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Serguey Anójin: ¡Más y mas alto!

 

De la vida de un piloto de pruebas

Realizado por calquin24

 

 

EN PLANEADOR

El planeador recorre corta distancia por la falda de la montaña y se desprende, ligero, del suelo. Una corriente de aire ascendente lo sube más y más alto. Desde la cabina del piloto veo cómo la línea azul del horizonte parece retroceder, descubriéndome un vasto panorama. Abajo, junto al mar, extiéndese el pintoresco Koktebel con las rectas líneas de casitas blancas de la Escuela Superior de Vuelos sin Motor de la Osoaviajim (Sociedad de cooperación en la defensa y el desarrollo de la industria aeronáutica y química); más allá se extiende el pardo valle septentrional, calcinado por el sol de Crimea; a la derecha, el mar azul e inmenso. No obstante, miro de pasada el bonito panorama, pues pongo toda la atención en pilotar. Para cumplir la tarea –planear quince minutos como mínimo y aterrizar exactamente junto a la "T' –he de volar a lo largo de la cresta de la montaña, ir y volver, sin perder altura.

El vuelo a vela en el lindo y obediente aparato que gobierno me llena de entusiasmo y me siento casi dueño del espacio. Mas esta placidez me dura poco. El fuerte viento nórdico que tanto favorece el planeo trae nubes blanquecinas. Abstraído por mis emociones, no he notado cómo quedo envuelto entre ellas. Ocultas por la opaca nebulosidad gris, la tierra y la mar desaparecen de mi vista. En el parabrisas de la cabina posadas, cual gargantillas, gotas de humedad.

Siento cierto temor y aprieto más fuerte la palanca de mando; pues aún no sé volar entre nubes, y esto es para mí una seria prueba.

Afortunadamente, termina pronto. Salgo de las nubes, sigo volando el tiempo fijado, y luego tomo tierra exactamente junto a la "T". Mijaíl Románov, mi instructor, bajo de estatura, fornido y de sencilla cara rusa, viene hacia mí. Me da un fuerte apretón de manos y me felicita por haber terminado el curso de aprendizaje y recibido el título de instructor de vuelo sin motor.

Han transcurrido más de veinticinco años desde ese día memorable. Del planeador he pasado al avión, me he hecho piloto probador. Ahora, cuando manejo pesadas naves poli-motores y cazas supersónicos, sigo ejercitando mi afición a los vuelos a vela y siempre recuerdo con gratitud la escuela de la Osoaviajim, que me inculcó los primeros hábitos aeronáuticos y me enseñó a tener serenidad y ser valiente.

Sé por experiencia que los vuelos a vela son la mejor preparación para un piloto. Pues el moderno avión de potentes motores a reacción y perfectos aparatos de navegación aérea casi no depende del viento ni el tiempo. El piloto de planeador, en cambio, hace travesías de varios centenares de kilómetros, se mantiene en el aire decenas de horas y se eleva a la estratosfera, peleando contra el aire únicamente con su maestría y serenidad. Los pilotos de planeador realizan también intrépidos vuelos experimentales.

Tal es, por ejemplo, el vuelo de Iván Kartashov ante un nubarrón tormentoso. Los nubarrones de tormenta, portadores de cargas eléctricas de enorme potencia, y los torbellinos aéreos de terrible violencia también suponen un peligro para los grandes aviones a reacción, que siempre los bordean. Pero Kartashov se abalanza valientemente al encuentro del peligro en un frágil planeador, elevado a remolque de un avión. Aprovechando hábilmente las corrientes de aire que soplan delante del nubarrón, el piloto del planeador vuela tranquila-mente a lo largo de él y avanza con él a la velocidad de huracán. Desde tierra, el pequeño planeador que vuela delante del inmenso nubarrón azul oscuro, inflamado por deslumbrantes relámpagos, parece una mariposa revoloteando alrededor del fuego. Si el piloto ejecuta mal una maniobra, el planeador puede verse dentro de la nube tormentosa, en la que se hará trizas instantáneamente. Pero Kartashov es un excelente piloto de vuelo sin motor, experto y sereno. Observando de cerca los fenómenos de la tormenta y estudiando las particularidades del vuelo en condiciones tan insólitas, planea delante del nubarrón hasta que éste se dispersa.

En Koktebel, en la Escuela Superior de Vuelos sin Motor, donde me quedo a trabajar como instructor, también se realizan pruebas. En una ocasión me cae en suerte un extraordinario vuelo de ensayo. Hay que comprobar en el aire los cálculos del diseñador respecto a la máxima velocidad tolerable del planeador tipo Rot Front-1. Si se rebasa esta velocidad máxima tolerable, empieza una vibración, y el aparato se destrozará.

El día de la prueba se me graba en la memoria para toda la vida. Estamos en otoño, el magnífico otoño de Crimea, con días soleados, pero no calurosos. Sopla un viento fuerte y constante. Se ha levantado después del mediodía y aún no ha traído nubes grises otoñales. Realizar un vuelo sin motor como éste produce un gran placer.

Cuando llego al aeródromo, el planeador y el aeroplano que debe remolcarlo a la altura debida están ya en la línea de salida. Todos los que han venido a despedirme están algo emocionados, aunque lo ocultan. Yo no temo el peligro y estoy seguro de mis fuerzas; no dudo de que, en caso de necesidad, sepa utilizar el paracaídas. Pero me domina cierta tensión nerviosa, la espera de lo desconocido.

Aún hay tiempo -dice el diseñador del planeador-. ¿Abandonamos la empresa?

Saldrá bien -digo, para tranquilizarlo, y me pongo el paracaídas.

Mijaíl Románov me ayuda. Luego, llevado de la costumbre de instructor, comprueba el ajuste de los atalajes de mi paracaídas y me da una amistosa palmadita en la espalda.

- ¡Buen vuelo, hermano Serguéi! Que tengas suerte.

...Describiendo amplios círculos, un avión eleva mi planeador más y más alto. La saeta del altímetro indica ya 2.500 metros sobre el lugar del despegue. La altura es suficiente. Me suelto del cable de remolque. El avión desciende veloz y se aleja a un lado. Me quedo solo en el aire. A mis pies, el panorama de Crimea del Sur, que me es ya habitual y entrañable: el valle de Uzún-Sirt; el mar con la blanquecina franja de las olas junto a la orilla; y a lo lejos, las casitas de Otuz y las siluetas de las montañas de Crimea, que se elevan tras las negras rocas de Karadag.

Es hora de empezar las pruebas. Miro el velocímetro. Indica 65 kilómetros por hora. Empujo con suavidad la palanca de mando. El planeador baja la proa y empieza a picar. La velocidad aumenta rápidamente: 100, 120, 150, 200... Por ahora todo marcha normalmente, no siento vibración alguna. Así y todo, lanzo una rápida ojeada a las alas. No, no se nota que tremolen. Pero el silbido del viento frontal se convierte en sonoro bordoneo que parece el sonido de una gigantesca cuerda bien tensada. La velocidad es de 220 kilómetros por hora. Las alas del planeador empiezan a trepidar ligeramente. No me da tiempo de percibir nada más. Debido a la vibración de alta frecuencia que aumenta con celeridad, parece que el planeador va a reventar. Las alas se desprenden estrepitosamente, y una terrible fuerza, tras romper los tirantes que me sujetan al asiento, me lanza al aire. Logro mantener la serenidad. Empuño la anilla del paracaídas y pienso que no debo abrir la cúpula en seguida, pues puede engancharse en los restos del planeador. Venzo el deseo de tirar inmediatamente de la anilla y sostengo la caída. Y cuando el paracaídas se abre, y la rápida caída cesa, el corazón se me inunda de alegría: "¡Estoy salvado!" El mar, el sol y la tierra me parecen maravillosos, de inimitable belleza.

Aterrizo al lado de los restos del aparato destrozado, me desengancho los atalajes del paracaídas y recojo la cúpula, como las instrucciones mandan. Luego me siento en una piedra calentada por el sol, saco un cigarrillo y lo enciendo. Es muy agradable sentir que, al fin, pisa uno tierra firme. Pero el vuelo de ensayo, aunque ha terminado, viéndome obligado a saltar con el paracaídas, me deja una sensación de triunfo que antes no había sentido. Y eso hace sonar en mi alma ciertas fibras, despierta alegría y gran satisfacción moral. En este preciso momento, sentado entre los restos del planeador, como un marino después de un naufragio, pienso por primera vez en la profesión de piloto probador como algo deseado y absolutamente necesario para mí.

Días después de la prueba del planeador Rot Front-1 llega un telegrama a la Escuela. Nos llaman urgentemente de Moscú a Mijáil Románov y a mí. Me despido con tristeza de los camaradas y de la escuela que me ha hecho aviador. Siento hasta la fecha por Koktebel y el cielo de Crimea el cariño que se profesa a la casa paterna, al recuerdo de la pasada juventud.

EN UNA TORTUGA VOLANTE

Durante la Gran Guerra Patria me llaman a filas y me envían a una unidad especial, en la que se prueban nuevos aparatos para las tropas de desembarco aéreo. La unidad está situada en un aeródromo de los alrededores de Moscú, en la zona protegida por la poderosa defensa antiaérea de la capital. Se observan rigurosamente las reglas del enmascaramiento. Los hangares y las dependencias de servicio están disimulados, pintados a manchones y franjas, como si hubieran cambiado de forma y tamaño. Para que el personal se refugie durante los bombardeos enemigos, junto a los lugares de aparcamiento y las casas hay profundas trincheras y blindajes.

En esta nueva unidad hay muchos pilotos conocidos de planeadores, entre ellos, los famosos campeones Pável Savtsov, Víctor Ilchenko, Grigori Malinovski, Vsévolod y Mijaíl Románov, Pável Ereméíev y Víctor Vygónov. Efectúan las pruebas de planeadores de desembarco.

En nuestro aeródromo, la vida lleva un ritmo impetuoso. Las alarmas aéreas y los vuelos de combate a la retaguardia del enemigo interrumpen el trabajo de los probadores. Los acontecimientos: unos terribles, otros trágicos, otros inverosímiles y otros casi fantásticos, se van sucediendo. -Recuerdo muy bien uno de esos sucesos "fantásticos".

Estamos a principios del invierno. La nieve aún no ha cubierto el suelo, que, congelado por el frío, hace que las pisadas resuenen sonoras. Estamos en la línea de salida, mirando cómo despega un cuatrimotor de bombardeo que emprende un vuelo de prueba. Bajo su fuselaje cuelga una camioneta.

Tras breve carrera, el avión despega sin esfuerzo, y entonces veo en el eje de su rueda izquierda... ¡a una persona! Va sin gorro, aferradas las manos a la pata del tren. La corriente frontal de aire le quiere arrancar el capote, cuyos faldones se bambolean y agitan como las alas de un ave fantástica. Deduzco al pronto que es una alucinación mía. ¡Más no! Cuantos están en la línea de salida miran, mudos de estupor al extraño aviador.

Un enviado corre a escape al puesto de mando para advertir por radio al piloto que lleva a un pasajero inopinado. El avión se pierde de vista, y nos ponemos a indagar quién será el atrevido. Resulta que ha sido el ingeniero Liev Salkó, que dirige las pruebas. Es joven especialista, muy capaz, enamorado de su profesión, pero muy fogoso, se deja llevar por la pasión y toma determinaciones precipitadas. No comprendemos qué le habrá movido a elevarse de tal guisa.

Quince minutos después el avión torna y aterriza en seguida. Advertido, el piloto cesa las pruebas y conduce el aparato a tierra con cuidado para que la toma sea suave, sin golpes. Mas sus cuidados huelgan. Bajo el avión, junto a la rueda, no hay nadie.

- Con un frío como el que hace, no aguanta uno ni cinco minutos -dice alguien. Y, exhalando un sentido suspiro, agrega- : ¡Qué buen muchacho era nuestro Liev!

En eso, el avión rueda hacia el lugar de salida, se detiene, y de la cabina de la camioneta colgante del aparato se apea... Salkó, ¡pero con qué aspecto! Apenas se tiene en pie, demacrado el pálido semblante, hundidos los ojos, deshilachados por el viento los bajos del capote. ¿Qué ha ocurrido?

Cuando el avión con la camioneta colgada debajo del fuselaje debía rodar ya hacia el lugar de salida, Saló decidió convencerse definitivamente de la resistencia de la suspensión. Los motores del aparato estaban funcionando, y el ingeniero, tapándose la cara contra los remolinos de viento, se subió al eje de la rueda izquierda.

El avión rodó hacia la salida, y el ingeniero siguió de pie sobre el eje de la rueda. El que daba la salida no vio a nadie debajo del avión, hizo al piloto la señal de despegue, y éste, sin detenerse, emprendió el vuelo. Cuando Salkó comprendió lo que pasaba, era ya tarde.

Atónito de miedo, el ingeniero miró al suelo, que se alejaba de sus pies. El gélido viento le calaba hasta los huesos; las manos se le quedaron yertas. Unos minutos más, y... Pero en ese instante Salkó se acordó de la camioneta colgada bajo el fuselaje. ¡Allí estaba su salvación! Calculó la distancia, y se determinó a pasar a la cabina de la camioneta. Era muy difícil y arriesgado. Pero no tenía otra alternativa: perdía las fuerzas por instantes.

El ingeniero aflojó las manos; la corriente de aire lo arrancó del eje, pero él logró asirse del borde de la cabina, y, momentos después, estaba sentado en el puesto del chófer. Exhaló un suspiro y se secó el sudor de la frente.

¡Estaba salvado!

Mas el pánico volvió a hacer presa en él cuando se acordó que, antes del vuelo, había dicho al piloto, al darle instrucciones:

- ¡Si la camioneta origina alguna vibración en el aeroplano, oprime inmediatamente el botón del lanzamiento de emergencia, ¡No te arriesgues! ¡Que caiga la camioneta al suelo y la lleve el diablo!

Sentado en la cabina del chófer, Salkó se imaginaba claramente cómo ocurriría todo eso. La mano del piloto avanzaría hacia el botón del lanzamiento de emergencia, y la camioneta, obedeciendo a las leyes de la Física, caería al suelo, describiendo una curva, igual que la de una bomba al caer. Probablemente, con la única diferencia de que la camioneta daría vueltas en el aire, Y él, Liev Salkó, o saldría despedido de la cabina y caería al lado de la camioneta, o no sería proyectado de ella hasta el mismo suelo. Y allí...

El ingeniero estuvo viendo e1 cuadro de su propia muerte hasta que aterrizó el avión.

Todos nosotros felicitamos efusivamente a nuestro camarada por su milagrosa salvación. El jefe de la unidad también lo felicita, y luego le pone tres días de arresto por haber infringido las instrucciones para ejecutar las pruebas.

EN BARRENA PLANA

Por regla general, nuestra labor como probadores se limita a cuestiones del empleo de diversos aparatos en condiciones de combate. Pero a veces hemos de comprobar en el aire sus cualidades aerodinámicas.

Pasado un poco tiempo, se eleva en un planeador el piloto probador Adam Dóbajov. Luego que cumple la tarea, viene a aterrizar. Para ello, el piloto de planeador siempre procura tener reserva de altura. Pues si yerra el cálculo o hay viento frontal demasiado violento, el planeador no puede, como el avión, corregirlo con el motor. En cambio, el exceso de altura se puede perder oportunamente soltando los frenos de velocidad o resbalando sobre el ala.

Cuando Dóbajov quiere utilizar los frenos de velocidad, falla el mecanismo que los suelta. El piloto inclina el planeador a la derecha y empieza a resbalar sobre el ala. De súbito el aparato se siente lanzado sobre el plano izquierdo y entra en barrena izquierda. Dóbajov no se desconcierta y pone instantáneamente los timones en posición de salida de la barrena. El planeador obedece y pasa al vuelo horizontal a ras del suelo. Debido a la escasa altura, aterriza en medio de la línea de salida.

Por este tiempo tengo ya experiencia de probador de planeadores para determinar su estabilidad y cómo salen de la barrena. Me toca en suerte probar también un planeador de desembarco. Designan al comandante Avdéiev ingeniero dirigente de las pruebas. Canoso, pero apuesto como un joven, conoce excelentemente su materia.

El tipo de planeador que hemos de probar está adoptado ya por las fuerzas armadas. Con aparatos como éstos se han cumplido ya airosamente tareas combativas, y en ninguna unidad se ha oído que, al resbalar sobre el ala, entren arbitrariamente en barrena.

... Remolcado por un avión, me elevo a dos mil metros de altura y empiezo a cumplir la tarea. El planeador obedece estupendamente a los mandos. Le doy inclinación derecha, resbalo sobre el ala un instante, otro, y ya está... el planeador, sin que yo lo motive, se echa sobre el ala izquierda y entra en barrena. No obstante, sigue obediente a los mandos y sale en seguida de ella.

Aún estoy a bastante altura y puedo seguir ensayando. Ahora resbalo sobre el ala izquierda. El planeador se vuelve sobre el ala derecha y entra de nuevo en barrena, de la que salgo con la misma facilidad. Luego asciendo varias veces más, y el resbalamiento sobre el ala siempre termina en una barrena.

La siguiente etapa debe poner en claro cómo sale el planeador de la barrena. Para eso hay que dar dos o tres espiras.

.. .Fijan las pruebas para el mediodía, inmediatamente después del almuerzo. Es el mejor tiempo para los vuelos sin motor. De la tierra, calentada por el sol, elévense corrientes de aire y crean condiciones propicias para el planeo.

Por la mañana, Avdéiev y yo examinamos detenidamente el planeador por ver si está todo preparado para los ensayos. El va a almorzar al comedor con los pilotos y los mecánicos; yo me quedo en el aeródromo. No tengo ganas de caminar casi un kilómetro por el calor, máxime habiendo traído varios bocadillos. Me siento en la hierba y me los como.

Durante la hora del almuerzo, en el aeródromo no se ve a nadie ni se oye ruido. Los aviones están resguardados en lo hondo de las caponeras; los planeadores, debajo de los árboles. Tras comerme mis bocadillos, me encamino hacia mi planeador. Está al fresco. En la carlinga de los pasajeros hay sacos de arena como lastre. Las pruebas se han efectuado con carga completa. Me acuesto encima de los sacos, abro un libro, leo unas páginas y, sin darme cuenta, me quedo dormido.

Me despiertan unos golpes. Algo así como si clavasen clavos en el planeador. Salgo de la carlinga y veo a un soldado que está clavando con gran ahínco, a la cabina del piloto, el fanal de abandono del planeador en caso de emergencia.

- ¿Qué haces? -le interrogo.

El soldado cesa el martilleo. Es un muchacho muy joven. Tiene la cara redonda y sonrosada; y los ojos, muy azules e ingenuos.

- Me han mandado que sujete bien esta caperuza. El piloto se queja de que sopla mucho por la rendija - responde.

- ¡¿Acaso se hace así?! -digo yo, enojado.

- No tenga miedo de que lo estropee -dice el muchacho, esbozando una amplia sonrisa-. Entiendo el oficio. Mi padre es carpintero y yo también. Ves los clavos son largos, pero finos No resquebrajarán la madera; y la caperuza no sólo el viento rola podrá mover, sino que ni con un hacha la quitas.

- ¿Sabes para qué sirve esta caperuza?

- ¡No! Aún no he estudiado los aparatos. Me han enviado ayer nada más al aeródromo a trabajar de carpintero.

El mozo me dirige una mirada tan clara y candorosa, que dejo de enojarme.

- Esto se llama fanal, y no caperuza -le explico-, y si el planeador sufre algún accidente, el piloto puede salvarse únicamente arrojando el fanal y saltando con el paracaídas.

- De manera que estoy preparando para usted algo así como una trampa, como si clavara la tapa de un ataúd -dice el soldado, poniéndose blanco por la emoción, y saca, temblándole las manos, los clavos ya hincados.

El mozo resulta que no es tan tonto como me lo había imaginado en un principio. A pesar de todo, no me quedo tranquilo hasta que lo alejo del planeador. Luego vuelvo a comprobar si ha sacado todos los clavos y si el fanal se puede arrojar con facilidad.

...Tomamos altura, describiendo círculos. El avión remolcador, un bimotor de bombardeo, va algo más bajo que yo, y veo bien, tras su plano de deriva, al ametrallador-radio-telegrafista, que observa atentamente el aire: atisba el hemisferio aéreo a nuestras espaldas. Yo también atisbo atentamente el cielo. El frente no está lejos, y pueden aparecer cazas fascistas. No sólo nosotros observamos el cielo. Dos parejas de yaks patrullan por encima de nosotros, prestos a repeler al enemigo.

Alcanzamos la altura necesaria. Suelto el cable, conecto los aparatos registradores y hago un profundo resbalamiento sobre el ala derecha. El planeador sigue portándose como antes y, al cabo de unos instantes, entra en barrena izquierda. Según la tarea, debo dar dos o tres espiras. Pero, girando en torno al eje de alabeo, el planeador alza la proa por encima del horizonte. Señal de barrena plana. Un avión o un planeador no siempre puede salir de ella.

"No vale la pena arriesgarse" -pienso, y pongo los timones en posición de salida de la barrena.

No surten efecto alguno. El planeador sigue girando más y más rápido. Lo intento otra vez. De nuevo sin resultado.

Abstraído por el pugilato con la barrena, olvido la tierra, hacia la que el planeador cae vertiginoso, dando vueltas. Y cuando me doy cuenta... la tierra, inmensa y dura, está ya fatalmente cerca. Distingo hasta los detalles más pequeños. En la linde del bosque hay un roble. No sólo veo su copa chamuscada por un rayo, sino las ramas por separado.

No se puede esperar más. Un segundo de tardanza puede costarme la vida. Arrojo el fanal, suelto los tirantes de sujeción, salto de la cabina y tiro en el acto de la anilla. Siento el tirón del paracaídas al abrirse; un instante después percibo un golpe y me veo de pie en medio de un campo de coles.

Me entran ganas de fumar. Meto la mano en el bolsillo, en busca de los cigarrillos, mas... por lo visto, se me ha caído la pitillera al saltar. Recojo el paracaídas y me pongo en camino a buscar los restos del planeador. Debe haber caído cerca.

Cruzo el bosquecillo, y en el borde de nuestro campo de aviación veo los restos del planeador. Al lado está una ambulancia y un camión de bomberos. Mis camaradas levantan con cuidado las astillas, como si buscaran algo. El primero en verme es Avdéiev. Se abalanza a mi encuentro, me da un fuerte abrazo y me besa.

- ¡Estás vivo, amigazo! -dice, y empieza a explicarme algo.

- Aguarda, dame primero de fumar -le pido.

Me ofrecen cigarrillos. Enciendo uno y doy varias chupadas con ansia. Resulta que desde el lugar de salida no se han dado cuenta de cómo he saltado del planeador, y los árboles han impedido ver el paracaídas, pues se ha abierto muy bajo. Todos han creído que he perecido y buscan mi cadáver bajo los restos del planeador.

"¡Pues podía haber sucedido así precisamente! -pienso-. Si no me llego a dormir, por una feliz casualidad, en el planeador, el diligente soldadito hubiera clavado el fanal".

De pronto me imagino claramente, hasta con los pormenores más pequeños, mi situación en el planeador que ha perdido la dirección y se precipita a tierra.

Me da mucho más miedo de pensarlo que el que me ha dado en el aire. Pues allí no he tenido tiempo para emociones. Y ahora siento que la boca se me seca. El cuerpo se me cubre de sudor.

- ¿Has visto un fantasma, o qué? -me interroga Avdéiev.

- Casi -le respondo-. Dame otro pitillo.

La caída del planeador no es motivo para que cesen las pruebas. Por lo visto, la barrena ha comenzado a insuficiente altura. No se ha obtenido un cuadro completo ni claro del comportamiento del planeador; el mando ha decidido que se repita el ensayo.

Tengo gran fe en el paracaídas. Pero en esta ocasión, el salto forzoso y las circunstancias que lo han precedido me han afectado mucho los nervios. Me vienen a la imaginación tonterías de todo género. Pienso en diversas casualidades que puedan impedirme utilizar el paracaídas. Son miles y, claro, es imposible preverlas todas de antemano. Pues, por ejemplo, teniendo incluso la fantasía más alada, no se puede suponer que alguien clave el fanal a la cabina del piloto.

Oculto cuidadosamente mis emociones a los circundantes. Pero la espera del vuelo es atormentadora. Y como hecho a propósito, el vuelo se retrasa de un día para otro, debido al tiempo. Un ciclón, originado junto a los acantilados de Escandinavia, ha traído nubes bajas, que penden inmóviles sobre el aeródromo. Debido a la constante tensión nerviosa, he perdido el sueño y el apetito.

Por fin escampa, y me elevo con una sensación de profundo alivio. Recupero la tranquilidad y la fe en mis fuerzas: ésa es la cualidad más imprescindible que necesita todo probador. Ahora concentro los pensamientos y la voluntad en ejecutar las pruebas lo mejor que pueda. La altura es suficiente.

... Resbalamiento sobre el ala, barrena, y de nuevo el planeador, al girar, alza la proa por encima del horizonte. Doy tres espiras y pongo los mandos en posición de salida de la barrena. El planeador no obedece; sigue dando vueltas. Más yo aguardo pacientemente. No me excito, solo percibo con cierta agudeza peculiar cuanto ocurre. Los nervios, los músculos y los pensamientos están fundidos en un todo único. Al propio tiempo observo atento los aparatos y la tierra, que se aproxima. La altura disminuye rápidamente.

De súbito, el carácter de la barrena cambia. El planeador baja la proa, acelera el movimiento giratorio y luego lo cesa de golpe. Al fin obtengo el resultado tan esperado de las pruebas: el planeador obedece a los timones y sale de la barrena con gran retraso. Viro y planeo hacia el aeródromo.

Los días siguientes vuelvo a ejecutar la barrena en un planeador de desembarco. Y el aparato, aunque con gran retraso, sale de ella, a pesar de todo. Logramos averiguar la causa por la que el planeador entra en barrena al resbalar sobre el ala. Es un defecto de producción, no del diseño. Sencillamente, en la fábrica han empezado a hacer algunas piezas de material más pesado. Debido a eso, el aparato se descentra, y sus cualidades aerodinámicas se alteran.

Las pruebas del planeador de desembarco terminan felizmente. Más, a partir de este momento, antes de despegar en un nuevo avión o planeador experimental, siempre compruebo personalmente si el fanal se arroja con facilidad de la cabina.

UN VUELO A REMOLQUE CON CABLE CORTO

Alternamos nuestra labor de probadores con vuelos de combate a la retaguardia del enemigo. Un vuelo de éstos lo recuerdo muy bien. Ocurre en abril de 1943 en el frente de Bielorrusia. Para cumplir la tarea, vuelo en un planeador de desembarco a un aeródromo que está a unos sesenta kilómetros de las avanzadillas. Se siente la proximidad de la primavera. El viento del Sur sopla a ráfagas, riza la superficie dé los charcos y trae bajas nubes grises.

Recelo que, debido al mal tiempo, se suspenderá el vuelo; pero después del mediodía el viento cambia. Sale el sol. Hiela ligeramente. Las muchachas de la defensa antiaérea ajetrean diligentes junto a sus piezas de artillería, que alzan temibles al cielo sus largos cañones, pintados de blanco para disimularlos. Rugen los motores; y los aviones de asalto, salpicando el agua de los charcos, avanzan por la pista de despegue. Se reúnen encima del aeródromo, forman en cuña y vuelan hacia el frente. Empieza la labor combativa de la aviación.

Cuando el sol se pone, y en el cielo se encienden las primeras estrellas, aún débiles, empezamos a prepararnos para el vuelo. Hemos de llevar a un grupo de desembarco a la pequeña ciudad de Begoml, ocupada por guerrilleros. Begoml es el centro de una zona de guerrillas en la profunda retaguardia de las tropas alemanas. El capitán Nikoláiev, jefe del grupo de desembarco, trae a sus hombres. Anchos de espaldas, altos, como si los hubieran seleccionado, armados con metralletas, cuchillos de monte y bombas de mano, ocupan de prisa, sin ajetreo, los sitios en la cabina. Yo me siento al volante. El cable se tensa. El planeador se estremece y arranca.

Poco después nos aproximamos a la línea del frente. Desde la altura de tres mil metros se ven bien los fogonazos de las salvas de artillería y la insegura luz verde de las bengalas. Los fascistas nos han descubierto. Desde tierra, como gargantillas encarnadas que quisieran adelantarse unas a otras, vuelan al cielo ráfagas de proyectiles antiaéreos. Las llamaradas rojas de los estallidos nos interceptan el paso. Para evitar impactos, el avión remolcador maniobra. Yo repito sus movimientos. Salimos felizmente de la zona batida y nos sumimos en las tinieblas. No se ve una sola luz, ni un punto luminoso siquiera, ni en el cielo ni en la tierra. Sólo yo veo salir delante de mí, y algo más bajo, de los tubos de escape de los motores del avión remolcador, las lengüetas azules de unas llamas. Nos delatan. Pueden verlas los pilotos fascistas de los cazas nocturnos. Para ellos es un plato de gusto atacar a un avión que remolque un planeador de desembarco.

El tiempo se hace muy largo en un vuelo nocturno sobre territorio ocupado por el enemigo. Miro ya impaciente el reloj, cuando veo, al fin, la señal de los guerrilleros: cinco hogueras en forma de sobre. Nos están esperando. Respondemos, y en tierra se encienden las hogueras de iluminación del campo de aterrizaje. Me desengancho y desciendo a tomar tierra.

Tras breve recorrido, el planeador se detiene. Salgo de la cabina y me veo en el acto envuelto entre fuertes abrazos de guerrilleros. Son combatientes de la brigada de Zhelezniak. Se me acerca un alto y barbudo guerrillero condecorado.

- Camarada instructor, ¿no me reconoce? - interroga.

No reconozco en seguida a Kostia Sidiakin porque la espesa y crecida barba lo desfigura. Antes de la guerra Kostia aprendía a volar en planeador y se aficionó simultáneamente al deporte de los paracaidistas. Nos abrazamos.

- Está muy bien que haya venido precisamente usted -dice Kostia-, aquí sólo nos puede ayudar un experto piloto de planeador.

Resulta que en el destacamento hay dos jefes de guerrilleros gravemente heridos, y deben ser trasladados urgentemente a un hospital. Pero en este pequeño aeródromo, por añadidura lleno de hoyos abiertos por las bombas, no puede aterrizar un avión de transporte.

- El avión que lo ha remolcado podría aterrizar aquí -dice Kostia- y me mira expectativo-. Si usted diese su conformidad…

Como es natural, comprendo en seguida que me pide que lleve a los heridos en el planeador. Pero es dificilísimo. Por lo común, los planeadores de desembarco quedan donde los guerrilleros, pues el despegue a remolque desde este aeródromo se considera imposible.

- Bueno -respondo-, vamos a ver el campo.

El examen del campo no es nada consolador. Está claro que el despegue a remolque desde aquí es sumamente arriesgado. Hablando con propiedad, lo comprende también Kostia Sidiakin, pues él mismo es un buen piloto de planeador. Vamos del aeródromo a la tienda de campaña del jefe, y veo a los heridos. Yacen, uno al lado del otro, sobre un lecho de ramas de abeto cubiertas con un trozo de lona.

- Uno tiene un pulmón atravesado; el otro, una gangrena gaseosa -me dice Kostia, susurrando-. Si mañana por la noche no los hospitalizan, morirán.

Los heridos, por lo visto, están enterados de mi llegada. Sus ojos inflamados me miran tan esperanzados que me decido y digo a Kostia:

- Vamos a probar. No despegaré con el cable ordinario de ciento veinte metros de longitud, sino con uno corto, de diez metros.

Nos ponemos en comunicación por radio con el mando. Recibimos el permiso, y ruego que envíen de piloto al suboficial Zhéliutov. Estupendo aviador, tiene gran experiencia de remolcar planeadores. Vuelvo a examinar el aeródromo antes de que llegue el avión, determino la dirección del despegue y me acuesto a dormir.

El avión remolcador llega exactamente a la hora fijada. Zhéliutov rueda hacia el lugar de salida y, sin parar los motores sale de la cabina. Le cuento al punto, sin pérdida de tiempo, las condiciones del despegue y le enseño el aeródromo. Luego ponemos el planeador detrás del aeroplano, sujetamos el cable y esperamos impacientes que traigan a los heridos. Deberían apresurarse, pues pueden aparecer bombarderos fascistas, ya que, con nuestro vuelo, los guerrilleros se han delatado algo.

Terminan por traer a los heridos, y los instalamos cuidadosamente en la carlinga. Me quito el paracaídas y se lo doy a Kostia Sidiakin. Los heridos han de saber que el piloto no los abandonará en un trance apurado, que correrá hasta el fin la misma suerte que ellos. Luego ocupo mi puesto y empuño el volante.

Jamás olvidaré el cuadro de este despegue nocturno desde el aeródromo de los guerrilleros. Veo delante de mí los empenajes del avión remolcador... A la rojiza luz de las hogueras, que marcan la salida, sus hélices parecen, al girar, dos grandes discos bermejos. Junto al ala izquierda del planeador están Kostia Sidiakin y varios jefes guerrilleros. Tienen pintada en los semblantes la ansiedad de la espera. Tras ellos, las oscuras siluetas de los combatientes, apenas alumbrados por las hogueras.

"Parece, ni más ni menos, un cuadro de una película de aventuras" -me cruza por la imaginación. Zhéliutov da gases a fondo, y yo ya no pienso en nada más que en el despegue. Puede ser afortunado sólo en el caso de que alcancemos suficiente velocidad antes de que se acabe la corta franja de despegue. Sus límites son los hoyos hechos por las bombas.

Sigo atento tras el remolcador. Dijérase que avanza demasiado lento. Me figuro la distancia que nos queda por recorrer. Disminuye más de prisa que la velocidad aumenta. Se termina el aeródromo. Zhéliutov en su aparato, y yo en el planeador, nos desprendemos simultáneamente del suelo. Veo cómo su aeroplano queda una fracción de segundo colgado en el aire, presto a desplomarse; pero luego, como si cambiase de parecer, empieza a tomar altura. El despegue ha transcurrido felizmente. Suspiro aliviado y siento que corre por la cara, desde el casco, frías gotas de sudor.

Pilotar un planeador en vuelo nocturno, remolcado con cable corto, es bastante difícil. Más, antes de la guerra, trabajando en el Aeroclub Central, he logrado adquirir suficiente experiencia de vuelos semejantes. Entonces, remolcado con cable corto, volaba entre nubes; y ahora me siento muy seguro al volante. Pero eso aún no da garantía de que estén a salvo los guerrilleros heridos. Pueden impedírnoslo los cazas enemigos o el fuego de los cañones antiaéreos al cruzar la línea del frente. Pues un avión con un planeador, atados tan cerca el uno del otro, tienen muy poca capacidad de maniobra y, por tanto, son muy vulnerables. Pueden ocurrir otras cien casualidades.

"¿Y si de pronto se rompe el cable?" -pienso.

Eso le pasó a nuestro piloto de planeador Aniskin, que llevaba explosivos a los guerrilleros. Aterrizó felizmente cerca de una aldea. Aprovechando la oscuridad, se acercó sin ser visto a la isba extrema y se enteró de que en la aldea estaban los fascistas. Entonces volvió a su planeador, le hizo estallar con toda su carga y se marchó con los guerrilleros. Pero Aniskin llevaba explosivos, y yo llevo a bordo a dos heridos graves. Con ellos no podré llegar donde los guerrilleros.

Afortunadamente, todo termina bien. No topamos con cazas fascistas y cruzamos la línea del frente sin que nos vean. La dificultad surge de súbito, cuando estamos ya sobre nuestro territorio, cerca de Stáraya Toropa. Aquí no nos espera nadie. No han preparado el alumbrado de aterrizaje. Por suerte, la noche es de luna. Encontramos el aeródromo y aterrizamos sin novedad. Resulta que la aviación enemiga lo acaba de bombardear:

Instalamos a los guerrilleros heridos en una ambulancia y los llevan al hospital, directamente a la cama de operaciones. Por este vuelo nos condecoran al piloto Zhéliutov y a mí.

SUFRO UNA CATÁSTROFE

Acaba victoriosamente la Gran Guerra Patria, y todos nosotros caminamos, llenos de alegría, por el aeródromo, congratulándonos de la ansiada paz. Uno, no recuerdo ahora quién, dice:

- Pues para nosotros, los pilotos probadores, la guerra sigue.

Tiene en cuenta la guerra contra los elementos, por el progreso de la aviación, por la seguridad de los vuelos. Y en esta guerra también hay heridos y muertos, pérdidas irreparables.

...Estamos a 17 de mayo de 1945. Acabo un complicado vuelo de prueba, ruedo hacia el lugar de aparcamiento y encuentro aquí a un amigo mío, al piloto probador Valentín Jápov, que ha llegado en avión de Berlín. Nos abrazamos y, no bien nos disponemos a ir al comedor a almorzar, el ingeniero se acerca donde nosotros y me transmite la orden del mando de que haga otro vuelo más para comprobar la resistencia mecánica de un caza fabricado en serie que han enviado de la fábrica.

Tomo el paracaídas y digo a Jápov:

- Espérame en el comedor. Estaré aquí dentro de unos treinta o cuarenta minutos.

- Está bien -responde-. He traído para ti una botella de buen vino, de antes de la guerra.

... La manecilla del altímetro indica seis mil metros. La altura es suficiente para realizar la prueba. Propiamente, no es siquiera una prueba, sino sólo comprobar lo que ya se sabe. La fábrica produce a millares cazas como éste. Nuestros pilotos han combatido en ellos con éxito. No obstante, en el proceso de su empleo han surgido algunas dudas con relación a la resistencia mecánica de su estructura, y yo repito ahora la prueba a que ha sido sometido multitud de veces, en las condiciones más severas, el primer aparato de este tipo.

No espero complicaciones algunas y pongo tranquilamente el aparato en picado. Alcanzada la velocidad precisa, tiro suavemente de la palanca. El cuerpo experimenta una pesadez habitual, noto como si me oprimieran contra el asiento y, de súbito, el plano izquierdo se desprende del fuselaje con espantoso chasquido. El aeroplano parece quedar un instante suspendido en el aire, y luego se desploma en una caída desordenada.

En semejantes circunstancias no hay más que una salida: utilizar el paracaídas. Levanto la mano para abrir el fanal, pero me siento lanzado violentamente a un lado y recibo un golpe contra la pared de la cabina. Se me nubla la vista. Casi pierdo el conocimiento. Eso dura unos segundos, y vuelvo a percibir claramente lo que pasa. Sobre la cabina ya no está el fanal. El avión cae, emitiendo silbidos y aullidos, y me zarandea implacable. Ese zarandeo me impide saltar. Afortunadamente, el avión da una vuelta de campana, y yo me veo en el aire.

"Debo alejarme de los restos del aparato" -pienso. Aguardo a abrir el paracaídas, y el avión pasa por mi lado como una centella oscura. Quiero asir la anilla, pero... no está. Hago varias tentativas más de dar con la salvadora anilla, ¡mas en vano!

Menos mal que tengo gran experiencia de saltar con paracaídas. Sin perder tiempo, tomo el tubo flexible por cuyo interior pasa el cable de unión de la anilla con el broche del paracaídas. Voy subiendo la mano por el tubo y siento en la palma el metal de la anilla. Tiro de ella y oigo cómo susurra la seda del paracaídas al salir de su bolsa. Luego siento el acostumbrado tirón, y la vertiginosa caída se convierte en suave descenso.

Ahora debo mirar en derredor. Veo mal la tierra, noto algo raro. Pero no tengo tiempo para indagar la causa. El fuerte viento me lleva con celeridad por encima de la tierra. Delante se ve una pequeña aldea. Con un viento como éste, el golpe contra el suelo promete ser violento. Quiero volverme de cara a la dirección del movimiento, pero el brazo izquierdo no me obedece. Me cuelga como un vergajo, como si no fuera mío. Me siento impotente para hacer algo. Mas, a pesar de todo, la fortuna termina por sonreírme en este vuelo. En la dirección de mi avance se interpone un pequeño estanque. A él voy a caer, asustando a las ranas y salvándome de las inevitables magulladuras.

El estanque no es hondo. El agua apenas me llega al pecho. Me quito el paracaídas, salgo del agua y me dejo caer, exhausto, al suelo.

"Ahora estoy salvado" -pienso, y con este pensamiento me invade una debilidad insuperable. Tras la inmensa tensión nerviosa y física en la lucha por la vida, llega la reacción. Me dan escalofríos, me castañetean los dientes y me tiembla todo el cuerpo. El brazo izquierdo empieza a dolerme mucho. Lo toco cuidadosamente y pienso que lo tengo fracturado, sin duda alguna. Al fin caigo en la cuenta del porqué veo tan mal y me es tan incómodo mirar: Percibo los objetos sólo con el ojo derecho. Me toco con la mano la mitad izquierda de la cara y me horrorizo-, me ha dado la sensación de tocar carne viva, que sale como un trozo informe por debajo del casco.

"Hace falta un médico" -pienso y miro en derredor. Pero en torno de mí veo el bosque y ninguna aldea. Me siguen dando escalofríos y mareos.

A pesar de todo, la aldea debe estar cerca... Me pongo en pie a duras penas. En ese instante, desde detrás de unos arbustos, sale a caballo un koljosiano barbudo y se detiene a mi lado.

- Gracias a Dios que estás vivo -dice-. He visto cómo se ha roto tu aeroplano -luego me mira atentamente y se asusta de algo-: Hala, monta en el caballo. Al otro lado del bosque hay una batería de antiaéreos; tienen médico. Es cerca, a cuatro pasos de aquí.

No puedo ni montar ni cabalgar en el caballo: me duele mucho el brazo. Sujetándomelo, echo a andar por la senda, detrás del koljosiano. El trayecto me parece interminable. La cabeza, magullada, diríase que se me parte en dos; me zumban los oídos.

Pero lo que más me atormenta es el brazo. Cada paso que doy, me repercute en él con agudo dolor.

Llegamos por fin. En la linde del bosque, al resguardo de los árboles, ocúltanse unas chabolas y, más adelante, en un lugar despejado, están las piezas de artillería. Una muchacha artillera me mira con los ojos muy abiertos y dice consternada:

¡Cómo ha quedado el buen mozo!

Me encamino a una de las chabolas a telefonear a mi aeródromo.

EL RETORNO

... Estoy en cama en una clara y cómoda sala del hospital de aviación. Al otro lado de la ventana azulea el cielo primaveral. Sobre su fondo, las ramas desnudas de los árboles parecen dibujadas con tinta china. Las miro y no dejo de pensar en la desgracia irreparable que me ha ocurrido.

Recuerdo las palabras del profesor, al terminar de reconocerme:

- Este joven tiene fracturado el brazo y muy lesionado el ojo. Lo del brazo no es nada, se soldará. Pero lo del ojo es peor.

El profesor me trató el ojo mucho tiempo, con tesón. Hace todo lo que está en sus manos, pero no me lo puede salvar.

Y tienen que enucleármelo.

Me vuelvo de espaldas a la ventana y me digo con amargura:

- Está visto que terminaste de volar, hermano Serguéi. Luego cierro el ojo; si, mi único ojo ahora.

A mi pregunta si volaré, el profesor responde sinceramente: "No creo. Con un ojo, el piloto no puede determinar bien la distancia que lo separa del suelo al aterrizar. Pierde la llamada visión de profundidad".

Uno tras otro, me acuden a la memoria cuadros del pasado. Cuando se escribe de algún aviador, suele decirse que soñaba con ser piloto desde la infancia. A mí me ha pasado eso, de verdad: La aviación me atraía desde la edad escolar. Soñaba con volar. La profesión de aviador me parecía llena de romanticismo y heroísmo, la mejor de la Tierra. Y puse todo mi empeño en realizar mi sueño.

A principios de los años treinta, trabajando de chófer en un autobús, estudiaba por las tardes en la Escuela de Vuelos sin Motor de Moscú, y construía con mis camaradas un planeador. Luego me remonté en él por los aires, volé y salté con paracaídas.

Y me salí con la mía: obtuve el título de maestro benemérito de vuelos sin motor y saltos con paracaídas y me hice piloto probador. No me desengañé de mis ensueños de la juventud. Y ahora la profesión de piloto probador también sigue siendo la mejor de la tierra para mí. Sólo de pensar en que haya de abandonarla, se me oprime el corazón. ¿Será posible que no vuelva a sentarme nunca más al volante de un avión, que no experimente el complejo sentimiento de tensión, espera del peligro e inmensa alegría de crear?

- ¿Y por qué razón no he de poder volar? Ha habido ya también pilotos tuertos, y no simplemente pilotos, sino probadores. El estadounidense Willi Post, por ejemplo, que batió la marca de velocidad en un vuelo alrededor del mundo. El piloto probador soviético Borís Turzhanski perdió un ojo en España, combatiendo voluntario contra el fascismo. Al regresar a la patria, siguió probando aviones con éxito. Si él pudo, ¿por qué no he de poder yo? Bien es verdad que entonces las velocidades de vuelo eran otras. Pero, ¿no vuela en un caza el piloto Alexéi Marésiev, a quien le faltan los pies? Y eso es mucho más difícil. ¡Sí! ¡He de volar!

... Cuando el brazo fracturado se me suelda, y se me curan las heridas de la cara, los médicos me envían a Crimea, a Alupka, para que me reponga. No les puede haber ocurrido nada mejor. En Crimea he empezado a volar, y he querido con toda el alma, y sigo queriéndolos, su cielo azul, su tierra seca y pedregosa, calentada por el tórrido sol, el oscuro verdor de los esbeltos cipreses y el mar, cálido y acariciador.

El sanatorio me gusta mucho. Es pequeño, claro, acogedor, y está junto a la misma orilla del mar. Estoy alojado en una galería abierta. Aquí siempre hace fresco y casi siempre se oye el rumor de las olas, que se deslizan por la grava de la costa. Eso es como un sedante para mis nervios. Al raso, me duermo en seguida; duermo bien, sin ver sueños, y por las mañanas me levanto ágil y descansado. Empiezo a poner en práctica, desde el primer día, mi resolución de volver a ser piloto probador. Ante todo, tengo que recuperar fuerzas y, lo principal, aprender a ver con un ojo igual que si tuviera los dos.

Para eso me pongo un orden especial del día. Empiezo haciendo gimnasia. Subo corriendo por un empinado sendero a una peña que hay en la costa. En la explanada de su cima, que, cual un planeador, parece estar suspendida encima del mar, hago ejercicios para fortalecer los músculos de los brazos, los hombros y el cuerpo. Luego bajo al mar y nado largo rato.

Después del desayuno, hasta la hora de la comida, me voy a dar un paseo por la montaña para aprender a ver con un ojo como con dos. No es fácil. Antes no suponía siquiera cuánto complementa un ojo al otro. Al principio, debido a la falta de costumbre, simplemente me canso de mirar. Y cuanto ha dicho el médico acerca de la pérdida de la visión de profundidad, es verdad. Al subir por la escalera, por ejemplo, y pisar los peldaños, tan pronto levanto los pies más como menos de lo debido.

Durante los paseos procuro recobrar la visión de profundidad. Para otros, eso ofrece, probablemente, un aspecto bastante curioso. Figúrense a una persona adulta que, sudando la gota gorda, se pasa las horas muertas lanzando a lo alto piedrecitas y capturándolas. Pues este ejercicio me resulta muy difícil en un principio. Pruebe usted mismo: cierre un ojo, lance a lo alto cualquier objeto pequeño y captúrelo. De seguro que marrará cuatro veces de cada cinco: es difícil determinar bien la distancia hasta un objeto que cae.

En otro ejercicio me ayudan dos compañeros de trabajo, pilotos probadores, que están descansando en Crimea: Mijaíl Baranovski y Alexéi Grínchik. Ponen en el suelo dos palos, uno al lado del otro, y yo me aparto a unos treinta pasos. Luego adelantan uno de los palos, y yo debo determinar a ojo cuál ha sido. De manera semejante averiguan los médicos la visión de profundidad de los pilotos, poniéndoles delante lápices en vez de palos y, claro es, más cerca.

Me entreno con tesón todos los días; y, simplemente, se me queda la costumbre de lanzar a lo alto y capturar piedrecitas. Los resultados confirman una vez más la vieja verdad de que con paciencia y porfía se pueden lograr muchas cosas. Recobro la visión de profundidad. Aprendo a ver con un ojo igual que con dos.

... Ocupo el asiento izquierdo de la cabina de los pilotos del avión Li-2, listo para emprender el vuelo. Va a ser mi primer vuelo, después de la herida. No es un simple vuelo. Los médicos de aviación, antes de darme por apto para el trabajo, encargan a una comisión especial que compruebe mi adiestramiento como piloto. En la cabina de los pilotos se reúne todo un "concilio": Daniil Zósim, jefe de la sección de vuelos; Alexéi Grínchik, su adjunto, y Víctor Rastorgúiev. Son expertísimos pilotos probadores y compañeros míos de trabajo. Me han visitado en el hospital y dado ánimos, pero... la comprobación va a ser de lo más rigurosa, pues el asunto es serio. El "tribunal" está más excitado que yo. Comprendo que no están seguros de mis fuerzas y lo sienten con ^antelación, pues saben lo doloroso que es para un piloto probador perder la profesión dilecta.

- Qué, ¿empezamos, Serguéi Nikoláievich? -dice el jefe de la sección de vuelos-. La tarea es: despegue, vuelo en torno del aeródromo y aterrizaje.

A diferencia de mis camaradas, yo estoy completamente tranquilo, absolutamente seguro de mis fuerzas. Me causa inmenso placer sentir de nuevo en las manos el volante del avión y ver delante la franja gris de la pista de despegue y el aeródromo, que conozco hasta los detalles más insignificantes. Experimento una sensación como si, al fin, hubiese regresado, tras largo rodar por el mundo, a la casa paterna, que pudiere perder para siempre.

Tiro del volante, pruebo el motor, suelto los frenos y empiezo la carrera. Despego suavemente, tomo altura y doy una vuelta en torno al aeródromo. Luego me dirijo a aterrizar. ¡Es el momento más difícil! Doy el cuarto viraje, planeo, y no noto dificultad alguna. Aterrizo exactamente al lado de la "T".

- ¡Magnífico! -dice el jefe de la sección de vuelos-. Otro despegue y otro aterrizaje como éste.

Los miembros del tribunal ponen ya otras caras: ahora creen también que no vuelo peor que antes.

Han pasado muchos años desde entonces. Sigo probando en el espacio aviones de nuevos tipos, supersónicos entre ellos. Jamás me ha fallado la vista. Únicamente, no me olvido un momento que tengo un solo ojo, y por eso presto particular atención en los vuelos.

EL PRIMER VUELO

El primer vuelo de un avión experimental de nuevo tipo supone siempre una tarea muy seria para el probador. Para resolverla sin complicaciones, se prepara concienzudamente. Primero prueba el nuevo aparato, rodando por el aeródromo. Luego corre a gran velocidad por la pista de despegue, desde el lugar de salida, como si fuera a elevarse, y observa cómo el aparato mantiene la dirección dada.

Si las dimensiones del aeródromo lo permiten, hace despegues seguidos de aterrizajes, sin remontarse.

Pero no les gusta a todos los pilotos probar de esa manera un avión antes del primer vuelo. Pues, para no salirse del aeródromo, han de reaccionar instantáneamente y con exactitud. En los segundos que tiene a su disposición, el piloto debe captar el momento de desprendimiento del suelo, enderezar el aparato y aterrizar. Eso requiere gran habilidad. Pero, en cambio, el probador averiguará la velocidad de aterrizaje del nuevo aparato. Y eso es muy importante para tomar tierra la primera vez. Si, al aproximarse al suelo, disminuye demasiado la velocidad del aeroplano, la fuerza de sustentación desaparece, y el aparato cae. Si la velocidad es excesiva, le faltará aeródromo para el recorrido.

Hablando de las dificultades del primer vuelo de un avión experimental, quisiera decir algo de mi amigo Gueorgui Shiyánov, Héroe de la Unión Soviética y piloto probador benemérito, a quien conozco ya no menos de veinte años.

... Está todo listo para el vuelo de ensayo. Shiyánov ocupa su lugar en la cabina del caza experimental. Prueba con movimiento habitual el funcionamiento de los timones, se abrocha los tirantes del asiento y pone en marcha los motores. Ve delante la pista gris de despegue, que parece estrecharse hacia su fin. A la izquierda, en el límite del campo de aviación, está la casita blanca de la estación meteorológica, junto a la cual pende de un mástil la "manga", cono de tela que indica la fuerza y dirección del viento.

"El despegue sobrevendrá cuando esté al nivel de la estación meteorológica —piensa el piloto, calculando a ojo la distancia-. Luego plegaré el tren, haré el vuelo en torno al campo y aterrizaré".

Esta prueba, sencilla a primera vista, requiere del piloto inmensa atención, habilidad y cautela. Responde a las cuestiones fundamentales: ¿cómo el aparato despega del suelo, se mantiene en el aire y a qué velocidad aterriza?

Recibido el permiso para despegar, el piloto frena el aparato, da las revoluciones máximas a los motores y suelta los frenos. El avión recorre un breve trecho y se remonta fácilmente.

"¡Todo va bien! Ahora daremos la vuelta al aeródromo" -se dice Shiyánov y repliega el tren.

De pronto la saeta del velocímetro se estremece, retrocede y se detiene en la división cero.

¡Ha fallado el indicador de la velocidad! El piloto golpea maquinalmente en el cristal del indicador, pero la manecilla sigue inmóvil. La situación se ha hecho en seguida peligrosa. Aterrizar sin saber la velocidad en un avión experimental que se ha elevado por primera vez al aire es muy arriesgado.

El probador mueve la palanca de desplegar el tren, pero en el cuadro de los aparatos de a bordo se encienden sólo dos lamparitas verdes: señal de que se han desplegado las "patas" delantera e izquierda nada más.

Shiyánov se imagina un instante cómo su avión averiado golpeará en el suelo con la rueda izquierda, se inclinará hacia la derecha y dará la vuelta de campana.

De la emoción, a Shiyánov se le seca la boca y siente una opresión en el pecho.

"Voy a aterrizar -comunica por radio al aeródromo-, pido que despejen la pista de aterrizaje".

Y, como siempre, una vez tomada la resolución, el piloto se tranquiliza en el acto. Ahora no piensa en el inmenso riesgo que supone el aterrizaje que va a hacer, sino en cómo hacerlo. Ya tiene experiencia en este dominio. En una ocasión probó un aeroplano. Y cuando el vuelo estuvo concluido, la pata delantera se desplegó, pero no quedó afirmada por el seguro. Al golpear en el suelo, hubiera podido replegarse y originar una catástrofe. Shiyánov aterrizó con tal habilidad, que la rueda delantera no experimentó carga alguna. Pero entonces, todos los indicadores del aeroplano, incluido el de la velocidad, el principal para aterrizar, funcionaban.

Shiyánov vira hacia el aeródromo y empieza a descender. La tierra se acerca rápidamente. Bajo el ala pasa fugazmente el límite del campo de aviación y empieza la pista de hormigón.

Toda la atención del piloto está puesta en el pilotaje del aparato. Para evitar una catástrofe, debe tomar tierra con exactitud ideal a la velocidad mínima.

Por cierto sexto sentido, adquirido a fuerza de realizar vuelos de ensayo en aviones de diversos tipos, Shiyánov calcula intuitivamente esa velocidad mínima.

El aparato toma tierra suavemente, sin dar el menor golpe, e, inclinándose sobre el plano izquierdo, corre por el aeródromo. Con parcos movimientos de los timones y habilidad de equilibrista que anda por una maroma, el piloto mantiene el aparato en esa inestable posición. Y sólo cuando la velocidad se amortigua casi por completo, el aparato se inclina hacia el ala derecha, roza con ella el hormigón y, girando, se detiene.

Cuando Shiyánov sale de la cabina, el primero en salirle al encuentro es Iván Kozlov, uno de los probadores soviéticos más viejos.

- ¡Eres un hacha! ¡Excelente aterrizaje! -lo elogia.

Y ese parco elogio es la mejor recompensa para el probador. Pues el viejo comunista Iván Kozlov ha ocupado en la vida de Shiyánov un lugar extenso e importante. Él le ha enseñado a volar y lo ha hecho piloto probador. Más de veinte años atrás. Entonces, en el ICAH, donde Shiyánov trabajaba como perito de primera, se resolvió preparar a un grupo de pilotos probadores propios. Entre los trece muchachos seleccionados estaba Shiyánov, que soñaba desde hacía mucho con ser piloto. Se encargó a Kozlov que los adiestrase.

Iván Kozlov lleva volando desde el año 1917. Domina perfectamente el pilotaje, comprende sutilmente el arte de volar y ama con pasión la aviación.

- No todos los aviadores pueden ser pilotos probadores -solía decir él-. Para eso hacen falta cualidades particulares, un talento en su género.

Kozlov ha sido severo e inflexible en revelar ese talento en sus alumnos. De los trece que deseaban ser probadores, escogió sólo a tres: Yuri Stankévich, Nikolái Ribkó y Gueorgui Shiyánov.

Kozlov adiestraba de manera original. Daba a cada alumno unos diez vuelos, y luego les permitía volar solos.

- Eso os aguzará el ingenio, os enseñará a sacar el avión de cualquier situación -decía a los alumnos pilotos.

Kozlov preparó a los futuros probadores con gran cariño y paciencia, sin escatimar energías ni tiempo. Pero si advertía en sus alumnos negligencia, indolencia o indisciplina con respecto a los vuelos, sus tranquilos ojos grises fulminaban ira. Y si en ese instante el culpable estaba en el aire, el instructor empezaba a reñir al alumno que tenía al lado, hablándole de usted y llamándolo por el nombre y el patronímico, cosa que no solía hacer comúnmente. En esos casos, los alumnos debían cuadrarse y, durante las pausas de Kozlov, responder:

- ¡Tengo la culpa, Iván Frólovich! ¡Me corregiré, Iván Frólovich! ¡No se volverá a repetir, Iván Frólovich!

Cuando pasó el curso de aprendizaje con Kozlov, Shiyánov se examinó libre en la escuela de aviación de Kachínskaya para obtener el título de piloto y regresó al ICAH a trabajar como probador. Profesa durante toda la vida cariño y profundo respeto a Iván Frólovich Kozlov, a quien, en los momentos difíciles, siempre acude en busca de consejo y ayuda. Así hizo, por ejemplo, cuando, siendo ya un probador maduro, tuvo una serie de fracasos.

... Shiyánov da el cuarto viraje y conduce el avión a aterrizar. El complicado vuelo de ensayo ha transcurrido bien, pero el piloto se siente embargado por una extraña apatía. Se distrae de manera intolerable. Ve, como si fuera un simple pasajero, que desciende antes de tiempo, que yerra el cálculo, que delante hay un peligroso entrelazamiento de cables de una línea telegráfica tendida en altos postes.

"No es nada, la pasaré" -piensa. Y en ese instante un golpe espantoso sacude el avión. El piloto no se da cuenta de que ha tocado un poste con el extremo del ala derecha. El aparato vacila en el aire, como si fuera un pájaro herido que va a caer. Pero el piloto logra sujetarlo y aterrizar felizmente.

Shiyánov sufre mucho ese primer accidente suyo. Más, como suele decirse, la desgracia no viene sola. Pasados unos días, Shiyánov ejecuta aterrizajes con el ingeniero dirigente en un avión experimental. Arrecia el viento de costado, y el piloto ve que mantiene a duras penas el aparato durante la carrera.

- Debemos cesar las pruebas -dice al ingeniero.

- Un vuelo más, el último -ruega éste.

Shiyánov quiere denegar, pero accede. Y cuando el avión toca el suelo al aterrizar, una violenta ráfaga de viento lo empuja a un lado. El aparato vira en redondo, y el tren se rompe, emitiendo un chasquido. ¡Dos accidentes seguidos! Los jefes hacen una advertencia al piloto. Los camaradas lo consuelan y compadecen. Pero algunos dicen: "Claro, trabajando de probador puede uno romper el avión. Mas no todos los días".

Al otro día, después de los vuelos, Shiyánov rueda al lugar de aparcamiento. No se le va de la cabeza el accidente de ayer. Lo recuerda con todos los pormenores, se colma de improperios y no se da cuenta de que roza con el extremo del ala un aeroplano estacionado. Ninguno de los dos aparatos sufre desperfectos, mas no por eso el piloto se calma.

Al tornar a casa, Shiyánov se acuesta temprano, mas no puede pegar ojo. Es la peor noche de su vida.

- ¡No soy probador! No soy siquiera piloto. No sé volar -inculcase, obsesionado.

Y cuando, días después, Kozlov regresa del permiso, Shiyánov va al punto a verlo. Kozlov lo recibe amable y, luego que mira el rostro pálido y demacrado del probador, le interroga, condolido:

- Has perdido el sueño, ¿verdad?

- Iván Frólovich, ¡he olvidado cómo se vuela! -responde Shiyánov con voz compungida.

- ¡¿Qué?! -los ojos grises de Kozlov fulminan la inmensa ira que ya conocemos-. ¿Qué imbécil le ha dicho a usted eso? Venga conmigo -y lleva al probador a la línea de salida, donde está un caza listo para los vuelos.

- ¡Shiyánov, despegue, dé un vuelo en torno al aeródromo y aterrice! -le manda Kozlov, como hiciera muchos años antes a su alumno piloto.

El probador ejecuta el ejercicio con toda aplicación, como un alumno, sabiendo que desde tierra lo está observando el ojo severo y omnividente de su instructor. Aterriza exactamente al lado del lienzo de la señal de aterrizaje.

- ¡Excelente! ¡Otra vez el mismo ejercicio! -manda Kozlov.

Hace al probador que aterrice doce veces, y cuando éste, resplandeciente de felicidad, sale del avión, Kozlov le dice:

- Ahora tú mismo ves que vuelas estupendamente. De volar, lo mismo que de andar, no se olvida uno. Pero si caes enfermo, te debilitas y pierdes la fe en ti y en tus fuerzas, entonces será otra cosa. ¡Pero tú aún has de volar en aparatos que para mí son sólo objeto de ensueño!

Desde entonces Shiyánov jamás ha perdido la fe en sus fuerzas.

LA "CUCHARA AERODINÁMICA"

Es una temprana mañana estival. Voy al aeródromo por una trocha del bosque, y no por la carretera asfaltada de rectos álamos en sus orillas. Busco soledad, quiero recogerme. Aún hay tiempo y tomo asiento en un tocón. Enciendo un pitillo. Pienso en el vuelo que me espera, al tiempo que contemplo la lentitud con que se disipa el humo azul del tabaco en el inmóvil aire.

El vuelo promete ser singular. Al mostrarme su obra, el diseñador me ha dicho:

- Este avión puede desarrollar la velocidad del sonido. La potencia del motor es suficiente.

El diseñador ha dicho la verdad. El aparato tiene magníficas cualidades aerodinámicas, y las pruebas transcurren con éxito. Hoy procuraré sacarle la velocidad máxima en vuelo horizontal. Eso pronostica algunas sorpresas. Es notorio que no todas las partes del avión llevan la misma velocidad con respecto al aire. El aparato sólo va aproximándose a la barrera sónica, y sus partes convexas son bordeadas ya por corrientes supersónicas de aire. Surge la llamada velocidad sónica local. Puede influir sustancialmente en la dirección y estabilidad del aparato, poner al probador en una situación' muy compleja y peligrosa. Los pilotos probadores lo sabemos eso muy bien.

Miro el reloj, me pongo en pie y encamino los pasos hacia el aeródromo. Todo está listo para las pruebas. Me ajusto el paracaídas, monto en la cabina y cierro el fanal. Ahora ya no me distrae nada para cumplir la tarea encomendada. Está escrita en el portapliegos, que llevo ceñido al muslo derecho, junto a la rodilla. En el portapliegos llevo también lápices con punta por los dos extremos, pues durante el vuelo hay que hacer muchas anotaciones.

Me dan permiso para despegar y elevo el aparato. ¡Qué bien obedece a los mandos! De un avión como éste hay que esperar mucho.

La cabina de un avión experimental es algo así como un laboratorio original. Con la particularidad de que por fuera avanza a su encuentro con enorme velocidad una corriente frontal de aire que parece una guillotina: si uno saca un dedo, se lo cercena, como si fuera una navaja barbera. Mas no ha lugar a pensar en una vecindad tan peligrosa.

Tomo altura como una flecha. Veo cómo los rectángulos de los campos parecen encogerse abajo, y la línea del horizonte retrocede más y más. El altímetro señala diez mil metros.

- Bueno, pues, se puede empezar -me digo.

Ceso el ascenso. Paso al vuelo horizontal. Doy al motor las revoluciones máximas y acelero la velocidad. Cuando está cerca de la máxima, conecto los aparatos registradores, que la anotarán. Ahora hay que pilotar con excepcional precisión, ejecutar, como decimos entre nosotros, un "vuelo académico". Si en el transcurso de cinco minutos varía la velocidad, la altura o el rumbo, la prueba se considerará insatisfactoria.

La velocidad aumenta rápidamente y, con ella, como de costumbre, aumenta también la fuerza de sustentación. Para impedir que el avión levante la proa y para sostenerlo a una misma altura, empujo poco a poco la palanca de mando. De pronto, la presión sobre la palanca empieza a debilitarse por sí sola. No, no me parece. Un piloto probador determina casi sin error, con una exactitud de 300 a 400 gramos, la magnitud del esfuerzo aplicado a la palanca de mando. La palanca está en la posición neutral, y el aparato, en contra de las leyes de la aerodinámica, tiende a bajar la proa, conforme va aumentando la velocidad.

"Tira al picado" - pienso.

Sabemos ya de este peligroso fenómeno. Es uno de los obstáculos esenciales que se interponen en el camino a alcanzar la velocidad del sonido. El conocerlo puede costar la vida. Pues si el piloto no sostiene el avión en la horizontal, éste entrará en un picado vertical, del que ya no se puede salir hasta chocar contra tierra. Los pilotos que han logrado salvarse milagrosamente cuentan cosas pasmosas. Dicen que en el picado se agarrotan los timones y no hay manera de mover la palanca de mando. Otros afirman que los timones quedan en un espacio enrarecido, debido al fuselaje del avión, y no surten efecto, aunque la palanca de mando se mueve libremente. Pero todos coinciden en una cosa: en que el avión pierde la dirección.

Mi aparato tiende más cada instante a entrar en picado. Sujetándolo, tiro de la palanca con fuerza no menor de veinte kilogramos. La situación es peligrosa y, para no tentar el destino, reduzco las revoluciones del motor. Poco a poco, la velocidad disminuye, y la presión sobre la palanca decae. Desciendo y tomo rumbo al aeródromo.

Este vuelo ha servido de principio a pruebas especiales. Se trata de que, según los cálculos teóricos, el avión, a velocidades subsónicas, puede entrar en picado, y luego, durante cierto trecho, cesar la tendencia al picado y empezar a encabritarse, o sea, a alzar la proa y tomar altura. Pues bien, a mí me han encomendado que compruebe si son ciertos los cálculos con respecto al nuevo avión.

Para ello en modo alguno se puede dejar al aeroplano entrar en picado, que puede terminar en una catástrofe. El piloto debe mantener el aparato en vuelo horizontal con los timones. Es decir, en un principio tirará de la palanca, luego la tendrá en posición neutral y, finalmente, la avanzará para que el avión no tome altura. Los esfuerzos del piloto, recogidos por el aparato registrador y expresado gráficamente, representan una curva que al principio desciende, luego va en sentido horizontal y sigue ascendiendo con gran ángulo. Esa curva ha recibido el nombre de "cuchara aerodinámica".

El peligro de las pruebas que he de hacer consiste en que puede "faltarme reserva de timones" para el vuelo horizontal. Tal vez recoja hasta el fin la palanca de mando, y el avión siga bajando la proa. Entonces, "descendiendo" paulatinamente por el abrupto trecho de la "cuchara aerodinámica", el avión entrará inevitablemente en picado. Durante cada nuevo vuelo mantengo la horizontal más que la vez anterior, tirando más y más de la palanca de mando. La intuición me sugiere que la tendencia al picado ha de cesar de un momento a otro; pero la "reserva de timones" también toca a su fin.

Debo decir que esas pruebas afectan mucho a los nervios. No me abandona, ni siquiera en tierra, el pensamiento de que puedo verme sumido en un picado. Cuando estoy paseando, comiendo o leyendo los periódicos, pienso de manera subconsciente en el vuelo que me espera. Con ese pensamiento me acuesto y con él me levanto.

Cada vuelo que doy, aumenta la tensión de mis nervios. Cuando me remonto por cuarta vez, está claro que es la última prueba. Si no cesa la tendencia al picado, no se puede correr más riesgo.

Es muy difícil transmitir con palabras las sensaciones que experimento en este vuelo extraordinario. Lo mismo que antes, acelero la velocidad en la horizontal y empiezo a tirar de la palanca, contrarrestando la tendencia a picar. Y cuanto menos "reserva de timones" queda, tanto mayor deseo me invade de vencer la fuerza ciega que procura bajar la proa de mi avión, sumirlo en la catástrofe.

Esa fuerza se me antoja casi un ser vivo, torpe y cruel, que está seguro de vencer al piloto, de que lo amedrentará, y le hará abandonar la contienda. Y yo, apretando los dientes, tiro y tiro de la palanca. Llega un momento en que la "reserva de timones" está agotada, tengo la palanca de mando recogida casi hasta el tope. Es mi última carta, la última y definitiva tentativa...

Me parece por un instante que no ha cambiado nada, que el aeroplano sigue con su tendencia a caer en el abismo, y que yo no lo puedo detener.

"¿Será posible que haya llegado el fin?" -me asalta un pensamiento de alarma, y un escalofrío me recorre las espaldas.

Pero en ese instante siento que disminuye la presión sobre la palanca. El avión cesa la tendencia a bajar la proa. Para sostenerlo horizontal, he de empujar ya la palanca de mando, pues el aeroplano empieza a encabritarse; diríase que, contra los esfuerzos del piloto, "asciende" por la curva. Luego cesa el encabritamiento, y conduzco el avión con los timones en posición normal.

No ocultaré que experimento una inmensa alegría, me siento satisfecho de mí mismo: la "cuchara aerodinámica" ha quedado sorteada. Ha vencido el hombre en la lucha contra la fuerza ciega de los elementos.

Los vuelos de ensayo de nuestros pilotos permiten a los científicos encontrar la causa que origina la tendencia del avión a entrar en picado y dar con una forma de las alas que proporcionan una "cuchara aerodinámica" mínima, la cual no influye prácticamente en el pilotaje.

COMPITIENDO CON LA MUERTE

... Es una clara mañana estival. Estoy sentado en la orilla del río, a la sombra de unos pinos rectos como mástiles, con una caña de pescar en la mano, y observo atentamente la veleta. Sobre el sosegado río, que diríase está inmóvil, ensortijase un ligero vaho, y revolotea una nube de menudos mosquitos. Los peces dan coletazos a menudo, mas no pican. De pronto, cerca de donde yo estoy, aparece un deportista con tubo respiratorio, fusil de arpón en una mano y un gran sollo muerto en la otra. Chapoteando con las aletas, sale a la orilla, se quita el tubo respiratorio y arroja, triunfante, a mi lado, su trofeo:

- ¡Así hay que cobrar las piezas! -dice.

Es mi amigo Vladimir Vasin, Héroe de la Unión Soviética y piloto probador. Es un apasionado de la caza submarina. La fuerza y resistencia adquiridas con el deporte le han ayudado muchas veces a salir airoso de difíciles situaciones, en las que se ha visto al ensayar aviones. Así, por ejemplo, le ha ocurrido un percance al probar el funcionamiento de un sistema experimental de oxígeno para vuelos de altura.

... El motor de reacción zumba poderoso y uniforme; el avión asciende vertiginoso. Vasin ve que la manecilla del altímetro avanza por el cuadrante y señala quince y dieciséis mil metros de altura sobre el nivel del mar. Ha volado varias veces a esas alturas y está tranquilo. El traje presurizado y la cabina estanca lo protegen contra el fatal efecto de la baja presión barométrica. Los pulmones reciben sin falta oxígeno para respirar.

A esa altura el piloto está rodeado de un mundo extraordinario de contrastes. Desde fuera daña la vista una luz deslumbrante. Y en la cabina caen sombras oscuras. En la parte inferior del tablero de los aparatos de a bordo, adonde apenas llega la luz del sol, difícilmente se puede ver lo que señalan dichos aparatos. En la parte superior, los aparatos de a bordo están bien iluminados. Diríase que no se refleja la luz. No hay semitonos.

Vasin pone el avión en vuelo horizontal y mira a la lejana tierra. Desde esa altura parece un extenso mapa en relieve con los finos hilitos de los ríos y las manchas brillantes de los lagos sobre el fondo verdoso de los campos y prados. La parte que está a sus pies, debajo del avión, queda tapada por las nubes. Iluminadas por el sol, las nubes parecen níveas y sólidas como el mármol.

Al mirar a aquel lejano mundo, Vasin se siente completamente solo en el cielo sin fondo ni límites, como si estuviera colgado inmóvil sobre nuestro planeta.

Las pruebas transcurren bien. De pronto Vasin siente un ligero mareo. Parece que le falta aire.

"Algo le pasa al sistema de oxígeno" -le cruza un pensamiento de alarma.

No tiene tiempo de buscar y arreglar el desperfecto. La falta de oxígeno es un adversario pérfido y peligroso. Opera inadvertido y de prisa. Se le amoratan a uno los labios y en las uñas, y pierde el conocimiento. Vasin pone instantáneamente el avión en picado. Actúa con movimientos reflejos. Es el resultado de la prolongada preparación previa, del perseverante entrenamiento en tierra y de haberse aprendido de memoria todos los movimientos que, posiblemente, tuviera que ejecutar en el aire. Y he aquí que, tan pronto como surge un peligro, los músculos empiezan a moverse con exactitud, sin equivocarse, economizando cada fracción de segundo. Tiene que abandonar cuanto antes la zona de la escasez de oxígeno.

El avión desciende vertiginoso; pero las fuerzas del piloto también se extinguen con rapidez. Le zumban los oídos, la sangre le golpea, cual martillos de herrero, en las sienes; se le va la cabeza. Diría que un tupido retículo desciende sobre sus ojos. Haciendo un esfuerzo de voluntad, lo obliga a que se alce, y vuelve a ver. Pero cada momento que pasa le cuesta más y más trabajo.

Al piloto se le nubla la vista. "Pierdo el conocimiento" -piensa, y advierte en las paredes de la cabina gotas de humedad. Las hace subir la corriente frontal de aire.

"Pero si estoy atravesando las nubes -advierte el probador-. Por tanto, la tierra ya no está lejos".

Y cuando Vasin cree que el corazón se le desgarra, que ya no puede soportar más, las nubes quedan por encima. La manecilla del altímetro ha retrocedido hasta la altura de tres mil metros. Perdiendo el sentido, el piloto arroja el fanal de la cabina y empieza a respirar ávidamente el aire vivificante. La cabeza se le despeja en seguida; él recupera las fuerzas, conduce el avión al aeródromo y aterriza felizmente. Los ingenieros encuentran la causa de la avería y la arreglan.

Otro amigo mío y compañero de trabajo, el piloto probador Yuri Garnáiev, pasa también un mal rato en el aire. Acata de realizar unas complicadas pruebas de un aeroplano experimental. Como conclusión, tiene que comprobar si el piloto puede, en caso de necesidad, abandonar sin peligro el aparato para recurrir al paracaídas. El teme que, al catapultarse a gran velocidad, lanzado hacia atrás por la corriente frontal de aire, chocará contra la cola del avión.

Para el ensayo, los ingenieros han puesto en el avión, delante de la cabina del piloto, un asiento con catapulta y, en él a "Iván Ivánovich". Así denominan en broma los aviadores el pelele de ochenta kilos que se lanza con paracaídas en lugar de una persona, durante las pruebas.

Antes de emprender el vuelo, Yuri Garnáiev examina detenidamente el avión y el asiento de la catapulta con "Iván Ivánovich".

Parece que todo está bien -dice al ingeniero.

Le recomiendo que arroje el monigote en picado, y no en vuelo horizontal -le aconseja éste-. Será más seguro. "Iván Ivánovich" pasará a gran distancia de la cola.

El probador se ajusta el paracaídas y sube a la cabina. Pone el motor en marcha y eleva el caza al cielo. Cuando la aguja del altímetro señala cinco mil metros, el piloto, tras acelerar la velocidad hasta la estipulada, empuja la palanca de mando. El aparato baja la proa. Simultáneamente, Garnáiev larga la mano para conectar el mecanismo disparador. De súbito, un golpe estremece el avión. Debido a la inercia, el asiento de la catapulta con el pelele se ha movido de su sitio y se ha alzado. La corriente frontal de aire ha empujado con espantosa fuerza todo ese mecanismo hacia atrás, ha doblado el metal y agarrotado los cojinetes del asiento, que se ha descargado sobre la cabina del probador, tapándola por encima, como si fuera una cubierta. Garnáiev ve la tierra únicamente a través de las rendijas que quedan entre los bordes de la cabina.

El asiento de la catapulta no sólo reduce hasta el límite el campo visual del piloto, sino que también le impide utilizar el paracaídas.

"¡Una verdadera trampa!" -piensa Garnáiev.

Tiene una sola posibilidad de salvarse: aterrizar casi a ciegas, sin ver nada por delante. Radia al aeródromo lo que ha sucedido y la resolución que ha tomado.

Tras hacer, guiado desde tierra, el tercer y cuarto virajes, el probador lleva el caza a aterrizar. Por debajo de las alas del aeroplano cruzan los puntos de orientación, conocidos, pero, debido al mal campo visual, Garnáiev los ve sólo en el momento de pasar sobre ellos. Vislumbra de memoria el aeródromo y el lugar de estacionamiento de los aviones detrás de la pista de despegue y aterrizaje. Si el avión aterriza inexactamente a gran velocidad, dejará atrás la pista y chocará contra esos aviones.

El probador termina por ver la pista gris de hormigón. Determina a duras penas la altura, recoge hasta el fin la palanca de mando hacia sí, y las ruedas del aeroplano rozan suavemente la tierra.

Cuando los diseñadores soviéticos empiezan a construir helicópteros nacionales, Yuri Garnáiev es uno de los primeros en aprender a gobernar estos aparatos. Ejecuta vuelos de ensayo en ellos y comprueba en la práctica sus cualidades de pilotaje. Y, como en todas las empresas nuevas, surge multitud de serias cuestiones que requieren solución práctica.

Una de esas cuestiones es el aterrizaje forzoso del helicóptero en caso de que se pare el motor. Si se para el de un avión, éste puede planear: tiene alas, que le proporcionan la fuerza de sustentación. El helicóptero carece de alas. Si cesan de girar las palas del rotor, desaparece toda la fuerza de sustentación. ¿Qué hacer entonces?

Los diseñadores han tenido en cuenta la posibilidad de semejante caso. Y han propuesto reducir el ángulo de ataque de la hélice sustentadora tan pronto como se pare el motor, con lo que la corriente de aire opuesta a la dirección de la caída originará la autorrotación de la misma. Se obtendrá una fuerza de sustentación suficiente para planear sin peligro.

Hoy es indiscutible para cada piloto la justedad de esa suposición. Pero entonces aún no había aterrizado nadie en un helicóptero con el motor parado. El primero en hacerlo fue Yuri Garnáiev.

... Una clara mañana de estío Garnáiev se encamina a la línea de salida, dejando sus huellas marcadas en la hierba, cubierta de rocío, del aeródromo. Hoy se elevará en un helicóptero para aterrizar mediante la autorrotación. Como ocurre siempre, antes de emprender un vuelo complicado, el probador experimenta una singular tensión interna, cierta prevención en la espera del encuentro con lo desconocido. No es miedo al peligro, no. El probador está habituado a vencer el miedo en su seno, a afrontar el peligro con los ojos abiertos, a combatirlo.

Pero en la prueba que se ha de hacer, la lucha está excluida. Parado el motor y disminuido el paso de la hélice, el piloto aguardará pasivamente los resultados. ¿Y si los diseñadores se han equivocado? Entonces el helicóptero empezará a caer, volviéndose inmediatamente hélice abajo. Y las palas de ésta girarán, sin frenar la caída, pero con la suficiente fuerza para matar al probador si intenta saltar de la cabina con el paracaídas.

... Una vez que ha tomado la altura necesaria, Garnáiev para el motor y nota súbitamente que el asiento se le escapa bajo el cuerpo. Disminuye el paso de la hélice y espera los resultados. No puede hacer nada más. La fuerza de sustentación que origine la autorrotación debe aparecer dentro de ocho o diez segundos. Mas, para el probador, esos segundos se prolongan una eternidad. Los cuenta, rígido el semblante. Se le han agudizado los sentidos. Siente con cada célula de su organismo, y no sólo por medio de los aparatos de a bordo, la posición del helicóptero en el espacio. Sin detener la caída, el aparato empieza a inclinarse a un lado. Y cuando Garnáiev cree que va a dar la vuelta, el aparato se endereza, y el descenso se amortigua. La autorrotación proporciona la fuerza de sustentación necesaria para planear.

Garnáiev ha tenido ocasión de probar también un aparato verdaderamente extraordinario, llamado turboplano.

- Esta es mi obra -le dice el diseñador, llevándolo hacia el turboplano.

Garnáiev conoce ya los cálculos del nuevo aparato, ha visto los planos y, no obstante, queda asombrado de la insólita estructura. Figúrense una plataforma metálica con cuatro patas. En medio de una bancada vertical, un potente motor de reacción; y, a su lado, la cabina del piloto. Ni alas ni hélices. La fuerza de sustentación no es debida a la corriente de aire frontal, sino al tiro del motor de reacción.

El probador sube a la cabina. Es igual que la de un aeroplano corriente a reacción. Tiene palanca y pedales de mando. Los conocidos aparatos de a bordo, que controlan el funcionamiento del motor, sus revoluciones; la temperatura detrás de la turbina y la presión del combustible. Pero los timones son especiales. Dos de ellos, llamados "timones de gases", están situados directamente en la tobera de eyección. Inclinados a un lado por efecto de los gases que se deslizan por su superficie, dan la inclinación respectiva. El timón de chorro debe desempeñar el oficio de timón de dirección. Empero todos estos cálculos teóricos del diseñador se han de comprobar en la práctica. Y Garnáiev sabe por propia experiencia que, durante las pruebas, puede haber sorpresas.

El extraordinario aparato produce, en suma, la impresión de una atracción de circo.

-Bueno, y después de mí, ¿actuarán los domadores de tigres? -dice Garnáiev, bromeando.

Pero el primer día de las pruebas no está para bromas. Pues el audaz experimento puede terminar en una catástrofe. Tras subir a la cabina y comprobarlo todo atentamente, Garnáiev pone en marcha el motor y empieza a aumentar suavemente el número de revoluciones. El abrasador chorro de gases levanta una nube amarillenta de polvo, arena y piedrecitas, que envuelven el aparato.

Y Garnáiev siente cómo el turboplano se estremece y empieza a elevarse.

"¡Ahora lo principal es probar los timones!" -piensa el probador.

Desvía cuidadosamente los timones a la derecha. El aparato obedece. Luego hace un viraje de 180°, inclinando el turboplano. Los timones producen gran efecto. Pero el zumbido uniforme del motor se interrumpe un instante. Como dicen los aviadores, "estornuda", y el turboplano se desploma como un trozo de hierro. El motor vuelve a zumbar uniforme y el vuelo prosigue.

"Volar en este aparato es peligroso -piensa Garnáiev-. Si el motor falla, no tiene con qué planear. Carece de alas".

Garnáiev ejecuta las pruebas del nuevo aparato hasta el fin.

EL DEBER DEL PROBADOR

El moderno desarrollo de la aeronáutica permite a los diseñadores prever con antelación la conducta de un nuevo avión a diversos regímenes de vuelo y evitar en sus cálculos errores de bulto. Mas es imposible preverlo todo. Y cada aparato experimental es algo así como una ecuación con una incógnita y, a veces, con varias incógnitas. El piloto probador debe resolver la ecuación, despejar las incógnitas. Al hacerlo, puede verse en una situación complicada, y aun peligrosa.

... Una clara mañana de sol me remonto en un aeroplano experimental de nuevo diseño. Es un aparato con motor de explosión, no muy veloz, y las pruebas no auguran complicaciones algunas. Empiezo a ejecutar los ejercicios encomendados a la altura de cuatro mil metros. Todo marcha bien. De pronto, detrás del tablero de los aparatos de a bordo salta una chispa. Tras ella aparece la lengüeta de una llama. Es pequeña, como la de una candela, pero es el temible heraldo de un incendio.

Debo tomar inmediatamente una resolución: bien recurrir al paracaídas bien intentar aterrizar, pues el aeródromo está casi a mis pies.

Para cualquier piloto probador que se vea en semejante situación exige un gran esfuerzo de voluntad el tomar una determinación. El instinto de conservación, inherente a todo lo vivo, exige imperioso que uno se salve del modo más seguro: con el paracaídas. Mas el deber de piloto probador manda otra cosa. Si el aparato se quema, quedará sin averiguar la causa del incendio. El que se vuelva a construir tendrá un defecto oculto. Y quién sabe cuándo y en qué condiciones se manifestará, y si entonces el piloto que empuñe el volante del avión logrará vencer el fuego.

El fuego es pequeño. Comunico por radio al aeródromo que se ha declarado un incendio y voy a aterrizar.

Entro en agudo picado. Creyérase que la tierra se levanta como un muro y avanza rauda hacia mí. Enderezo el aparato a poca altura, intento aterrizar sobre la marcha, y... me arrepiento de no haber utilizado el paracaídas. El incendio se propaga por instantes. A lo largo de las paredes de la cabina, hacia el asiento del piloto, corren torrentes dorados de llamas, se deslizan hacia el suelo y se juntan. Llevo puesta la máscara de oxígeno: el humo y el olor a quemado no me dificultan la respiración. Pero el mono empieza a arderme, y siento que voy teniendo más y más calor. La llama llega al tubo de la gasolina. Eso representa ya un peligro mortal.

La catástrofe puede ocurrir en cualquier instante. Todo mi ser está pendiente de ella. Me parece que los segundos se prolongan una eternidad, que el avión está colgado, inmóvil, en el aire y no aterrizará nunca. Pero lo manejo con exactitud, veo bien la tierra y calculo con tino la distancia.

Si en este momento me ve una persona extraña, pensará, de seguro, que no siento ni miedo ni emoción. Claro está que eso no es así, ni mucho menos. Simplemente, el piloto probador está habituado a vencer el miedo, y no dejarle que se apodere de él; conserva la sangre fría; y los movimientos, al pilotar, se hacen automáticos con los años de práctica.

El aeroplano termina por tocar la tierra con las ruedas, y se desliza por el llano campo de aviación. Ahora quedará entero, si no explotan los depósitos de gasolina, claro. Veo cómo avanzan a toda velocidad, hacia el lugar del aterrizaje, un camión de bomberos, una ambulancia y gente. Levanto la mano para arrojar el fanal de la cabina. Diré de paso que uno siempre siente deseos de hacerlo en cuanto ve el fuego: quiere cerciorarse de que el fanal no se ha agarrotado, que el camino de la salvación está abierto. Pero entonces la llama crece instantáneamente, y el fanal se debe arrojar únicamente para abandonar la cabina.

Eso mismo quiero hacer, aunque el avión aún sigue rodando a una velocidad de treinta o cuarenta kilómetros por hora. Mis nervios no aguantan más. Hasta que se pare del todo, aún transcurrirán diez o quince segundos, y cada uno de ellos puede ser fatal. Arrojo el fanal, salgo precipitado de la cabina al plano de sustentación y caigo al suelo.

No me he arriesgado inútilmente. El aparato no estalla; da tiempo a sofocar el incendio. Los ingenieros averiguan la causa. Resulta que uno de los tubos de escape del motor está demasiado cerca del fuselaje. Al ponerse al rojo vivo, este tubo ha quemado el fuselaje y provocado el incendio. Se corrige este defecto del diseño, y el avión pasa con éxito las pruebas.

El sentido del deber y la disposición a exponerse por salvar un avión experimental son propios del piloto probador soviético. Contaré, a título de ejemplo, un caso que le ha ocurrido al Héroe de la Unión Soviética Grigori Sedov, compañero mío de trabajo. Es un probador muy sereno, y sabe medir bien sus actos. Antes de ser piloto, cursó los estudios de la- Academia Militar de Aviación. No conozco a otro probador que combine de manera tan armónica profundos conocimientos técnicos con brillante maestría de pilotaje. Eso precisamente permite a Grigori Sedov conservar un costoso ejemplar experimental de caza reactor que prueba.

Le ocurre todo de manera inopinada. Al sacar el aparato de un picado, Sedov nota un golpe; disminuye la presión sobre la palanca de mando, y la proa del aparato deja de alzarse. Sedov aumenta la velocidad, y el aparato obedece como de mala gana. La presión sobre la palanca sigue siendo insignificante.

"Por lo visto, el torrente de aire ha estropeado el timón de profundidad" -resuelve el probador.

Se crea una situación, en la que el piloto tiene derecho a utilizar el paracaídas. Pues está completamente claro que si el timón de profundidad no funciona, no se puede aterrizar normalmente. Bien es verdad que Sedov sabe de un caso, cuando un piloto ha tomado felizmente tierra, teniendo la dirección agarrotada. Más eso ha sido en un aparato de escuela con motor de explosión y pequeña velocidad de aterrizaje.

Para que los diseñadores e ingenieros puedan poner en claro la causa de la avería, Sedov decide salvar el aparato. Vuela media hora más por encima del aeródromo, experimentando en el aire y eligiendo la mínima velocidad con la que el aparato obedece a duras penas al timón de profundidad. Esta velocidad resulta excesiva para aterrizar. A pesar de todo, el probador se arriesga. .

Tras dar el cuarto viraje en torno del aeródromo, empieza a descender. Diríase que con la pérdida de altura aumenta la velocidad. El piloto se imagina un instante cómo su avión cruza todo el campo, choca contra un hangar y... Pero la tierra se aproxima rauda, y el piloto ya no piensa en nada más que el aterrizaje.

Todo puede terminar felizmente sólo en el caso de que el cálculo sea absolutamente exacto, si el aviador aprovecha totalmente la longitud de la pista de aterrizaje. Sedov ve la ambulancia que corre rauda.

"Viene por mí" -piensa de paso, como si fuese algo sin importancia. Centra toda la atención y la voluntad en que el aparato toque tierra en el lugar debido.

El avión aterriza y rueda veloz por la pista de hormigón. Sedov para el motor y empieza a frenar suavemente. La velocidad disminuye con lentitud, y el piloto ve claro que le falta aeródromo para el recorrido del aparato. Se aproxima inexorablemente a los aviones estacionados en el extremo del campo. Ve cómo los mecánicos, que están junto a ellos, echan a correr cada uno por su lado. Cuando, creyérase, la catástrofe es inevitable, Sedov frena bruscamente la rueda izquierda nada más. El avión da dos vueltas a la izquierda y se detiene.

Sedov se recuesta en el respaldo del asiento y sólo entonces siente que tiene la cara bañada de sudor y que está muerto de cansancio.

... El caza a reacción que estoy probando alegra la vista por la perfección de su forma y dimensiones. Promete mucho y... no puedo sacarle la velocidad máxima a la altura encomendada. Empieza una peligrosa vibración, el llamado aleteo, capaz de destruir el aparato. Nos vemos forzados a cesar los ensayos. Los ingenieros buscan largo tiempo la causa de la vibración. Parece que lo consiguen, al fin, y vuelvo a elevar el aparato, habiendo resuelto antes sacarle la velocidad máxima a mayor altura de la que he volado cuando apareciera la vibración.

El avión asciende raudo al cielo azul, despejado. ¡Es hora! Tomo la horizontal y acelero. La velocidad aumenta de prisa. No siento la menor vibración, pese a que el indicador señala la velocidad máxima. Los ingenieros "han curado" el caza que no defrauda las esperanzas puestas en él.

Desciendo a la altura encomendada y vuelvo a acelerar en la horizontal. La aguja del anemómetro pasa ya la indicación "peligrosa", en la que empezara la vibración, y todo sigue normalmente. Exhalo un suspiro de alivio y, de pronto... otra vez la conocida vibración, pero *a mayor velocidad. Apenas perceptible en un principio, aumenta de prisa. El frecuente temblor sacude más violento cada instante el cuerpo del aparato y poco le falta para arrancarme de la mano la palanca de mando.

Disminuyo la velocidad, pero la vibración no cesa. Puede destruir el avión. En el tablero de los aparatos de a bordo centellean, inquietas, y luego se apagan, tujas lamparitas indicadoras rojas y verdes: son los cables, que hacen cortocircuito. Veo cómo se desprenden, una tras otra, las manecillas de los aparatos. ¿Cómo conservar el avión? ¡Mantente firme! ¡Se tenaz! Experimento unas sacudidas, como si me estuviese dando la corriente sin cesar. Pero sigo porfiando por salvar el avión. Pues aún no se ha averiguado hasta el fin la causa de la vibración.

Diríase que el aparato tiene el diablo metido en el cuerpo. Cesa de obedecer a los mandos. Baja más la proa, y parece que la velocidad aumenta. Mas no se me pasa siquiera por la imaginación hacer uso del paracaídas. Estoy demasiado embebido en la lucha contra el desmandado aparato. ¡Quiero dominarlo! ¡Salir vencedor y no retroceder! A ello tienden todas las fibras de mi alma, toda mi energía, todo mi ser.

Mas ¿qué hacer? ¡Esperar! Y espero paciente, apretados los dientes, estremeciéndome con todo el avión, embalado a tierra. Y, de pronto, el aeroplano vuelve a obedecer a los mandos. Un instante después, ¡oh, gran fortuna!, cesa la maldita trepidación. Cesa de manera tan repentina como ha empezado.

Algo aturdido por el rato que acabo de pasar, permanezco sentado en la cabina, invadido por una sensación de silencio y sosiego. Pero, lamentablemente, no tengo tiempo para disfrutarla. Encuentro mi aeródromo y, con cierto temor, procuro poner en marcha los motores. Arrancan en seguida. Y el avión queda desconocido... Vuelve a ser un aparato estupendo y obediente y, diría yo, seguro.

Creyérase que el terrible pugilato con el aleteo ha sido una pesadilla si no fuera por los desperfectos que ha ocasionado al avión. Las saetas de algunos indicadores se han caído; no funcionan las señales luminosas y quién sabe qué más. Por eso voy a aterrizar sin pérdida de tiempo, y tomo tierra con la mayor cautela.

Después de este vuelo los ingenieros se pasan mucho tiempo ocupados del avión experimental. Y se salen con la suya. El aleteo no se vuelve a repetir. El aparato pasa las pruebas. El saber que en esa victoria del pensamiento humano hay también una parte mía de trabajo me produce gran satisfacción. Compensa con creces todas las tribulaciones vividas durante las pruebas de este avión.

CUMPLIENDO UNA TAREA DE LOS CIENTÍFICOS

Sobre el aeródromo penden inmóviles unas bajas nubes grises, que ciernen una llovizna fastidiosa. Los probadores Iván Mashkovski, Iván Shuneiko y yo estamos sentados en el cuarto de los aviadores y esperamos impacientes que escampe. Nos espera una labor insólita. No vamos a probar en el aire un avión o aparatos y mecanismos algunos, sino que nos van a probar a nosotros mismos. Los científicos investigan la influencia de las sobrecargas en el organismo humano, y para eso nos vamos a remontar a los aires. Numerosos experimentos con animales han probado que, cuanto más pequeño es un organismo y cuanto menos líquido contiene, tanto mayor sobrecarga puede soportar. Así, por ejemplo, los insectos soportan sobrecargas colosales. El "aumento" del peso en 2.500 veces no ejerce influencia notable en su organismo. Un ratón soporta una sobrecarga quince veces mayor que su peso; y un conejo, una sobrecarga diez veces mayor que su peso.

... Hacia el mediodía se levanta viento. El cielo se despeja, y los vuelos empiezan.

Por encargo de los científicos, nos elevamos al espacio y ejecutamos figuras de acrobacia de alta escuela, provocando las sobrecargas precisas. Una cámara tomavistas, colocada en el avión, registra automáticamente todos nuestros movimientos y agentes externos que provocan sobrecargas en el hombre. Unos aparatos registran los latidos del corazón, la presión arterial y otras funciones fisiológicas del organismo.

Debo decir que en estos vuelos abundan las sensaciones desagradables. Figúrese usted que vuela en picado a gran velocidad. Luego tira de la palanca. Cesa el descenso, mas cada célula de su organismo conserva la inercia. La sangre le baja del cerebro, y las entrañas se le quieren desplazar.

El tomavistas registra que, por efecto de la sobrecarga, al hombre se le desfigura el rostro, le cuelga la mandíbula y se le cierran los ojos. A propósito, los pilotos que han hecho espirales cerradas y salidas de picados afirman que han perdido la vista por unos instantes. Nuestros vuelos de ensayo prueban que las sobrecargas influyen efectivamente en la vista. El aviador deja de ver porque, debido a la sobrecarga, los párpados se hacen mucho más pesados y, sin él quererlo, se le cierran. Si la sobrecarga es más prolongada, se altera la circulación de la sangre dentro de los ojos. Para determinar el grado de sobrecarga, con la que un piloto no "pierde la vista", se efectúa la siguiente prueba. A un párpado me adhieran un hilo, en cuyo extremo van colgando un peso mayor cada vez. En un principio puedo mantener el ojo abierto. Luego el párpado se me cierra a medias y, más tarde, cuando se añade aún más peso, ya no puedo abrirlo.

Estos vuelos nuestros y otros experimentos prueban que la influencia de la sobrecarga depende de su magnitud y duración. Una sobrecarga breve que empieza de súbito se recibe como un golpe.

Ejemplos de cómo se soportan grandes sobrecargas hay también en los vuelos ordinarios de la aviación. Así, cuando los aviones sufren algún accidente, suele ocurrir que en el momento de chocar contra tierra se registren sobrecargas doscientas veces mayores que el peso de los pilotos, y éstos queden con vida. En la vida cotidiana las personas se someten también a sobrecargas muy grandes sin sufrir ninguna lesión. Si uno salta desde lo alto de una mesa, experimenta ya una sobrecarga dieciséis veces mayor que el peso propio. Una sobrecarga prolongada se experimenta como una presión considerable sobre todo el organismo.

Los pilotos probadores también participan en la solución de algunas cuestiones de aerodinámica de los vuelos a grandes velocidades. Poco después de la guerra se fundó un original laboratorio volante para investigar "los accesos de la barrera sónica".

Ese laboratorio era un planeador equipado con aparatos registradores y especiales que reproducían en película fotográfica el cuadro del deslizamiento del aire por el ala. Un avión remolcaba el planeador a gran altura, y luego un piloto de vuelos sin motor debía sacarle en picado una velocidad próxima a la del sonido.

Para alcanzar esa velocidad, antes del vuelo se recargaba adrede el planeador, llenando de agua unos depósitos apropiados para el caso.

El aparato estaba dotado de un motor de pólvora, que funcionaba breve tiempo, mas proporcionaba una aceleración suplementaria de importancia. Ejecutó los vuelos en el laboratorio alado el piloto probador Amet-jan-Sultán.

Amet-jan, mediano de estatura, ancho de hombros y abombado el pecho, había sido un brillante piloto de caza durante la guerra y estaba condecorado dos veces con la estrella de oro de Héroe de la Unión Soviética.

Los vuelos en el "laboratorio volante" requerían del piloto que estuviese habituado a grandes sobrecargas, tuviese sangre fría, fuese ingenioso y pilotara excelentemente. Amet-jan posee en plena medida estas cualidades. Luego que se desenganchaba del cable, Amet-jan conectaba los aparatos fotográficos y los de registros y entraba en picado con el planeador, poniendo en funcionamiento el motor de pólvora.

El "laboratorio volante" desarrollaba una velocidad no vista por entonces y, al sacarlo del picado, Amet-jan experimentaba enormes sobrecargas. Luego empezaba la parte más complicada del vuelo. Había que aterrizar felizmente en el aeródromo con el "laboratorio" y todos sus valiosos aparatos, que registraran los resultados de la investigación.

El piloto vertía el líquido lastre, dejando casi en la mitad el peso del planeador. Pero, así y todo, el aparato seguía siendo pesado y recordaba más a un caza con el motor parado que a un planeador. Al efectuar las pruebas, el piloto se alejaba bastante, y se requería gran arte para regresar al aeródromo. Amet-jan lo hacía de manera verdaderamente virtuosa.

De un piloto que aterriza felizmente en un avión, al que se le ha parado el motor, dicen: es un hacha, no se ha desconcertado, vuela bien. Amet-jan ejecutó diariamente durante mucho tiempo aterrizajes como los de un avión, al que se le ha parado el motor. Y no hubo un caso en el que aterrizase fuera del aeródromo, aunque a veces ello requería una maestría colosal.

Se debe decir que el planeador, recargado con el agua que hacía de lastre, podía despegar únicamente con una carretilla especial, que era arrojada automáticamente en el aire, y el "laboratorio volante" tomaba tierra sobre el patín, como un planeador ordinario.

En cierta ocasión, cuando yo remolqué con un avión a Amet-jan para que verificase un vuelo de tantos, la carretilla no se desprendió del planeador. Amet-jan decidió salvar el "laboratorio volante" y sus valiosos aparatos, tomando tierra.

Cuando se hubo soltado del remolcador, vertió el líquido lastre, gastó la carga de pólvora del motor y entró a tomar tierra. El peligro consistía en que la carretilla carecía de frenos, era algo así como los trenes de aterrizaje de los primeros aeroplanos. Con la diferencia de que la velocidad de aterrizaje del planeador era enorme, comparada con la de ellos, y al mínimo error que el piloto cometiera en el cálculo, podría faltarle campo para el recorrido, y entonces perecería inevitablemente.

Amet-jan calculó serenamente su vuelo y aterrizó sin novedad, como si se tratara de un aeroplano sin desperfecto alguno.

Durante las investigaciones efectuadas en el "laboratorio volante", se cambiaron las alas. Primero fueron ordinarias, rectas; luego, en flecha. Los vuelos de Amet-jan confirmaron los cálculos del diseñador y proporcionaron preciosos datos para construir aviones.

Las investigaciones que los pilotos realizan por encargo de los científicos requieren a veces tanto valor, serenidad e ingenio como las pruebas más complicadas de aviones.

... Quienes viajan a menudo en avión saben que si el parte meteorológico anuncia "nubes de tormenta por el rumbo", el vuelo se suspenderá. Si una tormenta alcanza a un avión en vuelo, correrá gran peligro. Por algo se dice en la guía del piloto: "Si durante el vuelo tropieza con una tormenta, no dude en esquivarla". En todo caso, no se la debe "atravesar". En los aviones modernos hay aparatos especiales que advierten a los pilotos la aparición de nubes de tormenta por su rumbo.

Pues bien, mi compañero de trabajo Nikolai Nuzhdín espera una buena tormenta para realizar su vuelo. Los científicos le han encargado que atraviese el centro de una nube tormentosa. Pero, como hecho intencionadamente, los días son despejados y, al entrar en el cuarto de los pilotos, dice, suspirando: "Hoy tampoco volaré". Nosotros lo consolamos, bromeando:

 

¡Y él, rebelde, pide una tempestad,

Como si hubiese en ella tranquilidad!

Tengo ya cierta idea de la "tranquilidad" que aguarda a Nikolái durante su vuelo de investigación. Un día, volando en un planeador, me sorprendió una tormenta: unos remolinos me metieron en una nube, pero, afortunadamente, me sacaron de ella en seguida. No obstante, me dio tiempo a experimentar la sensación de impotencia de la persona que se ve ante las poderosas y terribles fuerzas de la Naturaleza.

Al fin llega un buen día para el vuelo de Nikolái Nuzhdín. Hace calor desde la mañana, no sopla viento, y el bochorno es como el que hace en los baños de vapor. Hacia el mediodía una inmensa nube negra tapa el sol. Es una nube clásica de tormenta. Por su base avanza un torbellino de quinientos a seiscientos metros de diámetro. La nube parece plana por debajo y se eleva, formando algo así como una alta torre que, a la altura de trece mil metros, termina en el "yunque" peculiar de las nubes tormentosas. En la parte superior de la nube se ha desencadenado una nevasca; en la parte media cae nieve en gránulos; y en las capas inferiores, un chaparrón con granizo.

Todos los aviones que están en el aire se alejan precipitados del camino de la nube tormentosa. Sólo el aeroplano de Nikolai Nuzhdin despega del aeródromo y, luego que toma altura, avanza intrépido al encuentro del peligro, sabiendo el piloto qué lo espera. La fuerza de los torbellinos es tan violenta en la nube tormentosa que quien se vea en ellos puede ser elevado a una altura muy grande. Estos torbellinos de aire pueden dejar sin gobierno el aeroplano o destrozarlo. Las descargas eléctricas pueden interrumpir la comunicación por radio y hasta provocar un incendio.

Nuzhdín está bien preparado para combatir a los elementos. Vuela en un avión grande, bastante resistente. Sin embargo, para conducir el aeroplano a la nube tormentosa a través de los torbellinos, ha de reunir todo su valer.

El aparato queda instantáneamente envuelto en tinieblas. A la cegadora luz de los relámpagos, el piloto ve el efecto de las titánicas fuerzas desencadenadas en medio de la nube. Ingentes ráfagas de aire descienden con vertiginosa celeridad, revolviéndose como cascadas. Y ascienden otras ráfagas idénticas. Dijérase que todo hierve en derredor. El aeroplano es lanzado como una pajuela mil metros más arriba o más abajo. El piloto tan pronto se siente oprimido con inmensa fuerza contra el asiento como se desprende de él, sintiéndose en la ingravidez. Experimenta la desagradable sensación de las grandes aceleraciones que cambian bruscamente. Pone en tensión todas sus fuerzas y aplica toda su maña para no soltar de las manos el volante ni perder la orientación en el espacio.

De pronto, una brillante luz inunda la cabina. Nuzhdin aparta la vista de los aparatos de a bordo y no da crédito a sus ojos. En la proa del avión se ha posado una gran bola ígnea que despide, cual diminuto sol, trémulas lengüetas de llamas en todas las direcciones. A lo largo de las alas del aeroplano fluyen corrientes centelleantes que, como flechas de fuego, salen disparadas de los bordes de los planos. Queda interrumpida la comunicación radiotelefónica con tierra. Todos los indicadores eléctricos dejan de funcionar.

Al principio sus manecillas se agitan convulsas, luego se detienen delante del cero. Dentro de la nave el aire está tan saturado de electricidad que, al moverse los tripulantes, saltan de ellos, crepitando, pequeñas chispas moradas.

Súbitamente el aeroplano experimenta una sacudida: uno tras otro, caen dos rayos en él. Los motores empiezan a funcionar con intermitencias; la velocidad de vuelo disminuye considerablemente. Pero el centro de la nube tormentosa ha quedado ya atrás. La ígnea bola, como diluida en el aire, desaparece de la proa del avión, y las alas pierden el centelleo eléctrico. A través de las movedizas tinieblas de la nube el probador ve una mancha clara que se extiende. Se va haciendo más y más clara por instantes. Es el Sol. Segundos después el avión deja atrás el hirviente infierno de la nube tormentosa y sale a la azul inmensidad del cielo despejado.

* * *

He referido sólo algunos aspectos de la labor de los pilotos probadores, los momentos que más se han grabado en mi memoria. Y si este relato despierta el interés del lector y le da cierta idea del trabajo que realizan las personas que prueban en el aire los aviones de nuevo diseño, consideraré que he alcanzado el fin propuesto.

 

Traducido por V.Uribes

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