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BORIS POLEVOY: UN HOMBRE DE VERDAD

 

     
   

 

 

 

 

EPÍLOGO

 

 

 

 

 

Cuando la batalla de Oriol se aproximaba a su final victorioso y los regimientos de vanguardia, que avanzaban desde el Norte, comunicaban que desde los altos de Krasnogorsk veían ya la ciudad en llamas, al Estado Mayor del Frente de Briansk llegó la noticia de que los aviadores de un regimiento de cazas de la Guardia, que actuaban en aquel sector, habían derribado cuarenta y siete aviones enemigos en nueve días. Por su parte habían perdido cinco aparatos y sólo tres hombres, ya que dos de los pilotos derribados se arrojaron en paracaídas, llegando a pie hasta su regimiento. Incluso para aquellos días de impetuosa ofensiva del Ejército Rojo, semejante victoria era extraordinaria. En un avión de enlace me trasladé a ese regimiento, con la intención de escribir algo para "Pravda" sobre las hazañas de los pilotos de la Guardia.

El aeródromo del regimiento estaba enclavado en una corriente pradera aldeana, en la que se habían allanado a la ligera los montículos y las madrigueras de los topos. Los aviones se ocultaban, como crías de tetraos, en el lindero de un bosquecillo de abedules. En una palabra, era uno de esos aeródromos de campaña frecuentes en aquellos tempestuosos días de la guerra.

Aterrizamos en él al atardecer, cuando el regimiento había acabado una jornada de gran ajetreo. En Oriol los alemanes daban muestras de una gran actividad en el aire. Los cazas habían tenido que realizar aquel día siete vuelos. A la puesta del sol volvían las últimas patrullas del octavo vuelo. El jefe del regimiento —hombre pequeño, tostado, rápido de movimientos, con cinturón bien ceñido, mono azul nuevo y peinado con una raya ideal—, me confesó con franqueza que no estaba en condiciones de contar nada coherente, ya que llevaba en el aeródromo desde las seis de la mañana: él mismo había volado tres veces aquel día y apenas si podía tenerse en pie de cansancio. Los restantes jefes tampoco estaban para interviús reporteriles. Comprendí que era necesario esperar hasta el día siguiente, y, además, era tarde para volver. El sol se había posado ya sobre las copas de los abedules inundándolas con el oro fundido de sus rayos.

Tomaron tierra los últimos aviones. Sin parar el motor y sobre la marcha rodaban directamente hasta el bosque- cilio. Los mecánicos los volvían a brazo, y sólo cuando el avión estaba ya en la verde herradura de tierra de la caponera, cubierta de hierba, salían lentamente de las cabinas los pálidos y cansados pilotos.

El último en llegar fue el avión del jefe de la tercera escuadrilla. Descorrióse la transparente cubierta de la cabina. Lo primero que salió de ella fue un grueso bastón de ébano, adornado con monogramas de oro, que cayó sobre la hierba. Después, un hombre atezado, de ancho rostro y negros cabellos, se levantó a pulso sobre sus fuertes brazos, saltó la borda con agilidad, descendió sobre el ala, saltando pesadamente a tierra. Alguien me dijo que era el mejor piloto del regimiento. Para no perder completamente la noche, decidí hablar con él en aquel mismo instante. Recuerdo perfectamente cómo, mirándome alegre a la cara con sus vivos ojos negros de gitano, en los cuales un brillo travieso todavía no extinguido, uníase de un modo extraño a la sabiduría de un hombre experto, que ha vivido mucho, dijo sonriéndose:

— Compadézcase de mí, las piernas no me sostienen, palabra de honor. Me zumban los oídos. ¿Ha comido? ¿No? Perfectamente, vamos al comedor y cenaremos juntos. Por cada avión derribado nos sirven en la cena doscientos gramos de vodka. Hoy me corresponden seiscientos. Justo para los dos. ¿Qué, vamos? Si tiene tanta prisa hablaremos en la mesa.

Accedí. Me había agradado muchísimo aquel hombre alegre y de carácter franco. Comenzamos a andar por el sendero abierto por los pilotos a través del bosque. El piloto andaba con rapidez, agachándose de vez en cuando, sin detenerse, para cortar algún arándano o coger un racimo de bayas rosadas de airela que inmediatamente se echaba a la boca. Por lo visto, estaba muy cansado, ya que caminaba pesadamente. Pero no se apoyaba en su extraño bastón, que llevaba colgado del brazo; sólo de vez en cuando lo tomaba en la mano para abatir un agárico o golpear los rosados penachos de epolobio. Cuando, después de atravesar un barranco, subimos la pendiente de arcilla —áspera y resbaladiza—, el aviador ascendió lentamente, agarrándose a las matas. Pero no se apoyó en el bastón.

Por cierto que, una vez en el comedor, desapareció inmediatamente su cansancio, como si se lo hubiera llevado el viento. Sentóse junto a una ventana, desde la que se veía el rojo resplandor del fresco ocaso, presagio, según los aviadores, de viento para el día siguiente: bebió con ansia y ruidosamente un gran vaso de agua y bromeó con una bonita camarera, de pelo rizado, a propósito de cierto amigo suyo que se encontraba en el hospital y por cuya culpa había salado ella la sopa de todos. Comía con apetito y en cantidad, y con sus fuertes dientes roía sonoramente unas costillas de carnero. Cambiaba bromas con los camaradas de otra mesa, me preguntaba por las novedades de Moscú, se interesaba por las nuevas obras literarias y representaciones de los teatros, en los cuales, según decía, no había estado, desgraciadamente, ni una sola vez. Cuando hubimos comido el postre —kisel de arándanos, al que allí llamaban "nubes de tormenta"— me preguntó:

— ¿Dónde va a dormir usted? ¿No lo sabe aún? Per­fectamente, venga a mi refugio —su rostro se ensombreció por un instante, y aclaró con voz sorda—: Mi vecino no ha vuelto hoy... por consiguiente, hay sitio donde acostarse. Ropa limpia encontraremos, vamos.

Por lo visto, era una de esas personas sociables a las que les atrae de manera incontenible el charlar con personas nuevas y preguntarles de todo aquello que saben. Accedí. Llegamos a un barranco, que olía a hojas podridas y a humedad de setas y en cuyas dos laderas, entre matas de frambuesas, de pulmonaria y de epolobio, habían sido cavados los refugios.

Cuando la humosa llama de la lamparilla de construc­ción casera —la Stalingradka— alumbró el refugio, éste resultó ser bastante amplio, cómodo y acogedor. En nichos abiertos en las arcillosas paredes había dos lechos bien arreglados, con colchones hechos de las capas-tienda y rellenos de fresco y aromático heno. En los rincones se veían pequeños abedules con las hojas aún frescas "para purificar el aire", según aclaró el aviador. Por encima de las camas había unos huecos abiertos en la tierra, en los cuales, sobre unos periódicos, yacían pilas de libros, objetos de aseo y de afeitar. A la cabecera de una de las camas se veían borrosamente dos fotografías en afiligranados marcos —hechos por los mismos aviadores— de "cristal irrompible". Algunas personas mañosas del regimiento hacían estos marcos de restos de los aviones enemigos para matar el tedio durante los días de sosiego. Sobre la mesa había una caldereta, llena de aromática frambuesa silvestre y cubierta con una hoja de lampazo. De las frambuesas, de los frescos abedules, del heno, de las ramas de abeto esparcidas por el suelo, se desprendía, una fragancia tan deliciosa, densa y tonificante, y en el refugio reinaba una frescura húmeda tan agradable, cantaban tan adormecedores en el barranco los grillos que de pronto, nos sentimos invadidos por una agradable laxitud, y decidimos dejar para la mañana siguiente la conversación y las frambuesas, que ya habíamos comenzado a comer.

El aviador salió afuera. De allí llegaba el ruido que hacía al limpiarse los dientes y lavarse la cara con agua iría, acompañándose de carraspeos y bufidos que se expandían por todo el bosque. Volvió alegre y lozano, goteantes aún las cejas y el pelo; redujo la luz de la lamparilla y comenzó a desnudarse. Algo pesado sonó al caer sobre tierra. Miré y vi algo que yo mismo no pude creer. Había dejado en el suelo sus pies. ¡Un piloto sin pies! ¡Y nada menos que un piloto de caza! ¡Un aviador que acababa de hacer aquel día siete vuelos de combate, derribando tres aviones! Era algo que parecía absolutamente increíble.

Sus pies, mejor dicho sus prótesis, diestramente calza­das en unas botas de militar, estaban tiradas en el suelo. Las punteras que asomaban por debajo de la cama daban la impresión de que eran las piernas de alguna persona allí escondida. Mi rostro debió expresar tal perplejidad en aquel instante que el piloto, lanzándome una mirada, me preguntó con una sonrisa pícara y de satisfacción.

- ¿Acaso no lo había advertido antes?

- Ni siquiera se me había pasado por la imaginación.

- ¡Eso está bien! ¡Muchas gracias! Lo que me sor­prende es que nadie se lo haya contado. En nuestro regi­miento hay tantos ases como charlatanes. ¿Cómo es posible que hayan dejado escapar a un forastero, y de "Pravda", por añadidura, sin jactarse de tener semejante fenómeno?

- Pero si es un caso asombroso. ¡Una hazaña sin nombre! ¡Combatir en un caza no teniendo pies! En la historia de la aviación no se conoce nada semejante.

El aviador silbó alegremente:

— Bueno, la historia de la aviación... Son muchas las cosas que no conocía, pero ahora, en esta guerra, ha apren­dido mucho de los aviadores soviéticos. Pero, además, ¿qué de bueno hay en ello? Créame que yo volaría con mayor placer con pies auténticos, en vez de hacerlo con estos artificiales. Pero, ¿qué remedio me queda? Así lo han querido las circunstancias —dijo suspirando el aviador—. Por otra parte, a decir verdad, la historia de la aviación conoce ejemplos semejantes.

Y después de rebuscar en su plancheta, sacó de allí un recorte de revista deteriorado por completo y que comen­zaba ya a romperse por los dobleces, por lo que había sido cuidadosamente pegado con unas tiras de papel de seda. En él se hablaba de un aviador que había conseguido pilotar un aparato, a pesar de faltarle un pie.

- Pero, de todas maneras, ¡ése tenía al menos un pie sano! Además, no era piloto de caza, sino que volaba en un antediluviano "Farman".

- Pero yo soy un aviador soviético. Aunque no vaya a pensar que me jacto; éstas no son palabras mías. Son palabras que me dijo una vez un hombre magnífico, un hombre de verdad —y subrayó con fuerza las palabras "de verdad"— que... ha muerto.

En el rostro ancho y enérgico del piloto apareció una expresión de cariñosa y sana tristeza, sus ojos brillaron luminosos y cálidos, su rostro se rejuveneció de pronto en diez años, convirtiéndose casi en el de un muchacho. Y me convencí con sorpresa de que aquel piloto, que hacía un momento habíame parecido un hombre ya maduro, tendría unos veintitrés años mal cumplidos.

— No puedo soportar cuando comienzan a abrumarme con preguntas de... ¿qué pasó?, ¿cómo sucedió?... Mas, ahora, me vino todo a la memoria... Usted es un forastero, mañana nos despediremos y, seguramente, no nos volveremos a encontrar más... ¿Quiere que le cuente toda la historia de mis pies?

Se tumbó en la cama, tiró de la manta hacia la barbilla y comenzó a contar. Lo hacía como si pensara en voz alta, olvidado por completo de que tenía interlocutor, pero su narración era interesante y pintoresca. Sentíase en él a un hombre de fina inteligencia, buena memoria y un corazón grande y magnífico. Comprendiendo en seguida que iba a escuchar algo importante, extraordinario y que, seguramente, no habría de oírlo más, tomé un cuaderno que había encima de la mesa con la inscripción "Diario de vuelos de la tercera escuadrilla" y comencé a tomar nota de su relato.

La noche cayó imperceptible sobre el bosque. La lam­parilla chisporroteaba silbante sobre la mesa. Muchas e imprudentes falenas yacían a su alrededor con las grises alas quemadas. Al principio, el viento de la noche nos traía las notas de un acordeón. Después, el acordeón se calló y sólo los murmullos nocturnos del bosque, los estridentes gritos del alcaraván, el lejano ulular del búho, el esforzado croar de las ranas en el pantano vecino y el cantar de los grillos, acompañaban el timbre mesurado de la voz un poco enronquecida y soñadora.

El sorprendente relato de aquel hombre me impresionó tanto que traté de anotarlo con todos los detalles posibles. Agoté un cuaderno, encontré otro en el estante y también lo consumí, sin advertir que el cielo clareaba en la angosta entrada del refugio. Alexéi Marésiev llevó su relato hasta el día en que, habiendo derribado tres aviones alemanes de la división aérea "Richthofen", sintióse un aviador cabal y completo.

— ¡Uf, cuánto hemos charlado! ¡Y yo tengo que volar mañana desde bien temprano! —exclamó, interrumpiéndose a la mitad de una frase—. ¿No está usted cansado? Ahora, ¡a dormir!

- Bueno, ¿y Olga, qué? ¿Qué le ha contestado? —le pregunté, y al instante me arrepentí de ello—: Perdóneme, puede ser que esta pregunta no le sea agradable. Si es así, le ruego que no conteste.

- No, ¿por qué? —dijo sonriéndose—. Los dos hemos sido tontos de remate. Vea usted, resultó que ella lo sabía todo. Mi amigo Andréi Degtiarenko, del cual le he hablado, se lo había escrito; primero, contándole la catástrofe, y después, que me habían amputado ambos pies. Pero ella, viendo que yo se lo ocultaba —por alguna razón que ella ignoraba— y pensando que me era penoso hablar de ello, durante todo el tiempo hizo como si no supiera nada. Y resultó que nos engañamos el uno al otro sin saber por qué. ¿Quiere usted verla?

Puso una nueva mecha a la lamparilla y la levantó hasta las fotografías colocadas en los afiligranados marcos de cristal irrompible que colgaban sobre la cabecera de su cama; en una, hecha por un aficionado, casi descolorida por completo y borrosa, se distinguía con dificultad a una muchacha que sonreía alegremente en el fondo florido de un prado estival. En la otra, miraba con severidad el rostro delgado, concentrado e inteligente de la misma muchacha, vestida de uniforme militar y con graduación, de teniente. Era tan pequeña que, con el uniforme, parecía un lindo adolescente, sólo que ese adolescente tenía unos ojos fatigados, penetrantes, impropios de un joven.

- ¿Le gusta?

- Mucho —contesté con toda sinceridad.

- A mí también —dijo, sonriéndose bonachonamente.

- ¿Y Struchkov? ¿Dónde está ahora?

- No sé. La última carta de él la recibí en invierno, procedía de Velikie Luki.

- Y aquel tanquista, ¿cómo se llama?

- ¿Grigori Gvózdiev? Ahora es comandante. Ha par­ticipado en la famosa batalla de Prójorovka y después en la ruptura del arco de Kursk. Hemos estado combatiendo uno al lado del otro y no nos hemos visto. Manda un regimiento de tanques. No sé por qué no me escribirá ahora. Pero no importa, nos encontraremos, si quedamos con vida. ¿Y por qué no vamos a quedar? Bueno, amigo, ¡a dormir, a dormir, que llega el alba!

Apagó de un soplo la luz de la lamparilla. Quedamos en una semioscuridad que comenzaba a iluminar el blan­quecino y sombrío amanecer; zumbaban los mosquitos que eran, quizás, lo único incómodo de aquella excelente vi­vienda forestal.

- Me gustaría mucho escribir algo en "Pravda" acerca de usted.

- Bueno, escriba —accedió sin especial entusiasmo el piloto y, con voz somnolienta, añadió—: Pero, ¿para qué? Puede caer en manos de Goebbels, el cual, hinchando el perro, dirá que entre los rusos combaten inválidos sin pies y cosas por el estilo... ; los fascistas en eso son maestros.

Un instante más tarde roncaba plácidamente. Yo no podía dormir. La inesperada confesión me había conmovido por su sencillez y grandeza. Todo aquello podría parecer un cuento, si el propio héroe no durmiera allí mismo, al lado, y sus prótesis, cubiertas de rocío, no estuvieran tiradas en el suelo, destacándose con toda precisión a la luz blanquecina del naciente día...

...Desde entonces no he vuelto a tropezarme con Alexéi Marésiev, pero a todas partes adonde me han conducido los azares de la guerra he llevado siempre conmigo los dos cuadernos escolares en los cuales anoté, en Oriol, la odisea extraordinaria del piloto. Durante la guerra, en los días de calma, o después, deambulando por los países, de la Europa liberada, me he puesto muchas veces a escribir sobre ella, y otras tantas he dejado el trabajo, porque todo lo que lograba escribir parecíame un pálido reflejo de su vida.

Pero en Nuremberg asistí a las sesiones del Tribunal Militar Internacional. Terminaba el interrogatorio de Hermann Goering. Cediendo bajo el peso de las pruebas documentales, cogido entre la espada y la pared por las preguntas del acusador soviético, "el segundo nazi de Alemania" contaba al Tribunal —de mala gana y entre dientes— cómo, en los combates que tuvieron lugar en los inmensos espacios de mi Patria, se derrumbaba, se desor­ganizaba, bajo los golpes del Ejército Soviético, el gigan­tesco ejército del fascismo, que hasta entonces no había conocido la derrota. Justificándose, Goering elevó al cielo sus turbios ojos: "Tal ha sido la voluntad de la Providencia".

— ¿Reconoce que al atacar traidoramente a la Unión Soviética, a consecuencia de lo cual ha sido derrotada Alemania, han cometido ustedes un crimen monstruoso? —preguntó a Goering el acusador soviético Román Rudenko.

— No fue un crimen, sino un error fatal —contestó con voz sorda Goering, bajando los ojos con gesto sombrío—. Sólo puedo reconocer que hemos obrado con precipitación, porque, como se vio después en el curso de la guerra, desconocíamos muchas cosas y otras muchas no las podíamos ni sospechar. Lo principal es que no conocíamos ni comprendíamos a los rusos soviéticos. Eran y seguirán siendo un enigma. Ni la mejor agencia de espionaje puede descubrir el verdadero potencial militar de los Soviets. No me refiero al número de cañones, de aviones y de tanques. Eso lo sabíamos con más o menos aproximación. No hablo de la potencia y movilidad de la industria. Hablo de la gente; el hombre ruso ha sido siempre un enigma para los extranjeros. Napoleón tampoco lo comprendió. Nosotros no hemos hecho más que repetir el error de Napoleón.

Con un sentimiento de legítimo orgullo escuchamos la forzada "confesión" acerca del "enigmático hombre ruso", acerca del "desconocido potencial militar" de nuestra Patria. Era de creer que el hombre soviético —cuyo talento, capacidad, abnegación y valentía tanto han asombrado al mundo durante la guerra— haya sido, efectivamente, y siga siendo un enigma fatal para todos los Goering. Además, ¿cómo iban a comprender los inventores de la miserable "teoría" de la "raza señorial" alemana, el alma y la fuerza del hombre que ha crecido en el País del Socialismo? Y, de pronto, recordé a Alexéi Marésiev. Su imagen medio olvidada se alzó ante mí, luminosa, obsesionante, en aquella severa sala revestida de roble. Y sentí el deseo de contar aquí mismo, en Nuremberg, precisamente en la ciudad cuna del fascismo, las hazañas de uno de los millones de sencillos hombres soviéticos que habían aniquilado los ejércitos de Keitel, la flota aérea de Goering, que habían sepultado en el fondo del mar los barcos de Raeder y deshecho, con sus potentes golpes, el bandidesco Estado de Hitler.

Los cuadernos de escolar con tapas amarillas —en uno de los cuales, escrito con puño y letra de Marésiev, ponía "Diario de vuelo de la tercera escuadrilla"—, habían venido conmigo también a Nuremberg. Al volver de la sesión del Tribunal me puse a repasar las viejas notas y reanudé el trabajo, intentando escribir acerca de Alexéi Marésiev, con la mayor fidelidad, todo cuanto sabía de sus propios labios.

Mucho de lo que me dijo no alcancé a anotarlo, otro tanto se me fue de la memoria durante los cuatro años transcurridos. Otras muchas cosas Alexéi Marésiev dejó de contarme por su modestia. Fue necesario inventar, completar. Se habían enturbiado en mi memoria los retratos de sus amigos, de los cuales me habló con tanto cariño aquella noche. Hubo que crearlos de nuevo. No teniendo aquí posibilidad de atenerme estrictamente a los hechos, he cambiado ligeramente el apellido del héroe y he dado nuevos nombres a los que le acompañaron, a quienes le ayudaron en el difícil camino de su gesta. Que no se enfaden conmigo si se reconocen en el relato.

He titulado el libro "Un hombre de verdad", porque Alexéi Marésiev es todo un hombre soviético, al que no había comprendido nunca, ni comprendió hasta su ver­gonzosa muerte Hermann Goering, al que no comprenden aún ahora todos los propensos a olvidar las lecciones de la historia y quienes, también ahora, en secreto, sueñan todavía con seguir el camino de Napoleón y de Hitler.

Y así surgió este relato acerca de un "hombre de verdad".

El relato se estaba publicando ya en una revista, se leía por la radio, cuando una mañana sonó el teléfono en mi casa.

- Me gustaría hablar con usted —oí por el auricular una voz bronca, viril, al parecer conocida, pero ya olvidada.

- ¿Con quién hablo?

— Con el comandante de la Guardia Alexéi Marésiev.

Unas horas más tarde entraba en mi casa, igual de dinámico, alegre, activo, con su andar levemente balan­ceante, a lo oso. Los cuatro años de guerra casi no le habían cambiado.

— Ayer estaba leyendo en casa, teníamos conectada la radio pero yo, abstraído en la lectura, no la escuchaba. De pronto, se me acerca toda emocionada mi madre, señala el receptor y dice: "Escucha, hijito, están hablando de ti". Presté oído. En efecto: estaban contando todo lo que me había sucedido. Pensé sorprendido: ¿Quién ha podido escribirlo? Jamás se lo he contado a nadie. Y, de pronto, recordé nuestra entrevista en los alrededores de Oriol y de cómo no le dejé dormir toda la noche con mis historias... Pero eso había ocurrido hacía tanto tiempo, casi cinco años atrás... Cuando terminaron de leer el capítulo y dieron el nombre del autor, decidí buscarle...

Explicó todo esto de un tirón, con su sonrisa amplia, un tanto tímida, que yo recordaba de antes.

Como siempre ocurre cuando se encuentran dos milita­res que llevan mucho tiempo sin verse, empezamos a hablar de los combates, de los oficiales conocidos, dedicamos sentidas palabras de recuerdo a los que no habían llegado con vida hasta el día de la victoria. Igual que antes, Alexéi Marésiev no era muy aficionado a hablar de sí. Supe que había combatido todavía mucho y con suerte. Con su regimiento de la Guardia había realizado la campaña de 1943-1945. Después de nuestro encuentro, había derribado tres aviones más en Oriol y luego, en los combates por los países del Báltico, había aumentado su cuenta en otros dos aparatos. En una palabra, se había vengado con creces de los alemanes por sus pies perdidos en la guerra. El Gobierno le había concedido el título de Héroe de la Unión Soviética.

También me habló Marésiev de sus asuntos personales y me satisface poder dar al relato, también en este aspecto, un final feliz. Una vez terminada la guerra, Alexéi se casó con su novia y ya tienen un hijo que se llama Víctor. La anciana madre de Alexéi se ha trasladado de Kamyshin a Moscú y vive con sus hijos, feliz de ver su dicha y cuidando de su pequeño nieto.

En la actualidad, el nombre del personaje principal de mi relato suele encontrarse con frecuencia en los perió­dicos. El oficial soviético que ha mostrado un ejemplo tan asombroso de valentía y de voluntad de luchar contra el enemigo que se atrevió a hollar la sagrada tierra soviética, es hoy un fervoroso combatiente de la paz en todo el mundo. Los trabajadores de Budapest y Praga, de París y Londres, de Berlín y Varsovia, le han visto en más de una ocasión en conferencias y mítines de masas. La sorprendente vida de este combatiente soviético no sólo es conocida en la URSS. Y la noble exigencia de la paz es particularmente persuasiva en boca de aquel que con tanto valor ha soportado las pruebas más duras de la guerra.

Hijo de su poderoso pueblo, tan amante de la libertad, Alexéi Marésiev lucha por la paz con la misma pasión, tenacidad y fe en el triunfo con que combatió y venció al enemigo.

Así, la propia vida continúa este relato, escrito por mí en el extranjero, sobre Alexéi Marésiev, un Hombre Soviético, un Hombre de Verdad.

Moscú, 28 de noviembre de 1950.

 

     
 

HR_Vadder / HR_Tokarev

 
     

 

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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