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Cuando la batalla de Oriol se aproximaba a su final victorioso y los
regimientos de vanguardia, que avanzaban desde el Norte, comunicaban que
desde los altos de Krasnogorsk veían ya la ciudad en llamas, al Estado
Mayor del Frente de Briansk llegó la noticia de que los aviadores de un
regimiento de cazas de la Guardia, que actuaban en aquel sector, habían
derribado cuarenta y siete aviones enemigos en nueve días. Por su parte
habían perdido cinco aparatos y sólo tres hombres, ya que dos de los
pilotos derribados se arrojaron en paracaídas, llegando a pie hasta su
regimiento. Incluso para aquellos días de impetuosa ofensiva del
Ejército Rojo, semejante victoria era extraordinaria. En un avión de
enlace me trasladé a ese regimiento, con la intención de escribir algo
para "Pravda" sobre las hazañas de los pilotos de la Guardia.
El
aeródromo del regimiento estaba enclavado en una corriente pradera
aldeana, en la que se habían allanado a la ligera los montículos y las
madrigueras de los topos. Los aviones se ocultaban, como crías de
tetraos, en el lindero de un bosquecillo de abedules. En una palabra,
era uno de esos aeródromos de campaña frecuentes en aquellos
tempestuosos días de la guerra.
Aterrizamos en él al atardecer, cuando el regimiento había acabado una
jornada de gran ajetreo. En Oriol los alemanes daban muestras de una
gran actividad en el aire. Los cazas habían tenido que realizar aquel
día siete vuelos. A la puesta del sol volvían las últimas patrullas del
octavo vuelo. El jefe del regimiento —hombre pequeño, tostado, rápido de
movimientos, con cinturón bien ceñido, mono azul nuevo y peinado con una
raya ideal—, me confesó con franqueza que no estaba en condiciones de
contar nada coherente, ya que llevaba en el aeródromo desde las seis de
la mañana: él mismo había volado tres veces aquel día y apenas si podía
tenerse en pie de cansancio. Los restantes jefes tampoco estaban para
interviús reporteriles. Comprendí que era necesario esperar hasta el día
siguiente, y, además, era tarde para volver. El sol se había posado ya
sobre las copas de los abedules inundándolas con el oro fundido de sus
rayos.
Tomaron tierra los últimos aviones. Sin parar el motor y sobre la marcha
rodaban directamente hasta el bosque- cilio. Los mecánicos los volvían a
brazo, y sólo cuando el avión estaba ya en la verde herradura de tierra
de la caponera, cubierta de hierba, salían lentamente de las cabinas los
pálidos y cansados pilotos.
El
último en llegar fue el avión del jefe de la tercera escuadrilla.
Descorrióse la transparente cubierta de la cabina. Lo primero que salió
de ella fue un grueso bastón de ébano, adornado con monogramas de oro,
que cayó sobre la hierba. Después, un hombre atezado, de ancho rostro y
negros cabellos, se levantó a pulso sobre sus fuertes brazos, saltó la
borda con agilidad, descendió sobre el ala, saltando pesadamente a
tierra. Alguien me dijo que era el mejor piloto del regimiento. Para no
perder completamente la noche, decidí hablar con él en aquel mismo
instante. Recuerdo perfectamente cómo, mirándome alegre a la cara con
sus vivos ojos negros de gitano, en los cuales un brillo travieso
todavía no extinguido, uníase de un modo extraño a la sabiduría de un
hombre experto, que ha vivido mucho, dijo sonriéndose:
—
Compadézcase de mí, las piernas no me sostienen, palabra de honor. Me
zumban los oídos. ¿Ha comido? ¿No? Perfectamente, vamos al comedor y
cenaremos juntos. Por cada avión derribado nos sirven en la cena
doscientos gramos de vodka. Hoy me corresponden seiscientos. Justo para
los dos. ¿Qué, vamos? Si tiene tanta prisa hablaremos en la mesa.
Accedí. Me había agradado muchísimo aquel hombre alegre y de carácter
franco. Comenzamos a andar por el sendero abierto por los pilotos a
través del bosque. El piloto andaba con rapidez, agachándose de vez en
cuando, sin detenerse, para cortar algún arándano o coger un racimo de
bayas rosadas de airela que inmediatamente se echaba a la boca. Por lo
visto, estaba muy cansado, ya que caminaba pesadamente. Pero no se
apoyaba en su extraño bastón, que llevaba colgado del brazo; sólo de vez
en cuando lo tomaba en la mano para abatir un agárico o golpear los
rosados penachos de epolobio. Cuando, después de atravesar un barranco,
subimos la pendiente de arcilla —áspera y resbaladiza—, el aviador
ascendió lentamente, agarrándose a las matas. Pero no se apoyó en el
bastón.
Por
cierto que, una vez en el comedor, desapareció inmediatamente su
cansancio, como si se lo hubiera llevado el viento. Sentóse junto a una
ventana, desde la que se veía el rojo resplandor del fresco ocaso,
presagio, según los aviadores, de viento para el día siguiente: bebió
con ansia y ruidosamente un gran vaso de agua y bromeó con una bonita
camarera, de pelo rizado, a propósito de cierto amigo suyo que se
encontraba en el hospital y por cuya culpa había salado ella la sopa de
todos. Comía con apetito y en cantidad, y con sus fuertes dientes roía
sonoramente unas costillas de carnero. Cambiaba bromas con los camaradas
de otra mesa, me preguntaba por las novedades de Moscú, se interesaba
por las nuevas obras literarias y representaciones de los teatros, en
los cuales, según decía, no había estado, desgraciadamente, ni una sola
vez. Cuando hubimos comido el postre —kisel
de
arándanos, al que allí llamaban "nubes de tormenta"— me preguntó:
—
¿Dónde va a dormir usted? ¿No lo sabe aún? Perfectamente, venga a mi
refugio —su rostro se ensombreció por un instante, y aclaró con voz
sorda—: Mi vecino no ha vuelto hoy... por consiguiente, hay sitio donde
acostarse. Ropa limpia encontraremos, vamos.
Por
lo visto, era una de esas personas sociables a las que les atrae de
manera incontenible el charlar con personas nuevas y preguntarles de
todo aquello que saben. Accedí. Llegamos a un barranco, que olía a hojas
podridas y a humedad de setas y en cuyas dos laderas, entre matas de
frambuesas, de pulmonaria y de epolobio, habían sido cavados los
refugios.
Cuando la humosa llama de la lamparilla de construcción casera —la
Stalingradka— alumbró el refugio, éste resultó ser
bastante amplio, cómodo y acogedor. En nichos abiertos en las arcillosas
paredes había dos lechos bien arreglados, con colchones hechos de las
capas-tienda y rellenos de fresco y aromático heno. En los rincones se
veían pequeños abedules con las hojas aún frescas "para purificar el
aire", según aclaró el aviador. Por encima de las camas había unos
huecos abiertos en la tierra, en los cuales, sobre unos periódicos,
yacían pilas de libros, objetos de aseo y de afeitar. A la cabecera de
una de las camas se veían borrosamente dos fotografías en afiligranados
marcos —hechos por los mismos aviadores— de "cristal irrompible".
Algunas personas mañosas del regimiento hacían estos marcos de restos de
los aviones enemigos para matar el tedio durante los días de sosiego.
Sobre la mesa había una caldereta, llena de aromática frambuesa
silvestre y cubierta con una hoja de lampazo. De las frambuesas, de los
frescos abedules, del heno, de las ramas de abeto esparcidas por el
suelo, se desprendía, una fragancia tan deliciosa, densa y tonificante,
y en el refugio reinaba una frescura húmeda tan agradable, cantaban tan
adormecedores en el barranco los grillos que de pronto, nos sentimos
invadidos por una agradable laxitud, y decidimos dejar para la mañana
siguiente la conversación y las frambuesas, que ya habíamos comenzado a
comer.
El
aviador salió afuera. De allí llegaba el ruido que hacía al limpiarse
los dientes y lavarse la cara con agua iría, acompañándose de carraspeos
y bufidos que se expandían por todo el bosque. Volvió alegre y lozano,
goteantes aún las cejas y el pelo; redujo la luz de la lamparilla y
comenzó a desnudarse. Algo pesado sonó al caer sobre tierra. Miré y vi
algo que yo mismo no pude creer. Había dejado en el suelo sus pies. ¡Un
piloto sin pies! ¡Y nada menos que un piloto de caza! ¡Un aviador que
acababa de hacer aquel día siete vuelos de combate, derribando tres
aviones! Era algo que parecía absolutamente increíble.
Sus
pies, mejor dicho sus prótesis, diestramente calzadas en unas botas de
militar, estaban tiradas en el suelo. Las punteras que asomaban por
debajo de la cama daban la impresión de que eran las piernas de alguna
persona allí escondida. Mi rostro debió expresar tal perplejidad en
aquel instante que el piloto, lanzándome una mirada, me preguntó con una
sonrisa pícara y de satisfacción.
-
¿Acaso no lo había
advertido antes?
-
Ni siquiera se me
había pasado por la imaginación.
-
¡Eso está bien!
¡Muchas gracias! Lo que me
sorprende
es
que nadie se lo haya contado. En nuestro regimiento hay tantos ases
como charlatanes. ¿Cómo es posible que hayan dejado escapar a un
forastero, y de "Pravda", por añadidura, sin jactarse de tener semejante
fenómeno?
-
Pero si es un caso
asombroso. ¡Una hazaña sin nombre! ¡Combatir en un caza no teniendo
pies! En la historia de la aviación no se conoce nada semejante.
El
aviador silbó alegremente:
—
Bueno, la historia de la aviación... Son muchas las cosas que no
conocía, pero ahora, en esta guerra, ha aprendido mucho de los
aviadores soviéticos. Pero, además, ¿qué de bueno hay en ello? Créame
que yo volaría con mayor placer con pies auténticos, en vez de hacerlo
con estos artificiales. Pero, ¿qué remedio me queda? Así lo han querido
las circunstancias —dijo suspirando el aviador—. Por otra parte, a decir
verdad, la historia de la aviación conoce ejemplos semejantes.
Y
después de rebuscar en su plancheta, sacó de allí un recorte de revista
deteriorado por completo y que comenzaba ya a romperse por los
dobleces, por lo que había sido cuidadosamente pegado con unas tiras de
papel de seda. En él se hablaba de un aviador que había conseguido
pilotar un aparato, a pesar de faltarle un pie.
-
Pero, de todas
maneras, ¡ése tenía al menos un pie sano! Además, no era piloto de caza,
sino que volaba en un antediluviano "Farman".
-
Pero yo soy un
aviador soviético. Aunque no vaya a pensar que me jacto; éstas no son
palabras mías. Son palabras que me dijo una vez un hombre magnífico, un
hombre de verdad —y subrayó con fuerza las palabras "de verdad"— que...
ha muerto.
En
el rostro ancho y enérgico del piloto apareció una expresión de cariñosa
y sana tristeza, sus ojos brillaron luminosos y cálidos, su rostro se
rejuveneció de pronto en diez años, convirtiéndose casi en el de un
muchacho. Y me convencí con sorpresa de que aquel piloto, que hacía un
momento habíame parecido un hombre ya maduro, tendría unos veintitrés
años mal cumplidos.
—
No puedo soportar cuando comienzan a abrumarme con preguntas de... ¿qué
pasó?, ¿cómo sucedió?...
Mas, ahora,
me vino todo a la memoria... Usted es un forastero, mañana nos
despediremos y, seguramente, no nos volveremos a encontrar más...
¿Quiere que le cuente toda la historia de mis pies?
Se
tumbó en la cama, tiró de la manta hacia la barbilla y comenzó a contar.
Lo hacía como si pensara en voz alta, olvidado por completo de que tenía
interlocutor, pero su narración era interesante y pintoresca. Sentíase
en él a un hombre de fina inteligencia, buena memoria y un corazón
grande y magnífico. Comprendiendo en seguida que iba a escuchar algo
importante, extraordinario y que, seguramente, no habría de oírlo más,
tomé un cuaderno que había encima de la mesa con la inscripción "Diario
de vuelos de la tercera escuadrilla" y comencé a tomar nota de su
relato.
La
noche cayó imperceptible sobre el bosque. La lamparilla chisporroteaba
silbante sobre la mesa. Muchas e imprudentes falenas yacían a su
alrededor con las grises alas quemadas. Al principio, el viento de la
noche nos traía las notas de un acordeón. Después, el acordeón se calló
y sólo los murmullos nocturnos del bosque, los estridentes gritos del
alcaraván, el lejano ulular del búho, el esforzado croar de las ranas en
el pantano vecino y el cantar de los grillos, acompañaban el timbre
mesurado de la voz un poco enronquecida y soñadora.
El
sorprendente relato de aquel hombre me impresionó tanto que traté de
anotarlo con todos los detalles posibles. Agoté un cuaderno, encontré
otro en el estante y también lo consumí, sin advertir que el cielo
clareaba en la angosta entrada del refugio. Alexéi Marésiev llevó su
relato hasta el día en que, habiendo derribado tres aviones alemanes de
la división aérea "Richthofen", sintióse un aviador cabal y completo.
— ¡Uf,
cuánto hemos charlado! ¡Y yo tengo que volar mañana desde bien temprano!
—exclamó, interrumpiéndose a la mitad de una frase—. ¿No está usted
cansado? Ahora, ¡a dormir!
-
Bueno, ¿y Olga,
qué? ¿Qué le ha contestado? —le pregunté, y al instante me arrepentí de
ello—: Perdóneme, puede ser que esta pregunta no le sea agradable. Si es
así, le ruego que no conteste.
-
No, ¿por qué?
—dijo sonriéndose—. Los dos hemos sido tontos de remate. Vea usted,
resultó que ella lo sabía todo. Mi amigo Andréi Degtiarenko, del cual le
he hablado, se lo había escrito; primero, contándole la catástrofe, y
después, que me habían amputado ambos pies. Pero ella, viendo que yo se
lo ocultaba —por alguna razón que ella ignoraba— y pensando que me era
penoso hablar de ello, durante todo el tiempo hizo como si no supiera
nada. Y resultó que nos engañamos el uno al otro sin saber por qué.
¿Quiere usted verla?
Puso una nueva mecha a la lamparilla y la levantó hasta las fotografías
colocadas en los afiligranados marcos de cristal irrompible que colgaban
sobre la cabecera de su cama; en una, hecha por un aficionado, casi
descolorida por completo y borrosa, se distinguía con dificultad a una
muchacha que sonreía alegremente en el fondo florido de un prado
estival. En la otra, miraba con severidad el rostro delgado, concentrado
e inteligente de la misma muchacha, vestida de uniforme militar y con
graduación, de teniente. Era tan pequeña que, con el uniforme, parecía
un lindo adolescente, sólo que ese adolescente tenía unos ojos
fatigados, penetrantes, impropios de un joven.
-
¿Le gusta?
-
Mucho —contesté
con toda sinceridad.
-
A mí también
—dijo, sonriéndose bonachonamente.
-
¿Y Struchkov?
¿Dónde está ahora?
-
No sé. La última
carta de él la recibí en invierno, procedía de Velikie Luki.
-
Y aquel tanquista,
¿cómo se llama?
-
¿Grigori Gvózdiev?
Ahora es comandante. Ha participado en la famosa batalla de Prójorovka
y después en la ruptura del arco de Kursk. Hemos estado combatiendo uno
al lado del otro y no nos hemos visto. Manda un regimiento de tanques.
No sé por qué no me escribirá ahora. Pero no importa, nos encontraremos,
si quedamos con vida. ¿Y por qué no vamos a quedar? Bueno, amigo, ¡a
dormir, a dormir, que llega el alba!
Apagó de un soplo la luz de la lamparilla. Quedamos en una semioscuridad
que comenzaba a iluminar el blanquecino y sombrío amanecer; zumbaban
los mosquitos que eran, quizás, lo único incómodo de aquella excelente
vivienda forestal.
-
Me gustaría mucho
escribir algo en "Pravda" acerca de usted.
-
Bueno, escriba
—accedió sin especial entusiasmo el piloto y, con voz somnolienta,
añadió—: Pero, ¿para qué? Puede caer en manos de Goebbels, el cual,
hinchando el perro, dirá que entre los rusos combaten inválidos sin pies
y cosas por el estilo... ; los fascistas en eso son maestros.
Un
instante más tarde roncaba plácidamente. Yo no podía dormir. La
inesperada confesión me había conmovido por su sencillez y grandeza.
Todo aquello podría parecer un cuento, si el propio héroe no durmiera
allí mismo, al lado, y sus prótesis, cubiertas de rocío, no estuvieran
tiradas en el suelo, destacándose con toda precisión a la luz
blanquecina del naciente día...
...Desde
entonces no he vuelto a tropezarme con Alexéi Marésiev, pero a todas
partes adonde me han conducido los azares de la guerra he llevado
siempre conmigo los dos cuadernos escolares en los cuales anoté, en
Oriol, la odisea extraordinaria del piloto. Durante la guerra, en los
días de calma, o después, deambulando por los países, de la Europa
liberada, me he puesto muchas veces a escribir sobre ella, y otras
tantas he dejado el trabajo, porque todo lo que lograba escribir
parecíame un pálido reflejo de su vida.
Pero en Nuremberg asistí a las sesiones del Tribunal Militar
Internacional. Terminaba el interrogatorio de Hermann Goering. Cediendo
bajo el peso de las pruebas documentales, cogido entre la espada y la
pared por las preguntas del acusador soviético, "el segundo nazi de
Alemania" contaba al Tribunal —de mala gana y entre dientes— cómo, en
los combates que tuvieron lugar en los inmensos espacios de mi Patria,
se derrumbaba, se desorganizaba, bajo los golpes del Ejército
Soviético, el
gigantesco
ejército del fascismo, que hasta entonces no había conocido la derrota.
Justificándose, Goering elevó al cielo sus turbios ojos: "Tal ha sido la
voluntad de la Providencia".
—
¿Reconoce que al atacar traidoramente a la Unión Soviética, a
consecuencia de lo cual ha sido derrotada Alemania, han cometido ustedes
un crimen monstruoso? —preguntó a Goering el acusador soviético Román
Rudenko.
—
No fue un crimen, sino un error fatal —contestó con voz sorda Goering,
bajando los ojos con gesto sombrío—. Sólo puedo reconocer que hemos
obrado con precipitación, porque, como se vio después en el curso de la
guerra, desconocíamos muchas cosas y otras muchas no las podíamos ni
sospechar. Lo principal es que no conocíamos ni comprendíamos a los
rusos soviéticos. Eran y seguirán siendo un enigma. Ni la mejor agencia
de espionaje puede descubrir el verdadero potencial militar de los
Soviets. No me refiero al número de cañones, de aviones y de tanques.
Eso lo sabíamos con más o menos aproximación. No hablo de la potencia y
movilidad de la industria. Hablo de la gente; el hombre ruso ha sido
siempre un enigma para los extranjeros. Napoleón tampoco lo comprendió.
Nosotros no hemos hecho más que repetir el error de Napoleón.
Con
un sentimiento de legítimo orgullo escuchamos la forzada "confesión"
acerca del "enigmático hombre ruso", acerca del "desconocido potencial
militar" de nuestra Patria. Era de creer que el hombre soviético —cuyo
talento, capacidad, abnegación y valentía tanto han asombrado al mundo
durante la guerra— haya sido, efectivamente, y siga siendo un enigma
fatal para todos los Goering. Además, ¿cómo iban a comprender los
inventores de la miserable "teoría" de la "raza señorial" alemana, el
alma y la fuerza del hombre que ha crecido en el País del Socialismo? Y,
de pronto, recordé a Alexéi Marésiev. Su imagen medio olvidada se alzó
ante mí, luminosa, obsesionante, en aquella severa sala revestida de
roble. Y sentí el deseo de contar aquí mismo, en Nuremberg, precisamente
en la ciudad cuna del fascismo, las hazañas de uno de los millones de
sencillos hombres soviéticos que habían aniquilado los ejércitos de
Keitel, la flota aérea de Goering, que habían sepultado en el fondo del
mar los barcos de Raeder y deshecho, con sus potentes golpes, el
bandidesco Estado de Hitler.
Los
cuadernos de escolar con tapas amarillas —en uno de los cuales, escrito
con puño y letra de Marésiev, ponía "Diario de vuelo de la tercera
escuadrilla"—, habían venido conmigo también a Nuremberg. Al volver de
la sesión del Tribunal me puse a repasar las viejas notas y reanudé el
trabajo, intentando escribir acerca de Alexéi Marésiev, con la mayor
fidelidad, todo cuanto sabía de sus propios labios.
Mucho de lo que me dijo no alcancé a anotarlo, otro tanto se me fue de
la memoria durante los cuatro años transcurridos. Otras muchas cosas
Alexéi Marésiev dejó de contarme por su modestia. Fue necesario
inventar, completar. Se habían enturbiado en mi memoria los retratos de
sus amigos, de los cuales me habló con tanto cariño aquella noche. Hubo
que crearlos de nuevo. No teniendo aquí posibilidad de atenerme
estrictamente a los hechos, he cambiado ligeramente el apellido del
héroe y he dado nuevos nombres a los que le acompañaron, a quienes le
ayudaron en el difícil camino de su gesta. Que no se enfaden conmigo si
se reconocen en el relato.
He
titulado el libro "Un hombre de verdad", porque Alexéi Marésiev es todo
un hombre soviético, al que no había comprendido nunca, ni comprendió
hasta su vergonzosa muerte Hermann Goering, al que no comprenden aún
ahora todos los propensos a olvidar las lecciones de la historia y
quienes, también ahora, en secreto, sueñan todavía con seguir el camino
de Napoleón y de Hitler.
Y
así surgió este relato acerca de un "hombre de verdad".
El
relato se estaba publicando ya en una revista, se leía por la radio,
cuando una mañana sonó el teléfono en mi casa.
-
Me gustaría hablar
con usted —oí por el auricular una voz bronca, viril, al parecer
conocida, pero ya olvidada.
-
¿Con quién hablo?
—
Con el comandante de la Guardia Alexéi Marésiev.
Unas horas más
tarde entraba en mi casa, igual de
dinámico,
alegre, activo, con su andar levemente balanceante, a lo oso. Los
cuatro años de guerra casi no le habían cambiado.
—
Ayer estaba leyendo en casa, teníamos conectada la radio pero yo,
abstraído en la lectura, no la escuchaba. De pronto, se me acerca toda
emocionada mi madre, señala el receptor y dice: "Escucha, hijito, están
hablando de ti". Presté oído. En efecto: estaban contando todo lo que me
había sucedido. Pensé sorprendido: ¿Quién ha podido escribirlo? Jamás se
lo he contado a nadie. Y, de pronto, recordé nuestra entrevista en los
alrededores de Oriol y de cómo no le dejé dormir toda la noche con mis
historias... Pero eso había ocurrido hacía tanto tiempo, casi cinco años
atrás... Cuando terminaron de leer el capítulo y dieron el nombre del
autor, decidí buscarle...
Explicó todo esto de un tirón, con su sonrisa amplia, un tanto tímida,
que yo recordaba de antes.
Como siempre ocurre cuando se encuentran dos militares que llevan mucho
tiempo sin verse, empezamos a hablar de los combates, de los oficiales
conocidos, dedicamos sentidas palabras de recuerdo a los que no habían
llegado con vida hasta el día de la victoria. Igual que antes, Alexéi
Marésiev no era muy aficionado a hablar de sí. Supe que había combatido
todavía mucho y con suerte. Con su regimiento de la Guardia había
realizado la campaña de 1943-1945. Después de nuestro encuentro, había
derribado tres aviones más en Oriol y luego, en los combates por los
países del Báltico, había aumentado su cuenta en otros dos aparatos. En
una palabra, se había vengado con creces de los alemanes por sus pies
perdidos en la guerra. El
Gobierno le
había concedido el título de Héroe de la Unión Soviética.
También me habló Marésiev de sus asuntos personales y me satisface poder
dar al relato, también en este aspecto, un final feliz. Una vez
terminada la guerra, Alexéi se casó con su novia y ya tienen un hijo que
se llama Víctor. La anciana madre de Alexéi se ha trasladado de Kamyshin
a Moscú y vive con sus hijos, feliz de ver su dicha y cuidando de su
pequeño nieto.
En
la actualidad, el nombre del personaje principal de mi relato suele
encontrarse con frecuencia en los periódicos. El oficial soviético que
ha mostrado un ejemplo tan asombroso de valentía y de voluntad de luchar
contra el enemigo que se atrevió a hollar la sagrada tierra soviética,
es hoy un fervoroso combatiente de la paz en todo el mundo. Los
trabajadores de Budapest y Praga, de París y Londres, de Berlín y
Varsovia, le han visto en más de una ocasión en conferencias y mítines
de masas. La sorprendente vida de este combatiente soviético no sólo es
conocida en la URSS. Y la noble exigencia de la paz es particularmente
persuasiva en boca de aquel que con tanto valor ha soportado las pruebas
más duras de la guerra.
Hijo de su poderoso pueblo, tan amante de la libertad, Alexéi Marésiev
lucha por la paz con la misma pasión, tenacidad y fe en el triunfo con
que combatió y venció al enemigo.
Así,
la propia vida continúa este relato, escrito por mí en el extranjero,
sobre Alexéi Marésiev, un Hombre Soviético, un Hombre de Verdad.
Moscú, 28 de noviembre de 1950. |
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