EN PLANEADOR
El planeador recorre corta distancia por la falda
de la montaña y se desprende, ligero, del suelo. Una corriente de
aire ascendente lo sube más y más alto. Desde la cabina del piloto
veo cómo la línea azul del horizonte parece retroceder,
descubriéndome un vasto panorama. Abajo, junto al mar, extiéndese el
pintoresco Koktebel con las rectas líneas de casitas blancas de la
Escuela Superior de Vuelos sin Motor de la Osoaviajim (Sociedad de
cooperación en la defensa y el desarrollo de la industria
aeronáutica y química); más allá se extiende el pardo valle
septentrional, calcinado por el sol de Crimea; a la derecha, el mar
azul e inmenso. No obstante, miro de pasada el bonito panorama, pues
pongo toda la atención en pilotar. Para cumplir la tarea –planear
quince minutos como mínimo y aterrizar exactamente junto a la "T'
–he de volar a lo largo de la cresta de la montaña, ir y volver, sin
perder altura.
El vuelo a vela en el lindo y obediente aparato
que gobierno me llena de entusiasmo y me siento casi dueño del
espacio. Mas esta placidez me dura poco. El fuerte viento nórdico
que tanto favorece el planeo trae nubes blanquecinas. Abstraído por
mis emociones, no he notado cómo quedo envuelto entre ellas. Ocultas
por la opaca nebulosidad gris, la tierra y la mar desaparecen de mi
vista. En el parabrisas de la cabina posadas, cual gargantillas,
gotas de humedad.
Siento cierto temor y aprieto más fuerte la
palanca de mando; pues aún no sé volar entre nubes, y esto es para
mí una seria prueba.
Afortunadamente, termina pronto. Salgo de las
nubes, sigo volando el tiempo fijado, y luego tomo tierra
exactamente junto a la "T". Mijaíl Románov, mi instructor, bajo de
estatura, fornido y de sencilla cara rusa, viene hacia mí. Me da un
fuerte apretón de manos y me felicita por haber terminado el curso
de aprendizaje y recibido el título de instructor de vuelo sin
motor.
Han transcurrido más de veinticinco años desde
ese día memorable. Del planeador he pasado al avión, me he hecho
piloto probador. Ahora, cuando manejo pesadas naves poli-motores y
cazas supersónicos, sigo ejercitando mi afición a los vuelos a vela
y siempre recuerdo con gratitud la escuela de la Osoaviajim, que me
inculcó los primeros hábitos aeronáuticos y me enseñó a tener
serenidad y ser valiente.
Sé por experiencia que los vuelos a vela son la
mejor preparación para un piloto. Pues el moderno avión de potentes
motores a reacción y perfectos aparatos de navegación aérea casi no
depende del viento ni el tiempo. El piloto de planeador, en cambio,
hace travesías de varios centenares de kilómetros, se mantiene en el
aire decenas de horas y se eleva a la estratosfera, peleando contra
el aire únicamente con su maestría y serenidad. Los pilotos de
planeador realizan también intrépidos vuelos experimentales.
Tal es, por ejemplo, el vuelo de Iván Kartashov
ante un nubarrón tormentoso. Los nubarrones de tormenta, portadores
de cargas eléctricas de enorme potencia, y los torbellinos aéreos de
terrible violencia también suponen un peligro para los grandes
aviones a reacción, que siempre los bordean. Pero Kartashov se
abalanza valientemente al encuentro del peligro en un frágil
planeador, elevado a remolque de un avión. Aprovechando hábilmente
las corrientes de aire que soplan delante del nubarrón, el piloto
del planeador vuela tranquila-mente a lo largo de él y avanza con él
a la velocidad de huracán. Desde tierra, el pequeño planeador que
vuela delante del inmenso nubarrón azul oscuro, inflamado por
deslumbrantes relámpagos, parece una mariposa revoloteando alrededor
del fuego. Si el piloto ejecuta mal una maniobra, el planeador puede
verse dentro de la nube tormentosa, en la que se hará trizas
instantáneamente. Pero Kartashov es un excelente piloto de vuelo sin
motor, experto y sereno. Observando de cerca los fenómenos de la
tormenta y estudiando las particularidades del vuelo en condiciones
tan insólitas, planea delante del nubarrón hasta que éste se
dispersa.
En Koktebel, en la Escuela Superior de Vuelos sin
Motor, donde me quedo a trabajar como instructor, también se
realizan pruebas. En una ocasión me cae en suerte un extraordinario
vuelo de ensayo. Hay que comprobar en el aire los cálculos del
diseñador respecto a la máxima velocidad tolerable del planeador
tipo Rot Front-1. Si se rebasa esta velocidad máxima tolerable,
empieza una vibración, y el aparato se destrozará.
El día de la prueba se me graba en la memoria
para toda la vida. Estamos en otoño, el magnífico otoño de Crimea,
con días soleados, pero no calurosos. Sopla un viento fuerte y
constante. Se ha levantado después del mediodía y aún no ha traído
nubes grises otoñales. Realizar un vuelo sin motor como éste produce
un gran placer.
Cuando llego al aeródromo, el planeador y el
aeroplano que debe remolcarlo a la altura debida están ya en la
línea de salida. Todos los que han venido a despedirme están algo
emocionados, aunque lo ocultan. Yo no temo el peligro y estoy seguro
de mis fuerzas; no dudo de que, en caso de necesidad, sepa utilizar
el paracaídas. Pero me domina cierta tensión nerviosa, la espera de
lo desconocido.
— Aún hay tiempo
-dice el diseñador del planeador-. ¿Abandonamos la empresa?
— Saldrá bien -digo,
para tranquilizarlo, y me pongo el paracaídas.
Mijaíl Románov me ayuda. Luego, llevado de la
costumbre de instructor, comprueba el ajuste de los atalajes de mi
paracaídas y me da una amistosa palmadita en la espalda.
- ¡Buen vuelo, hermano Serguéi! Que tengas
suerte.
...Describiendo amplios círculos, un avión eleva
mi planeador más y más alto. La saeta del altímetro indica ya 2.500
metros sobre el lugar del despegue. La altura es suficiente. Me
suelto del cable de remolque. El avión desciende veloz y se aleja a
un lado. Me quedo solo en el aire. A mis pies, el panorama de Crimea
del Sur, que me es ya habitual y entrañable: el valle de Uzún-Sirt;
el mar con la blanquecina franja de las olas junto a la orilla; y a
lo lejos, las casitas de Otuz y las siluetas de las montañas de
Crimea, que se elevan tras las negras rocas de Karadag.
Es hora de empezar las pruebas. Miro el
velocímetro. Indica 65 kilómetros por hora. Empujo con suavidad la
palanca de mando. El planeador baja la proa y empieza a picar. La
velocidad aumenta rápidamente: 100, 120, 150, 200... Por ahora todo
marcha normalmente, no siento vibración alguna. Así y todo, lanzo
una rápida ojeada a las alas. No, no se nota que tremolen. Pero el
silbido del viento frontal se convierte en sonoro bordoneo que
parece el sonido de una gigantesca cuerda bien tensada. La velocidad
es de 220 kilómetros por hora. Las alas del planeador empiezan a
trepidar ligeramente. No me da tiempo de percibir nada más. Debido a
la vibración de alta frecuencia que aumenta con celeridad, parece
que el planeador va a reventar. Las alas se desprenden
estrepitosamente, y una terrible fuerza, tras romper los tirantes
que me sujetan al asiento, me lanza al aire. Logro mantener la
serenidad. Empuño la anilla del paracaídas y pienso que no debo
abrir la cúpula en seguida, pues puede engancharse en los restos del
planeador. Venzo el deseo de tirar inmediatamente de la anilla y
sostengo la caída. Y cuando el paracaídas se abre, y la rápida caída
cesa, el corazón se me inunda de alegría: "¡Estoy salvado!" El mar,
el sol y la tierra me parecen maravillosos, de inimitable belleza.
Aterrizo al lado de los restos del aparato
destrozado, me desengancho los atalajes del paracaídas y recojo la
cúpula, como las instrucciones mandan. Luego me siento en una piedra
calentada por el sol, saco un cigarrillo y lo enciendo. Es muy
agradable sentir que, al fin, pisa uno tierra firme. Pero el vuelo
de ensayo, aunque ha terminado, viéndome obligado a saltar con el
paracaídas, me deja una sensación de triunfo que antes no había
sentido. Y eso hace sonar en mi alma ciertas fibras, despierta
alegría y gran satisfacción moral. En este preciso momento, sentado
entre los restos del planeador, como un marino después de un
naufragio, pienso por primera vez en la profesión de piloto probador
como algo deseado y absolutamente necesario para mí.
Días después de la prueba del planeador Rot
Front-1 llega un telegrama a la Escuela. Nos llaman urgentemente de
Moscú a Mijáil Románov y a mí. Me despido con tristeza de los
camaradas y de la escuela que me ha hecho aviador. Siento hasta la
fecha por Koktebel y el cielo de Crimea el cariño que se profesa a
la casa paterna, al recuerdo de la pasada juventud.
EN UNA TORTUGA VOLANTE
Durante la Gran Guerra Patria me llaman a filas y
me envían a una unidad especial, en la que se prueban nuevos
aparatos para las tropas de desembarco aéreo. La unidad está situada
en un aeródromo de los alrededores de Moscú, en la zona protegida
por la poderosa defensa antiaérea de la capital. Se observan
rigurosamente las reglas del enmascaramiento. Los hangares y las
dependencias de servicio están disimulados, pintados a manchones y
franjas, como si hubieran cambiado de forma y tamaño. Para que el
personal se refugie durante los bombardeos enemigos, junto a los
lugares de aparcamiento y las casas hay profundas trincheras y
blindajes.
En esta nueva unidad hay muchos pilotos conocidos
de planeadores, entre ellos, los famosos campeones Pável Savtsov,
Víctor Ilchenko, Grigori Malinovski, Vsévolod y Mijaíl Románov,
Pável Ereméíev y Víctor Vygónov. Efectúan las pruebas de planeadores
de desembarco.
En nuestro aeródromo, la vida lleva un ritmo
impetuoso. Las alarmas aéreas y los vuelos de combate a la
retaguardia del enemigo interrumpen el trabajo de los probadores.
Los acontecimientos: unos terribles, otros trágicos, otros
inverosímiles y otros casi fantásticos, se van sucediendo. -Recuerdo
muy bien uno de esos sucesos "fantásticos".
Estamos a principios del invierno. La nieve aún
no ha cubierto el suelo, que, congelado por el frío, hace que las
pisadas resuenen sonoras. Estamos en la línea de salida, mirando
cómo despega un cuatrimotor de bombardeo que emprende un vuelo de
prueba. Bajo su fuselaje cuelga una camioneta.
Tras breve carrera, el avión despega sin
esfuerzo, y entonces veo en el eje de su rueda izquierda... ¡a una
persona! Va sin gorro, aferradas las manos a la pata del tren. La
corriente frontal de aire le quiere arrancar el capote, cuyos
faldones se bambolean y agitan como las alas de un ave fantástica.
Deduzco al pronto que es una alucinación mía. ¡Más no! Cuantos están
en la línea de salida miran, mudos de estupor al extraño aviador.
Un enviado corre a escape al puesto de mando para
advertir por radio al piloto que lleva a un pasajero inopinado. El
avión se pierde de vista, y nos ponemos a indagar quién será el
atrevido. Resulta que ha sido el ingeniero Liev Salkó, que dirige
las pruebas. Es joven especialista, muy capaz, enamorado de su
profesión, pero muy fogoso, se deja llevar por la pasión y toma
determinaciones precipitadas. No comprendemos qué le habrá movido a
elevarse de tal guisa.
Quince minutos después el avión torna y aterriza
en seguida. Advertido, el piloto cesa las pruebas y conduce el
aparato a tierra con cuidado para que la toma sea suave, sin golpes.
Mas sus cuidados huelgan. Bajo el avión, junto a la rueda, no hay
nadie.
- Con un frío como el que hace, no aguanta uno ni
cinco minutos -dice alguien. Y, exhalando un sentido suspiro,
agrega- : ¡Qué buen muchacho era nuestro Liev!
En eso, el avión rueda hacia el lugar de salida,
se detiene, y de la cabina de la camioneta colgante del aparato se
apea... Salkó, ¡pero con qué aspecto! Apenas se tiene en pie,
demacrado el pálido semblante, hundidos los ojos, deshilachados por
el viento los bajos del capote. ¿Qué ha ocurrido?
Cuando el avión con la camioneta colgada debajo
del fuselaje debía rodar ya hacia el lugar de salida, Saló decidió
convencerse definitivamente de la resistencia de la suspensión. Los
motores del aparato estaban funcionando, y el ingeniero, tapándose
la cara contra los remolinos de viento, se subió al eje de la rueda
izquierda.
El avión rodó hacia la salida, y el ingeniero
siguió de pie sobre el eje de la rueda. El que daba la salida no vio
a nadie debajo del avión, hizo al piloto la señal de despegue, y
éste, sin detenerse, emprendió el vuelo. Cuando Salkó comprendió lo
que pasaba, era ya tarde.
Atónito de miedo, el ingeniero miró al suelo, que
se alejaba de sus pies. El gélido viento le calaba hasta los huesos;
las manos se le quedaron yertas. Unos minutos más, y... Pero en ese
instante Salkó se acordó de la camioneta colgada bajo el fuselaje.
¡Allí estaba su salvación! Calculó la distancia, y se determinó a
pasar a la cabina de la camioneta. Era muy difícil y arriesgado.
Pero no tenía otra alternativa: perdía las fuerzas por instantes.
El ingeniero aflojó las manos; la corriente de
aire lo arrancó del eje, pero él logró asirse del borde de la
cabina, y, momentos después, estaba sentado en el puesto del chófer.
Exhaló un suspiro y se secó el sudor de la frente.
¡Estaba salvado!
Mas el pánico volvió a hacer presa en él cuando
se acordó que, antes del vuelo, había dicho al piloto, al darle
instrucciones:
- ¡Si la camioneta origina alguna vibración en el
aeroplano, oprime inmediatamente el botón del lanzamiento de
emergencia, ¡No te arriesgues! ¡Que caiga la camioneta al suelo y la
lleve el diablo!
Sentado en la cabina del chófer, Salkó se
imaginaba claramente cómo ocurriría todo eso. La mano del piloto
avanzaría hacia el botón del lanzamiento de emergencia, y la
camioneta, obedeciendo a las leyes de la Física, caería al suelo,
describiendo una curva, igual que la de una bomba al caer.
Probablemente, con la única diferencia de que la camioneta daría
vueltas en el aire, Y él, Liev Salkó, o saldría despedido de la
cabina y caería al lado de la camioneta, o no sería proyectado de
ella hasta el mismo suelo. Y allí...
El ingeniero estuvo viendo e1 cuadro de su propia
muerte hasta que aterrizó el avión.
Todos nosotros felicitamos efusivamente a nuestro
camarada por su milagrosa salvación. El jefe de la unidad también lo
felicita, y luego le pone tres días de arresto por haber infringido
las instrucciones para ejecutar las pruebas.
EN BARRENA PLANA
Por regla general, nuestra labor como probadores
se limita a cuestiones del empleo de diversos aparatos en
condiciones de combate. Pero a veces hemos de comprobar en el aire
sus cualidades aerodinámicas.
Pasado un poco tiempo, se eleva en un planeador
el piloto probador Adam Dóbajov. Luego que cumple la tarea, viene a
aterrizar. Para ello, el piloto de planeador siempre procura tener
reserva de altura. Pues si yerra el cálculo o hay viento frontal
demasiado violento, el planeador no puede, como el avión, corregirlo
con el motor. En cambio, el exceso de altura se puede perder
oportunamente soltando los frenos de velocidad o resbalando sobre el
ala.
Cuando Dóbajov quiere utilizar los frenos de
velocidad, falla el mecanismo que los suelta. El piloto inclina el
planeador a la derecha y empieza a resbalar sobre el ala. De súbito
el aparato se siente lanzado sobre el plano izquierdo y entra en
barrena izquierda. Dóbajov no se desconcierta y pone
instantáneamente los timones en posición de salida de la barrena. El
planeador obedece y pasa al vuelo horizontal a ras del suelo. Debido
a la escasa altura, aterriza en medio de la línea de salida.
Por este tiempo tengo ya experiencia de probador
de planeadores para determinar su estabilidad y cómo salen de la
barrena. Me toca en suerte probar también un planeador de
desembarco. Designan al comandante Avdéiev ingeniero dirigente de
las pruebas. Canoso, pero apuesto como un joven, conoce
excelentemente su materia.
El tipo de planeador que hemos de probar está
adoptado ya por las fuerzas armadas. Con aparatos como éstos se han
cumplido ya airosamente tareas combativas, y en ninguna unidad se ha
oído que, al resbalar sobre el ala, entren arbitrariamente en
barrena.
... Remolcado por un avión, me elevo a dos mil
metros de altura y empiezo a cumplir la tarea. El planeador obedece
estupendamente a los mandos. Le doy inclinación derecha, resbalo
sobre el ala un instante, otro, y ya está... el planeador, sin que
yo lo motive, se echa sobre el ala izquierda y entra en barrena. No
obstante, sigue obediente a los mandos y sale en seguida de ella.
Aún estoy a bastante altura y puedo seguir
ensayando. Ahora resbalo sobre el ala izquierda. El planeador se
vuelve sobre el ala derecha y entra de nuevo en barrena, de la que
salgo con la misma facilidad. Luego asciendo varias veces más, y el
resbalamiento sobre el ala siempre termina en una barrena.
La siguiente etapa debe poner en claro cómo sale
el planeador de la barrena. Para eso hay que dar dos o tres espiras.
.. .Fijan las pruebas para el mediodía,
inmediatamente después del almuerzo. Es el mejor tiempo para los
vuelos sin motor. De la tierra, calentada por el sol, elévense
corrientes de aire y crean condiciones propicias para el planeo.
Por la mañana, Avdéiev y yo examinamos
detenidamente el planeador por ver si está todo preparado para los
ensayos. El va a almorzar al comedor con los pilotos y los
mecánicos; yo me quedo en el aeródromo. No tengo ganas de caminar
casi un kilómetro por el calor, máxime habiendo traído varios
bocadillos. Me siento en la hierba y me los como.
Durante la hora del almuerzo, en el aeródromo no
se ve a nadie ni se oye ruido. Los aviones están resguardados en lo
hondo de las caponeras; los planeadores, debajo de los árboles. Tras
comerme mis bocadillos, me encamino hacia mi planeador. Está al
fresco. En la carlinga de los pasajeros hay sacos de arena como
lastre. Las pruebas se han efectuado con carga completa. Me acuesto
encima de los sacos, abro un libro, leo unas páginas y, sin darme
cuenta, me quedo dormido.
Me despiertan unos golpes. Algo así como si
clavasen clavos en el planeador. Salgo de la carlinga y veo a un
soldado que está clavando con gran ahínco, a la cabina del piloto,
el fanal de abandono del planeador en caso de emergencia.
- ¿Qué haces? -le interrogo.
El soldado cesa el martilleo. Es un muchacho muy
joven. Tiene la cara redonda y sonrosada; y los ojos, muy azules e
ingenuos.
- Me han mandado que sujete bien esta caperuza.
El piloto se queja de que sopla mucho por la rendija - responde.
- ¡¿Acaso se hace así?! -digo yo, enojado.
- No tenga miedo de que lo estropee -dice el
muchacho, esbozando una amplia sonrisa-. Entiendo el oficio. Mi
padre es carpintero y yo también. Ves los clavos son largos, pero
finos No resquebrajarán la madera; y la caperuza no sólo el viento
rola podrá mover, sino que ni con un hacha la quitas.
- ¿Sabes para qué sirve esta caperuza?
- ¡No! Aún no he estudiado los aparatos. Me han
enviado ayer nada más al aeródromo a trabajar de carpintero.
El mozo me dirige una mirada tan clara y
candorosa, que dejo de enojarme.
- Esto se llama fanal, y no caperuza -le
explico-, y si el planeador sufre algún accidente, el piloto puede
salvarse únicamente arrojando el fanal y saltando con el paracaídas.
- De manera que estoy preparando para usted algo
así como una trampa, como si clavara la tapa de un ataúd -dice el
soldado, poniéndose blanco por la emoción, y saca, temblándole las
manos, los clavos ya hincados.
El mozo resulta que no es tan tonto como me lo
había imaginado en un principio. A pesar de todo, no me quedo
tranquilo hasta que lo alejo del planeador. Luego vuelvo a comprobar
si ha sacado todos los clavos y si el fanal se puede arrojar con
facilidad.
...Tomamos altura, describiendo círculos. El
avión remolcador, un bimotor de bombardeo, va algo más bajo que yo,
y veo bien, tras su plano de deriva, al
ametrallador-radio-telegrafista, que observa atentamente el aire:
atisba el hemisferio aéreo a nuestras espaldas. Yo también atisbo
atentamente el cielo. El frente no está lejos, y pueden aparecer
cazas fascistas. No sólo nosotros observamos el cielo. Dos parejas
de yaks patrullan por encima de nosotros, prestos a repeler al
enemigo.
Alcanzamos la altura necesaria. Suelto el cable,
conecto los aparatos registradores y hago un profundo resbalamiento
sobre el ala derecha. El planeador sigue portándose como antes y, al
cabo de unos instantes, entra en barrena izquierda. Según la tarea,
debo dar dos o tres espiras. Pero, girando en torno al eje de
alabeo, el planeador alza la proa por encima del horizonte. Señal de
barrena plana. Un avión o un planeador no siempre puede salir de
ella.
"No vale la pena arriesgarse" -pienso, y pongo
los timones en posición de salida de la barrena.
No surten efecto alguno. El planeador sigue
girando más y más rápido. Lo intento otra vez. De nuevo sin
resultado.
Abstraído por el pugilato con la barrena, olvido
la tierra, hacia la que el planeador cae vertiginoso, dando vueltas.
Y cuando me doy cuenta... la tierra, inmensa y dura, está ya
fatalmente cerca. Distingo hasta los detalles más pequeños. En la
linde del bosque hay un roble. No sólo veo su copa chamuscada por un
rayo, sino las ramas por separado.
No se puede esperar más. Un segundo de tardanza
puede costarme la vida. Arrojo el fanal, suelto los tirantes de
sujeción, salto de la cabina y tiro en el acto de la anilla. Siento
el tirón del paracaídas al abrirse; un instante después percibo un
golpe y me veo de pie en medio de un campo de coles.
Me entran ganas de fumar. Meto la mano en el
bolsillo, en busca de los cigarrillos, mas... por lo visto, se me ha
caído la pitillera al saltar. Recojo el paracaídas y me pongo en
camino a buscar los restos del planeador. Debe haber caído cerca.
Cruzo el bosquecillo, y en el borde de nuestro
campo de aviación veo los restos del planeador. Al lado está una
ambulancia y un camión de bomberos. Mis camaradas levantan con
cuidado las astillas, como si buscaran algo. El primero en verme es
Avdéiev. Se abalanza a mi encuentro, me da un fuerte abrazo y me
besa.
- ¡Estás vivo, amigazo! -dice, y empieza a
explicarme algo.
- Aguarda, dame primero de fumar -le pido.
Me ofrecen cigarrillos. Enciendo uno y doy varias
chupadas con ansia. Resulta que desde el lugar de salida no se han
dado cuenta de cómo he saltado del planeador, y los árboles han
impedido ver el paracaídas, pues se ha abierto muy bajo. Todos han
creído que he perecido y buscan mi cadáver bajo los restos del
planeador.
"¡Pues podía haber sucedido así precisamente!
-pienso-. Si no me llego a dormir, por una feliz casualidad, en el
planeador, el diligente soldadito hubiera clavado el fanal".
De pronto me imagino claramente, hasta con los
pormenores más pequeños, mi situación en el planeador que ha perdido
la dirección y se precipita a tierra.
Me da mucho más miedo de pensarlo que el que me
ha dado en el aire. Pues allí no he tenido tiempo para emociones. Y
ahora siento que la boca se me seca. El cuerpo se me cubre de sudor.
- ¿Has visto un fantasma, o qué? -me interroga
Avdéiev.
- Casi -le respondo-. Dame otro pitillo.
…La caída del
planeador no es motivo para que cesen las pruebas. Por lo visto, la
barrena ha comenzado a insuficiente altura. No se ha obtenido un
cuadro completo ni claro del comportamiento del planeador; el mando
ha decidido que se repita el ensayo.
Tengo gran fe en el paracaídas. Pero en esta
ocasión, el salto forzoso y las circunstancias que lo han precedido
me han afectado mucho los nervios. Me vienen a la imaginación
tonterías de todo género. Pienso en diversas casualidades que puedan
impedirme utilizar el paracaídas. Son miles y, claro, es imposible
preverlas todas de antemano. Pues, por ejemplo, teniendo incluso la
fantasía más alada, no se puede suponer que alguien clave el fanal a
la cabina del piloto.
Oculto cuidadosamente mis emociones a los
circundantes. Pero la espera del vuelo es atormentadora. Y como
hecho a propósito, el vuelo se retrasa de un día para otro, debido
al tiempo. Un ciclón, originado junto a los acantilados de
Escandinavia, ha traído nubes bajas, que penden inmóviles sobre el
aeródromo. Debido a la constante tensión nerviosa, he perdido el
sueño y el apetito.
Por fin escampa, y me elevo con una sensación de
profundo alivio. Recupero la tranquilidad y la fe en mis fuerzas:
ésa es la cualidad más imprescindible que necesita todo probador.
Ahora concentro los pensamientos y la voluntad en ejecutar las
pruebas lo mejor que pueda. La altura es suficiente.
... Resbalamiento sobre el ala, barrena, y de
nuevo el planeador, al girar, alza la proa por encima del horizonte.
Doy tres espiras y pongo los mandos en posición de salida de la
barrena. El planeador no obedece; sigue dando vueltas. Más yo
aguardo pacientemente. No me excito, solo percibo con cierta agudeza
peculiar cuanto ocurre. Los nervios, los músculos y los pensamientos
están fundidos en un todo único. Al propio tiempo observo atento los
aparatos y la tierra, que se aproxima. La altura disminuye
rápidamente.
De súbito, el carácter de la barrena cambia. El
planeador baja la proa, acelera el movimiento giratorio y luego lo
cesa de golpe. Al fin obtengo el resultado tan esperado de las
pruebas: el planeador obedece a los timones y sale de la barrena con
gran retraso. Viro y planeo hacia el aeródromo.
Los días siguientes vuelvo a ejecutar la barrena
en un planeador de desembarco. Y el aparato, aunque con gran
retraso, sale de ella, a pesar de todo. Logramos averiguar la causa
por la que el planeador entra en barrena al resbalar sobre el ala.
Es un defecto de producción, no del diseño. Sencillamente, en la
fábrica han empezado a hacer algunas piezas de material más pesado.
Debido a eso, el aparato se descentra, y sus cualidades
aerodinámicas se alteran.
Las pruebas del planeador de desembarco terminan
felizmente. Más, a partir de este momento, antes de despegar en un
nuevo avión o planeador experimental, siempre compruebo
personalmente si el fanal se arroja con facilidad de la cabina.
UN VUELO A REMOLQUE CON CABLE CORTO
Alternamos nuestra labor de probadores con vuelos
de combate a la retaguardia del enemigo. Un vuelo de éstos lo
recuerdo muy bien. Ocurre en abril de 1943 en el frente de
Bielorrusia. Para cumplir la tarea, vuelo en un planeador de
desembarco a un aeródromo que está a unos sesenta kilómetros de las
avanzadillas. Se siente la proximidad de la primavera. El viento del
Sur sopla a ráfagas, riza la superficie dé los charcos y trae bajas
nubes grises.
Recelo que, debido al mal tiempo, se suspenderá
el vuelo; pero después del mediodía el viento cambia. Sale el sol.
Hiela ligeramente. Las muchachas de la defensa antiaérea ajetrean
diligentes junto a sus piezas de artillería, que alzan temibles al
cielo sus largos cañones, pintados de blanco para disimularlos.
Rugen los motores; y los aviones de asalto, salpicando el agua de
los charcos, avanzan por la pista de despegue. Se reúnen encima del
aeródromo, forman en cuña y vuelan hacia el frente. Empieza la labor
combativa de la aviación.
Cuando el sol se pone, y en el cielo se encienden
las primeras estrellas, aún débiles, empezamos a prepararnos para el
vuelo. Hemos de llevar a un grupo de desembarco a la pequeña ciudad
de Begoml, ocupada por guerrilleros. Begoml es el centro de una zona
de guerrillas en la profunda retaguardia de las tropas alemanas. El
capitán Nikoláiev, jefe del grupo de desembarco, trae a sus hombres.
Anchos de espaldas, altos, como si los hubieran seleccionado,
armados con metralletas, cuchillos de monte y bombas de mano, ocupan
de prisa, sin ajetreo, los sitios en la cabina. Yo me siento al
volante. El cable se tensa. El planeador se estremece y arranca.
Poco después nos aproximamos a la línea del
frente. Desde la altura de tres mil metros se ven bien los fogonazos
de las salvas de artillería y la insegura luz verde de las bengalas.
Los fascistas nos han descubierto. Desde tierra, como gargantillas
encarnadas que quisieran adelantarse unas a otras, vuelan al cielo
ráfagas de proyectiles antiaéreos. Las llamaradas rojas de los
estallidos nos interceptan el paso. Para evitar impactos, el avión
remolcador maniobra. Yo repito sus movimientos. Salimos felizmente
de la zona batida y nos sumimos en las tinieblas. No se ve una sola
luz, ni un punto luminoso siquiera, ni en el cielo ni en la tierra.
Sólo yo veo salir delante de mí, y algo más bajo, de los tubos de
escape de los motores del avión remolcador, las lengüetas azules de
unas llamas. Nos delatan. Pueden verlas los pilotos fascistas de los
cazas nocturnos. Para ellos es un plato de gusto atacar a un avión
que remolque un planeador de desembarco.
El tiempo se hace muy largo en un vuelo nocturno
sobre territorio ocupado por el enemigo. Miro ya impaciente el
reloj, cuando veo, al fin, la señal de los guerrilleros: cinco
hogueras en forma de sobre. Nos están esperando. Respondemos, y en
tierra se encienden las hogueras de iluminación del campo de
aterrizaje. Me desengancho y desciendo a tomar tierra.
Tras breve recorrido, el planeador se detiene.
Salgo de la cabina y me veo en el acto envuelto entre fuertes
abrazos de guerrilleros. Son combatientes de la brigada de
Zhelezniak. Se me acerca un alto y barbudo guerrillero condecorado.
- Camarada instructor, ¿no me reconoce? -
interroga.
No reconozco en seguida a Kostia Sidiakin porque
la espesa y crecida barba lo desfigura. Antes de la guerra Kostia
aprendía a volar en planeador y se aficionó simultáneamente al
deporte de los paracaidistas. Nos abrazamos.
- Está muy bien que haya venido precisamente
usted -dice Kostia-, aquí sólo nos puede ayudar un experto piloto de
planeador.
Resulta que en el destacamento hay dos jefes de
guerrilleros gravemente heridos, y deben ser trasladados
urgentemente a un hospital. Pero en este pequeño aeródromo, por
añadidura lleno de hoyos abiertos por las bombas, no puede aterrizar
un avión de transporte.
- El avión que lo ha remolcado podría aterrizar
aquí -dice Kostia- y me mira expectativo-. Si usted diese su
conformidad…
Como es natural, comprendo en seguida que me pide
que lleve a los heridos en el planeador. Pero es dificilísimo. Por
lo común, los planeadores de desembarco quedan donde los
guerrilleros, pues el despegue a remolque desde este aeródromo se
considera imposible.
- Bueno -respondo-, vamos a ver el campo.
El examen del campo no es nada consolador. Está
claro que el despegue a remolque desde aquí es sumamente arriesgado.
Hablando con propiedad, lo comprende también Kostia Sidiakin, pues
él mismo es un buen piloto de planeador. Vamos del aeródromo a la
tienda de campaña del jefe, y veo a los heridos. Yacen, uno al lado
del otro, sobre un lecho de ramas de abeto cubiertas con un trozo de
lona.
- Uno tiene un pulmón atravesado; el otro, una
gangrena gaseosa -me dice Kostia, susurrando-. Si mañana por la
noche no los hospitalizan, morirán.
Los heridos, por lo visto, están enterados de mi
llegada. Sus ojos inflamados me miran tan esperanzados que me decido
y digo a Kostia:
- Vamos a probar. No despegaré con el cable
ordinario de ciento veinte metros de longitud, sino con uno corto,
de diez metros.
Nos ponemos en comunicación por radio con el
mando. Recibimos el permiso, y ruego que envíen de piloto al
suboficial Zhéliutov. Estupendo aviador, tiene gran experiencia de
remolcar planeadores. Vuelvo a examinar el aeródromo antes de que
llegue el avión, determino la dirección del despegue y me acuesto a
dormir.
El avión remolcador llega exactamente a la hora
fijada. Zhéliutov rueda hacia el lugar de salida y, sin parar los
motores sale de la cabina. Le cuento al punto, sin pérdida de
tiempo, las condiciones del despegue y le enseño el aeródromo. Luego
ponemos el planeador detrás del aeroplano, sujetamos el cable y
esperamos impacientes que traigan a los heridos. Deberían
apresurarse, pues pueden aparecer bombarderos fascistas, ya que, con
nuestro vuelo, los guerrilleros se han delatado algo.
Terminan por traer a los heridos, y los
instalamos cuidadosamente en la carlinga. Me quito el paracaídas y
se lo doy a Kostia Sidiakin. Los heridos han de saber que el piloto
no los abandonará en un trance apurado, que correrá hasta el fin la
misma suerte que ellos. Luego ocupo mi puesto y empuño el volante.
Jamás olvidaré el cuadro de este despegue
nocturno desde el aeródromo de los guerrilleros. Veo delante de mí
los empenajes del avión remolcador... A la rojiza luz de las
hogueras, que marcan la salida, sus hélices parecen, al girar, dos
grandes discos bermejos. Junto al ala izquierda del planeador están
Kostia Sidiakin y varios jefes guerrilleros. Tienen pintada en los
semblantes la ansiedad de la espera. Tras ellos, las oscuras
siluetas de los combatientes, apenas alumbrados por las hogueras.
"Parece, ni más ni menos, un cuadro de una
película de aventuras" -me cruza por la imaginación. Zhéliutov da
gases a fondo, y yo ya no pienso en nada más que en el despegue.
Puede ser afortunado sólo en el caso de que alcancemos suficiente
velocidad antes de que se acabe la corta franja de despegue. Sus
límites son los hoyos hechos por las bombas.
Sigo atento tras el remolcador. Dijérase que
avanza demasiado lento. Me figuro la distancia que nos queda por
recorrer. Disminuye más de prisa que la velocidad aumenta. Se
termina el aeródromo. Zhéliutov en su aparato, y yo en el planeador,
nos desprendemos simultáneamente del suelo. Veo cómo su aeroplano
queda una fracción de segundo colgado en el aire, presto a
desplomarse; pero luego, como si cambiase de parecer, empieza a
tomar altura. El despegue ha transcurrido felizmente. Suspiro
aliviado y siento que corre por la cara, desde el casco, frías gotas
de sudor.
Pilotar un planeador en vuelo nocturno, remolcado
con cable corto, es bastante difícil. Más, antes de la guerra,
trabajando en el Aeroclub Central, he logrado adquirir suficiente
experiencia de vuelos semejantes. Entonces, remolcado con cable
corto, volaba entre nubes; y ahora me siento muy seguro al volante.
Pero eso aún no da garantía de que estén a salvo los guerrilleros
heridos. Pueden impedírnoslo los cazas enemigos o el fuego de los
cañones antiaéreos al cruzar la línea del frente. Pues un avión con
un planeador, atados tan cerca el uno del otro, tienen muy poca
capacidad de maniobra y, por tanto, son muy vulnerables. Pueden
ocurrir otras cien casualidades.
"¿Y si de pronto se rompe el cable?" -pienso.
Eso le pasó a nuestro piloto de planeador
Aniskin, que llevaba explosivos a los guerrilleros. Aterrizó
felizmente cerca de una aldea. Aprovechando la oscuridad, se acercó
sin ser visto a la isba extrema y se enteró de que en la aldea
estaban los fascistas. Entonces volvió a su planeador, le hizo
estallar con toda su carga y se marchó con los guerrilleros. Pero
Aniskin llevaba explosivos, y yo llevo a bordo a dos heridos graves.
Con ellos no podré llegar donde los guerrilleros.
Afortunadamente, todo termina bien. No topamos
con cazas fascistas y cruzamos la línea del frente sin que nos vean.
La dificultad surge de súbito, cuando estamos ya sobre nuestro
territorio, cerca de Stáraya Toropa. Aquí no nos espera nadie. No
han preparado el alumbrado de aterrizaje. Por suerte, la noche es de
luna. Encontramos el aeródromo y aterrizamos sin novedad. Resulta
que la aviación enemiga lo acaba de bombardear:
Instalamos a los guerrilleros heridos en una
ambulancia y los llevan al hospital, directamente a la cama de
operaciones. Por este vuelo nos condecoran al piloto Zhéliutov y a
mí.
SUFRO UNA CATÁSTROFE
Acaba victoriosamente la Gran Guerra Patria, y
todos nosotros caminamos, llenos de alegría, por el aeródromo,
congratulándonos de la ansiada paz. Uno, no recuerdo ahora quién,
dice:
- Pues para nosotros, los pilotos probadores, la
guerra sigue.
Tiene en cuenta la guerra contra los elementos,
por el progreso de la aviación, por la seguridad de los vuelos. Y en
esta guerra también hay heridos y muertos, pérdidas irreparables.
...Estamos a 17 de mayo de 1945. Acabo un
complicado vuelo de prueba, ruedo hacia el lugar de aparcamiento y
encuentro aquí a un amigo mío, al piloto probador Valentín Jápov,
que ha llegado en avión de Berlín. Nos abrazamos y, no bien nos
disponemos a ir al comedor a almorzar, el ingeniero se acerca donde
nosotros y me transmite la orden del mando de que haga otro vuelo
más para comprobar la resistencia mecánica de un caza fabricado en
serie que han enviado de la fábrica.
Tomo el paracaídas y digo a Jápov:
- Espérame en el comedor. Estaré aquí dentro de
unos treinta o cuarenta minutos.
- Está bien -responde-. He traído para ti una
botella de buen vino, de antes de la guerra.
... La manecilla del altímetro indica seis mil
metros. La altura es suficiente para realizar la prueba.
Propiamente, no es siquiera una prueba, sino sólo comprobar lo que
ya se sabe. La fábrica produce a millares cazas como éste. Nuestros
pilotos han combatido en ellos con éxito. No obstante, en el proceso
de su empleo han surgido algunas dudas con relación a la resistencia
mecánica de su estructura, y yo repito ahora la prueba a que ha sido
sometido multitud de veces, en las condiciones más severas, el
primer aparato de este tipo.
No espero complicaciones algunas y pongo
tranquilamente el aparato en picado. Alcanzada la velocidad precisa,
tiro suavemente de la palanca. El cuerpo experimenta una pesadez
habitual, noto como si me oprimieran contra el asiento y, de súbito,
el plano izquierdo se desprende del fuselaje con espantoso
chasquido. El aeroplano parece quedar un instante suspendido en el
aire, y luego se desploma en una caída desordenada.
En semejantes circunstancias no hay más que una
salida: utilizar el paracaídas. Levanto la mano para abrir el fanal,
pero me siento lanzado violentamente a un lado y recibo un golpe
contra la pared de la cabina. Se me nubla la vista. Casi pierdo el
conocimiento. Eso dura unos segundos, y vuelvo a percibir claramente
lo que pasa. Sobre la cabina ya no está el fanal. El avión cae,
emitiendo silbidos y aullidos, y me zarandea implacable. Ese
zarandeo me impide saltar. Afortunadamente, el avión da una vuelta
de campana, y yo me veo en el aire.
"Debo alejarme de los restos del aparato"
-pienso. Aguardo a abrir el paracaídas, y el avión pasa por mi lado
como una centella oscura. Quiero asir la anilla, pero... no está.
Hago varias tentativas más de dar con la salvadora anilla, ¡mas en
vano!
Menos mal que tengo gran experiencia de saltar
con paracaídas. Sin perder tiempo, tomo el tubo flexible por cuyo
interior pasa el cable de unión de la anilla con el broche del
paracaídas. Voy subiendo la mano por el tubo y siento en la palma el
metal de la anilla. Tiro de ella y oigo cómo susurra la seda del
paracaídas al salir de su bolsa. Luego siento el acostumbrado tirón,
y la vertiginosa caída se convierte en suave descenso.
Ahora debo mirar en derredor. Veo mal la tierra,
noto algo raro. Pero no tengo tiempo para indagar la causa. El
fuerte viento me lleva con celeridad por encima de la tierra.
Delante se ve una pequeña aldea. Con un viento como éste, el golpe
contra el suelo promete ser violento. Quiero volverme de cara a la
dirección del movimiento, pero el brazo izquierdo no me obedece. Me
cuelga como un vergajo, como si no fuera mío. Me siento impotente
para hacer algo. Mas, a pesar de todo, la fortuna termina por
sonreírme en este vuelo. En la dirección de mi avance se interpone
un pequeño estanque. A él voy a caer, asustando a las ranas y
salvándome de las inevitables magulladuras.
El estanque no es hondo. El agua apenas me llega
al pecho. Me quito el paracaídas, salgo del agua y me dejo caer,
exhausto, al suelo.
"Ahora estoy salvado" -pienso, y con este
pensamiento me invade una debilidad insuperable. Tras la inmensa
tensión nerviosa y física en la lucha por la vida, llega la
reacción. Me dan escalofríos, me castañetean los dientes y me
tiembla todo el cuerpo. El brazo izquierdo empieza a dolerme mucho.
Lo toco cuidadosamente y pienso que lo tengo fracturado, sin duda
alguna. Al fin caigo en la cuenta del porqué veo tan mal y me es tan
incómodo mirar: Percibo los objetos sólo con el ojo derecho. Me toco
con la mano la mitad izquierda de la cara y me horrorizo-, me ha
dado la sensación de tocar carne viva, que sale como un trozo
informe por debajo del casco.
"Hace falta un médico" -pienso y miro en
derredor. Pero en torno de mí veo el bosque y ninguna aldea. Me
siguen dando escalofríos y mareos.
A pesar de todo, la aldea debe estar cerca... Me
pongo en pie a duras penas. En ese instante, desde detrás de unos
arbustos, sale a caballo un koljosiano barbudo y se detiene a mi
lado.
- Gracias a Dios que estás vivo -dice-. He visto
cómo se ha roto tu aeroplano -luego me mira atentamente y se asusta
de algo-: Hala, monta en el caballo. Al otro lado del bosque hay una
batería de antiaéreos; tienen médico. Es cerca, a cuatro pasos de
aquí.
No puedo ni montar ni cabalgar en el caballo: me
duele mucho el brazo. Sujetándomelo, echo a andar por la senda,
detrás del koljosiano. El trayecto me parece interminable. La
cabeza, magullada, diríase que se me parte en dos; me zumban los
oídos.
Pero lo que más me atormenta es el brazo. Cada
paso que doy, me repercute en él con agudo dolor.
Llegamos por fin. En la linde del bosque, al
resguardo de los árboles, ocúltanse unas chabolas y, más adelante,
en un lugar despejado, están las piezas de artillería. Una muchacha
artillera me mira con los ojos muy abiertos y dice consternada:
— ¡Cómo ha quedado el
buen mozo!
Me encamino a una de las chabolas a telefonear a
mi aeródromo.
EL RETORNO
... Estoy en cama en una clara y cómoda sala del
hospital de aviación. Al otro lado de la ventana azulea el cielo
primaveral. Sobre su fondo, las ramas desnudas de los árboles
parecen dibujadas con tinta china. Las miro y no dejo de pensar en
la desgracia irreparable que me ha ocurrido.
Recuerdo las palabras del profesor, al terminar
de reconocerme:
- Este joven tiene fracturado el brazo y muy
lesionado el ojo. Lo del brazo no es nada, se soldará. Pero lo del
ojo es peor.
El profesor me trató el ojo mucho tiempo, con
tesón. Hace todo lo que está en sus manos, pero no me lo puede
salvar.
Y tienen que enucleármelo.
Me vuelvo de espaldas a la ventana y me digo con
amargura:
- Está visto que terminaste de volar, hermano
Serguéi. Luego cierro el ojo; si, mi único ojo ahora.
A mi pregunta si volaré, el profesor responde
sinceramente: "No creo. Con un ojo, el piloto no puede determinar
bien la distancia que lo separa del suelo al aterrizar. Pierde la
llamada visión de profundidad".
Uno tras otro, me acuden a la memoria cuadros del
pasado. Cuando se escribe de algún aviador, suele decirse que soñaba
con ser piloto desde la infancia. A mí me ha pasado eso, de verdad:
La aviación me atraía desde la edad escolar. Soñaba con volar. La
profesión de aviador me parecía llena de romanticismo y heroísmo, la
mejor de la Tierra. Y puse todo mi empeño en realizar mi sueño.
A principios de los años treinta, trabajando de
chófer en un autobús, estudiaba por las tardes en la Escuela de
Vuelos sin Motor de Moscú, y construía con mis camaradas un
planeador. Luego me remonté en él por los aires, volé y salté con
paracaídas.
Y me salí con la mía: obtuve el título de maestro
benemérito de vuelos sin motor y saltos con paracaídas y me hice
piloto probador. No me desengañé de mis ensueños de la juventud. Y
ahora la profesión de piloto probador también sigue siendo la mejor
de la tierra para mí. Sólo de pensar en que haya de abandonarla, se
me oprime el corazón. ¿Será posible que no vuelva a sentarme nunca
más al volante de un avión, que no experimente el complejo
sentimiento de tensión, espera del peligro e inmensa alegría de
crear?
- ¿Y por qué razón no he de poder volar? Ha
habido ya también pilotos tuertos, y no simplemente pilotos, sino
probadores. El estadounidense Willi Post, por ejemplo, que batió la
marca de velocidad en un vuelo alrededor del mundo. El piloto
probador soviético Borís Turzhanski perdió un ojo en España,
combatiendo voluntario contra el fascismo. Al regresar a la patria,
siguió probando aviones con éxito. Si él pudo, ¿por qué no he de
poder yo? Bien es verdad que entonces las velocidades de vuelo eran
otras. Pero, ¿no vuela en un caza el piloto Alexéi Marésiev, a quien
le faltan los pies? Y eso es mucho más difícil. ¡Sí! ¡He de volar!
... Cuando el brazo fracturado se me suelda, y se
me curan las heridas de la cara, los médicos me envían a Crimea, a
Alupka, para que me reponga. No les puede haber ocurrido nada mejor.
En Crimea he empezado a volar, y he querido con toda el alma, y sigo
queriéndolos, su cielo azul, su tierra seca y pedregosa, calentada
por el tórrido sol, el oscuro verdor de los esbeltos cipreses y el
mar, cálido y acariciador.
El sanatorio me gusta mucho. Es pequeño, claro,
acogedor, y está junto a la misma orilla del mar. Estoy alojado en
una galería abierta. Aquí siempre hace fresco y casi siempre se oye
el rumor de las olas, que se deslizan por la grava de la costa. Eso
es como un sedante para mis nervios. Al raso, me duermo en seguida;
duermo bien, sin ver sueños, y por las mañanas me levanto ágil y
descansado. Empiezo a poner en práctica, desde el primer día, mi
resolución de volver a ser piloto probador. Ante todo, tengo que
recuperar fuerzas y, lo principal, aprender a ver con un ojo igual
que si tuviera los dos.
Para eso me pongo un orden especial del día.
Empiezo haciendo gimnasia. Subo corriendo por un empinado sendero a
una peña que hay en la costa. En la explanada de su cima, que, cual
un planeador, parece estar suspendida encima del mar, hago
ejercicios para fortalecer los músculos de los brazos, los hombros y
el cuerpo. Luego bajo al mar y nado largo rato.
Después del desayuno, hasta la hora de la comida,
me voy a dar un paseo por la montaña para aprender a ver con un ojo
como con dos. No es fácil. Antes no suponía siquiera cuánto
complementa un ojo al otro. Al principio, debido a la falta de
costumbre, simplemente me canso de mirar. Y cuanto ha dicho el
médico acerca de la pérdida de la visión de profundidad, es verdad.
Al subir por la escalera, por ejemplo, y pisar los peldaños, tan
pronto levanto los pies más como menos de lo debido.
Durante los paseos procuro recobrar la visión de
profundidad. Para otros, eso ofrece, probablemente, un aspecto
bastante curioso. Figúrense a una persona adulta que, sudando la
gota gorda, se pasa las horas muertas lanzando a lo alto piedrecitas
y capturándolas. Pues este ejercicio me resulta muy difícil en un
principio. Pruebe usted mismo: cierre un ojo, lance a lo alto
cualquier objeto pequeño y captúrelo. De seguro que marrará cuatro
veces de cada cinco: es difícil determinar bien la distancia hasta
un objeto que cae.
En otro ejercicio me ayudan dos compañeros de
trabajo, pilotos probadores, que están descansando en Crimea: Mijaíl
Baranovski y Alexéi Grínchik. Ponen en el suelo dos palos, uno al
lado del otro, y yo me aparto a unos treinta pasos. Luego adelantan
uno de los palos, y yo debo determinar a ojo cuál ha sido. De manera
semejante averiguan los médicos la visión de profundidad de los
pilotos, poniéndoles delante lápices en vez de palos y, claro es,
más cerca.
Me entreno con tesón todos los días; y,
simplemente, se me queda la costumbre de lanzar a lo alto y capturar
piedrecitas. Los resultados confirman una vez más la vieja verdad de
que con paciencia y porfía se pueden lograr muchas cosas. Recobro la
visión de profundidad. Aprendo a ver con un ojo igual que con dos.
... Ocupo el asiento izquierdo de la cabina de
los pilotos del avión Li-2, listo para emprender el vuelo. Va a ser
mi primer vuelo, después de la herida. No es un simple vuelo. Los
médicos de aviación, antes de darme por apto para el trabajo,
encargan a una comisión especial que compruebe mi adiestramiento
como piloto. En la cabina de los pilotos se reúne todo un
"concilio": Daniil Zósim, jefe de la sección de vuelos; Alexéi
Grínchik, su adjunto, y Víctor Rastorgúiev. Son expertísimos pilotos
probadores y compañeros míos de trabajo. Me han visitado en el
hospital y dado ánimos, pero... la comprobación va a ser de lo más
rigurosa, pues el asunto es serio. El "tribunal" está más excitado
que yo. Comprendo que no están seguros de mis fuerzas y lo sienten
con ^antelación, pues saben lo doloroso que es para un piloto
probador perder la profesión dilecta.
- Qué, ¿empezamos, Serguéi Nikoláievich? -dice el
jefe de la sección de vuelos-. La tarea es: despegue, vuelo en torno
del aeródromo y aterrizaje.
A diferencia de mis camaradas, yo estoy
completamente tranquilo, absolutamente seguro de mis fuerzas. Me
causa inmenso placer sentir de nuevo en las manos el volante del
avión y ver delante la franja gris de la pista de despegue y el
aeródromo, que conozco hasta los detalles más insignificantes.
Experimento una sensación como si, al fin, hubiese regresado, tras
largo rodar por el mundo, a la casa paterna, que pudiere perder para
siempre.
Tiro del volante, pruebo el motor, suelto los
frenos y empiezo la carrera. Despego suavemente, tomo altura y doy
una vuelta en torno al aeródromo. Luego me dirijo a aterrizar. ¡Es
el momento más difícil! Doy el cuarto viraje, planeo, y no noto
dificultad alguna. Aterrizo exactamente al lado de la "T".
- ¡Magnífico! -dice el jefe de la sección de
vuelos-. Otro despegue y otro aterrizaje como éste.
Los miembros del tribunal ponen ya otras caras:
ahora creen también que no vuelo peor que antes.
Han pasado muchos años desde entonces. Sigo
probando en el espacio aviones de nuevos tipos, supersónicos entre
ellos. Jamás me ha fallado la vista. Únicamente, no me olvido un
momento que tengo un solo ojo, y por eso presto particular atención
en los vuelos.
EL PRIMER VUELO
El primer vuelo de un avión experimental de nuevo
tipo supone siempre una tarea muy seria para el probador. Para
resolverla sin complicaciones, se prepara concienzudamente. Primero
prueba el nuevo aparato, rodando por el aeródromo. Luego corre a
gran velocidad por la pista de despegue, desde el lugar de salida,
como si fuera a elevarse, y observa cómo el aparato mantiene la
dirección dada.
Si las dimensiones del aeródromo lo permiten,
hace despegues seguidos de aterrizajes, sin remontarse.
Pero no les gusta a todos los pilotos probar de
esa manera un avión antes del primer vuelo. Pues, para no salirse
del aeródromo, han de reaccionar instantáneamente y con exactitud.
En los segundos que tiene a su disposición, el piloto debe captar el
momento de desprendimiento del suelo, enderezar el aparato y
aterrizar. Eso requiere gran habilidad. Pero, en cambio, el probador
averiguará la velocidad de aterrizaje del nuevo aparato. Y eso es
muy importante para tomar tierra la primera vez. Si, al aproximarse
al suelo, disminuye demasiado la velocidad del aeroplano, la fuerza
de sustentación desaparece, y el aparato cae. Si la velocidad es
excesiva, le faltará aeródromo para el recorrido.
Hablando de las dificultades del primer vuelo de
un avión experimental, quisiera decir algo de mi amigo Gueorgui
Shiyánov, Héroe de la Unión Soviética y piloto probador benemérito,
a quien conozco ya no menos de veinte años.
... Está todo listo para el vuelo de ensayo.
Shiyánov ocupa su lugar en la cabina del caza experimental. Prueba
con movimiento habitual el funcionamiento de los timones, se abrocha
los tirantes del asiento y pone en marcha los motores. Ve delante la
pista gris de despegue, que parece estrecharse hacia su fin. A la
izquierda, en el límite del campo de aviación, está la casita blanca
de la estación meteorológica, junto a la cual pende de un mástil la
"manga", cono de tela que indica la fuerza y dirección del viento.
"El despegue sobrevendrá cuando esté al nivel de
la estación meteorológica —piensa el piloto, calculando a ojo la
distancia-. Luego plegaré el tren, haré el vuelo en torno al campo y
aterrizaré".
Esta prueba, sencilla a primera vista, requiere
del piloto inmensa atención, habilidad y cautela. Responde a las
cuestiones fundamentales: ¿cómo el aparato despega del suelo, se
mantiene en el aire y a qué velocidad aterriza?
Recibido el permiso para despegar, el piloto
frena el aparato, da las revoluciones máximas a los motores y suelta
los frenos. El avión recorre un breve trecho y se remonta
fácilmente.
"¡Todo va bien! Ahora daremos la vuelta al
aeródromo" -se dice Shiyánov y repliega el tren.
De pronto la saeta del velocímetro se estremece,
retrocede y se detiene en la división cero.
¡Ha fallado el indicador de la velocidad! El
piloto golpea maquinalmente en el cristal del indicador, pero la
manecilla sigue inmóvil. La situación se ha hecho en seguida
peligrosa. Aterrizar sin saber la velocidad en un avión experimental
que se ha elevado por primera vez al aire es muy arriesgado.
El probador mueve la palanca de desplegar el
tren, pero en el cuadro de los aparatos de a bordo se encienden sólo
dos lamparitas verdes: señal de que se han desplegado las "patas"
delantera e izquierda nada más.
Shiyánov se imagina un instante cómo su avión
averiado golpeará en el suelo con la rueda izquierda, se inclinará
hacia la derecha y dará la vuelta de campana.
De la emoción, a Shiyánov se le seca la boca y
siente una opresión en el pecho.
"Voy a aterrizar -comunica por radio al
aeródromo-, pido que despejen la pista de aterrizaje".
Y, como siempre, una vez tomada la resolución, el
piloto se tranquiliza en el acto. Ahora no piensa en el inmenso
riesgo que supone el aterrizaje que va a hacer, sino en cómo
hacerlo. Ya tiene experiencia en este dominio. En una ocasión probó
un aeroplano. Y cuando el vuelo estuvo concluido, la pata delantera
se desplegó, pero no quedó afirmada por el seguro. Al golpear en el
suelo, hubiera podido replegarse y originar una catástrofe. Shiyánov
aterrizó con tal habilidad, que la rueda delantera no experimentó
carga alguna. Pero entonces, todos los indicadores del aeroplano,
incluido el de la velocidad, el principal para aterrizar,
funcionaban.
Shiyánov vira hacia el aeródromo y empieza a
descender. La tierra se acerca rápidamente. Bajo el ala pasa
fugazmente el límite del campo de aviación y empieza la pista de
hormigón.
Toda la atención del piloto está puesta en el
pilotaje del aparato. Para evitar una catástrofe, debe tomar tierra
con exactitud ideal a la velocidad mínima.
Por cierto sexto sentido, adquirido a fuerza de
realizar vuelos de ensayo en aviones de diversos tipos, Shiyánov
calcula intuitivamente esa velocidad mínima.
El aparato toma tierra suavemente, sin dar el
menor golpe, e, inclinándose sobre el plano izquierdo, corre por el
aeródromo. Con parcos movimientos de los timones y habilidad de
equilibrista que anda por una maroma, el piloto mantiene el aparato
en esa inestable posición. Y sólo cuando la velocidad se amortigua
casi por completo, el aparato se inclina hacia el ala derecha, roza
con ella el hormigón y, girando, se detiene.
Cuando Shiyánov sale de la cabina, el primero en
salirle al encuentro es Iván Kozlov, uno de los probadores
soviéticos más viejos.
- ¡Eres un hacha! ¡Excelente aterrizaje! -lo
elogia.
Y ese parco elogio es la mejor recompensa para el
probador. Pues el viejo comunista Iván Kozlov ha ocupado en la vida
de Shiyánov un lugar extenso e importante. Él le ha enseñado a volar
y lo ha hecho piloto probador. Más de veinte años atrás. Entonces,
en el ICAH, donde Shiyánov trabajaba como perito de primera, se
resolvió preparar a un grupo de pilotos probadores propios. Entre
los trece muchachos seleccionados estaba Shiyánov, que soñaba desde
hacía mucho con ser piloto. Se encargó a Kozlov que los adiestrase.
Iván Kozlov lleva volando desde el año 1917.
Domina perfectamente el pilotaje, comprende sutilmente el arte de
volar y ama con pasión la aviación.
- No todos los aviadores pueden ser pilotos
probadores -solía decir él-. Para eso hacen falta cualidades
particulares, un talento en su género.
Kozlov ha sido severo e inflexible en revelar ese
talento en sus alumnos. De los trece que deseaban ser probadores,
escogió sólo a tres: Yuri Stankévich, Nikolái Ribkó y Gueorgui
Shiyánov.
Kozlov adiestraba de manera original. Daba a cada
alumno unos diez vuelos, y luego les permitía volar solos.
- Eso os aguzará el ingenio, os enseñará a sacar
el avión de cualquier situación -decía a los alumnos pilotos.
Kozlov preparó a los futuros probadores con gran
cariño y paciencia, sin escatimar energías ni tiempo. Pero si
advertía en sus alumnos negligencia, indolencia o indisciplina con
respecto a los vuelos, sus tranquilos ojos grises fulminaban ira. Y
si en ese instante el culpable estaba en el aire, el instructor
empezaba a reñir al alumno que tenía al lado, hablándole de usted y
llamándolo por el nombre y el patronímico, cosa que no solía hacer
comúnmente. En esos casos, los alumnos debían cuadrarse y, durante
las pausas de Kozlov, responder:
- ¡Tengo la culpa, Iván Frólovich! ¡Me corregiré,
Iván Frólovich! ¡No se volverá a repetir, Iván Frólovich!
Cuando pasó el curso de aprendizaje con Kozlov,
Shiyánov se examinó libre en la escuela de aviación de Kachínskaya
para obtener el título de piloto y regresó al ICAH a trabajar como
probador. Profesa durante toda la vida cariño y profundo respeto a
Iván Frólovich Kozlov, a quien, en los momentos difíciles, siempre
acude en busca de consejo y ayuda. Así hizo, por ejemplo, cuando,
siendo ya un probador maduro, tuvo una serie de fracasos.
... Shiyánov da el cuarto viraje y conduce el
avión a aterrizar. El complicado vuelo de ensayo ha transcurrido
bien, pero el piloto se siente embargado por una extraña apatía. Se
distrae de manera intolerable. Ve, como si fuera un simple pasajero,
que desciende antes de tiempo, que yerra el cálculo, que delante hay
un peligroso entrelazamiento de cables de una línea telegráfica
tendida en altos postes.
"No es nada, la pasaré" -piensa. Y en ese
instante un golpe espantoso sacude el avión. El piloto no se da
cuenta de que ha tocado un poste con el extremo del ala derecha. El
aparato vacila en el aire, como si fuera un pájaro herido que va a
caer. Pero el piloto logra sujetarlo y aterrizar felizmente.
Shiyánov sufre mucho ese primer accidente suyo.
Más, como suele decirse, la desgracia no viene sola. Pasados unos
días, Shiyánov ejecuta aterrizajes con el ingeniero dirigente en un
avión experimental. Arrecia el viento de costado, y el piloto ve que
mantiene a duras penas el aparato durante la carrera.
- Debemos cesar las pruebas -dice al ingeniero.
- Un vuelo más, el último -ruega éste.
Shiyánov quiere denegar, pero accede. Y cuando el
avión toca el suelo al aterrizar, una violenta ráfaga de viento lo
empuja a un lado. El aparato vira en redondo, y el tren se rompe,
emitiendo un chasquido. ¡Dos accidentes seguidos! Los jefes hacen
una advertencia al piloto. Los camaradas lo consuelan y compadecen.
Pero algunos dicen: "Claro, trabajando de probador puede uno romper
el avión. Mas no todos los días".
Al otro día, después de los vuelos, Shiyánov
rueda al lugar de aparcamiento. No se le va de la cabeza el
accidente de ayer. Lo recuerda con todos los pormenores, se colma de
improperios y no se da cuenta de que roza con el extremo del ala un
aeroplano estacionado. Ninguno de los dos aparatos sufre
desperfectos, mas no por eso el piloto se calma.
Al tornar a casa, Shiyánov se acuesta temprano,
mas no puede pegar ojo. Es la peor noche de su vida.
- ¡No soy probador! No soy siquiera piloto. No sé
volar -inculcase, obsesionado.
Y cuando, días después, Kozlov regresa del
permiso, Shiyánov va al punto a verlo. Kozlov lo recibe amable y,
luego que mira el rostro pálido y demacrado del probador, le
interroga, condolido:
- Has perdido el sueño, ¿verdad?
- Iván Frólovich, ¡he olvidado cómo se vuela!
-responde Shiyánov con voz compungida.
- ¡¿Qué?! -los ojos grises de Kozlov fulminan la
inmensa ira que ya conocemos-. ¿Qué imbécil le ha dicho a usted eso?
Venga conmigo -y lleva al probador a la línea de salida, donde está
un caza listo para los vuelos.
- ¡Shiyánov, despegue, dé un vuelo en torno al
aeródromo y aterrice! -le manda Kozlov, como hiciera muchos años
antes a su alumno piloto.
El probador ejecuta el ejercicio con toda
aplicación, como un alumno, sabiendo que desde tierra lo está
observando el ojo severo y omnividente de su instructor. Aterriza
exactamente al lado del lienzo de la señal de aterrizaje.
- ¡Excelente! ¡Otra vez el mismo ejercicio!
-manda Kozlov.
Hace al probador que aterrice doce veces, y
cuando éste, resplandeciente de felicidad, sale del avión, Kozlov le
dice:
- Ahora tú mismo ves que vuelas estupendamente.
De volar, lo mismo que de andar, no se olvida uno. Pero si caes
enfermo, te debilitas y pierdes la fe en ti y en tus fuerzas,
entonces será otra cosa. ¡Pero tú aún has de volar en aparatos que
para mí son sólo objeto de ensueño!
Desde entonces Shiyánov jamás ha perdido la fe en
sus fuerzas.
LA "CUCHARA AERODINÁMICA"
Es una temprana mañana estival. Voy al aeródromo
por una trocha del bosque, y no por la carretera asfaltada de rectos
álamos en sus orillas. Busco soledad, quiero recogerme. Aún hay
tiempo y tomo asiento en un tocón. Enciendo un pitillo. Pienso en el
vuelo que me espera, al tiempo que contemplo la lentitud con que se
disipa el humo azul del tabaco en el inmóvil aire.
El vuelo promete ser singular. Al mostrarme su
obra, el diseñador me ha dicho:
- Este avión puede desarrollar la velocidad del
sonido. La potencia del motor es suficiente.
El diseñador ha dicho la verdad. El aparato tiene
magníficas cualidades aerodinámicas, y las pruebas transcurren con
éxito. Hoy procuraré sacarle la velocidad máxima en vuelo
horizontal. Eso pronostica algunas sorpresas. Es notorio que no
todas las partes del avión llevan la misma velocidad con respecto al
aire. El aparato sólo va aproximándose a la barrera sónica, y sus
partes convexas son bordeadas ya por corrientes supersónicas de
aire. Surge la llamada velocidad sónica local. Puede influir
sustancialmente en la dirección y estabilidad del aparato, poner al
probador en una situación' muy compleja y peligrosa. Los pilotos
probadores lo sabemos eso muy bien.
Miro el reloj, me pongo en pie y encamino los
pasos hacia el aeródromo. Todo está listo para las pruebas. Me
ajusto el paracaídas, monto en la cabina y cierro el fanal. Ahora ya
no me distrae nada para cumplir la tarea encomendada. Está escrita
en el portapliegos, que llevo ceñido al muslo derecho, junto a la
rodilla. En el portapliegos llevo también lápices con punta por los
dos extremos, pues durante el vuelo hay que hacer muchas
anotaciones.
Me dan permiso para despegar y elevo el aparato.
¡Qué bien obedece a los mandos! De un avión como éste hay que
esperar mucho.
La cabina de un avión experimental es algo así
como un laboratorio original. Con la particularidad de que por fuera
avanza a su encuentro con enorme velocidad una corriente frontal de
aire que parece una guillotina: si uno saca un dedo, se lo cercena,
como si fuera una navaja barbera. Mas no ha lugar a pensar en una
vecindad tan peligrosa.
Tomo altura como una flecha. Veo cómo los
rectángulos de los campos parecen encogerse abajo, y la línea del
horizonte retrocede más y más. El altímetro señala diez mil metros.
- Bueno, pues, se puede empezar -me digo.
Ceso el ascenso. Paso al vuelo horizontal. Doy al
motor las revoluciones máximas y acelero la velocidad. Cuando está
cerca de la máxima, conecto los aparatos registradores, que la
anotarán. Ahora hay que pilotar con excepcional precisión, ejecutar,
como decimos entre nosotros, un "vuelo académico". Si en el
transcurso de cinco minutos varía la velocidad, la altura o el
rumbo, la prueba se considerará insatisfactoria.
La velocidad aumenta rápidamente y, con ella,
como de costumbre, aumenta también la fuerza de sustentación. Para
impedir que el avión levante la proa y para sostenerlo a una misma
altura, empujo poco a poco la palanca de mando. De pronto, la
presión sobre la palanca empieza a debilitarse por sí sola. No, no
me parece. Un piloto probador determina casi sin error, con una
exactitud de 300 a 400 gramos, la magnitud del esfuerzo aplicado a
la palanca de mando. La palanca está en la posición neutral, y el
aparato, en contra de las leyes de la aerodinámica, tiende a bajar
la proa, conforme va aumentando la velocidad.
"Tira al picado" - pienso.
Sabemos ya de este peligroso fenómeno. Es uno de
los obstáculos esenciales que se interponen en el camino a alcanzar
la velocidad del sonido. El conocerlo puede costar la vida. Pues si
el piloto no sostiene el avión en la horizontal, éste entrará en un
picado vertical, del que ya no se puede salir hasta chocar contra
tierra. Los pilotos que han logrado salvarse milagrosamente cuentan
cosas pasmosas. Dicen que en el picado se agarrotan los timones y no
hay manera de mover la palanca de mando. Otros afirman que los
timones quedan en un espacio enrarecido, debido al fuselaje del
avión, y no surten efecto, aunque la palanca de mando se mueve
libremente. Pero todos coinciden en una cosa: en que el avión pierde
la dirección.
Mi aparato tiende más cada instante a entrar en
picado. Sujetándolo, tiro de la palanca con fuerza no menor de
veinte kilogramos. La situación es peligrosa y, para no tentar el
destino, reduzco las revoluciones del motor. Poco a poco, la
velocidad disminuye, y la presión sobre la palanca decae. Desciendo
y tomo rumbo al aeródromo.
Este vuelo ha servido de principio a pruebas
especiales. Se trata de que, según los cálculos teóricos, el avión,
a velocidades subsónicas, puede entrar en picado, y luego, durante
cierto trecho, cesar la tendencia al picado y empezar a
encabritarse, o sea, a alzar la proa y tomar altura. Pues bien, a mí
me han encomendado que compruebe si son ciertos los cálculos con
respecto al nuevo avión.
Para ello en modo alguno se puede dejar al
aeroplano entrar en picado, que puede terminar en una catástrofe. El
piloto debe mantener el aparato en vuelo horizontal con los timones.
Es decir, en un principio tirará de la palanca, luego la tendrá en
posición neutral y, finalmente, la avanzará para que el avión no
tome altura. Los esfuerzos del piloto, recogidos por el aparato
registrador y expresado gráficamente, representan una curva que al
principio desciende, luego va en sentido horizontal y sigue
ascendiendo con gran ángulo. Esa curva ha recibido el nombre de
"cuchara aerodinámica".
El peligro de las pruebas que he de hacer
consiste en que puede "faltarme reserva de timones" para el vuelo
horizontal. Tal vez recoja hasta el fin la palanca de mando, y el
avión siga bajando la proa. Entonces, "descendiendo" paulatinamente
por el abrupto trecho de la "cuchara aerodinámica", el avión entrará
inevitablemente en picado. Durante cada nuevo vuelo mantengo la
horizontal más que la vez anterior, tirando más y más de la palanca
de mando. La intuición me sugiere que la tendencia al picado ha de
cesar de un momento a otro; pero la "reserva de timones" también
toca a su fin.
Debo decir que esas pruebas afectan mucho a los
nervios. No me abandona, ni siquiera en tierra, el pensamiento de
que puedo verme sumido en un picado. Cuando estoy paseando, comiendo
o leyendo los periódicos, pienso de manera subconsciente en el vuelo
que me espera. Con ese pensamiento me acuesto y con él me levanto.
Cada vuelo que doy, aumenta la tensión de mis
nervios. Cuando me remonto por cuarta vez, está claro que es la
última prueba. Si no cesa la tendencia al picado, no se puede correr
más riesgo.
Es muy difícil transmitir con palabras las
sensaciones que experimento en este vuelo extraordinario. Lo mismo
que antes, acelero la velocidad en la horizontal y empiezo a tirar
de la palanca, contrarrestando la tendencia a picar. Y cuanto menos
"reserva de timones" queda, tanto mayor deseo me invade de vencer la
fuerza ciega que procura bajar la proa de mi avión, sumirlo en la
catástrofe.
Esa fuerza se me antoja casi un ser vivo, torpe y
cruel, que está seguro de vencer al piloto, de que lo amedrentará, y
le hará abandonar la contienda. Y yo, apretando los dientes, tiro y
tiro de la palanca. Llega un momento en que la "reserva de timones"
está agotada, tengo la palanca de mando recogida casi hasta el tope.
Es mi última carta, la última y definitiva tentativa...
Me parece por un instante que no ha cambiado
nada, que el aeroplano sigue con su tendencia a caer en el abismo, y
que yo no lo puedo detener.
"¿Será posible que haya llegado el fin?" -me
asalta un pensamiento de alarma, y un escalofrío me recorre las
espaldas.
Pero en ese instante siento que disminuye la
presión sobre la palanca. El avión cesa la tendencia a bajar la
proa. Para sostenerlo horizontal, he de empujar ya la palanca de
mando, pues el aeroplano empieza a encabritarse; diríase que, contra
los esfuerzos del piloto, "asciende" por la curva. Luego cesa el
encabritamiento, y conduzco el avión con los timones en posición
normal.
No ocultaré que experimento una inmensa alegría,
me siento satisfecho de mí mismo: la "cuchara aerodinámica" ha
quedado sorteada. Ha vencido el hombre en la lucha contra la fuerza
ciega de los elementos.
Los vuelos de ensayo de nuestros pilotos permiten
a los científicos encontrar la causa que origina la tendencia del
avión a entrar en picado y dar con una forma de las alas que
proporcionan una "cuchara aerodinámica" mínima, la cual no influye
prácticamente en el pilotaje.
COMPITIENDO CON LA MUERTE
... Es una clara mañana estival. Estoy sentado en
la orilla del río, a la sombra de unos pinos rectos como mástiles,
con una caña de pescar en la mano, y observo atentamente la veleta.
Sobre el sosegado río, que diríase está inmóvil, ensortijase un
ligero vaho, y revolotea una nube de menudos mosquitos. Los peces
dan coletazos a menudo, mas no pican. De pronto, cerca de donde yo
estoy, aparece un deportista con tubo respiratorio, fusil de arpón
en una mano y un gran sollo muerto en la otra. Chapoteando con las
aletas, sale a la orilla, se quita el tubo respiratorio y arroja,
triunfante, a mi lado, su trofeo:
- ¡Así hay que cobrar las piezas! -dice.
Es mi amigo Vladimir Vasin, Héroe de la Unión
Soviética y piloto probador. Es un apasionado de la caza submarina.
La fuerza y resistencia adquiridas con el deporte le han ayudado
muchas veces a salir airoso de difíciles situaciones, en las que se
ha visto al ensayar aviones. Así, por ejemplo, le ha ocurrido un
percance al probar el funcionamiento de un sistema experimental de
oxígeno para vuelos de altura.
... El motor de reacción zumba poderoso y
uniforme; el avión asciende vertiginoso. Vasin ve que la manecilla
del altímetro avanza por el cuadrante y señala quince y dieciséis
mil metros de altura sobre el nivel del mar. Ha volado varias veces
a esas alturas y está tranquilo. El traje presurizado y la cabina
estanca lo protegen contra el fatal efecto de la baja presión
barométrica. Los pulmones reciben sin falta oxígeno para respirar.
A esa altura el piloto está rodeado de un mundo
extraordinario de contrastes. Desde fuera daña la vista una luz
deslumbrante. Y en la cabina caen sombras oscuras. En la parte
inferior del tablero de los aparatos de a bordo, adonde apenas llega
la luz del sol, difícilmente se puede ver lo que señalan dichos
aparatos. En la parte superior, los aparatos de a bordo están bien
iluminados. Diríase que no se refleja la luz. No hay semitonos.
Vasin pone el avión en vuelo horizontal y mira a
la lejana tierra. Desde esa altura parece un extenso mapa en relieve
con los finos hilitos de los ríos y las manchas brillantes de los
lagos sobre el fondo verdoso de los campos y prados. La parte que
está a sus pies, debajo del avión, queda tapada por las nubes.
Iluminadas por el sol, las nubes parecen níveas y sólidas como el
mármol.
Al mirar a aquel lejano mundo, Vasin se siente
completamente solo en el cielo sin fondo ni límites, como si
estuviera colgado inmóvil sobre nuestro planeta.
Las pruebas transcurren bien. De pronto Vasin
siente un ligero mareo. Parece que le falta aire.
"Algo le pasa al sistema de oxígeno" -le cruza un
pensamiento de alarma.
No tiene tiempo de buscar y arreglar el
desperfecto. La falta de oxígeno es un adversario pérfido y
peligroso. Opera inadvertido y de prisa. Se le amoratan a uno los
labios y en las uñas, y pierde el conocimiento. Vasin pone
instantáneamente el avión en picado. Actúa con movimientos reflejos.
Es el resultado de la prolongada preparación previa, del
perseverante entrenamiento en tierra y de haberse aprendido de
memoria todos los movimientos que, posiblemente, tuviera que
ejecutar en el aire. Y he aquí que, tan pronto como surge un
peligro, los músculos empiezan a moverse con exactitud, sin
equivocarse, economizando cada fracción de segundo. Tiene que
abandonar cuanto antes la zona de la escasez de oxígeno.
El avión desciende vertiginoso; pero las fuerzas
del piloto también se extinguen con rapidez. Le zumban los oídos, la
sangre le golpea, cual martillos de herrero, en las sienes; se le va
la cabeza. Diría que un tupido retículo desciende sobre sus ojos.
Haciendo un esfuerzo de voluntad, lo obliga a que se alce, y vuelve
a ver. Pero cada momento que pasa le cuesta más y más trabajo.
Al piloto se le nubla la vista. "Pierdo el
conocimiento" -piensa, y advierte en las paredes de la cabina gotas
de humedad. Las hace subir la corriente frontal de aire.
"Pero si estoy atravesando las nubes -advierte el
probador-. Por tanto, la tierra ya no está lejos".
Y cuando Vasin cree que el corazón se le
desgarra, que ya no puede soportar más, las nubes quedan por encima.
La manecilla del altímetro ha retrocedido hasta la altura de tres
mil metros. Perdiendo el sentido, el piloto arroja el fanal de la
cabina y empieza a respirar ávidamente el aire vivificante. La
cabeza se le despeja en seguida; él recupera las fuerzas, conduce el
avión al aeródromo y aterriza felizmente. Los ingenieros encuentran
la causa de la avería y la arreglan.
Otro amigo mío y compañero de trabajo, el piloto
probador Yuri Garnáiev, pasa también un mal rato en el aire. Acata
de realizar unas complicadas pruebas de un aeroplano experimental.
Como conclusión, tiene que comprobar si el piloto puede, en caso de
necesidad, abandonar sin peligro el aparato para recurrir al
paracaídas. El teme que, al catapultarse a gran velocidad, lanzado
hacia atrás por la corriente frontal de aire, chocará contra la cola
del avión.
Para el ensayo, los ingenieros han puesto en el
avión, delante de la cabina del piloto, un asiento con catapulta y,
en él a "Iván Ivánovich". Así denominan en broma los aviadores el
pelele de ochenta kilos que se lanza con paracaídas en lugar de una
persona, durante las pruebas.
Antes de emprender el vuelo, Yuri Garnáiev
examina detenidamente el avión y el asiento de la catapulta con
"Iván Ivánovich".
— Parece que todo
está bien -dice al ingeniero.
— Le recomiendo que
arroje el monigote en picado, y no en vuelo horizontal -le aconseja
éste-. Será más seguro. "Iván Ivánovich" pasará a gran distancia de
la cola.
El probador se ajusta el paracaídas y sube a la
cabina. Pone el motor en marcha y eleva el caza al cielo. Cuando la
aguja del altímetro señala cinco mil metros, el piloto, tras
acelerar la velocidad hasta la estipulada, empuja la palanca de
mando. El aparato baja la proa. Simultáneamente, Garnáiev larga la
mano para conectar el mecanismo disparador. De súbito, un golpe
estremece el avión. Debido a la inercia, el asiento de la catapulta
con el pelele se ha movido de su sitio y se ha alzado. La corriente
frontal de aire ha empujado con espantosa fuerza todo ese mecanismo
hacia atrás, ha doblado el metal y agarrotado los cojinetes del
asiento, que se ha descargado sobre la cabina del probador,
tapándola por encima, como si fuera una cubierta. Garnáiev ve la
tierra únicamente a través de las rendijas que quedan entre los
bordes de la cabina.
El asiento de la catapulta no sólo reduce hasta
el límite el campo visual del piloto, sino que también le impide
utilizar el paracaídas.
"¡Una verdadera trampa!" -piensa Garnáiev.
Tiene una sola posibilidad de salvarse: aterrizar
casi a ciegas, sin ver nada por delante. Radia al aeródromo lo que
ha sucedido y la resolución que ha tomado.
Tras hacer, guiado desde tierra, el tercer y
cuarto virajes, el probador lleva el caza a aterrizar. Por debajo de
las alas del aeroplano cruzan los puntos de orientación, conocidos,
pero, debido al mal campo visual, Garnáiev los ve sólo en el momento
de pasar sobre ellos. Vislumbra de memoria el aeródromo y el lugar
de estacionamiento de los aviones detrás de la pista de despegue y
aterrizaje. Si el avión aterriza inexactamente a gran velocidad,
dejará atrás la pista y chocará contra esos aviones.
El probador termina por ver la pista gris de
hormigón. Determina a duras penas la altura, recoge hasta el fin la
palanca de mando hacia sí, y las ruedas del aeroplano rozan
suavemente la tierra.
Cuando los diseñadores soviéticos empiezan a
construir helicópteros nacionales, Yuri Garnáiev es uno de los
primeros en aprender a gobernar estos aparatos. Ejecuta vuelos de
ensayo en ellos y comprueba en la práctica sus cualidades de
pilotaje. Y, como en todas las empresas nuevas, surge multitud de
serias cuestiones que requieren solución práctica.
Una de esas cuestiones es el aterrizaje forzoso
del helicóptero en caso de que se pare el motor. Si se para el de un
avión, éste puede planear: tiene alas, que le proporcionan la fuerza
de sustentación. El helicóptero carece de alas. Si cesan de girar
las palas del rotor, desaparece toda la fuerza de sustentación. ¿Qué
hacer entonces?
Los diseñadores han tenido en cuenta la
posibilidad de semejante caso. Y han propuesto reducir el ángulo de
ataque de la hélice sustentadora tan pronto como se pare el motor,
con lo que la corriente de aire opuesta a la dirección de la caída
originará la autorrotación de la misma. Se obtendrá una fuerza de
sustentación suficiente para planear sin peligro.
Hoy es indiscutible para cada piloto la justedad
de esa suposición. Pero entonces aún no había aterrizado nadie en un
helicóptero con el motor parado. El primero en hacerlo fue Yuri
Garnáiev.
... Una clara mañana de estío Garnáiev se
encamina a la línea de salida, dejando sus huellas marcadas en la
hierba, cubierta de rocío, del aeródromo. Hoy se elevará en un
helicóptero para aterrizar mediante la autorrotación. Como ocurre
siempre, antes de emprender un vuelo complicado, el probador
experimenta una singular tensión interna, cierta prevención en la
espera del encuentro con lo desconocido. No es miedo al peligro, no.
El probador está habituado a vencer el miedo en su seno, a afrontar
el peligro con los ojos abiertos, a combatirlo.
Pero en la prueba que se ha de hacer, la lucha
está excluida. Parado el motor y disminuido el paso de la hélice, el
piloto aguardará pasivamente los resultados. ¿Y si los diseñadores
se han equivocado? Entonces el helicóptero empezará a caer,
volviéndose inmediatamente hélice abajo. Y las palas de ésta
girarán, sin frenar la caída, pero con la suficiente fuerza para
matar al probador si intenta saltar de la cabina con el paracaídas.
... Una vez que ha tomado la altura necesaria,
Garnáiev para el motor y nota súbitamente que el asiento se le
escapa bajo el cuerpo. Disminuye el paso de la hélice y espera los
resultados. No puede hacer nada más. La fuerza de sustentación que
origine la autorrotación debe aparecer dentro de ocho o diez
segundos. Mas, para el probador, esos segundos se prolongan una
eternidad. Los cuenta, rígido el semblante. Se le han agudizado los
sentidos. Siente con cada célula de su organismo, y no sólo por
medio de los aparatos de a bordo, la posición del helicóptero en el
espacio. Sin detener la caída, el aparato empieza a inclinarse a un
lado. Y cuando Garnáiev cree que va a dar la vuelta, el aparato se
endereza, y el descenso se amortigua. La autorrotación proporciona
la fuerza de sustentación necesaria para planear.
Garnáiev ha tenido ocasión de probar también un
aparato verdaderamente extraordinario, llamado turboplano.
- Esta es mi obra -le dice el diseñador,
llevándolo hacia el turboplano.
Garnáiev conoce ya los cálculos del nuevo
aparato, ha visto los planos y, no obstante, queda asombrado de la
insólita estructura. Figúrense una plataforma metálica con cuatro
patas. En medio de una bancada vertical, un potente motor de
reacción; y, a su lado, la cabina del piloto. Ni alas ni hélices. La
fuerza de sustentación no es debida a la corriente de aire frontal,
sino al tiro del motor de reacción.
El probador sube a la cabina. Es igual que la de
un aeroplano corriente a reacción. Tiene palanca y pedales de mando.
Los conocidos aparatos de a bordo, que controlan el funcionamiento
del motor, sus revoluciones; la temperatura detrás de la turbina y
la presión del combustible. Pero los timones son especiales. Dos de
ellos, llamados "timones de gases", están situados directamente en
la tobera de eyección. Inclinados a un lado por efecto de los gases
que se deslizan por su superficie, dan la inclinación respectiva. El
timón de chorro debe desempeñar el oficio de timón de dirección.
Empero todos estos cálculos teóricos del diseñador se han de
comprobar en la práctica. Y Garnáiev sabe por propia experiencia
que, durante las pruebas, puede haber sorpresas.
El extraordinario aparato produce, en suma, la
impresión de una atracción de circo.
-Bueno, y después de mí, ¿actuarán los domadores
de tigres? -dice Garnáiev, bromeando.
Pero el primer día de las pruebas no está para
bromas. Pues el audaz experimento puede terminar en una catástrofe.
Tras subir a la cabina y comprobarlo todo atentamente, Garnáiev pone
en marcha el motor y empieza a aumentar suavemente el número de
revoluciones. El abrasador chorro de gases levanta una nube
amarillenta de polvo, arena y piedrecitas, que envuelven el aparato.
Y Garnáiev siente cómo el turboplano se estremece
y empieza a elevarse.
"¡Ahora lo principal es probar los timones!"
-piensa el probador.
Desvía cuidadosamente los timones a la derecha.
El aparato obedece. Luego hace un viraje de 180°, inclinando el
turboplano. Los timones producen gran efecto. Pero el zumbido
uniforme del motor se interrumpe un instante. Como dicen los
aviadores, "estornuda", y el turboplano se desploma como un trozo de
hierro. El motor vuelve a zumbar uniforme y el vuelo prosigue.
"Volar en este aparato es peligroso -piensa
Garnáiev-. Si el motor falla, no tiene con qué planear. Carece de
alas".
Garnáiev ejecuta las pruebas del nuevo aparato
hasta el fin.
EL DEBER DEL PROBADOR
El moderno desarrollo de la aeronáutica permite a
los diseñadores prever con antelación la conducta de un nuevo avión
a diversos regímenes de vuelo y evitar en sus cálculos errores de
bulto. Mas es imposible preverlo todo. Y cada aparato experimental
es algo así como una ecuación con una incógnita y, a veces, con
varias incógnitas. El piloto probador debe resolver la ecuación,
despejar las incógnitas. Al hacerlo, puede verse en una situación
complicada, y aun peligrosa.
... Una clara mañana de sol me remonto en un
aeroplano experimental de nuevo diseño. Es un aparato con motor de
explosión, no muy veloz, y las pruebas no auguran complicaciones
algunas. Empiezo a ejecutar los ejercicios encomendados a la altura
de cuatro mil metros. Todo marcha bien. De pronto, detrás del
tablero de los aparatos de a bordo salta una chispa. Tras ella
aparece la lengüeta de una llama. Es pequeña, como la de una
candela, pero es el temible heraldo de un incendio.
Debo tomar inmediatamente una resolución: bien
recurrir al paracaídas bien intentar aterrizar, pues el aeródromo
está casi a mis pies.
Para cualquier piloto probador que se vea en
semejante situación exige un gran esfuerzo de voluntad el tomar una
determinación. El instinto de conservación, inherente a todo lo
vivo, exige imperioso que uno se salve del modo más seguro: con el
paracaídas. Mas el deber de piloto probador manda otra cosa. Si el
aparato se quema, quedará sin averiguar la causa del incendio. El
que se vuelva a construir tendrá un defecto oculto. Y quién sabe
cuándo y en qué condiciones se manifestará, y si entonces el piloto
que empuñe el volante del avión logrará vencer el fuego.
El fuego es pequeño. Comunico por radio al
aeródromo que se ha declarado un incendio y voy a aterrizar.
Entro en agudo picado. Creyérase que la tierra se
levanta como un muro y avanza rauda hacia mí. Enderezo el aparato a
poca altura, intento aterrizar sobre la marcha, y... me arrepiento
de no haber utilizado el paracaídas. El incendio se propaga por
instantes. A lo largo de las paredes de la cabina, hacia el asiento
del piloto, corren torrentes dorados de llamas, se deslizan hacia el
suelo y se juntan. Llevo puesta la máscara de oxígeno: el humo y el
olor a quemado no me dificultan la respiración. Pero el mono empieza
a arderme, y siento que voy teniendo más y más calor. La llama llega
al tubo de la gasolina. Eso representa ya un peligro mortal.
La catástrofe puede ocurrir en cualquier
instante. Todo mi ser está pendiente de ella. Me parece que los
segundos se prolongan una eternidad, que el avión está colgado,
inmóvil, en el aire y no aterrizará nunca. Pero lo manejo con
exactitud, veo bien la tierra y calculo con tino la distancia.
Si en este momento me ve una persona extraña,
pensará, de seguro, que no siento ni miedo ni emoción. Claro está
que eso no es así, ni mucho menos. Simplemente, el piloto probador
está habituado a vencer el miedo, y no dejarle que se apodere de él;
conserva la sangre fría; y los movimientos, al pilotar, se hacen
automáticos con los años de práctica.
El aeroplano termina por tocar la tierra con las
ruedas, y se desliza por el llano campo de aviación. Ahora quedará
entero, si no explotan los depósitos de gasolina, claro. Veo cómo
avanzan a toda velocidad, hacia el lugar del aterrizaje, un camión
de bomberos, una ambulancia y gente. Levanto la mano para arrojar el
fanal de la cabina. Diré de paso que uno siempre siente deseos de
hacerlo en cuanto ve el fuego: quiere cerciorarse de que el fanal no
se ha agarrotado, que el camino de la salvación está abierto. Pero
entonces la llama crece instantáneamente, y el fanal se debe arrojar
únicamente para abandonar la cabina.
Eso mismo quiero hacer, aunque el avión aún sigue
rodando a una velocidad de treinta o cuarenta kilómetros por hora.
Mis nervios no aguantan más. Hasta que se pare del todo, aún
transcurrirán diez o quince segundos, y cada uno de ellos puede ser
fatal. Arrojo el fanal, salgo precipitado de la cabina al plano de
sustentación y caigo al suelo.
No me he arriesgado inútilmente. El aparato no
estalla; da tiempo a sofocar el incendio. Los ingenieros averiguan
la causa. Resulta que uno de los tubos de escape del motor está
demasiado cerca del fuselaje. Al ponerse al rojo vivo, este tubo ha
quemado el fuselaje y provocado el incendio. Se corrige este defecto
del diseño, y el avión pasa con éxito las pruebas.
El sentido del deber y la disposición a exponerse
por salvar un avión experimental son propios del piloto probador
soviético. Contaré, a título de ejemplo, un caso que le ha ocurrido
al Héroe de la Unión Soviética Grigori Sedov, compañero mío de
trabajo. Es un probador muy sereno, y sabe medir bien sus actos.
Antes de ser piloto, cursó los estudios de la- Academia Militar de
Aviación. No conozco a otro probador que combine de manera tan
armónica profundos conocimientos técnicos con brillante maestría de
pilotaje. Eso precisamente permite a Grigori Sedov conservar un
costoso ejemplar experimental de caza reactor que prueba.
Le ocurre todo de manera inopinada. Al sacar el
aparato de un picado, Sedov nota un golpe; disminuye la presión
sobre la palanca de mando, y la proa del aparato deja de alzarse.
Sedov aumenta la velocidad, y el aparato obedece como de mala gana.
La presión sobre la palanca sigue siendo insignificante.
"Por lo visto, el torrente de aire ha estropeado
el timón de profundidad" -resuelve el probador.
Se crea una situación, en la que el piloto tiene
derecho a utilizar el paracaídas. Pues está completamente claro que
si el timón de profundidad no funciona, no se puede aterrizar
normalmente. Bien es verdad que Sedov sabe de un caso, cuando un
piloto ha tomado felizmente tierra, teniendo la dirección
agarrotada. Más eso ha sido en un aparato de escuela con motor de
explosión y pequeña velocidad de aterrizaje.
Para que los diseñadores e ingenieros puedan
poner en claro la causa de la avería, Sedov decide salvar el
aparato. Vuela media hora más por encima del aeródromo,
experimentando en el aire y eligiendo la mínima velocidad con la que
el aparato obedece a duras penas al timón de profundidad. Esta
velocidad resulta excesiva para aterrizar. A pesar de todo, el
probador se arriesga. .
Tras dar el cuarto viraje en torno del aeródromo,
empieza a descender. Diríase que con la pérdida de altura aumenta la
velocidad. El piloto se imagina un instante cómo su avión cruza todo
el campo, choca contra un hangar y... Pero la tierra se aproxima
rauda, y el piloto ya no piensa en nada más que el aterrizaje.
Todo puede terminar felizmente sólo en el caso de
que el cálculo sea absolutamente exacto, si el aviador aprovecha
totalmente la longitud de la pista de aterrizaje. Sedov ve la
ambulancia que corre rauda.
"Viene por mí" -piensa de paso, como si fuese
algo sin importancia. Centra toda la atención y la voluntad en que
el aparato toque tierra en el lugar debido.
El avión aterriza y rueda veloz por la pista de
hormigón. Sedov para el motor y empieza a frenar suavemente. La
velocidad disminuye con lentitud, y el piloto ve claro que le falta
aeródromo para el recorrido del aparato. Se aproxima inexorablemente
a los aviones estacionados en el extremo del campo. Ve cómo los
mecánicos, que están junto a ellos, echan a correr cada uno por su
lado. Cuando, creyérase, la catástrofe es inevitable, Sedov frena
bruscamente la rueda izquierda nada más. El avión da dos vueltas a
la izquierda y se detiene.
Sedov se recuesta en el respaldo del asiento y
sólo entonces siente que tiene la cara bañada de sudor y que está
muerto de cansancio.
... El caza a reacción que estoy probando alegra
la vista por la perfección de su forma y dimensiones. Promete mucho
y... no puedo sacarle la velocidad máxima a la altura encomendada.
Empieza una peligrosa vibración, el llamado aleteo, capaz de
destruir el aparato. Nos vemos forzados a cesar los ensayos. Los
ingenieros buscan largo tiempo la causa de la vibración. Parece que
lo consiguen, al fin, y vuelvo a elevar el aparato, habiendo
resuelto antes sacarle la velocidad máxima a mayor altura de la que
he volado cuando apareciera la vibración.
El avión asciende raudo al cielo azul, despejado.
¡Es hora! Tomo la horizontal y acelero. La velocidad aumenta de
prisa. No siento la menor vibración, pese a que el indicador señala
la velocidad máxima. Los ingenieros "han curado" el caza que no
defrauda las esperanzas puestas en él.
Desciendo a la altura encomendada y vuelvo a
acelerar en la horizontal. La aguja del anemómetro pasa ya la
indicación "peligrosa", en la que empezara la vibración, y todo
sigue normalmente. Exhalo un suspiro de alivio y, de pronto... otra
vez la conocida vibración, pero *a mayor velocidad. Apenas
perceptible en un principio, aumenta de prisa. El frecuente temblor
sacude más violento cada instante el cuerpo del aparato y poco le
falta para arrancarme de la mano la palanca de mando.
Disminuyo la velocidad, pero la vibración no
cesa. Puede destruir el avión. En el tablero de los aparatos de a
bordo centellean, inquietas, y luego se apagan, tujas lamparitas
indicadoras rojas y verdes: son los cables, que hacen cortocircuito.
Veo cómo se desprenden, una tras otra, las manecillas de los
aparatos. ¿Cómo conservar el avión? ¡Mantente firme! ¡Se tenaz!
Experimento unas sacudidas, como si me estuviese dando la corriente
sin cesar. Pero sigo porfiando por salvar el avión. Pues aún no se
ha averiguado hasta el fin la causa de la vibración.
Diríase que el aparato tiene el diablo metido en
el cuerpo. Cesa de obedecer a los mandos. Baja más la proa, y parece
que la velocidad aumenta. Mas no se me pasa siquiera por la
imaginación hacer uso del paracaídas. Estoy demasiado embebido en la
lucha contra el desmandado aparato. ¡Quiero dominarlo! ¡Salir
vencedor y no retroceder! A ello tienden todas las fibras de mi
alma, toda mi energía, todo mi ser.
Mas ¿qué hacer? ¡Esperar! Y espero paciente,
apretados los dientes, estremeciéndome con todo el avión, embalado a
tierra. Y, de pronto, el aeroplano vuelve a obedecer a los mandos.
Un instante después, ¡oh, gran fortuna!, cesa la maldita
trepidación. Cesa de manera tan repentina como ha empezado.
Algo aturdido por el rato que acabo de pasar,
permanezco sentado en la cabina, invadido por una sensación de
silencio y sosiego. Pero, lamentablemente, no tengo tiempo para
disfrutarla. Encuentro mi aeródromo y, con cierto temor, procuro
poner en marcha los motores. Arrancan en seguida. Y el avión queda
desconocido... Vuelve a ser un aparato estupendo y obediente y,
diría yo, seguro.
Creyérase que el terrible pugilato con el aleteo
ha sido una pesadilla si no fuera por los desperfectos que ha
ocasionado al avión. Las saetas de algunos indicadores se han caído;
no funcionan las señales luminosas y quién sabe qué más. Por eso voy
a aterrizar sin pérdida de tiempo, y tomo tierra con la mayor
cautela.
Después de este vuelo los ingenieros se pasan
mucho tiempo ocupados del avión experimental. Y se salen con la
suya. El aleteo no se vuelve a repetir. El aparato pasa las pruebas.
El saber que en esa victoria del pensamiento humano hay también una
parte mía de trabajo me produce gran satisfacción. Compensa con
creces todas las tribulaciones vividas durante las pruebas de este
avión.
CUMPLIENDO UNA TAREA DE LOS CIENTÍFICOS
Sobre el aeródromo penden inmóviles unas bajas
nubes grises, que ciernen una llovizna fastidiosa. Los probadores
Iván Mashkovski, Iván Shuneiko y yo estamos sentados en el cuarto de
los aviadores y esperamos impacientes que escampe. Nos espera una
labor insólita. No vamos a probar en el aire un avión o aparatos y
mecanismos algunos, sino que nos van a probar a nosotros mismos. Los
científicos investigan la influencia de las sobrecargas en el
organismo humano, y para eso nos vamos a remontar a los aires.
Numerosos experimentos con animales han probado que, cuanto más
pequeño es un organismo y cuanto menos líquido contiene, tanto mayor
sobrecarga puede soportar. Así, por ejemplo, los insectos soportan
sobrecargas colosales. El "aumento" del peso en 2.500 veces no
ejerce influencia notable en su organismo. Un ratón soporta una
sobrecarga quince veces mayor que su peso; y un conejo, una
sobrecarga diez veces mayor que su peso.
... Hacia el mediodía se levanta viento. El cielo
se despeja, y los vuelos empiezan.
Por encargo de los científicos, nos elevamos al
espacio y ejecutamos figuras de acrobacia de alta escuela,
provocando las sobrecargas precisas. Una cámara tomavistas, colocada
en el avión, registra automáticamente todos nuestros movimientos y
agentes externos que provocan sobrecargas en el hombre. Unos
aparatos registran los latidos del corazón, la presión arterial y
otras funciones fisiológicas del organismo.
Debo decir que en estos vuelos abundan las
sensaciones desagradables. Figúrese usted que vuela en picado a gran
velocidad. Luego tira de la palanca. Cesa el descenso, mas cada
célula de su organismo conserva la inercia. La sangre le baja del
cerebro, y las entrañas se le quieren desplazar.
El tomavistas registra que, por efecto de la
sobrecarga, al hombre se le desfigura el rostro, le cuelga la
mandíbula y se le cierran los ojos. A propósito, los pilotos que han
hecho espirales cerradas y salidas de picados afirman que han
perdido la vista por unos instantes. Nuestros vuelos de ensayo
prueban que las sobrecargas influyen efectivamente en la vista. El
aviador deja de ver porque, debido a la sobrecarga, los párpados se
hacen mucho más pesados y, sin él quererlo, se le cierran. Si la
sobrecarga es más prolongada, se altera la circulación de la sangre
dentro de los ojos. Para determinar el grado de sobrecarga, con la
que un piloto no "pierde la vista", se efectúa la siguiente prueba.
A un párpado me adhieran un hilo, en cuyo extremo van colgando un
peso mayor cada vez. En un principio puedo mantener el ojo abierto.
Luego el párpado se me cierra a medias y, más tarde, cuando se añade
aún más peso, ya no puedo abrirlo.
Estos vuelos nuestros y otros experimentos
prueban que la influencia de la sobrecarga depende de su magnitud y
duración. Una sobrecarga breve que empieza de súbito se recibe como
un golpe.
Ejemplos de cómo se soportan grandes sobrecargas
hay también en los vuelos ordinarios de la aviación. Así, cuando los
aviones sufren algún accidente, suele ocurrir que en el momento de
chocar contra tierra se registren sobrecargas doscientas veces
mayores que el peso de los pilotos, y éstos queden con vida. En la
vida cotidiana las personas se someten también a sobrecargas muy
grandes sin sufrir ninguna lesión. Si uno salta desde lo alto de una
mesa, experimenta ya una sobrecarga dieciséis veces mayor que el
peso propio. Una sobrecarga prolongada se experimenta como una
presión considerable sobre todo el organismo.
Los pilotos probadores también participan en la
solución de algunas cuestiones de aerodinámica de los vuelos a
grandes velocidades. Poco después de la guerra se fundó un original
laboratorio volante para investigar "los accesos de la barrera
sónica".
Ese laboratorio era un planeador equipado con
aparatos registradores y especiales que reproducían en película
fotográfica el cuadro del deslizamiento del aire por el ala. Un
avión remolcaba el planeador a gran altura, y luego un piloto de
vuelos sin motor debía sacarle en picado una velocidad próxima a la
del sonido.
Para alcanzar esa velocidad, antes del vuelo se
recargaba adrede el planeador, llenando de agua unos depósitos
apropiados para el caso.
El aparato estaba dotado de un motor de pólvora,
que funcionaba breve tiempo, mas proporcionaba una aceleración
suplementaria de importancia. Ejecutó los vuelos en el laboratorio
alado el piloto probador Amet-jan-Sultán.
Amet-jan, mediano de estatura, ancho de hombros y
abombado el pecho, había sido un brillante piloto de caza durante la
guerra y estaba condecorado dos veces con la estrella de oro de
Héroe de la Unión Soviética.
Los vuelos en el "laboratorio volante" requerían
del piloto que estuviese habituado a grandes sobrecargas, tuviese
sangre fría, fuese ingenioso y pilotara excelentemente. Amet-jan
posee en plena medida estas cualidades. Luego que se desenganchaba
del cable, Amet-jan conectaba los aparatos fotográficos y los de
registros y entraba en picado con el planeador, poniendo en
funcionamiento el motor de pólvora.
El "laboratorio volante" desarrollaba una
velocidad no vista por entonces y, al sacarlo del picado, Amet-jan
experimentaba enormes sobrecargas. Luego empezaba la parte más
complicada del vuelo. Había que aterrizar felizmente en el aeródromo
con el "laboratorio" y todos sus valiosos aparatos, que registraran
los resultados de la investigación.
El piloto vertía el líquido lastre, dejando casi
en la mitad el peso del planeador. Pero, así y todo, el aparato
seguía siendo pesado y recordaba más a un caza con el motor parado
que a un planeador. Al efectuar las pruebas, el piloto se alejaba
bastante, y se requería gran arte para regresar al aeródromo.
Amet-jan lo hacía de manera verdaderamente virtuosa.
De un piloto que aterriza felizmente en un avión,
al que se le ha parado el motor, dicen: es un hacha, no se ha
desconcertado, vuela bien. Amet-jan ejecutó diariamente durante
mucho tiempo aterrizajes como los de un avión, al que se le ha
parado el motor. Y no hubo un caso en el que aterrizase fuera del
aeródromo, aunque a veces ello requería una maestría colosal.
Se debe decir que el planeador, recargado con el
agua que hacía de lastre, podía despegar únicamente con una
carretilla especial, que era arrojada automáticamente en el aire, y
el "laboratorio volante" tomaba tierra sobre el patín, como un
planeador ordinario.
En cierta ocasión, cuando yo remolqué con un
avión a Amet-jan para que verificase un vuelo de tantos, la
carretilla no se desprendió del planeador. Amet-jan decidió salvar
el "laboratorio volante" y sus valiosos aparatos, tomando tierra.
Cuando se hubo soltado del remolcador, vertió el
líquido lastre, gastó la carga de pólvora del motor y entró a tomar
tierra. El peligro consistía en que la carretilla carecía de frenos,
era algo así como los trenes de aterrizaje de los primeros
aeroplanos. Con la diferencia de que la velocidad de aterrizaje del
planeador era enorme, comparada con la de ellos, y al mínimo error
que el piloto cometiera en el cálculo, podría faltarle campo para el
recorrido, y entonces perecería inevitablemente.
Amet-jan calculó serenamente su vuelo y aterrizó
sin novedad, como si se tratara de un aeroplano sin desperfecto
alguno.
Durante las investigaciones efectuadas en el
"laboratorio volante", se cambiaron las alas. Primero fueron
ordinarias, rectas; luego, en flecha. Los vuelos de Amet-jan
confirmaron los cálculos del diseñador y proporcionaron preciosos
datos para construir aviones.
Las investigaciones que los pilotos realizan por
encargo de los científicos requieren a veces tanto valor, serenidad
e ingenio como las pruebas más complicadas de aviones.
... Quienes viajan a menudo en avión saben que si
el parte meteorológico anuncia "nubes de tormenta por el rumbo", el
vuelo se suspenderá. Si una tormenta alcanza a un avión en vuelo,
correrá gran peligro. Por algo se dice en la guía del piloto: "Si
durante el vuelo tropieza con una tormenta, no dude en esquivarla".
En todo caso, no se la debe "atravesar". En los aviones modernos hay
aparatos especiales que advierten a los pilotos la aparición de
nubes de tormenta por su rumbo.
Pues bien, mi compañero de trabajo Nikolai
Nuzhdín espera una buena tormenta para realizar su vuelo. Los
científicos le han encargado que atraviese el centro de una nube
tormentosa. Pero, como hecho intencionadamente, los días son
despejados y, al entrar en el cuarto de los pilotos, dice,
suspirando: "Hoy tampoco volaré". Nosotros lo consolamos, bromeando:
¡Y él, rebelde, pide una tempestad,
Como si hubiese en ella tranquilidad!
Tengo ya cierta idea de la "tranquilidad" que
aguarda a Nikolái durante su vuelo de investigación. Un día, volando
en un planeador, me sorprendió una tormenta: unos remolinos me
metieron en una nube, pero, afortunadamente, me sacaron de ella en
seguida. No obstante, me dio tiempo a experimentar la sensación de
impotencia de la persona que se ve ante las poderosas y terribles
fuerzas de la Naturaleza.
Al fin llega un buen día para el vuelo de Nikolái
Nuzhdín. Hace calor desde la mañana, no sopla viento, y el bochorno
es como el que hace en los baños de vapor. Hacia el mediodía una
inmensa nube negra tapa el sol. Es una nube clásica de tormenta. Por
su base avanza un torbellino de quinientos a seiscientos metros de
diámetro. La nube parece plana por debajo y se eleva, formando algo
así como una alta torre que, a la altura de trece mil metros,
termina en el "yunque" peculiar de las nubes tormentosas. En la
parte superior de la nube se ha desencadenado una nevasca; en la
parte media cae nieve en gránulos; y en las capas inferiores, un
chaparrón con granizo.
Todos los aviones que están en el aire se alejan
precipitados del camino de la nube tormentosa. Sólo el aeroplano de
Nikolai Nuzhdin despega del aeródromo y, luego que toma altura,
avanza intrépido al encuentro del peligro, sabiendo el piloto qué lo
espera. La fuerza de los torbellinos es tan violenta en la nube
tormentosa que quien se vea en ellos puede ser elevado a una altura
muy grande. Estos torbellinos de aire pueden dejar sin gobierno el
aeroplano o destrozarlo. Las descargas eléctricas pueden interrumpir
la comunicación por radio y hasta provocar un incendio.
Nuzhdín está bien preparado para combatir a los
elementos. Vuela en un avión grande, bastante resistente. Sin
embargo, para conducir el aeroplano a la nube tormentosa a través de
los torbellinos, ha de reunir todo su valer.
El aparato queda instantáneamente envuelto en
tinieblas. A la cegadora luz de los relámpagos, el piloto ve el
efecto de las titánicas fuerzas desencadenadas en medio de la nube.
Ingentes ráfagas de aire descienden con vertiginosa celeridad,
revolviéndose como cascadas. Y ascienden otras ráfagas idénticas.
Dijérase que todo hierve en derredor. El aeroplano es lanzado como
una pajuela mil metros más arriba o más abajo. El piloto tan pronto
se siente oprimido con inmensa fuerza contra el asiento como se
desprende de él, sintiéndose en la ingravidez. Experimenta la
desagradable sensación de las grandes aceleraciones que cambian
bruscamente. Pone en tensión todas sus fuerzas y aplica toda su maña
para no soltar de las manos el volante ni perder la orientación en
el espacio.
De pronto, una brillante luz inunda la cabina.
Nuzhdin aparta la vista de los aparatos de a bordo y no da crédito a
sus ojos. En la proa del avión se ha posado una gran bola ígnea que
despide, cual diminuto sol, trémulas lengüetas de llamas en todas
las direcciones. A lo largo de las alas del aeroplano fluyen
corrientes centelleantes que, como flechas de fuego, salen
disparadas de los bordes de los planos. Queda interrumpida la
comunicación radiotelefónica con tierra. Todos los indicadores
eléctricos dejan de funcionar.
Al principio sus manecillas se agitan convulsas,
luego se detienen delante del cero. Dentro de la nave el aire está
tan saturado de electricidad que, al moverse los tripulantes, saltan
de ellos, crepitando, pequeñas chispas moradas.
Súbitamente el aeroplano experimenta una
sacudida: uno tras otro, caen dos rayos en él. Los motores empiezan
a funcionar con intermitencias; la velocidad de vuelo disminuye
considerablemente. Pero el centro de la nube tormentosa ha quedado
ya atrás. La ígnea bola, como diluida en el aire, desaparece de la
proa del avión, y las alas pierden el centelleo eléctrico. A través
de las movedizas tinieblas de la nube el probador ve una mancha
clara que se extiende. Se va haciendo más y más clara por instantes.
Es el Sol. Segundos después el avión deja atrás el hirviente
infierno de la nube tormentosa y sale a la azul inmensidad del cielo
despejado.
* * *
He referido sólo algunos aspectos de la labor de
los pilotos probadores, los momentos que más se han grabado en mi
memoria. Y si este relato despierta el interés del lector y le da
cierta idea del trabajo que realizan las personas que prueban en el
aire los aviones de nuevo diseño, consideraré que he alcanzado el
fin propuesto. |