quise entrar sobre la marcha, con estos jóvenes, en combate y arrollar y hacer trizas al enemigo en nuestro cielo. Pensé en lo que ya habíamos hecho los vivos y los muertos durante los primeros días de la guerra. Sí, el Prut y el Dniéster estaban lejos de donde nos encontrábamos ahora, pero habíamos entregado todo lo que pudimos a la lucha contra el enemigo. Teníamos la conciencia limpia ante estos jóvenes que formaban ahora a nuestro lado. Y eso lo comprenderían ellos en las primeras pruebas.

Se divisó Melitópol. Al sur de la ciudad ardía Akímovka.

 

     
 

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