Apenas tuvimos tiempo de acostumbrarnos al nuevo
aeródromo, cuando nos ordenaron despegar para proteger el cruce del
Dniéper por Kajovka, donde confluían torrentes de evacuados de la parte
de Ucrania, situada a la derecha de dicho río y envuelta en llamas.
Las orillas del curso bajo del vetusto Dniéper
estaban por allí muy separadas y abrían vasto espacio a su abundante
caudal. Gógol escribía que era raro el pájaro que llegaba a la mitad del
Dniéper. En efecto, ¡se necesitaba mucho tiempo para sobrevolar aquella
superficie de agua! Huelga hablar del que requería la lenta balsa.
Una pequeña motora arrastraba a duras penas una
barcaza enorme llena de gente, carros y camiones. Reparaba uno en el
desaforado ruido del motor y no podía menos de dudar si tendría fuerzas
suficientes para alcanzar la orilla izquierda.
En las balsas y barcazas iba exclusivamente
población civil. Por tanto, nuestro ejército combatía de firme y no se
proponía replegarse al otro lado del Dniéper. Eso alegraba. Yo repetía
mentalmente el lema que leía todos los días en los ojos de mis amigos de
batalla y que había visto muchas veces en los tristes ojos de las
campesinas ucranianas: "¡Ni un paso atrás!" "¡Cerremos al enemigo el
paso del Dniéper!"
Patrullábamos de luz a luz el sector señalado. Este
nuevo tipo de servicio de guerra exigía de cada piloto no sólo valor,
sino maestría e inventiva también.
Una de las innovaciones tácticas que nacieron en
nuestro regimiento fueron las denominadas "tijeras", No soy propenso a
atribuirme la autoría del método, pero me atrevo a afirmar que sólo pudo
surgir durante los vuelos en pareja, por los que yo venía abogando y
pugnando. De representar gráficamente las "tijeras", este vuelo recuerda
una serie de ochos. Dos aeroplanos que siguen el mismo rumbo se alejan y
aproximan periódicamente. Así no sólo pueden cubrirse mutuamente, sino
atisbar gran espacio. Con el tiempo, las "tijeras" se hicieron nuestra
máxima carta táctica de triunfo.
Durante los días en que los cazas protegíamos los
cruces del Dniéper, peleando contra los Messerschmitts, nuestros aviones
de asalto IL-2 cubiertos por los Migs, hostigaban a las tropas enemigas
que avanzaban por las carreteras del otro lado del Dniéper.
Al volver un día de un servicio de guerra, entré en
el puesto de mando y vi a la telefonista Valentina con los ojos llorosos.
Sus lágrimas me extrañaron y alarmaron. Estábamos acostumbrados a ver
siempre jovial a la muchacha.
— Figuichov tarda en regresar —dijo Matvéiev cuando
yo me interesé por el motivo de la aflicción de Valentina.
— ¿Cuándo despegó?
— Hace mucho. Más de dos horas ya.
— ¿Más de dos horas? —exclamé imprudente y, dándome
cuenta en el acto, me enmendé—: ¡Ah! ¿Dos horas sólo? Entonces aún es
temprano para inquietarse. Pues en el IL-2 se va lento, como en una
carreta tirada por bueyes. Lento, pero seguro.
Valentina pidió a Matvéiev permiso para volver a
telefonear al Estado Mayor de la división y a los aeródromos vecinos.
— ¡Telefonee! Pues claro que puede usted telefonear
—respondió él.
Aguardé que Valentina acabara de hablar con el
Estado Mayor de la división. Le dijeron que no habían recibido ninguna
noticia de Figuichov.
— No te aflijas, que no tardará mucho en llamar él
mismo —probé a animar a la muchacha, pero, al no encontrar más palabras
de consuelo, salí de la chabola. No puedo soportal las lágrimas de las
mujeres.
Cuando volví a la línea de estacionamiento, conté a
los compañeros que Figuichov no había regresado, y Valentina lloraba.
— ¿Ya llora? —se extrañó un piloto—. Empieza poco
temprano a desvivirse por él.
— ¿Qué tienes tú por “no temprano"? —le interrogué.
— Las guindas más tempranas no habrían podido
madurar en el tiempo que ellos se conocen. Y el amor no es una guinda.
— En la guerra los sentimientos se acentúan, y el
amor puede venir de repente.
— Por lo que a mí se refiere, yo prohibiría esas
relaciones.
— ¿Cómo las ibas a prohibir? ¿Acaso se pueden
prohibir los sentimientos?
— Sí, se pueden. No está bien que un jefe de
escuadrilla se dedique a esas cosas.
— ¡Eres muy severo!
— ¡Tiene razón! —apoyó al moralista otro aviador—.
Si empezamos aquí con romanticismos, no vamos a tener tiempo de
combatir.
— Lo principal es que todo eso viene muy a
destiempo —dijo otro compañero—. No hacen más que enamorarse el uno del
otro, cuando se recibe la noticia de la muerte del piloto. La guerra no
se anda con miramientos. Aquí, como escribiera Mayakovski, no hay lugar
para las intrigas de amor.
— ¡Para él, de palabra!
— ¡Da lo mismo!
En mi fuero interno, yo estaba de acuerdo con los
que censuraban a Figuichov. Valentina había sido una niña hasta poco
antes. A su edad, todas las jóvenes son confiadas y responden con amor a
los buenos sentimientos. Por lo visto, ella había tomado por amor la
porfía con que Figuichov le hacía la corte y había acabado por
enamorarse ella misma.
...Se recibió por teléfono la orden de emprender
un vuelo de asalto. No sé por qué, abrigué la esperanza de ver por algún
sitio, en tierra, el avión derribado de Figuichov. Me traía a mal traer
aquel amorío...
Retomamos del servicio al anochecer. En el puesto
de mando vi al jefe del regimiento, a Matvéiev y a Valentina junto al
teléfono. Comprendí por sus caras que no aún no había noticias de
Figuichov. Yo tampoco podía darles ninguna alegría.
— ¡Mañana volaré yo! — dijo Ivanov—. Y encontraré a
Figuichov.
A la mañana siguiente Ivanov decidió efectivamente
remontar el vuelo. Necesitaba un punto.
— ¿Me permite que vaya yo de protección? —le dije
El jefe se extrañó de mi oferta.
— Bueno, prueba. Pero tú no estás acostumbrado a
volar de punto.
Despegamos. En efecto, hacía mucho tiempo que yo no
volaba ya en el papel de punto. Y las obligaciones de éste no son tan
fáciles de cumplir.
Ivanov pilotaba de maravilla. Tan pronto se
remontaba a lo alto como descendía a vuelo rasante y escrutaba
atentamente si había en la tierra algún indicio del IL-2 caído
Yo iba también pensando todo el tiempo en
Figuichov. Veía con la imaginación incluso como se abría camino al este,
hacia el Dniéper. Si lo encontrábamos, uno de los dos tendría que
aterrizar para recogerlo.
Casos como éste ya habían ocurrido. Había leído de
ellos en los periódicos. Durante los combates de Jaljin-Gol, el piloto
de caza Gritsevets salvó así a su jefe delante de las narices de los
samurái. Por la proeza lo condecoraron con la segunda Medalla de Oro de
Héroe de la Unión Soviética.
Yo también aterrizaría ahora en la retaguardia del
enemigo. En nombre de la amistad, obedeciendo al dictado del deber y del
corazón, para que la joven no derramara más lágrimas...
Pero las tierras de la orilla derecha del Dniéper
no me exigieron esa hazaña. Regresábamos al aeródromo, y yo iba pensando
en Ivanov. Si de pronto nos atacaban los Messerschmitts yo defendería al
jefe del regimiento hasta el último aliento.
Los antiaéreos enemigos abrieron fuego, pero
nosotros pasamos de lado. Ese fue el único peligro que encontramos
durante el vuelo.
Llegamos al aeródromo compungidos. No habíamos
logrado dar con ninguna huella de Figuichov ¿Habría muerto? No queríamos
resignarnos a creerlo.
Junto al puesto de mando vimos a Valentina. Estuvo
un momento de pie, luego abrió los brazos y voló cual impaciente
pajarito a nuestro encuentro.
— ¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! —gritaba alegre.
— ¿No viene herido? —le interrogué cuando ella,
resplandeciente, se detuvo delante de nosotros.
— ¡En la cara se le ve que no ha traído ni un
rasguño! —respondió Ivanov por ella.
Vimos a Figuichov en el puesto de mando. Tenía
buenos ánimos, se mantenía con apostura, se había rasurado bien y
arreglado las largas patillas.
Nos contó que lo había averiado un antiaéreo y
apenas si pudo llegar al Dniéper y cruzarlo. Aterrizó en un arenal.
Caminó mucho tiempo por la estepa hasta que dio con una unidad de
infantería nuestra, dejó allí el aeroplano y se vino en camiones de paso
hasta el poblado de Chaplinka.
— ¿Por qué no nos has enviado noticias? —le
interrogó severo el jefe del regimiento.
Tras de mirar en derredor, por ver si estuchaba
Valentina, repuso quedo:
— No he querido, que sufra un poco —y se echó a
reír de buena gana.
No me agradaron ni sus palabras ni su hilaridad.
— ¿Te alegras de haber hecho perder la cabeza a la
chica? —le reproché en tono amistoso.
El se disgustó. |