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1
Titilaban aún las estrellas con brillante y frío fulgor, mas por Oriente
comenzaba a clarear. Destacábanse ya un tanto los árboles en la
oscuridad. De pronto, un fuerte golpe de fresco viento estremeció sus
copas. Y todo el bosque se animó a la vez, clamoroso y sonoro.
Llamáronse mutuamente los centenarios pinos con inquieto y silbante
murmullo, mientras de las agitadas ramas caía la seca escarcha con
blando susurro.
El
viento se calmó de súbito, lo mismo que se había levantado. Se
aquietaron de nuevo los árboles, volviendo a su fría inmovilidad.
Comenzaron a oírse los ruidos que en la espesura del bosque preceden a
la mañana: el ávido roer de los lobos en el calvero próximo, el gañido
cauteloso de las zorras y los primeros golpes, inseguros todavía, del
pájaro carpintero recién despierto, golpes tan musicales en la calma del
bosque, que más que en el tronco de un árbol parecía como si el pájaro
picotease en la caja hueca de un violín.
De
nuevo bramó impetuoso el viento en la tupida fronda de las copas de los
pinos, las últimas estrellas se esfumaron en el claror de la mañana. El
propio cielo parecía más estrecho y denso. El bosque, barridos
definitivamente los últimos jirones de la oscuridad nocturna, despertaba
en toda su verde magnificencia. Por el tono carmesí con que se encendían
las crespas cabezas de los pinos y las agudas puntas de los abetos,
adivinábase que el sol se había alzado ya y que el nuevo día prometía
ser despejado, frío, tonificador.
Se
hizo completamente de día. Retiráronse los lobos a lo más intrincado del
bosque, para digerir el nocturno botín; abandonó la zorra el calvero,
dejando tras sí en la nieve el encaje de sus huellas astutamente
enmarañadas. El centenario bosque se llenó de un murmullo monorítmico,
continuo. Tan sólo la algarabía de las aves, el golpear del pájaro
carpintero, el alegre piar de los amarillentos paros, que cruzaban como
flechas por entre la enramada, y el ávido y seco graznido de los
arrendajos daban variedad a todo aquel ruido denso, inquieto y
melancólico que rodaba en suaves oleadas.
Una urraca, que limpiaba su negro y agudo pico en la rama de un aliso,
ladeó de pronto la cabeza, aguzó el oído y se encogió, dispuesta a
emprender el vuelo. Crujieron en alarmante chasquido las ramas secas.
Alguien, grande y vigoroso, atravesaba el bosque, sin parar mientes en
los senderos. Crujieron los matorrales, agitáronse las copas de unos
pinos pequeños, rechinó, hundiéndose, la costra helada de la nieve. La
urraca lanzó un chillido y, desplegando la cola, semejante a las plumas
de una saeta, alejóse en línea recta.
Por entre la fronda, espolvoreada de escarcha matinal, asomó un hocico
largo, oscuro, coronado de pesados y sarmentosos cuernos. Unos ojos
asustados otearon el enorme calvero. Las fosas nasales, sonrosadas,
suaves, aleteaban convulsas y jadeantes, lanzando chorrillos de cálido
vapor.
El
viejo alce se plantó en el pinar, inmóvil como una estatua. Tan sólo la
enmarañada piel del lomo se estremecía nerviosamente. Las orejas,
enderezadas, captaban todo rumor y era tan sutil su oído que el animal
percibía hasta el ruido de la carcoma, abriéndose paso bajo la corteza
del pino. Pero ni aun aquel refinado oído pudo percibir en el bosque
nada que no fuera el parloteo de los pájaros, el golpear del pájaro
carpintero o el monorítmico rumor de las copas de los pinos.
El
oído le tranquilizaba, pero el olfato le advertía de un peligro. Al
fresco aroma de la derretida nieve se mezclaban otros olores
penetrantes, densos, peligrosos, extraños en aquel intrincado bosque.
Los negros y tristes ojos de la bestia divisaron sobre la cegadora
escama de la nieve helada unas figuras oscuras. Sin moverse, contrajo
todo su cuerpo, pronto a saltar a la espesura. Pero los hombres no se
movían. Estaban tendidos en la nieve, muy apretados, en algunos sitios
unos sobre otros. Había muchos, pero todos permanecían inmóviles;
ninguno de ellos alteraba la virginal quietud. Junto a ellos, casi
cubiertos por la nieve, se alzaban unos monstruos. De allí provenían los
densos y alarmantes olores.
Erguido en la linde del bosque, el alce miraba de reojo, con temor, sin
comprender qué le habría podido ocurrir a todo aquel rebaño de hombres
silenciosos, inmóviles y, al parecer, nada temibles.
Un
ruido que provenía de lo alto atrajo su atención. La bestia se
estremeció, tembló la piel de su lomo y las patas traseras se le
contrajeron aún más.
Sin embargo, aquel ruido tampoco era alarmante. Parecía como sí unas
cetonias girasen con zumbido de bortión entre las hojas del abedul en
plena florescencia. Al zumbido se sumaba de vez en cuando un tableteo
rápido, breve, semejante al graznar vespertino del rascón en el pantano.
No
tardaron en aparecer las cetonias con sus refulgentes alas,
evolucionando en el gélido aire azul. El graznido del rascón restallaba
una y otra vez en la altura. Una de las cetonias, sin plegar las alas,
se lanzó hacia abajo. Las restantes seguían evolucionando en el azul del
cielo. La bestia distendió sus tensos músculos, salió al calvero y lamió
la corteza helada de la nieve, mirando de reojo al cielo. De pronto,
otra de las cetonias se separó del enjambre que revoloteaba en el aire,
y, dejando tras sí una cola espléndida, se precipitó en línea recta
hacia el calvero. Creció tan rápidamente de tamaño que apenas tuvo
tiempo el alce de saltar a los matorrales, cuando algo enorme, más
terrible que la súbita ráfaga de la tempestad otoñal, golpeó las copas
de los pinos y se desplomó con tal estrépito que todo el bosque retumbó,
lanzando un prolongado gemido. El eco se expandió veloz por encima de
los árboles, adelantándose al alce, que se había lanzado, como una
exhalación, hacia la espesura.
El
eco se perdió en la tupida fronda verde. La escarcha de las copas de los
árboles, derribados por la caída del avión, flotaba, lanzando
resplandecientes destellos. Una quietud densa, imponente, volvió a
reinar en el bosque. Y en medio de aquella quietud oyóse con toda
nitidez el lastimero gemido de un hombre y el sordo crujido de la costra
helada de la nieve bajo las patas de un oso, al que el estruendo y el
chasquido inusitados habían arrojado del bosque, haciéndole salir al
calvero.
Era un oso enorme, viejo y greñudo. Oscuros mechones de sucia pelambre
sobresalían en sus hundidos ijares y pendían, a modo de estalactitas,
del magro y seco trasero. La guerra se había desencadenado por aquellos
contornos en el otoño, penetrando incluso allí, en la espesura
occidental del bosque, sólo hollada hasta entonces, de tarde en tarde,
por las plantas de los guardas forestales y los cazadores. Aquel mismo
otoño, el fragor del combate cercano había sacado al oso de su guarida,
interrumpiendo su invernal letargo; y ahora vagaba hambriento e irritado
por el bosque, sin conocer el reposo.
El
animal se detuvo en el lindero, en el mismo lugar donde hacía un momento
se encontraba el alce. Husmeó las recientes huellas, de apetitoso olor,
las aspiró profundamente, con avidez, contrayendo sus escuálidos flancos
y aguzó el oído. El alce había desaparecido, pero cerca percibíase el
ruido originado por algún ser vivo y, evidentemente, débil. Erizósele a
la fiera el pelo del cuello y tendió el hocico hacia adelante. Desde la
linde llegó de nuevo, apenas perceptible, el lastimero quejido.
La
fiera, pisando lenta y cautelosa con sus blandas patas, bajo las cuales
se hundía crujiente la seca y fuerte capa de nieve helada, se encaminó
hacia una figura humana, que yacía inmóvil, incrustada en la nieve...
2
El
piloto Alexéi Merésiev había caído en el cepo de dobles «tijeras». Era
lo peor que podía ocurrir en un combate aéreo. Después de haber gastado
todas las municiones y cuando prácticamente se hallaba ya inerme, cuatro
aviones alemanes, los cuales, sin permitirle escapar ni desviarse de la
ruta, le conducían al aeródromo enemigo.
El
hecho ocurrió del modo siguiente: la patrulla de «cazas», al mando del
teniente Merésiev, había salido en vuelo de protección con unos «IL2»
que iban a atacar un aeródromo enemigo. La audaz incursión se había
desarrollado con éxito. Los aviones —«tanques voladores», como los
llamaba la infantería, deslizándose casi a ras de las copas de los pinos,
cayeron por sorpresa sobre el campo de aviación donde se hallaban
alineados unos grandes «Junkers» de transporte. Surgieron
inesperadamente, por detrás de la erizada muralla azul oscura del bosque,
pasaron veloces sobre los pesados cuerpos de los transportes, regándolos
con el plomo y el acero de los cañones y ametralladoras y lanzando
bombas sobre ellos. Merésiev, que protegía con su patrulla el espacio
aéreo sobre el lugar del ataque, vio perfectamente desde el aire correr
por el aeródromo las oscuras figurillas de los hombres y cómo comenzaron
a diseminarse torpemente los transportes por la nieve apisonada. Los
aviones de asalto daban una pasada tras otra, y las tripulaciones de los
«Junkers», repuestas de la sorpresa, empezaban, bajo el fuego, a rodar
por la pista los aparatos, para el despegue.
En
aquel momento Alexéi cometió una torpeza. En lugar de guardar
celosamente el espacio aéreo sobre la zona en que operaban los aviones
de asalto, se dejó tentar, como dicen los pilotos, por la caza fácil.
Metiendo el aparato en picado, se precipitó como una piedra sobre un
«Junkers», pesado y lento, que acababa de despegar, y, disparándole
varias ráfagas largas, vio con satisfacción cómo perforaba el cuerpo
cuadrangular, pintarrajeado, construido de chapa ondulada de
duraluminio. Seguro de sí, ni siquiera miró cómo el enemigo se
estrellaba contra el suelo. En el lado opuesto del aeródromo despegó
otro «Junkers». Alexéi voló en su persecución. Le atacó, pero sin éxito:
las balas pasaron por encima del aparato, que iba tomando altura poco a
poco. Alexéi hizo un brusco viraje, volvió a atacar y falló de nuevo;
alcanzó otra vez a su víctima ya fuera del aeródromo, sobre el bosque, y
metiendo con rabia en el grueso torso en forma de puro varias ráfagas
prolongadas de todas las armas de a bordo, lo derribó. Después de haber
abatido al «Junkers», y de dar dos vueltas triunfales en torno al lugar
donde ascendía una negra columna de humo, emergiendo sobre el verde mar
encrespado del inmenso bosque, Alexéi viró en dirección al aeródromo
alemán.
Pero no llegó hasta allí: vio cómo tres cazas de su patrulla combatían
con nueve «Messers», llamados sin duda por el mando del aeródromo alemán
para repeler el ataque de los aviones de asalto. Al lanzarse
intrépidamente sobre los alemanes, tres veces superiores en número, los
pilotos soviéticos procuraban distraer al enemigo de los «IL2». A la par
que combatían, iban arrastrando cada vez más lejos al adversario, lo
mismo que hace el urogallo, fingiéndose herido y alejando a los
cazadores de sus polluelos.
Alexéi sintió tal vergüenza de haberse dejado tentar por «la caza
fácil», que sus mejillas se arrebolaron bajo el casco de vuelo. Eligió
contrincante y, apretando los dientes, se lanzó al combate. Su objetivo
era un «Messer» que se había apartado un tanto de los demás y que, por
lo visto, también había escogido su presa. Alexéi, agotando la velocidad
de su aparato, se lanzó de flanco sobre el enemigo, atacándole de
acuerdo con todas las reglas del combate aéreo. Al apretar los gatillos,
el cuerpo gris del aparato adversario se veía nítidamente en la retícula
del colimador. Pero el avión enemigo pasó tranquilamente por delante. No
había podido fallar. El blanco se hallaba muy próximo y se distinguía
con singular claridad. «¡La munición!», adivinó Alexéi, sintiendo que su
espalda se cubría de un sudor frío. Para cerciorarse, apretó de nuevo
los gatillos y no percibió esa trepidación que siente el piloto en todo
su cuerpo cuando pone en acción las armas de su aparato. Los depósitos
de munición estaban ya vacíos: persiguiendo a los «Junkers», había
gastado toda la dotación.
¡Pero el enemigo no lo sabía! Aunque inerme, Alexéi decidió meterse en
el fragor del combate, con el fin de mejorar, siquiera numéricamente, la
proporción de fuerzas. Pero se equivocó. El aparato que había atacado
Alexéi con tan mala fortuna estaba pilotado por un hombre experto y buen
observador. El alemán, dándose cuenta de que el caza estaba inerme, dio
una orden a sus colegas. Cuatro «Messerschmitt» abandonaron el combate,
rodearon a Alexéi por los flancos, le atenazaron por arriba y por abajo
e imponiéndole la ruta con balas trazadoras — claramente visibles en el
aire azul y transparente—, le sujetaron en las dobles «tijeras».
Días atrás, Alexéi había oído hablar de que al sector de Stáraia Russa
había llegado, procedente del Oeste, la famosa división alemana
«Richthofen», compuesta por los mejores «ases» del imperio y apadrinada
por el propio Goering. Alexéi comprendió que había caído en las garras
de aquellos lobos del aire, los cuales pretendían, sin duda alguna,
conducirle a su aeródromo y obligarle a tomar tierra, con el fin de
capturarle vivo. Casos tales se daban por entonces. El mismo Alexéi
había visto con sus propios ojos cómo una vez la patrulla de cazas al
mando de su amigo Andréi Degtiarenko, héroe de la Unión Soviética,
condujo e hizo tomar tierra en su aeródromo a un aparato de
reconocimiento alemán.
El
rostro alargado, verdoso-pálido, del alemán prisionero, su andar
vacilante, surgieron instantáneamente en la memoria de Alexéi.
«¿Prisionero? ¡Jamás! ¡No os daré esa satisfacción!», decidió.
Pero no conseguía escapar. En cuanto hacía el menor intento de desviarse
de la ruta impuesta, los alemanes le cerraban el paso con ráfagas de
ametralladora. Y de nuevo surgió ante sus ojos el rostro del piloto
prisionero, desencajado, temblándole la mandíbula. Había en aquel rostro
una expresión de humillante terror animal.
Merésiev apretó con fuerza los dientes, metió el gas a fondo poniendo el
aparato vertical, intentó colocarse por debajo del alemán que tenía
encima y que le empujaba hacia tierra. Logró evadirse de la escolta,
pero el alemán tuvo tiempo de apretar oportunamente el gatillo. El motor
perdió el ritmo y comenzó a fallar. Todo el avión temblaba en la
convulsión de la agonía.
¡Tocado!... Alexéi logró ocultarse en el blanco velo de una nube,
burlando así la persecución. Pero ¿qué iba a hacer? El piloto sentía en
todo su ser el temblor del aparato herido, como sí aquello no fuera la
agonía del motor averiado, sino una fiebre que sacudiera su propio
cuerpo.
¿En qué parte se hallaba herido el motor? ¿Cuánto tiempo podría
mantenerse el aparato en el aire? ¿No estallarían los depósitos de
gasolina? Todo aquello, más que pensarlo, lo sentía Alexéi. Con la
sensación de estar sentado sobre una carga de dinamita, por cuya mecha
crepitaba ya la llama, puso el avión rumbo a la línea del frente, hacia
los suyos, para que en caso de cualquier contingencia lo enterrasen, por
lo menos, manos fraternas.
El
desenlace no tardó en llegar. El motor rateó y se paró. El aparato, como
deslizándose por una escarpada montaña, se lanzó rápidamente hacia
tierra. Bajo el avión, el bosque, inmenso como el mar, parecía diluirse
en olas de un verde grisáceo... «¡Pero no he caído prisionero!», tuvo
tiempo de pensar el piloto, cuando los árboles próximos, fundidos en
alargadas franjas, corrían veloces bajo las alas del aparato. En el
preciso momento en que el bosque saltaba como una fiera sobre él,
Alexéi, con un movimiento instintivo, quitó los contactos. Oyóse un
estampido horrísono e instantáneamente desapareció todo, como si en
unión del aparato se hubiera zambullido en agua oscura, tibia y viscosa.
Al
caer, el avión rozó las copas de unos pinos, lo que amortiguó el golpe.
Después de romper algunos árboles, el aparato se partió en varios
pedazos; pero, un momento antes, Alexéi había sido despedido del
asiento, yendo a caer en un frondoso abeto centenario, por cuyas ramas
resbaló hasta un elevado montículo de nieve, formado por el viento al
pie del árbol. Esto le salvó la vida.
Alexéi no pudo recordar cuánto tiempo permaneció allí tendido, inmóvil,
sin conocimiento. Ante él, en sucesión vertiginosa, desfilaban
indefinidas sombras humanas, confusas siluetas de edificios, máquinas
fantásticas. El torbellino de su movimiento producíale en todo el cuerpo
un dolor sordo, punzante. Luego, de aquel caos se destacó algo grande,
cálido, de formas indefinidas, y sintió el vaho de un aliento fétido,
ardiente. Probó a apartarse de aquello, pero su cuerpo parecía estar
pegado a la nieve. Angustiado por un terror inconsciente, hizo un brusco
movimiento y, de pronto, sintió el gélido aire que irrumpía en sus
pulmones, el frío de la nieve en la mejilla y un dolor agudo, pero ya no
en todo el cuerpo, sino en las piernas.
«¡Estoy vivo!», fulguró por un instante en su conciencia. Hizo un
movimiento para incorporarse, pero oyó junto a sí el crujido de la
corteza helada bajo unos pies y una respiración ruidosa y ronca. «¡Los
alemanes! — pensó al momento, dominando el deseo de abrir los ojos e
incorporarse para defenderse —. ¡Prisionero! ¡A pesar de todo,
prisionero!... ¿Qué hacer?»
Recordó que el día anterior, su mecánico Yura, hombre muy mañoso, se
había puesto a arreglarle la funda de la pistola, que se le había roto;
pero Alexéi tuvo que emprender el vuelo antes de que Yura terminara, y
se metió la pistola en un bolsillo lateral del mono. Ahora, para
alcanzarla, tenía que volverse de costado, lo que, naturalmente, no
podía hacer sin ser advertido por el enemigo. Alexéi yacía boca abajo.
En la cadera sentía los pronunciados cantos de la pistola. Pero
permanecía inmóvil: tal vez el enemigo, tomándole por muerto, se
marchara.
El
alemán rondada a su alrededor; resopló de un modo extraño, acercóse de
nuevo a Merésiev, haciendo crujir la nieve, y se inclinó sobre él.
Alexéi volvió a sentir el fétido aliento que salía de su gaznate. Ahora
sabía ya que era un alemán solo, cosa que hacía más probable la
salvación: podría acecharle, incorporándose de súbito, aferrarse a su
garganta e impidiéndole hacer uso de las armas, pelear de hombre a
hombre... Pero había que calcular cada movimiento con exactitud
matemática.
Sin cambiar de postura, Alexéi fue entreabriendo muy irritantemente un
ojo y a través de las entornadas pestañas vio ante sí, en lugar de un
alemán, una mancha oscura y peluda. Entreabrió más el ojo y en seguida
volvió a cerrarlo por completo: frente a él, sentado sobre las patas
traseras, se hallaba un oso enorme, escuálido y desgreñado.
3
Quieto, con esa quietud que sólo las fieras saben mantener, el oso
permanecía sentado junto a la inmóvil figura humana que apenas se
distinguía en el montón de nieve azulada, refulgente al sol.
Las sucias aletas de sus fosas nasales palpitaban suavemente. De las
entreabiertas fauces, en las que se veían los viejos y amarillentos
colmillos, todavía poderosos, pendía y se balanceaba al viento un fino
hilillo de espesa baba.
Sacado por la guerra de su invernal guarida, se hallaba hambriento e
irritado. Pero los osos no comen carroña. Después de olfatear el cuerpo
inmóvil, que olía intensamente a gasolina, retrocedió perezosamente al
calvero, donde también yacían en abundancia cuerpos humanos semejantes,
incrustados en la dura corteza de la nieve. Un gemido y un leve rumor le
hicieron volver sobre sus pasos.
Y
allí estaba sentado junto a Alexéi. El hambre acuciadora luchaba en él
con la repulsión a la carroña. Pero el hambre comenzaba a prevalecer. La
fiera resopló, levantóse, dio con la garra media vuelta al hombre sobre
el montón de nieve e intento desgarrar con las uñas el fuerte tejido del
mono. Éste resistió. El oso lanzó un sordo gruñido. Alexéi tuvo que
hacer grandes esfuerzos para dominar en aquel instante el deseo de abrir
los ojos, de echarse atrás, de gritar y repeler aquella pesada mole
sucia que gravitaba sobre su pecho. Venciendo el impulso de todo su ser,
que le empujaba a defenderse con ímpetu y furiosamente, comenzó a
introducir la mano, con un movimiento lento, imperceptible, en el
bolsillo; empuñó la estriada culata de la pistola, levantó el gatillo
con el pulgar, cuidadosamente, para que no chasquease, y empezó a sacar
con disimulo la mano armada.
La
fiera dio un zarpazo más poderoso sobre el mono. La sólida tela crujió,
pero siguió resistiendo. El oso volvió a lanzar un furioso gruñido,
agarró el mono con los dientes, clavándolos, a través de la piel y del
enguatado forro, en el cuerpo del piloto. Alexéi, con un supremo
esfuerzo de voluntad, ahogó el dolor y, en el preciso momento en que la
fiera le arrancaba del montón de nieve, levantó la pistola y apretó el
gatillo.
El
sordo disparo restalló tonante, expandido por el eco.
La
urraca pegó un brinco y emprendió el vuelo con presteza. Desprendióse la
escarcha de las estremecidas ramas. La fiera fue soltando lentamente a
su presa. Alexéi cayó en la nieve sin perder de vista al enemigo. El oso
se sentó sobre las patas traseras y en sus ojillos negros, purulentos,
cubiertos de finos pelos, coagulóse una expresión de perplejidad. Un
chorrito de sangre espesa y mate corría entre sus colmillos y goteaba
sobre la nieve. Lanzó un rugido ronco y terrible, se irguió con
dificultad sobre los cuartos traseros y se desplomó pesadamente antes de
que Alexéi tuviera tiempo de hacer un nuevo disparo. Junto a la cabeza
de la fiera, la costra azulenca de la nieve iba enrojeciendo poco a
poco, y al derretirse humeaba ligeramente. El oso estaba muerto.
Cedió la tensión nerviosa de Alexéi. De nuevo sintió en las plantas de
los pies el dolor agudo, punzante, y derrumbándose sobre la nieve,
perdió el conocimiento.
Volvió en sí cuando el sol se hallaba ya muy alto. Sus rayos atravesaban
la fronda, arrancando brillantes destellos de la blanca costra helada. A
la sombra, la nieve parecía de un color azul oscuro.
«¿Se me habrá figurado lo del oso?», fue el primer pensamiento de
Alexéi.
El
cuerpo oscuro, desgreñado, sucio, yacía a su lado, sobre la azulenca
nieve. Murmuraba el bosque. El pájaro carpintero golpeaba sonoro en la
corteza del árbol. Los veloces paros de amarilla pechuga cantaban
bulliciosos de rama en rama.
«¡Estoy vivo, vivo, vivo!», repetía mentalmente Alexéi. Y todo él, su
cuerpo entero, inundándose de júbilo, absorbiendo esa maravillosa,
potente, embriagadora sensación de la vida que siempre invade al ser
humano, se adueña de él, después de haberse visto expuesto a un peligro
mortal.
A
impulsos de esa poderosa sensación se puso en pie; pero al instante
volvió a sentarse sobre el cuerpo del oso, lanzando un gemido. El dolor
de las plantas de los pies traspasó todo su cuerpo, zumbábanle los oídos
con un ruido sordo, pesado, como si unas piedras de molino, viejas y
desportilladas, girasen con estruendo en su cabeza, poniendo en
conmoción el cerebro. Los ojos le dolían como si alguien se los apretase
con el dedo por encima de los párpados. Tan pronto veía todo lo que le
rodeaba, nítido, brillante, bañado en los fríos y dorados rayos del sol,
como desaparecía, cubriéndose de un velo gris que despedía fulgurantes
chispazos.
«¡Malo! — pensó Alexéi —. He debido de herirme en la caída, y a mis pies
les ha ocurrido algo».
Incorporándose, contempló con sorpresa el vasto campo que se extendía
más allá del lindero del bosque, encuadrado en el horizonte por el
semicírculo azulenco de una lejana floresta.
Al
parecer, en el otoño, o más exactamente, a principios del invierno,
pasaba por el lindero del bosque, a través de este campo, una línea de
defensa en la que una unidad del Ejército Rojo se mantuvo poco tiempo,
pero luchando encarnizadamente, hasta la muerte. Las nevascas habían ido
cubriendo las heridas de la tierra con el apelmazado algodón de la
nieve. Pero, bajo ésta, se adivinaban aún fácilmente los caminos de topo
de las trincheras, los montículos de los puntos de fuego destruidos y la
viruela interminable de los embudos, grandes y pequeños, que llegaban
hasta el pie mismo de los árboles de la linde, derribados, desgajados,
descabezados o arrancados de cuajo por las explosiones. En diferentes
lugares del asolado campo, emergían de la nieve varios tanques pintados
del color abigarrado de las escamas del sollo. Todos ellos —
especialmente el que se encontraba en un extremo, al que la explosión de
una granada o de una mina había hecho volar de forma que el largo tubo
de su cañón se inclinaba hacia la tierra, semejante a una lengua
colgando — parecían cadáveres de monstruos ignotos. Y por todo el campo
— junto a los parapetos de las trincheras poco profundas, al lado de los
tanques y en el lindero del bosque — yacían confundidos cadáveres de
soldados rojos y de alemanes. Había tantos, que, en algunos lugares, se
amontonaban unos sobre otros. Yacían en la misma postura en que la
muerte los había sorprendido durante el combate, meses atrás, en los
umbrales del invierno, y que el frío había petrificado.
Todo hablaba a Alexéi del encarnizamiento y de la furia del combate allí
librado, de que sus camaradas de lucha habían sabido pelear olvidándose
de todo, excepto de la necesidad de contener al enemigo, de no dejarle
pasar hacia adelante. Por ejemplo, allí cerca, junto al lindero, al pie
de un corpulento pino decapitado por un proyectil, de cuyo alto tronco,
partido al sesgo, fluía una resina amarilla y transparente, veíanse
sobre la nieve varios hitlerianos con el cráneo hundido y los rostros
mutilados por los culatazos. En el centro, atravesado sobre uno de los
enemigos, yacía boca arriba el cadáver de un mocetón gigantesco,
carirredondo, macrocéfalo, sin capote, suelta la guerrera y el cuello de
ésta desgarrado; junto a él, había un fusil con la bayoneta rota,
partida y ensangrentada la culata.
Y
más allá, al lado del sendero que conducía al bosque, bajo un pequeño
abeto cubierto por la arena, con medio cuerpo metido en un embudo, y
también boca arriba, estaba tendido un bronceado uzbeco de fino rostro,
como tallado en marfil. Detrás de él, bajo las ramas del abeto, se veía
un montón de granadas cuidadosamente apiladas. En su mano, muerta,
extendida hacia atrás, empuñaba una granada como si antes de lanzarla
hubiera decidido mirar al cielo y así hubiese quedado yerto.
Algo más lejos, a lo largo del sendero del bosque, al lado de las
pintarrajeadas moles de los tanques, en los taludes de los grandes
embudos, en las trincherillas, junto a los viejos tocones, veíanse por
doquiera cadáveres, vestidos unos con chaquetas y pantalones acolchados
y otros con guerreras de un verde sucio y gorros de verano calados hasta
las orejas; entre los montones de nieve asomaban rodillas encogidas,
mentones alzados y rostros céreos, semiinscrustados en la nieve a medio
derretir, roídos por las zorras, picoteados por las urracas y los
cuervos. Varios cuervos giraban lentamente sobre el calvero, y Alexéi
recordó de pronto el magnífico e impresionante cuadro de Vasnetsov, el
gran pintor ruso, «La batalla de las huestes de Igor», reproducido en el
manual de historia que estudiara en la escuela.
«¡También yo podía yacer aquí!», pensó Alexéi, y de nuevo todo su ser se
inundó de una pujante sensación de vida. Alexéi se enderezó. En su
cabeza giraban aún, lentamente, las desportilladas muelas de molino; los
pies le ardían y dolían más que antes; pero, sentándose sobre el cuerpo
del oso, ya frío y plateado por los secos copos de nieve, comenzó a
reflexionar sobre qué hacer, adónde ir, cómo llegar hasta las unidades
de vanguardia propias.
Durante la caída había perdido el portaplanos con el mapa. Pero aun sin
éste, Alexéi se hacía una idea clara de la ruta. El aeródromo de campaña
alemán atacado por los aviones de asalto estaba situado a unos sesenta
kilómetros al Oeste del frente. Al entablar combate aéreo con los cazas
alemanes, sus pilotos habían conseguido alejarlos a unos veinte
kilómetros al Este del aeródromo, y él mismo, después que logró escapar
de las dobles «tenazas», había avanzado, probablemente, un poco más
hacia el Este. Por lo tanto, había caído a unos treinta y cinco
kilómetros de la línea del frente, bastante a retaguardia de las
divisiones alemanas avanzadas, en algún paraje del inmenso bosque,
conocido por el Bosque Negro, sobre el cual había volado en más de una
ocasión acompañando a los aviones de bombardeo y de asalto en sus cortos
raids por la retaguardia alemana inmediata. Desde lo alto, siempre le
había parecido un infinito mar verde. Cuando hacía buen tiempo, sobre el
bosque se arremolinaban las puntiagudas copas de los pinos, mientras que
en el mal tiempo, oculto por la bruma, recordaba una oscura lámina de
agua surcada de pequeñas olas.
El
haber caído en el centro de aquella selva virgen era bueno y malo a la
vez; bueno, porque en aquellas intrincadas espesuras había pocas
probabilidades de tropezar con los enemigos, que preferían de ordinario
las vías de comunicación y los lugares poblados; y malo, porque tendría
que recorrer un camino bastante penoso, aunque no muy largo, a través de
la maleza forestal, donde no podía esperar ayuda del hombre, ni un
pedazo de pan, ni albergue, ni un trago de agua caliente. Además, las
piernas….¿Se tendría en pie? ¿Podría andar?.....
Se
incorporó lentamente. El mismo dolor agudo que había surgido en las
plantas de los pies recorrió todo su cuerpo de abajo arriba. Lanzó un
grito. Tuvo que sentarse de nuevo sobre el cuerpo del oso. Intentó
quitarse una bota, pero ésta no salía, y cada movimiento brusco le
obligaba a lanzar un gemido. Entonces, Alexéi apretó los dientes, cerró
los ojos y tiró de la alta bota con ambas manos, empleando todas sus
fuerzas; en aquel instante perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí
desenrolló cuidadosamente la bayeta que envolvía el pie a guisa de
calcetín: la planta estaba toda hinchada y era un puro cardenal. Le
ardía, doliéndole terriblemente en las articulaciones. Alexéi puso el
pie en la nieve y el dolor se mitigó. Con el mismo desesperado tirón,
igual que si se sacase una muela, arrancóse la segunda bota.
Tenía las dos extremidades inservibles. Sin duda, al golpear el avión
sobre las copas de los pinos y salir él lanzado de la cabina, algo le
pilló los pies y aplastó los huesecillos del metatarso y los dedos.
Naturalmente, en condiciones normales, a Alexéi ni siquiera se le
hubiera ocurrido intentar levantarse sobre aquellos pies deshechos y
tumefactos. Pero se hallaba solo en medio de la espesura del bosque, en
la retaguardia del enemigo, donde el encuentro con una persona suponía
la muerte, en vez de auxilio. Y decidió andar, caminar hacia el Este,
andar a través del bosque, sin intentar buscar caminos cómodos ni
parajes habitados, caminar a toda costa.
Alexéi se levantó con resolución, lanzó un gemido, rechinó los dientes y
dio el primer paso. Permaneció parado un momento, sacó la otra pierna de
la nieve y dio otro paso. Le zumbaba la cabeza; el bosque y el calvero
se tambalearon y empezaron a flotar.
Alexéi sintió que la tensión y el dolor le iban debilitando. Se mordió
los labios y continuó andando, camino del sendero que, pasando por
delante del inutilizado tanque y junto al uzbeko de la granada, conducía
al interior del bosque, en dirección al Este. Caminar por la blanda
nieve era soportable, pero en cuanto pisó el giboso camino barrido por
los vientos y cubierto por una capa de hielo, el dolor se hizo tan
insufrible que hubo de detenerse, sin decidirse a dar un solo paso más.
Permaneció así parado, abiertas torpemente las piernas, balanceándose
como agitado por el viento. Y, de pronto, todo se ensombreció ante sus
ojos. Desaparecieron el camino, los pinos, la azulada fronda, la combada
bóveda celeste, que se cernía sobre ella... Estaba de pie en el
aeródromo, al lado de un avión, el suyo, y su mecánico, el largirucho
Yura, en cuyo rostro sin afeitar, eternamente tiznado, resaltaban, como
siempre, el marfil de los dientes y el blanco de los ojos, le mostraba
la cabina invitándole con el gesto a subir: «¡Todo está listo! ¡Ea, a
volar!...», parecía decir. Alexéi dio un paso hacia el avión, pero el
suelo ardía, quemándole los pies, como si pisara una plancha de hierro
al rojo. Se lanzó para saltar directamente al ala, salvando aquel suelo
en ascuas, pero al tropezar con el frío fuselaje quedó sorprendido: no
era liso, ni barnizado, sino rugoso, revestido de corteza de pino... No
había avión alguno, sino que se encontraba en el sendero del bosque y
tanteaba con la mano el tronco de un árbol.
«Deben de ser alucinaciones. La conmoción me ha hecho perder el juicio —
pensó Alexéi —. Andar por el camino es insufrible. ¿Volver al campo
abierto? Pero eso me retrasará mucho...» Se sentó en la nieve, sacóse
las botas con los mismos tirones bruscos y resueltos de antes, desgarró
con uñas y dientes el empeine, para que no le oprimiese las plantas de
los pies destrozados, quitóse del cuello su gran bufanda de lana de
Angora, la rasgó en dos mitades, envolvió con ellas los pies y se calzó
de nuevo.
Ahora era más fácil andar. Por cierto que aquello no era andar, sino
avanzar con lentitud y cautela, apoyándose en los talones y alzando
mucho los pies, lo mismo que se camina por un pantano. Cuando daba unos
pasos, el dolor y la tensión le producían vértigo. Y tenía que pararse,
cerrar los ojos, apoyando la espalda contra el tronco de un árbol o
sentarse por unos instantes en un montón de nieve y descansar, sintiendo
en las venas el desbordado latir del pulso.
Así estuvo caminando penosamente, durante varias horas. Pero cuando miró
atrás, al otro extremo del trayecto recorrido, vio aún la iluminada
curva del camino, junto a la cual se destacaba en la nieve, como una
manchita oscura, el cadáver del uzbeko.
Ello disgustó a Alexéi. Disgustóle, pero no le asustó. Sintió deseos de
andar más aprisa. Se levantó del montón de nieve, apretó con fuerza los
dientes y siguió adelante, marcándose pequeños objetivos — de un pino a
otro pino, de cepa a cepa, de un montículo de nieve a otro — y en ellos
concentraba toda la atención. En la inmaculada nieve del desierto
sendero del bosque serpenteaban tras él unas huellas débiles, sinuosas,
confusas, como las que va dejando una fiera herida.
4
Así estuvo caminando hasta el atardecer. Cuando el sol, que iba
hundiéndose en el horizonte a espaldas de Alexéi, lanzaba ya el frío
resplandor del ocaso sobre las copas de los pinos, y en el bosque
comenzaban a espesarse las grises sombras crepusculares, a un lado del
camino, en una cañada cubierta de enebros, a los ojos de Alexéi se
ofreció un cuadro espantoso, cuya vista le produjo la misma impresión
que si le hubiesen pasado una toalla mojada a lo largo de la espina
dorsal, hasta la misma nuca; sus cabellos se erizaron bajo el casco de
vuelo.
Mientras que en el calvero tenía lugar el combate, en la cañada, entre
la maleza del enebral, había sido instalado, al parecer, un puesto
sanitario. Allí transportaban a los heridos y los iban colocando sobre
ramas de pino. Así yacían ahora, en filas, bajo la protección de los
arbustos, algunos medio enterrados en la nieve y otros totalmente
cubiertos por ella. A la primera hojeada se echaba de ver que no habían
muerto a consecuencia de las heridas. Alguien, blandiendo con destreza
un cuchillo, los había degollado, y todos los cadáveres yacían en
posturas semejantes, con la cabeza echada hacia atrás, como esforzándose
por ver lo que ocurría detrás de ellos.
Y
allí mismo estaba la explicación del misterio de aquel cuadro espantoso.
Al pie de un pino, junto al cadáver de un soldado rojo cubierto de
nieve, cuya cabeza descansaba en sus rodillas, hallábase la enfermera
metida en nieve hasta la cintura. Era una muchacha pequeña, feble, con
las orejeras del gorro atadas bajo el mentón. Entre sus omóplatos
asomaba, brillante, la bruñida empuñadura de un cuchillo. Junto a ella,
agarrándose mutuamente por la garganta, en la postrer y mortal refriega,
aparecían rígidos un individuo con el uniforme negro de las unidades de
las S.S. y un soldado ruso con el vendaje de la cabeza ensangrentado.
Alexéi comprendió al instante que aquel individuo del uniforme negro era
el asesino de todos los heridos, y que en el momento en que apuñalaba a
la enfermera se había arrojado sobre él un hombre, no rematado aún, el
cual había concentrado en los dedos que atenazaban la garganta del
enemigo toda la fuerza de su vida agonizante.
Y
así los había enterrado la nevasca: a la feble muchachita del gorro de
orejeras, que había protegido con su cuerpo al herido, y a aquellos
otros dos — el verdugo y el vengador — aferrados el uno al otro a los
pies de la muchacha, embutidos en unas viejas botas de anchas cañas.
Merésiev se detuvo en suspenso unos instantes. Después se aproximó a la
enfermera y extrajo el cuchillo de su cuerpo. Era el puñal de algún
S.S., imitación de una antigua espada germana, con una empuñadura de
caoba en la que estaba incrustado el emblema, hecho de plata, de las
S.S. En la oxidada hoja conservábase la inscripción: «Alles für
Deutschland». Alexéi quitó al alemán la funda de cuero del puñal: para
el camino le era imprescindible un cuchillo. Después desenterró de la
nieve una capa-tienda tiesa y descolorida, cubrió cuidadosamente con
ella el cuerpo de la enfermera y colocó encima algunas ramas de pino...
Mientras se ocupaba en todo aquello, cayó la noche. En el Occidente
desaparecieron los claros entre los árboles. Una oscuridad gélida y
profunda envolvía la cañada. Todo estaba silencioso, pero el viento
nocturno mecía las copas de los pinos y el bosque murmuraba, unas veces
adormecedor, como si entonase una canción de cuna, otras, impetuoso y
amenazante. En la cañada caían invisibles, con suave susurro,
cristalitos de nieve, que le pinchaban en la cara.
Nacido en Kamyshin, en plena estepa volguiana, Alexéi era un hombre de
ciudad, inexperto en la vida del bosque. No se había preocupado, a su
debido tiempo, de escoger un sitio donde pernoctar ni de preparar una
hoguera. Sorprendido por la densa oscuridad, sintiendo un dolor
insoportable en los pies, deshechos y cansados, no se halló con fuerzas
para ir en busca de leña y se instaló en el espeso y joven pinar. Se
sentó al pie de un árbol, hízose un ovillo, escondió el rostro entre
ambas piernas, que sujetaba con los brazos, y, calentándose con su
propio aliento, se durmió, gozando ávidamente del reposo y de la
inmovilidad.
Tenía el revólver montado, pero es dudoso que hubiera podido hacer uso
de él en aquella primera noche de permanencia en el bosque. Durmió como
un bendito, sin oír el monótono susurro de los pinos, ni el ulular del
búho, que gemía allá junto al camino, ni el lejano aullido de los lobos:
ninguno de los ruidos de que estaba llena la profunda e impenetrable
oscuridad que le envolvía.
Sin embargo, apenas empezó a despuntar la grisácea aurora, cuando
únicamente los árboles cercanos destacaban sus borrosos perfiles en la
fría oscuridad de la amanecida, se despertó de súbito, como si le
hubieran dado un empellón. Al despertar, recordó lo que le había
ocurrido, y dónde se encontraba, y se asustó retrospectivamente de haber
pasado la noche en el bosque con tanta despreocupación. El frío húmedo
le había calado hasta los huesos a través del mono de piel. Frecuentes e
incontenibles tiritones estremecían su cuerpo; pero lo más terrible de
todo eran los pies: en reposo sentía el dolor con mayor agudeza. La sola
idea de que tenía que levantarse le hizo estremecerse. Pero se incorporó
con energía, de un tirón, igual que se había sacado las botas el día
anterior; cada minuto era valioso.
A
todas las calamidades que se habían volcado sobre Alexéi vino a unirse
la del hambre. El día anterior, al cubrir el cuerpo de la enfermera con
la capa-tienda, había visto una bolsa de tela impermeable, con la cruz
roja. Alguna alimaña había ya husmeado por aquellos lugares y sobre la
nieve, cerca de los agujeros roídos en la tela, veíanse esparcidas
algunas migajas. La víspera casi no había parado mientes en ello.
Recogió la bolsa. En ella había varios paquetes de vendas, una gran lata
de conservas, un montón de cartas y un espejito en cuyo reverso veíase
la fotografía de una viejecita delgaducha. Era evidente que en la bolsa
hubo pan o galletas, pero los pájaros o las alimañas habían dado buena
cuenta de ello. Alexéi distribuyó la lata de conservas y las vendas por
los bolsillos y dijo para sí: «¡Gracias, hermana!». Arregló la
capa-tienda, que había sido levantada por el viento, y se encaminó
lentamente hacia el Este, encendido ya en anaranjadas llamas tras la
tupida red del ramaje de los árboles.
Tenía ahora a su disposición una lata de conservas, de un kilo, y
decidió comer una vez por jornada, al mediodía.
5
Para ahogar el dolor que le producía cada paso, comenzó a distraerse
pensando y calculando su trayecto. Si en cada jornada hacía diez o doce
kilómetros, llegaría hasta los suyos en tres, cuatro días a más tardar.
¡Muy bien! Ahora, ¿qué significa recorrer diez o doce kilómetros? Un
kilómetro son dos mil pasos, por lo tanto, diez kilómetro hacen veinte
mil, cantidad bastante considerable si se tiene en cuenta que a cada
quinientos o seiscientos pasos hay que detenerse y descansar...
La
víspera, para acortar el camino, se señalaba algunos puntos de
referencia visuales — un pino, una copa, un bache del sendero — y a
ellos tendía como a un lugar de descanso. Ahora, todo aquello lo había
traducido al lenguaje de las cifras, lo había reducido al número de
pasos. Decidió hacer entre dos descansos un trayecto de mil pasos, es
decir, de medio kilómetro, y descansar a lo sumo cinco minutos, reloj en
mano. De esta forma, desde la aurora al ocaso recorrería, aunque con
trabajo, unos diez kilómetros.
Pero ¡qué penosos fueron los primeros mil pasos! A fin de mitigar el
dolor, intentaba concentrar toda la atención en el cálculo; pero,
después de haber recorrido quinientos pasos, comenzó a equivocarse, a
perder la cuenta, y ya no pudo pensar más que en el punzante e
insoportable dolor. No obstante, recorrió los mil pasos. Sin fuerzas ni
para sentarse, se dejó caer de bruces sobre la nieve y se puso a lamer
ansiosamente su helada costra. Apretaba contra ella frente y sienes, en
las que latía la sangre con violencia, y el gélido contacto le producía
un placer indecible.
Después miró el reloj y estremecióse. El segundero iba marcando los
últimos instantes del quinto minuto. Lo miraba con espanto, como sí al
concluir su carrera hubiera de ocurrir algo terrible; cuando la aguja
hubo alcanzado la cifra del sesenta, se incorporó de un salto, lanzó un
gemido y siguió adelante.
Al
mediodía, cuando en la penumbra del bosque cabrilleaban los finos hilos
de los rayos solares, que se filtraban a través de la tupida fronda, y
toda la floresta olía intensamente a resina y a nieve derretida, había
hecho, en total, cuatro trayectos. Se sentó sobre la nieve, en medio del
sendero, sin fuerzas ya para llegar hasta el tronco de un gran abedul
que se alzaba casi al alcance de la mano. Permaneció sentado durante
largo rato, con los hombros caídos, sin pensar en nada, sin ver ni
escuchar nada, sin sentir ni siquiera hambre.
Suspiró, echóse a la boca algunos puñados de nieve y, venciendo la
modorra que entumecía su cuerpo, sacó del bolsillo la lata oxidada y la
abrió con el puñal. Se llevó a la boca un trozo de grasa helada,
insípida, quiso tragarlo; pero, al calor, se derritió la grasa y al
percibir en el paladar su sabor sintió de súbito tanta hambre, que le
costó trabajo separarse de la lata y hubo de ponerse a comer nieve, sólo
por tragar algo.
Antes de continuar su camino cortó unos palos de enebro. Se apoyó en
ellos, pero, de hora en hora, iba haciéndosele más difícil andar.
6
...El tercer día de marcha por el intrincado bosque, en el cual no había
visto Alexéi ninguna huella humana, se destacó por un acontecimiento
inesperado.
Alexéi se despertó con los primeros rayos solares, tiritando de frío y
con un temblor interno. En un bolsillo del mono encontró el mechero que,
como recuerdo, le había hecho de un cartucho de fusil su mecánico Yura.
Habíase olvidado por completo de él y de que se podía y debía encender
fuego. Desgajó unas cuantas ramas secas y musgosas del abeto bajo el
cual había dormido y cubriéndolas de hojarasca prendió fuego. Del
azulado humo surgieron unas llamitas vivaces y amarillentas. La madera
seca y resinosa ardió rápida y alegremente. La llama se corrió a las
hojas y, bajo el soplo del viento, se avivó entre lamentos y chasquidos.
La
hoguera crepitaba susurrante, irradiando un calor seco y bienhechor.
Alexéi se sintió a gusto, descorrió la cremallera del mono, sacó del
bolsillo de la guerrera varias cartas muy sobadas, escritas con la misma
letra redonda y pulcra, y extrajo de una de ellas la fotografía,
envuelta en papel de celofán, de una muchacha finita, que llevaba un
vestido de colores vivos y estaba sentada en la hierba, con las piernas
recogidas. La estuvo contemplando durante largo rato, envolvióla de
nuevo cuidadosamente en el papel de celofán, la introdujo otra vez en la
carta y después de tenerla unos instantes, con aire ensimismado, entre
las manos, la volvió a guardar en el bolsillo.
—
No hay que apurarse, no hay que apurarse, todo se arreglará — dijo
Merésiev, no se sabía si a la muchacha o a sí mismo, y pensativo
repitió—: No hay que apurarse...
Luego, con los movimientos ya habituales, se arrancó las botas,
desenrolló los trozos de bufanda y examinó atentamente sus pies. Estaban
más hinchados. Los dedos asomaban en direcciones distintas, como si las
plantas fuesen de goma y se les hubiera insuflado aire. Su color era más
oscuro aún que el día anterior.
Alexéi suspiró, despidiéndose de la hoguera, que comenzaba a
extinguirse, y emprendió de nuevo el camino, haciendo crujir los palos
sobre la nieve helada, mordiéndose los labios, y, a veces, casi
perdiendo el conocimiento. De pronto, entre los demás ruidos del bosque
que el habituado oído casi había dejado de captar, percibió el runrún
lejano de unos motores en marcha. Al principio, pensó que se trataría de
alguna alucinación, producto del cansancio; pero los motores rugían cada
vez con más fuerza, unas veces aullando en primera velocidad, otras
amortiguando su ruido. Evidentemente eran alemanes y marchaban por el
mismo camino. Alexéi sintió que se le helaba la sangre en las venas.
El
miedo le dio fuerzas. Olvidando el cansancio y el dolor de los pies se
apartó del camino, y echó a campo traviesa, hasta un espeso bosquecillo
de abetos y allí, internándose en la espesura, se dejó caer sobre la
nieve. Era difícil verle desde el camino; en cambio, éste era para él
perfectamente visible, iluminado por el sol de mediodía, que se alzaba
ya sobre la erizada muralla de las copas de los abetos.
El ruido se aproximaba. Alexéi recordó que en la nieve del camino
intransitado se veían claramente sus solitarias huellas. Pero era ya
tarde para marchar de allí; el motor del coche delantero roncaba muy
próximo. Alexéi se aplastó aún más contra la nieve. Primero surgió entre
las ramas un carro blindado, plano, parecido a un mazo y pintado de
blanco. Balanceándose y haciendo rechinar sus cadenas se aproximaba al
lugar donde las huellas de Alexéi se desviaban hacia el bosque. Alexéi
contuvo la respiración. El carro blindado no se detuvo. Tras él marchaba
un pequeño auto-oruga abierto. Alguien, tocado con gorra de plato,
metidas las narices en un oscuro cuello de piel, iba sentado al lado del
chófer; detrás, en un asiento alto, dando botes al traqueteo del
vehículo, iban unos soldados con automáticos, envueltos en capotes de un
color gris-verdoso y con cascos de acero. A cierta distancia, entre
resoplidos y el rechinar de las orugas, le seguía otro coche mayor, en
el que unos quince alemanes estaban sentados en fila.
Alexéi se incrustó en la nieve. Los automóviles estaban tan cerca que le
dio en la cara el vaho fétido y tibio de la gasolina quemada. Los
cabellos de la nuca se le erizaron y se tensaron sus músculos como
muelles de acero. Pero los automóviles pasaron de largo, el olor se
disipó y el zumbido de los motores fue alejándose poco a poco hasta
hacerse casi imperceptible.
Alexéi esperó a que el ruido se extinguiese por completo, luego volvió
al camino, donde habían quedado nítidamente impresas las huellas
escalonadas de las orugas, y continuó su marcha en pos de ellas. Hizo
los mismos trayectos regulares, descansó los mismos intervalos y comió,
exactamente después de haber recorrido la mitad del camino de la
jornada. Pero ahora andaba cautelosamente, como un animal salvaje. Su
oído alerta captaba hasta los menores susurros, sus ojos lo escrudiñaban
todo a su alrededor, como si supiera que por allí cerca, ocultándose, se
deslizaba furtivamente una fiera peligrosa.
Aviador, acostumbrado a combatir en el aire, era la primera vez que
había tropezado en tierra con enemigos vivos, indemnes. Ahora caminaba
lentamente sobre sus huellas y sonreía sarcástico: «¡Desazonados e
incómodos viven aquí! ¡Poco hospitalaria es la tierra que han ocupado!».
Incluso en la selva virgen, donde, por espacio de tres días, no había
visto Alexéi ni el menor síntoma de vida humana, aquel oficial tenía que
viajar con semejante escolta.
«No hay que apurarse, no hay que apurarse; ¡todo se arreglará!», se
alentó a sí mismo Alexéi, y andaba, andaba, andaba, procurando no
advertir que sus pies le dolían cada vez más intensamente y que perdía
fuerzas a ojos vistas. El estómago ya no se dejaba engañar por los
trozos de joven corteza de abeto que mascaba y deglutía continuamente,
ni por las amargas yemas de abedul, ni por la suave y viscosa pasta de
la corteza de tilo, que se pegaba a los dientes.
A
la caída de la tarde, apenas había hecho cinco trayectos. Sin embargo,
preparó una gran hoguera para la noche, amontonando hojarasca y ramas
secas en torno a un gran tronco de abedul medio podrido, derribado en el
suelo. Mientras el tronco se consumía, hecho una brasa, durmió tendido
en la nieve cuan largo era, sintiendo el calor vivificante ora en un
costado, ora en el otro, volviéndose y despertando instintivamente para
echar ramas secas sobre el madero, que se apagaba acariciado por una
llama perezosa.
A
medianoche se desencadenó una nevasca. Los pinos se mecían inquietos,
gimiendo y crujiendo amenazadores sobre su cabeza. Nubes de punzante
nieve se arrastraron por la tierra. Y la oscuridad danzó plena de
susurros sobre la llama que crepitaba ululante. Pero la tempestad de
nieve no alarmó a Alexéi. Durmió con sueño dulce y ávido, protegido por
el calor de la hoguera.
El
fuego le protegía de las fieras. Y los alemanes no eran de temer en una
noche como aquélla: no osarían adentrarse en la espesura del bosque
durante una nevasca. Sin embargo, mientras el fatigado cuerpo descansaba
al calor humeante de la hoguera, el oído — habituado ya a la cautela del
animal salvaje — captaba todos los ruidos. De madrugada, cuando la
nevasca se hubo calmado y sobre la tierra apacible flotaba una densa y
blanquecina bruma, parecióle a Alexéi escuchar, a través del murmullo de
la fronda de los pinos y del blando susurro de los copos de nieve, unos
ruidos lejanos de combate: explosiones, ráfagas de armas automáticas,
disparos de fusil.
«¿Será la línea del frente? ¿Tan pronto?»
7
Pero cuando al llegar la mañana, el viento barrió la bruma, y el bosque
— argentado durante la noche — resplandeció al sol, canoso y alegre, con
los fulgurantes destellos de las agujas de la escarcha, mientras el
mundo alado — jubiloso, al parecer, de aquella súbita transformación —
llenaba el espacio con sus gorjeos, silbidos y trinos, presintiendo la
llegada de la primavera cercana, Alexéi, por más que aguzó el oído, no
pudo captar el lejano estruendo del combate, ni las descargas de la
fusilería, ni tan siquiera el retumbar de los cañones.
La
nieve se desprendía de los árboles como blancos chorrillos de humo que,
erizados de agujas, brillaban al sol. En algunos sitios, pesados
goterones primaverales caían sobre la nieve con un leve ruido... ¡La
primavera! En aquella mañana se anunciaba, por primera vez, de forma tan
resuelta e insistente.
Alexéi decidió comerse los míseros restos de la lata de conservas —
algunas fibras de carne cubiertas de olorosa grasa —, pues presentía
que, de no hacerlo, no podría levantarse. Rebañó concienzudamente con un
dedo la lata, haciéndose varios cortes en la mano con sus afilados
bordes, pero le pareció que todavía quedaba grasa. Llenó la lata de
nieve, escarbó las blanquecinas cenizas de la hoguera, que se iba
apagando, y puso la lata en un rinconcito que ardía aún. Después, bebió
con placer, a pequeños sorbos, el agua caliente, que olía un poquito a
carne. Y, habiendo resuelto hervir el té en ella, se la guardó en un
bolsillo. ¡Beber té caliente! Fue un agradable descubrimiento que animó
un tanto a Alexéi mientras se ponía nuevamente en marcha.
Pero le esperaba una gran desilusión. La tempestad nocturna había
obstruido totalmente el camino, cubriéndolo de oblicuos y puntiagudos
montículos de nieve. El resplandor azulenco, monótono y reverberante,
hacía daño a la vista. Los pies se hundían en la esponjosa nieve, no
apelmazada aún. Costaba gran trabajo sacarlos de allí. Incluso los
palos, que también se hundían, ayudaban poco.
Al
mediodía, cuando las sombras de los árboles tornáronse negras y el sol
asomó a través de las copas a la franja del camino, Alexéi sólo había
podido andar unos mil quinientos pasos y se hallaba tan cansado que
únicamente a fuerza de voluntad conseguía hacer un nuevo movimiento. Se
tambaleaba. La tierra se escurría bajo sus pies. Caía a cada instante,
permanecía unos momentos inmóvil sobre el vértice de un montículo,
apretando la frente contra la crujiente alfombra de la nieve, volvía a
levantarse y daba algunos pasos más. Sentía un sueño invencible. Habría
querido tenderse, olvidarlo todo, no mover ni un solo músculo. ¡Que
ocurriera lo que tuviera que ocurrir! Se detenía amodorrado y
tambaleante; pero, al momento, mordiéndose el labio inferior hasta
hacerse daño, recobraba la lucidez y daba unos pasos más, arrastrando
con gran trabajo las piernas.
Finalmente, sintió que ya no podía más, que no habría fuerza capaz de
moverle del sitio y que, si se sentaba, no se levantaría ya nunca. Miró
con angustia alrededor. Cerca, al borde del camino, erguíase un pino
enano de doble copa. Haciendo un último esfuerzo, anduvo hasta él, y
cayó con el mentón sobre la bifurcación del arbolillo. El peso que
gravitaba sobre los pies rotos se alivió un tanto; sintióse mejor.
Tumbado sobre las cimbreantes ramas, gozaba del reposo. Experimentó el
deseo de tenderse con mayor comodidad y, apoyando el mentón sobre la
horquilla del pino, tiró de una pierna, luego de la otra y ambas, libres
del peso del cuerpo, se desprendieron fácilmente del montículo de nieve.
En aquel momento una idea feliz cruzó por la mente de Alexéi.
«¡Claro que sí, claro que sí! Puedo cortar este arbolillo, hacer de él
un palo largo con la horquilla para arriba, echarle hacia adelante,
apoyarme en la horquilla con el mentón, volcar el peso del cuerpo sobre
ella y después, como ahora en el pino, avanzar las piernas. ¿Que es
lento? Cierto, naturalmente es lento; sin embargo, no me cansaré tanto y
podré continuar andando sin esperar a que los montículos de nieve se
asienten y apelmacen».
En
el acto se tiró de rodillas al suelo, cortó el arbolillo con el puñal,
mondó las ramas, envolvió la horquilla con el pañuelo y las vendas, y
probó a ponerse en marcha. Adelantó el palo, se apoyó en él con el
mentón y las manos, dio un paso y luego otro; arrojó de nuevo el palo
hacia delante, se apoyó otra vez en él y dio un paso más. Y siguió de
este modo, contando los pasos y señalándose nuevas normas para el
desplazamiento.
Una persona que nada supiera, se extrañaría, probablemente, al ver a un
hombre caminar de modo tan incomprensible en un bosque intrincado,
avanzar por espesos montones de nieve con la rapidez de una oruga, andar
desde la salida del sol hasta su ocaso y recorrer en ese lapso de tiempo
no más de cinco kilómetros. Pero el bosque estaba desierto. Nadie, a
excepción de las urracas, le observaba. Y las urracas, convencidas ya de
que aquel ser de tres patas, extraño y torpón, era completamente
inofensivo, no remontaban el vuelo cuando le veían aproximarse; se
limitaban tan sólo a apartarse de mala gana y, ladeada la cabeza, le
contemplaban burlonamente con sus ojos curiosos, negros como el
azabache.
8
Así continuó caminando lentamente, por el nevado sendero, otros dos días
más. Lanzaba el palo delante de sí y, apoyándose en él, adelantaba las
piernas. Las plantas de los pies se le habían petrificado y no sentía
nada, pero el dolor le traspasaba todo el cuerpo cada vez que daba un
paso. El hambre ya no le atormentaba. Los espasmos y el agudo dolor de
vientre habían cesado para transformarse en un dolor sordo y permanente,
como si el estómago vacío, endureciéndose, se hubiese vuelto torpemente,
presionando sus entrañas.
Se
alimentaba de joven corteza de pino, que arrancaba con el puñal durante
los ratos de descanso, de yemas de abedul y de tilo y de blando musgo
verde. Éste lo extraía de debajo de la nieve y durante el descanso
nocturno lo cocía. Su delicia era el «té» hecho con las barnizadas
hojitas de la airela, recogidas en los parajes en que la nieve se había
derretido. El agua caliente templaba todo su cuerpo, dándole incluso la
ilusión de hartura. Al sorber aquel brebaje caliente, que olía a humo y
a escoba, Alexéi parecía tranquilizarse por completo, y el camino no se
le hacía tan interminable y terrible.
A
la sexta noche se instaló a pernoctar bajo el verde follaje de un recio
abeto; dispuso la hoguera al lado, en torno a una vieja cepa resinosa
que, según sus cálculos, debería arder en brasa durante toda la noche.
No había oscurecido aún. En la copa del abeto retozaba una invisible
ardilla. El animalejo abría las pinas y, de cuando en cuando, las tiraba
abajo vacías y deshechas. A Alexéi, de cuya imaginación no se apartaba
ahora la idea de la comida, le intrigó qué sería lo que el animalito
encontraba en las pinas. Tomó una de ellas, separó sus intactas escamas
y vio debajo una semillita del tamaño de un grano de mijo con
cascarilla, semejante a un diminuto piñón de cedro. Lo cascó con los
dientes y sintió en la boca el agradable aroma del aceite de cedro.
Alexéi recogió inmediatamente varias pinas verdes de abeto que había
allí, cerradas aún, las puso al fuego, cubriólas con ramas y, cuando se
abrieron, comenzó a extraer de ellas las semillas y a frotarlas entre
las palmas de las manos. Sopló la cascarilla y echóse a la boca los
minúsculos piñones.
El
bosque murmuraba dulcemente. Consumíase la resinosa cepa, desprendiendo
un humo perfumado y suave parecido al del incienso. La llama, ora se
avivaba, ora languidecía, mientras los troncos de los dorados pinos y de
los plateados abedules tan pronto surgían de la susurrante oscuridad en
el círculo iluminado, como se retiraban de nuevo a las tinieblas.
Alexéi echaba más ramas y seguía de nuevo abriendo pinas. El aroma del
aceite de cedro despertó en su memoria una escena de la infancia,
olvidada hacía mucho... Una pequeña habitación repleta de enseres
conocidos. La mesa bajo la lámpara del techo. La madre, en traje de
fiesta, al regreso de la iglesia saca solemnemente del baúl un cucurucho
de papel y vuelca su contenido — piñones de cedro — en una escudilla.
Toda la familia — la madre, la abuela, los dos hermanos y Alexéi, el más
pequeño de ellos — se sienta en torno a la mesa y comienza el solemne
cascar de los piñones, la golosina de los días de fiesta. Todos
permanecen silenciosos. La abuela extrae las almendritas con una
horquilla, la madre con un alfiler. Ésta muerde hábilmente los piñones,
extrae de ellos las almendrillas y las va colocando en un montoncito.
Después, juntándolas en la palma de la mano, las echa de una vez en la
boca de alguno de los chicos. El afortunado siente en sus labios la
rudeza de su mano laboriosa, incansable, que ese día, por ser festivo,
huele a jabón de fresa.
¡Kamyshin... la infancia! ¡Qué bien se vivía en aquella minúscula casita
de una calle de los arrabales!... El bosque susurra: Alexéi siente calor
en el rostro y un frío cortante en la espalda. El búho ulula en la
oscuridad, gañen las zorras. Junto a la hoguera, mirando ensimismado las
brasas que se van apagando haciendo giños, está acurrucado un hombre
enfermo, hambriento, mortalmente cansado, el único ser humano en aquel
enorme y selvático bosque, ante el cual se extiende un camino ignoto,
colmado de inesperados peligros y pruebas.
—¡No hay que apurarse, no hay que apurarse; todo se arreglará! — dice de
pronto el hombre. Y a los últimos resplandores rojizos de la hoguera se
le ve sonreír, con sus agrietados labios, por algún pensamiento lejano.
9
A
la séptima jornada de marcha supo Alexéi de dónde provenía el lejano
fragor del combate que había escuchado en aquella tempestuosa noche.
Completamente extenuado, deteniéndose a cada minuto para tomar aliento,
se arrastraba por el deshelado camino forestal. La primavera ya no
sonreía de lejos, sino que se había adentrado en aquel recóndito bosque
con sus vientos impetuosos, templados, con sus punzantes rayos solares
que, filtrándose por entre el ramaje, limpiaban de nieve los cerritos y
altozanos, con el triste graznido de los cuervos al atardecer, con los
lentos y serios grajos en el lomo ennegrecido del camino, con la nieve
húmeda y porosa como panales de abejas, con los espejeantes charcos de
la nieve derretida, con ese potente y embriagador aroma que produce en
todo ser vivo alegres vértigos.
Alexéi amaba esta época del año desde la infancia, e incluso ahora,
arrastrando por los charcos sus pies enfermos, calzados con botas rotas
y mojadas, desfalleciendo de hambre, perdiendo el conocimiento a causa
del dolor y del cansancio, maldiciendo los charcos, la nieve viscosa y
el barro prematuro, aspiraba con avidez, a pesar de todo, el aroma
embriagador y húmedo. Ya no hacía caso del camino ni bordeaba los
charcos; tropezaba, caía, se levantaba, apoyándose pesadamente en su
palo, se paraba tambaleándose y, reuniendo fuerzas, adelantaba el palo,
lo más lejos posible, y continuaba avanzando, lentamente, hacia el Este.
De
pronto, en un recodo del camino, donde éste torcía bruscamente a la
izquierda, se detuvo petrificado. En la parte donde el sendero, oprimido
a ambos lados por un tupido bosque joven, era particularmente estrecho,
vio unos automóviles alemanes: los mismos que le habían adelantado. Dos
enormes pinos les habían obstruido el paso. El carro blindado, semejante
a un mazo, tenía el radiador incrustado en los troncos. Pero ya no era
blanco como antes, sino de un color rojizo y descansaba en las llantas
de hierro, ya que los neumáticos habían ardido. La torreta, tirada a un
lado, en la nieve, bajo un árbol, semejaba un hongo monstruoso. Junto al
carro blindado yacían tres cadáveres — su tripulación -— vestidos con
negros y grasientos chaquetones cortos de faena y cascos de vuelo.
Los dos coches-oruga, rojizos por fuera y negros en su interior
carbonizado, se hallaban sobre la blanda nieve — ennegrecida también por
el hollín, las cenizas y la carbonilla—, empotrados en el carro
blindado. Y, a su alrededor, a ambos bordes del camino, entre los
arbustos inmediatos, en las cunetas, se veían esparcidos sobre la nieve
los cadáveres de los hitlerianos. Por su disposición era evidente que,
presas de pánico, habían huido alocados, sin comprender lo ocurrido, sin
darse cuenta de que la muerte les acechaba tras de cada árbol, tras de
cada matorral, oculta por el velo níveo de la tempestad. El cadáver del
oficial estaba amarrado a un árbol, con la guerrera, pero sin
pantalones. Un cartel, prendido en su guerrera verde, de cuello oscuro,
decía: «El que busca, halla». Y más abajo con letra diferente y a lápiz
tinta habían agregado en grandes caracteres: «Perro».
Alexéi estuvo examinando largamente el lugar de la refriega en busca de
algo comestible. Sólo logró encontrar una vieja galleta enmohecida, ya
picoteada, hundida en la nieve, y se la llevó a los labios, aspirando
ansiosamente el agrio olor del pan de centeno. Hubiera querido
introducir el trozo entero en la boca y masticar, masticar la olorosa
masa. Pero la dividió en tres partes, dos las guardó en un bolsillo
interior y la otra la desmenuzó y chupó cada pedacito con verdadera
fruición, como si fuera un caramelo, procurando prolongar todo lo
posible aquel placer inenarrable.
Recorrió una vez más el campo de batalla. De pronto le vino a la mente
una idea: «¡Los guerrilleros deben de rondar por aquí cerca!». Entre los
matorrales y alrededor de los árboles la esponjosa nieve estaba
pisoteada. A lo mejor, mientras vagaba entre los cadáveres, le había
descubierto algún explorador de los guerrilleros que, seguramente,
estaría acechando desde la copa de algún abeto, por entre los matorrales
o desde un montículo de nieve. Alexéi se puso las manos en la boca, a
guisa de bocina, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Eh! ¡Guerrilleros! ¡Guerrilleros!
Quedó sorprendido de lo fláccida y débil que sonaba su voz. Hasta el eco
que le respondió desde la espesura del bosque, devolviéndole sus gritos
reflejados por los troncos de los árboles en forma entrecortada,
parecióle más potente.
—¡Guerrilleros! ¡Guerri-lleee-rooos! ¡Eeeeh!... — llamaba Alexéi sentado
en la nieve, rodeado de la negra chamusquina de los automóviles y los
cuerpos silenciosos de los enemigos.
Llamaba y aguzaba el oído. Terminó por quedarse ronco, quebrada la voz.
Comprendía que los guerrilleros, una vez cumplida su misión y recogido
el botín, se habrían marchado hacía tiempo: naturalmente, ¿para qué iban
a quedarse en la inhóspita espesura del bosque? Pero, a pesar de todo,
siguió gritando, esperando de un momento a otro que se produjera el
milagro, que salieran de los matorrales aquellos hombres barbudos de los
que tanto había oído hablar, lo recogieran y se lo llevaran consigo.
Quizás entonces pudiera descansar, aunque tan sólo fuera un día o una
hora, entregado a la buena voluntad ajena, sin preocuparse de nada, sin
dirigirse a parte alguna.
Sólo el bosque le respondía, devolviéndole su eco sonoro y entrecortado.
Y de pronto — quizá fuera simple alucinación suya debida a la enorme
tensión de sus nervios—, a través del melódico y denso susurro de la
fronda, escuchó Alexéi unos golpes sordos y seguidos, claramente
perceptibles unas veces, completamente apagados otras. Todo su cuerpo se
estremeció como si de la lejanía llegase hasta él, a la desierta selva,
una llamada amiga. Pero no daba crédito a sus oídos y permaneció sentado
durante mucho tiempo, estirando el cuello en dirección al sitio de donde
provenía el ruido.
Pero no, no se había engañado. El viento húmedo que soplaba del Este le
trajo de nuevo el ruido, claramente perceptible ahora, de un cañoneo. No
era el cañoneo perezoso, espaciado de los últimos meses, cuando las
tropas atrincheradas y fortificadas en una sólida línea de defensa
lanzaban de cuando en cuando proyectiles para hostilizarse mutuamente.
Resonaba frecuente e intenso, como si alguien estuviera removiendo
pesados guijarros o aporrease vivamente con los puños en el fondo de un
barril de roble.
¡Era evidente! ¡Se trataba de un intenso duelo de artillería! La línea
del frente, a juzgar por el ruido, se hallaba a unos diez kilómetros de
aquel lugar y algo ocurría allí; alguno de los contendientes atacaba, y
el otro se defendía disparando furiosamente. Unas lágrimas de alegría se
deslizaron por las mejillas de Alexéi.
Miró hacia el Este. Cierto que en aquel sitio el camino torcía
bruscamente hacia el lado opuesto y ante él la nieve extendía su manto.
Pero de allí provenían aquellos ruidos que le llamaban. Hacía allí se
dirigían los alargados hoyos, que negreaban en la nieve, de las huellas
de los guerrilleros, intrépidos habitantes de la selva que vivirían en
algún paraje de aquel bosque.
Y
barbotando para sí: «¡No hay que apurarse, no hay que apurarse,
camaradas, todo se arreglará!», Alexéi clavó valientemente el palo en el
suelo, apoyóse en él con el mentón, echó sobre él todo el peso del
cuerpo, y, con trabajo, pero resueltamente, colocó los pies en el albo
montículo. Había salido del camino, continuando su ruta a campo
traviesa, por la nieve.
10
Aquel día no pudo avanzar por la nieve ni ciento cincuenta pasos. El
crepúsculo le detuvo. Eligió una vieja cepa, cubrióla de ramas secas,
sacó el inapreciable mechero, frotó la ruedecita, la volvió a frotar y
sintió un escalofrío: se había terminado la bencina. Lo sacudió, lo
sopló procurando exprimir los residuos del combustible, pero en vano.
Anochecía. Las chispas saltaban de debajo de la ruedecilla como pequeños
relámpagos ahuyentando por un instante la oscuridad que envolvía su
rostro. La piedra se desgastó sin que él lograra encender fuego.
Se
arrastró a tientas hasta un espeso pinar, se hizo un ovillo, metió el
mentón entre las rodillas, sujetó éstas con los brazos y se durmió en
aquella posición, escuchando los susurrantes murmullos del bosque. La
desesperación pudo haberse apoderado aquella noche de Alexéi. Pero en el
dormido bosque resonaba el cañoneo con toda nitidez e incluso parecíale
que comenzaba a distinguir, entre el sordo ulular de las explosiones,
los restallidos breves de los disparos de la fusilería.
Al
despertarse de madrugada con una sensación de vaga alarma y amargura,
Alexéi pensó inmediatamente: «¿Qué ha sucedido? ¿He tenido una
pesadilla?». Recordó: el mechero. Sin embargo, cuando el sol empezó a
calentarle, acariciador, y todo cuanto le rodeaba —la nieve fofa y
granujienta, los troncos de los pinos y la propia fronda— relució y
reverberó espléndido, dejó de considerar aquello como una desgracia.
Peor era otra cosa: al desenlazar sus entumecidos brazos notó que no
podía levantarse. Después de varios infructuosos intentos de
incorporarse, rompió la horquilla y se desplomó como un saco. Se volvió
boca arriba, para desentumecer sus extremidades, y se puso a mirar, a
través de las erizadas ramas de un pequeño pino, al insondable azul del
cielo por el que corrían raudas unas nubes límpidas y esponjosas de
áureos y rizados bordes. El cuerpo comenzó a reaccionar un poco, pero
algo les había ocurrido a las piernas. Asiéndose a un pino, intentó una
vez más incorporarse. Logrólo al fin, pero, apenas hubo intentado
arrastrar las piernas hacia el arbolillo, volvió a caer abatido por la
debilidad y por un nuevo dolor en las plantas de los pies, terrible y
urticante.
¿Sería aquello el fin? ¿Habría de perecer allí bajo los pinos, donde tal
vez nadie le encontraría nunca ni daría sepultura a sus huesos roídos
por las fieras? La debilidad le comprimía invenciblemente contra el
suelo. Pero a lo lejos seguía retumbando el cañoneo. Allá se combatía,
allá estaban los suyos. ¿No encontraría fuerzas para vencer aquellos
ocho o diez kilómetros postreros?
El
cañoneo le atraía, le daba aliento, llamábale insistentemente y él
respondió a aquella llamada poniéndose a gatas y arrastrándose como un
animal en dirección al Este. Al principio se arrastraba de un modo
inconsciente, hipnotizado por los ruidos del combate lejano; pero
después, al darse cuenta de que avanzar así era más fácil que con ayuda
del palo y le dolían menos los pies, libres de toda carga, al comprobar
que arrastrándose como una fiera podría ir bastante más de prisa, sintió
una alegría desbordante que le dilataba el pecho y comenzaba a ascender
hasta formar un nudo en la garganta. Y como si no se dirigiera a sí
mismo, sino a otro que se hubiera desalentado y dudase del éxito de
aquella inverosímil forma de avanzar, a otro a quien fuera necesario
persuadir, dijo en voz alta:
—¡No hay que apurarse, querido, ahora sí que todo se arreglará!
Después de uno de sus trayectos, se calentó las ateridas manos
metiéndolas en los sobacos, arrastróse hacia un abeto, recortó unos
trozos cuadrados de corteza y, rompiéndose las uñas, arrancó de un
abedul varías tiras largas y blancas. Sacó de las botas los trozos de la
bufanda de lana, envolvió con ellos sus manos, puso encima de las
palmas, a modo de suela, un trozo de corteza, atólo con tiras de abedul
y lo enrolló todo con las vendas que llevaba. En la mano derecha logró
hacer una almohadilla ancha y muy cómoda. En la izquierda, que tuvo que
atar con los dientes, el artilugio resultó menos perfecto. Pero las
manos estaban ya «calzadas» y Alexéi siguió arrastrándose, notando que
le era más fácil avanzar. A la siguiente parada, atóse también a las
rodillas unos trozos de corteza.
Al
mediodía, cuando el calor comenzó a notarse sensiblemente, había dado ya
un respetable número de «pasos» con las manos. El cañoneo, bien porque
Alexéi se hubiese aproximado a él o por un engañoso efecto acústico,
sonaba con más fuerza. Hacía tanto calor que hubo de descorrer la
cremallera del mono y desabrocharse el cuello.
Al
atravesar a gatas un pantanillo musgoso de verdes montículos que
asomaban sobre la nieve, la suerte le deparó un nuevo presente: entre el
blancuzco musgo, húmedo y blando, vio los delgados filamentos de unos
tallos con hojas espaciadas, puntiagudas y brillantes y, entre ellas,
sobre la superficie misma de aquellos montículos, las purpúreas bayas
—un poco pasadas, pero todavía jugosas -de arándano. Alexéi se inclinó
hacia el montículo y, con los labios, comenzó a arrancar del
aterciopelado musgo, tibio, que olía a palustre humedad, una baya tras
otra.
El
ácido agradable, dulzón de los arándanos subníveos, que era además el
primer alimento auténtico que ingería en las últimas jornadas, le
produjo espasmos en el estómago. Pero no tuvo fuerza de voluntad para
esperar a que pasara el agudo y punzante dolor. Se arrastraba por los
montículos, arrancaba con lengua y labios, como los osos, las bayas
agridulces y fragantes. De esta forma limpió varios montículos sin
sentir ni la gélida humedad del agua primaveral en sus botas, ni el
punzante dolor de los pies, ni el cansancio: nada sentía, excepto el
sabor del ácido dulzón y acerbo en la boca y una agradable pesadez en el
estomago.
Sintió náuseas. Comprendió que había comido demasiado, pero, incapaz de
contenerse, siguió tragando arándanos. Se quitó de las manos las
almohadillas, llenó la lata de bayas, colmó de ellas el casco de vuelo,
lo ató con cuerdas al correaje y continuó arrastrándose, venciendo a
duras penas el plomizo sopor que paralizaba todo su organismo.
A
la noche se recogió bajo la cúpula de un viejo abedul, comió las bayas,
masticó corteza y semillas de las pinas de abeto. Durmió con un sueño
cauteloso e intranquilo. Más de una vez le pareció que alguien, en la
oscuridad, se le acercaba sigilosamente. Abría los ojos y se ponía a
escuchar con tal atención que comenzaban a zumbarle los oídos, empuñaba
la pistola y se sentaba rígido, estremeciéndose ante el ruido producido
por las pinas al caer, el leve crujir de la nieve que se helaba o el
suave murmullo de los arroyuelos que corrían bajo la nieve.
Era ya de madrugada cuando el sueño le venció por completo. Cuando se
hizo totalmente de día, vio en torno al árbol bajo el que había dormido,
un encaje de menudas huellas impresas por las patas de una zorra y el
trazo alargado de la cola del animal.
¡Era ella quien no le había dejado dormir! Por las huellas se echaba de
ver que la zorra había estado rondándole, que se sentaba y volvía a
andar de nuevo... Alexéi tuvo un mal pensamiento. Los cazadores afirman
que esta astuta alimaña presiente la muerte del hombre y comienza a
seguir al condenado. ¿No sería ese presentimiento el que había impulsado
al cobarde carnívoro a seguirle?
«¡Tonterías! ¡Vaya una tontería! Todo se arreglará...», se dio ánimos a
sí mismo y continuó arrastrándose, procurando alejarse cuanto antes del
lugar de las huellas.
Aquel día fue también afortunado. En una olorosa mata de enebro, de la
que había arrancado con los labios unas bayas azules y sin brillo, vio
una extraña bola de hojas secas. La tocó con la mano: la bola era maciza
y no se deshizo. Entonces comenzó a apartar las hojas y se pinchó con
unas púas que asomaban por entre ellas. Alexéi adivinó: un erizo. Era un
erizo grande, viejo, que se había recogido a invernar en lo más espeso
del arbusto y con este fin se había cubierto de hojas otoñales. Una
alegría desenfrenada se apoderó de Alexéi. Durante todo su triste camino
había soñado con matar alguna alimaña o pajarraco. ¡Cuantas veces había
sacado la pistola apuntando a una urraca, a un arrendajo o a una liebre!
Pero siempre, haciendo un gran esfuerzo, había vencido el deseo de
disparar. En la pistola quedaban solamente tres balas: dos para el
enemigo, una para el, si era necesario. Se obligaba a guardar la
pistola. No tenía derecho a arriesgar.
Y
de pronto, un trozo de carne se le ponía por sí mismo en las manos. Sin
pensar ni por un instante en que los erizos, según la creencia popular,
son animales impuros, arrancó rápidamente de la alimaña la escama de las
hojas. El erizo, encogido seguía durmiendo. Parecía una enorme y cómica
haba erizada de púas. Alexéi mató al erizo de una puñalada, le dio la
vuelta, arrancó con torpeza la amarillenta piel del vientre y la coraza
de púas, lo descuartizó y comenzó a desgarrar con los dientes la carne,
azulada y correosa, todavía cálida y firmemente adherida a los huesos.
Se comió el erizo de una dentada, sin dejar residuo alguno. Masticó y
tragó todos los huesecillos, y únicamente después de esto percibió en la
boca el repulsivo olor a carne de perro. Pero, ¿qué suponía aquel olor
en comparación con el estómago repleto, del que se difundía por todo el
organismo una sensación de hartura, de calor y de somnolencia?
Alexéi volvió a examinar y a chupar los huesos y se tendió en la nieve,
gozando del calor y del reposo; se hubiera dormido, tal vez, de no
haberle despabilado el gañido cauteloso de una zorra, que resonó entre
los matorrales. Alexéi aguzó el oído y de pronto, a través del sordo
estruendo de los cañonazos distinguió el corto tableteo de unas ráfagas
de ametralladora.
Se
sacudió inmediatamente el cansacio y, olvidando la zorra y el reposo,
continuó arrastrándole hacia el interior del bosque.
11
Al
otro lado del pequeño pantano, que había atravesado arrastras,
extendíase un calvero del bosque cruzado por una vieja valla de listones
descoloridos por el tiempo, sujeta con ligaduras de corteza de tilo y
con mimbres a unas estacas clavadas en el suelo.
Entre la doble fila de vallas se veían aquí y acullá, bajo la nieve, las
rodadas de un camino abandonado, sin tránsito alguno. Esto quería decir
que las viviendas no estarían lejos! El corazón de Alexéi latió
aceleradamente. ¡Era poco probable que los hitlerianos penetraran tan al
interior! Y, aunque así fuera, habría también de los suyos, y éstos,
naturalmente, le ocultarían, ampararían a un herido, le ayudarían.
Presintiendo el próximo fin de sus andanzas, Alexéi se arrastraba sin
escatimar las fuerzas, sin descansar. Avanzaba jadeante, cayendo de
bruces sobre la nieve, perdido el conocimiento a causa de la tensión;
volvía a arrastrarse con premura para llegar lo antes posible a lo alto
de una loma desde la cual se divisaría probablemente la aldea salvadora.
Concentrados todos sus esfuerzos en dirección a las viviendas, no
advirtió que, a excepción de aquella valla y de los carriles que cada
vez asomaban más precisos por entre la nieve, nada había que hablase de
la proximidad del hombre.
Por fin llegó a lo alto de la loma. A punto de asfixiarse y tragando
convulsivamente el aire, alzó Alexéi la cabeza. Pero no bien la levantó
hubo de bajarla: tan horrible le pareció lo que veía.
Sin duda alguna, aquello había sido, hasta hacía poco, una pequeña aldea
montuosa. Sus contornos se adivinaban fácilmente por las dos filas
irregulares de las chimeneas de los hornos que asomaban por encima de
los montículos de escombros cubiertos por la nieve. Aquí y acullá se
conservaban empalizadas, setos y el chamuscado ramaje de varias riabínas
(árbol de la especie serbal), que antes se levantaban junto a algún
ventanuco. Ahora emergían de la nieve, carbonizadas, muertas por el
fuego. Era un desierto campo de nieve en el cual, como tocones de un
bosque talado, sobresalían las chimeneas, y en el centro se elevaba un
cigoñal — cosa que resultaba ya absurda — con el cubo de madera
colgando, lleno de verdín y herrados los cantos, balanceándose
lentamente al viento en su cadena herrumbrosa. A la entrada de la aldea,
al lado de un pequeño jardincillo cercado por una valla verde, había
quedado en pie un coquetón arquito en el que oscilaba, chirriando
suavemente, una cancela de oxidados herrajes.
Ni
un alma, ni un ruido, ni el más tenue humo. Un desierto. Como si nunca
hubiera vivido allí el hombre. Una liebre, que huyó asustada de Alexéi,
echó a correr en línea recta, en dirección a la aldea, volteando
cómicamente el trasero; detúvose junto a la cancela, se irguió,
levantando las patitas delanteras y, enderezando las orejas, permaneció
quieta unos instantes. Pero al ver que aquel ser incomprensible, grande
y extraño, que se arrastraba siguiendo sus huellas, continuó trotando a
lo largo de los jardincillos quemados y desiertos.
Alexéi continuó avanzando maquinalmente. Gruesas lágrimas resbalaban por
sus hirsutas mejillas para ir a caer sobre la nieve. Se detuvo junto a
la cancela, donde un minuto antes se había parado la liebre. Sobre ella
se conservaba un trozo de tabla con las letras: «Guar...». No era
difícil adivinar que detrás de aquella valla verde se alzaba antes la
guardería infantil. Todavía se conservaban los pequeños banquitos que el
solícito carpintero de la aldea había afinado y pulido con un cristal.
Alexéi empujó la cancela, trepó a un banquito y quiso sentarse. Pero su
cuerpo estaba ya habituado a la posición horizontal y, al sentarse,
sintió un intenso dolor en el espinazo. Y para gozar del descanso hubo
de tumbarse en la nieve, medio encogido, como hacen las fieras cansadas.
La
angustia embargaba su corazón.
Junto al banquito derretíase la nieve. La tierra negreaba y, sobre ella,
se veía ascender, tembloroso y tornasolado, un vaho húmedo y tibio.
Alexéi tomó un puñado de tierra tibia, deshelada, que resbaló aceitosa
entre sus dedos despidiendo olor a estiércol y a humedad, a vaca y a
vivienda.
Allí había vivido la gente... Antaño, hacía muchos, muchos años, habían
arrebatado al Bosque Negro ese trozo exiguo de tierra gris; la habían
cavado con el arado, arañado con la grada, la habían cuidado y
fertilizado. La vida, en lucha constante con el bosque, con las fieras,
pensando siempre en cómo llegar hasta la nueva cosecha, no era fácil. En
la época soviética fue organizado un koljós; la gente empezó a soñar con
una vida mejor. Aparecieron las máquinas, se vivía con holgura. Los
carpinteros de la aldea construyeron la guardería infantil. Y por las
tardes, observando a través de aquella valla verde los juegos de la
rubicunda chiquillería, tal vez pensaran los hombres: ¿No será hora ya
de construir una biblioteca y un club donde pasar las largas veladas
invernales, tranquilos y cómodos, mientras fuera ruge la ventisca? Quién
sabe si no llegará la electricidad a este rincón perdido en el
bosque!... Y ahora, nada: el desierto, el bosque, el silencio secular,
no turbado por ruido alguno….
Cuanto más pensaba Alexéi, más activamente trabajaba su mente fatigada.
Veía Kamyshin, la pequeña y polvorienta ciudad en la estepa plana y
árida del Volga. En el verano y en el otoño la batían vientos
penetrantes que arrastraban nubes de polvo y arena. La arena pinchaba el
rostro, las manos, se metía en las casas, entraba por las ventanas
cerradas, cegaba los ojos, crujía en los dientes. Esas nubes de arena,
traídas de la estepa, eran llamadas «la lluvia de Kamyshin». Muchas
generaciones de habitantes de la ciudad abrigaron la ilusión de fijar
las arenas para poder respirar a sus anchas el aire puro.
De
común acuerdo, los habitantes de la ciudad iniciaron la lucha contra el
viento y las arenas. Los sábados salían todos a la calle, llevando
palas, hachas, picos. En una plazoleta desierta surgió un parque;
hileras de finos álamos flanquearon las pequeñas calles. Los árboles
eran regados y cuidados como si no fuesen árboles corrientes de ciudad,
sino flores en un alféizar propio. Alexéi recordaba cómo todos, jóvenes
y viejos, se regocijaban al ver engalanarse de verde en la primavera las
tiernas ramas desnudas... De pronto, se imaginó vivamente a los
hitlerianos en las calles de su Kamyshin. Hacían hogueras con los
árboles tan amorosamente cuidados por los habitantes... Veía su ciudad
natal envuelta en humo y en el lugar de la pequeña casa donde se había
criado y donde vivía su madre, una chimenea igual de ahumada y deforme
como las que estaba viendo.
Una angustia densa, dolorosa, embargaba su corazón.
¡Había que detenerlos, no dejarlos adentrarse más! ¡Había que luchar
contra ellos, luchar, mientras tuviese aún fuerzas, como aquel soldado
ruso que yacía en el calvero sobre un montón de cuerpos enemigos!
El
sol tocaba ya las azules almenas del bosque.
Alexéi se arrastró por lo que en tiempos fue calle de la aldea. Un
fuerte olor a cadáver llegaba del cenizal. La aldea parecía más
deshabitada que la más recóndita espesura del bosque. De pronto, un
ruido extraño le obligó a ponerse en guardia. En el extremo del cenizal
vio un perro. Era un mastín de largo pelo y caídas orejas; un «Bóbik» o
una «Zhúchka» de lo más vulgar. Gruñendo sordamente tiraba de un trozo
de carne fofa que sujetaba con las patas delanteras. Al ver a Alexéi, el
can, a quien se le supone el más noble de los animales, objeto de
constantes refunfuños de las amas de casa y favorito de los chicuelos,
gruñó de súbito y enseñó los dientes. En sus ojos brillaba una llama de
ferocidad tal que Alexéi sintió erizársele el cabello.
Quitóse la almohadilla de la mano y buscó en el bolsillo el revólver.
Durante unos instantes el hombre y el can, convertido ya en fiera, se
miraron fijamente. Después, el perro debió de recordar algo: bajó el
hocico, agitó con aire contrito la cola, recogió su botín y con el rabo
entre las piernas ocultóse tras el negro montículo del cenizal.
¡Había que marcharse en seguida de allí! Aprovechando los últimos
minutos de luz diurna, Alexéi, sin preocuparse de caminos, en línea
recta, a campo traviesa, se arrastró hacia el bosque, dirigiéndose casi
instintivamente hacia donde se oía, ahora con toda claridad, el
estruendo de los cañones, que, como un imán, le atraía con fuerza
creciente a medida que se iba aproximando a él.
12
Así continuó arrastrándose dos o tres días más. Perdió la noción del
tiempo; todo se había fundido en una cadena continua de esfuerzos
automáticos. A veces, el sopor o la inconsciencia se apoderaban de él.
Se dormía en marcha, pero la fuerza que le atraía hacia el Este era tan
poderosa que, amodorrado y todo, seguía arrastrándose poco a poco hasta
que tropezaba con algún árbol o arbusto y caía de bruces sobre la nieve
derretida. Toda su voluntad, todos sus confusos pensamientos estaban
concentrados, como en un foco, en un solo anhelo: arrastrarse, avanzar;
avanzar, costase lo que costase.
Por el camino escudriñaba ansiosamente cada matorral, pero no volvió a
encontrar más erizos. Se alimentaba de las bayas que encontraba bajo la
nieve, chupaba el musgo. Cierta vez tropezó con el gran montículo de un
hormiguero. Se alzaba en el bosque como una pequeña pila de heno, lisa,
recién peinada y lavada por las lluvias. Las hormigas no se habían
despertado aún y su vivienda parecía desierta. Alexéi metió la mano en
la esponjosa pila y cuando la sacó estaba sembrada de hormigas que se
habían adherido fuertemente a su piel. Comenzó a comérselas y en su
boca, reseca, sentía con placer el picante y acre sabor del ácido
fórmico. Siguió introduciendo la mano en el montículo hasta que se
reavivó todo el hormiguero, despertado por la inesperada invasión.
Los pequeños insectos se defendían furiosamente mordiendo a Alexéi en la
mano, los labios y la lengua; se metían por debajo del mono y le picaban
en el cuerpo, pero aquellas picaduras eran incluso agradables para él.
El acre sabor del ácido fórmico le reanimó. Sintió deseos de beber.
Entre los montículos divisó un pequeño charco de agua turbia y se
inclinó sobre él. Pero apenas lo hubo hecho, enderezóse de nuevo: desde
el oscuro espejo del agua, sobre el fondo azul del cielo, le miraba un
rostro horrible, absolutamente desconocido. Parecía una calavera con la
oscura piel estirada y cubierta de una pelambrera sucia y rizosa. Desde
las negras cuencas mirábanle unos ojos grandes, redondos, feroces; el
pelo, apelmazado, le caía, como estalactitas, sobre la frente.
«¿Es posible que sea yo?», pensó Alexéi, y, horrorizado ante la idea de
volver a inclinarse sobre el agua, comió nieve en vez de beber, y siguió
arrastrándose hacia el Este, que le seguía atrayendo como un poderoso
imán.
Se
dispuso a pasar la noche en el gran embudo de una bomba, rodeado por el
amarillo parapeto de la arena lanzada hacia arriba a causa de la
explosión. En su fondo se gozaba de sosiego y comodidad. El viento no
llegaba hasta allí y tan sólo se oía el rumor de las arenillas que
empujadas por él rodaban hasta abajo. Desde lo profundo del embudo, las
estrellas parecían de un brillo extraordinario y daban la sensación de
estar suspendidas a no mucha altura de la cabeza, mientras que la
felpuda rama de un pino que se balanceaba debajo de ellas semejaba una
mano que limpiase continuamente con un trapo aquellas refulgentes
lucecillas. De madrugada arreció el frío. Una escarcha húmeda cubrió el
bosque. El viento había cambiado de dirección y soplaba ya del Norte,
transformando la escarcha en hielo. Cuando el turbio y tardío amanecer
se abrió, por fin, paso entre las ramas de los árboles, y la espesa
niebla descendió y fue disipándose poco a poco, todo apareció cubierto
de una resbaladiza corteza helada, y la rama del pino que pendía sobre
el embudo ya no semejaba una mano que sostuviera un trapo, sino una
fantástica araña de cristal con menudos prismas que tintineaban tenue y
fríamente al ser mecidos por el viento.
Después de aquella noche, Alexéi se sintió más débil que nunca. Dejó
incluso de masticar corteza de pino, de la que llevaba reservas en el
pecho. Costóle gran esfuerzo separarse del suelo; parecía como si el
cuerpo se hubiera adherido a la tierra durante la noche. Sin sacudirse
la película de hielo que se había formado en su mono, barba y bigotes,
intentó encaramarse por las paredes del embudo. Pero las manos
resbalaban impotentes por la arena helada durante la noche. Cuantas
veces intentó trepar, resbaló hasta el fondo del embudo. Las tentativas
se fueron haciendo cada vez más débiles. Por fin se persuadió con horror
de que, sin ayuda ajena, no podría salir de aquel agujero. Esta idea le
impulsó una vez más a encaramarse por la resbaladiza pendiente. Pero,
apenas hubo hecho algunos movimientos, resbaló, extenuado e impotente.
«¡Esto se acabó! ¡Nada más puedo hacer!»
Y
acurrucóse en el fondo del embudo, sintiendo en todo el cuerpo esa
terrible lasitud que desimanta y paraliza la voluntad. Con apático
movimiento sacó del bolsillo de la guerrera las manoseadas cartas, pero
no tuvo fuerzas para leerlas. Extrajo la fotografía, envuelta en papel
de celofán, de la muchacha del floreado vestido sentada entre las
hierbas de un jugoso prado y con una triste sonrisa le preguntó:
—¿Será posible que tenga que decirte adiós? — De pronto se estremeció y
quedó petrificado con la fotografía en la mano: allá en lo alto, sobre
el bosque, en el aire frío y húmedo, le pareció escuchar un ruido
conocido.
Alexéi se recobró inmediatamente del pesado sopor. Nada de particular
había en aquel ruido. Tan débil era que incluso el oído sutil de una
fiera no hubiera podido distinguirlo del monorrítmico murmullo de las
heladas copas de los árboles. Pero Alexéi lo percibía cada vez con mayor
nitidez. Por el peculiar tono silbante, no le cupo la menor duda de que
se trataba de un caza como el que él pilotaba.
El
ronquido del motor se iba acercando, crecía, convirtiéndose ya en
silbido, ya en gemido, al hacer el avión un viraje en el aire. Y, por
fin, volando muy alto, apareció en el cielo gris, avanzando lentamente,
una diminuta crucecita, que unas veces se confundía con el fondo
grisáceo de las nubes y otras resaltaba de él. Ahora se distinguían ya
las estrellas rojas pintadas en sus alas; sobre la misma cabeza de
Alexéi el avión hizo un looping, reverberaron sus alas al sol y, dando
un viraje, comenzó a volar en dirección opuesta. El ronquido del motor
se extinguió muy pronto, diluyéndose en el murmullo del bosque helado,
cuyas ramas, mecidas por el viento, tintineaban delicadamente, pero a
Alexéi le pareció seguir escuchando durante largo rato aquel sonido
silbante y agudo.
Se
imaginó en la cabina. En menos tiempo del que se tarda en fumar un
cigarrillo, se encontraría en su aeródromo del bosque. ¿Quién volaría?
¿Acaso Andréi Degtiarenko? Gustaba éste de elevarse mucho durante los
vuelos de exploración con la secreta esperanza de encontrar enemigo...
Degtiarenko... el avión... la muchachada...
Sintiendo un nuevo aflujo de energía, Alexéi examinó las heladas paredes
del embudo. «¡Claro! ¡Así no saldrás!» ¡Pero no se iba a estar tumbado
esperando a que llegase la muerte! Desenvainó el puñal, y a golpes
imprecisos y débiles se puso a hacer unos escaloncillos, raspando la
corteza helada y escarbando con las uñas la arena endurecida por el
hielo. Rompíase las uñas y se ensangrentaba los dedos, pero manejaba el
cuchillo y las uñas cada vez con mayor porfía. Después, apoyándose con
las rodillas y las manos en aquellos escaloncitos, comenzó a ascender
lentamente. Logró llegar hasta el parapeto. Un esfuerzo más y lograría
tumbarse sobre él y rodar al otro lado. Pero sus piernas resbalaron y,
golpeándose la cara dolorosamente contra el hielo, cayó abatido,
sufriendo fuertes contusiones. No obstante, el ronquido del motor
continuaba aún en sus oídos. Alexéi se levantó de nuevo, volvió a
encaramarse y resbaló otra vez. Entonces examinó su obra con espíritu
crítico y se puso a profundizar los escaloncillos, haciendo sus bordes
superiores más agudos, y trepó nuevamente empleando con prudencia las
energías de todo su cuerpo, cada vez más débil.
Haciendo un supremo esfuerzo, logró echarse sobre el parapeto de arena y
rodar exhausto a la vertiente opuesta. Y se arrastró hacía donde había
marchado el avión, hacia el lugar en que, disolviendo la niebla húmeda y
arrancando destellos a los cristalinos de hielo, se iba alzando sobre el
bosque el ígneo disco del sol.
13
Ya
le era difícil arrastrarse: los brazos se le doblaban, temblorosos e
incapaces de soportar el peso del cuerpo. Repetidas veces hundió su
rostro en la pastosa nieve. Le parecía que la tierra había multiplicado
considerablemente su fuerza de atracción y que era imposible vencer
aquella fuerza. Experimentaba un irresistible deseo de tumbarse y
descansar, aunque fuera un poco, una media hora tan sólo. Sin embargo,
un irrefrenable impulso le empujaba ahora hacia adelante; venciendo el
intenso cansancio, continuaba arrastrándose sin reposo; caía, se
incorporaba y volvía a arrastrarse, sin sentir el dolor y el hambre, sin
ver ni escuchar más que el estruendo del cañoneo y la fusilería.
Cuando los brazos se negaron a sostenerle, probó a reptar apoyándose
sobre los codos. Aquello era muy incómodo. Entonces se tendió y,
ayudándose con los codos, intentó rodar. Lo consiguió. Rodar dando
vueltas de costado era más fácil, no exigía grandes esfuerzos. Sólo que
se le iba la cabeza y perdía por unos instantes el conocimiento, lo que
le obligaba a detenerse con frecuencia y a sentarse en la nieve,
esperando a que cesara aquel girar de la tierra, del bosque y del cielo.
El
bosque comenzó a clarear y en algunos sitios se traslucían las calvas de
las talas. Las cintas de los caminos de invierno distinguíanse sobre la
nieve. Alexéi ya no pensaba en si lograría llegar hasta los suyos, pero
sabía que no dejaría de arrastrarse, que rodaría en tanto su cuerpo
fuera capaz de moverse. Cuando, a causa del terrible esfuerzo que
realizaban todos sus debilitados músculos, perdía el sentido, los brazos
y todo su cuerpo continuaban, instintivamente, haciendo los mismos
complicados movimientos y seguía rodando por la nieve hacia el Este, en
dirección al ruido de los cañonazos.
Alexéi no se acordaba de cómo había pasado la noche ni de si se había
arrastrado mucho durante la mañana. Todo aquello quedaba sumido en las
tinieblas de un amodorramiento torturante. Tan sólo recordaba
confusamente los obstáculos que se oponían a su avance: el áureo tronco
de un cortado pino rezumando el ámbar de la resina, las pilas de
maderos, el serrín y las virutas tiradas por todas partes, algún que
otro tocón con los anillos, muy visibles, de las capas anuales en el
corte.
Un
ruido extraño le sacó de su amodorramiento, volviéndole a la razón y
obligándole a sentarse y a escudriñar. Vióse en medio de un gran claro
inundado de luz, lleno de árboles talados, de troncos y de pilas de
leña. El sol de mediodía brillaba sobre su cabeza; olía intensamente a
resina, a hojas recalentadas, a humedad de nieve y, en lo alto, por
encima de la tierra aún no deshelada, cantaba, desgañitándose, una
alondra, embelesada en su simple canción.
Dominado por la sensación de un peligro indefinido, Alexéi examinó el
talado lugar. La tala era reciente y no estaba abandonada; las hojas de
los árboles, que sin partir yacían en tierra, no habían tenido tiempo de
secarse y amarillear; la melosa resina goteaba de los tajos; olía a
astillas frescas y a corteza húmeda, tiradas por doquier. Era evidente
que la tala estaba en explotación. Seguramente, los hitlerianos extraían
de allí la madera para sus casamatas y fortificaciones. En este caso,
era necesario marcharse a toda prisa. Los leñadores podían llegar de un
momento a otro. Pero su cuerpo parecía haberse petrificado, encadenado
por un terrible dolor, y no tenía aliento para moverse.
«¿Continuar a rastras?» Pero el instinto, aguzado en él durante los días
de permanencia en el bosque, le tenía en guardia. Más que ver, sentía
que alguien le vigilaba sin quitarle ojo de encima. ¿Quién? El bosque
permanecía en silencio, cantaba la alondra, picoteaba sordamente el
pájaro carpintero, los paros conversaban, piando furiosamente mientras
saltaban veloces entre las lacias ramas de los cortados pinos. Y, a
pesar de todo, Alexéi sentía en todo su ser que le estaban observando.
Crujió una rama con ligero chasquido. Miró, y vio que en los penachos
azules de un grupo de pequeños pinos, cuyas crespas copas se mecían a la
vez, combadas por el viento, había algunas ramas que — como si tuviesen
vida aparte —, agitábanse desacordes con el movimiento general.
Parecióle a Alexéi que de allí provenía un leve susurro, un alterado
susurro humano. Y al igual que durante el encuentro con el perro, sintió
que se le erizaba el cabello.
Sacó de su seno la oxidada y polvorienta pistola y tuvo que hacer uso de
ambas manos para levantar el gatillo. Al ruido de éste, alguien pareció
echarse hacia atrás en los pinos. Varios arbolillos estremecieron sus
copas, como si hubieran tropezado con ellas, y de nuevo se aquietó todo.
«¿Qué sería aquello? ¿Un animal o una persona?», pensó Alexéi y creyó
oír que entre los arbustos alguien decía, también en forma interrogante:
«¿Es un hombre?» ¿Sería una ilusión de sus sentidos o, en efecto, allí,
entre los arbustos, alguien había hablado en ruso? Sí, precisamente en
ruso. Y el hecho de que hablasen en ruso le produjo tan desbordante
alegría que, sin parar mientes en quién pudiera estar allí — amigo o
enemigo —, dejó escapar un grito triunfal, enderezóse sobre las piernas
y se lanzó con todo su cuerpo hacia delante, hacia la voz. En el acto,
se desplomó, dando un gemido, como fulminado. La pistola cayó sobre la
nieve...
14
Al
caer, después del frustrado intento de incorporarse, Alexéi perdió un
instante el conocimiento, pero la sensación de un peligro inmediato le
hizo volver en sí. No cabía duda: en el pinar había gente escondida que
le observaba y discutía en voz queda.
Se
incorporó un poco, apoyándose sobre los brazos, cogió la pistola de la
nieve y, sosteniéndola disimuladamente junto al suelo, comenzó a
observar. Su cerebro trabajaba con toda precisión. ¿Quiénes eran?
¿Serían leñadores a quienes los alemanes enviaban allí a la fuerza para
cortar madera? ¿A lo mejor eran rusos, cercados como él, que se habrían
paso hacia los suyos desde la retaguardia alemana, a través de la línea
del frente? ¿O quizá campesinos del lugar? Había oído cómo alguien
preguntaba claramente: «¿Es una persona?»
La
pistola temblaba en su mano, encallecida de tanto arrastrarse. Pero
Alexéi se preparaba a luchar y a emplear bien las tres balas que le
quedaban...
En
aquel preciso momento, una voz infantil y alterada resonó en los
arbustos:
—¡Eh! ¡Tú! ¿Quién eres? Doich? Fersteish?
Aquellas extrañas palabras inquietaron a Alexéi, pero no cabía duda de
que las gritaba un ruso, un niño con toda seguridad.
—¿Qué haces ahí? — preguntó otra voz infantil.
—¿Y vosotros, quiénes sois? — preguntó a su vez Alexéi, y calló,
sorprendido de lo débil y tenue que sonaba su voz.
Su
pregunta produjo confusión al otro lado de los arbustos, donde
estuvieron conversando durante largo rato entre tales manoteos que las
ramitas del pinar se agitaban con fuerza.
—¡No vengas con cuentos, no nos engañarás! ¡Conozco a los alemanes a
cinco verstas por el olor! ¿Eres alemán?
—¿Y vosotros, quiénes sois? —¿Y a ti qué te importa? Ni fersteish...
—
Soy ruso.
—¡Embustero! ¡Así me muera... que mientes, fascista!
—
Soy ruso, aviador: los alemanes me han derribado.
Seguro que al otro lado de los arbustos estaban los suyos, Alexéi
abandonó todo género de precauciones. No le creían porque la guerra los
había enseñado a ser precavidos. Y por primera vez en toda su larga
caminata sintióse completamente agotado, sin fuerzas para avanzar ni
para defenderse. Por sus negras y hundidas mejillas corrían las
lágrimas.
—¡Mira, está llorando! — oyóse tras los arbustos —. ¡Eh! ¡Tú! ¿Por qué
lloras?
—
Soy ruso, ruso, de los vuestros, aviador.
—¿De qué aeródromo?
—¿Y vosotros, quiénes sois?
—¿Y a ti qué? Tú contesta.
—¡De Monchálovo, socorredme, venid! ¡Qué diablos...!
En
los arbustos hablaban animadamente y en voz baja. Alexéi oyó algunas
frases con claridad:
—
Mírale, dice que de Monchálovo... A lo mejor es verdad... Y llora...
¡Eh! ¡Tú, piloto! ¡Tira el revólver! — le gritaron —. ¡Tíralo te digo,
si no, no salimos y nos marcharemos!
Alexéi tiró a un lado la pistola. Los arbustos se separaron y de ellos
salieron dos mozalbetes que, avizores, igual que paros curiosos prestos
a saltar en cualquier momento y dar la espantada, agarrados de la mano,
comenzaron, cautelosos, a acercarse a él. El mayor, delgado, de ojos
azules y cabellos rubios como el cáñamo, sostenía en la mano una hacha,
preparada para hacer frente a cualquier contingencia. Escondiéndose a
sus espaldas y mirando por detrás de él con unos ojos llenos de
invencible curiosidad, venía el menor, un chicuelo pelirrojo y pecoso,
que no cesaba de murmurar:
—
Llora. Está llorando de verdad. ¡Y qué flaco está!, ¡qué flaco!....
El
mayor, al llegar junto a Alexéi con el hacha todavía dispuesta, apartó
con la enorme bota de fieltro — debía de ser del padre — la pistola que
yacía en la nieve.
—¿Dices que eres aviador? ¿Tienes papeles? ¡A verlos!
—¿Quién está aquí? ¿Los nuestros o los alemanes? — preguntó Alexéi en
voz baja, sonriendo involuntariamente.
—¿Acaso lo sé yo? A mí no me informan. Aquí está el bosque — contestóle
diplomáticamente el mayor.
Tuvo que hurgar en la guerrera en busca de la credencial. El carnet rojo
de oficial, con la estrella de cinco puntas, produjo una impresión
mágica en los muchachos, como si la infancia, perdida durante los días
de la ocupación, volviese a ellos de pronto al ver ante sí a uno de los
suyos, a un aviador soviético.
—¡Los nuestros, los nuestros, desde hace tres días!
—
Tío, ¿por qué estás tan flaco?
—... ¡Menuda tunda les han pegado los nuestros! ¡Los hicieron papilla!
¡Hubo un combate terrible! ¡Una de muertos les hicieron, que es un
espanto!
—
Y cada uno huyó como pudo... Hubo uno que ató un barreño a un varal y se
metió dentro. Dos heridos iban agarrados a la cola de un caballo y otro
montado en él... ¿Dónde te derribaron, tío?
Después de haber charlado un rato, los muchachos comenzaron a actuar.
Desde el lugar de la tala a su vivienda había, según decían, unos cinco
kilómetros. Alexéi ni siquiera podía darse la vuelta para echarse más
cómodamente de espaldas. El trineo con que los muchachos habían venido
por ramas a la «tala alemana» era demasiado pequeño y, además, los
chicos no tenían fuerzas para arrastrar a un hombre por la nieve, a
campo traviesa. El mayor, que se llamaba Serionka, ordenó a su hermano
Fedka que fuese a todo correr a la aldea en busca de gente, mientras él
se quedaba de centinela al lado de Alexéi para defenderle, según decía,
de los alemanes, pero, recelando en secreto de él y pensando: «El diablo
sabe quién será este tío; los hitlerianos son muy cucos y puede que éste
se esté haciendo el moribundo y hasta haya conseguido papeles
falsos...». Pero, poco a poco, se fueron disipando sus temores y el
muchacho comenzó a charlar por los codos.
Alexéi, que dormitaba con los ojos entreabiertos sobre el tibio y
mullido lecho de las hojas, escuchaba y no escuchaba su relato. A través
de la tranquila somnolencia que se había apoderado súbitamente de su
cuerpo, llegaban hasta su conciencia tan sólo palabras aisladas,
incoherentes; sin penetrar en su sentido, Alexéi gozaba entre sueños de
los sonidos e inflexiones de la lengua materna. La historia de las
desventuras de los vecinos de la aldehuela de Plavni la conoció más
tarde.
Los alemanes habían llegado a aquellos parajes de bosques y lagos en el
mes de octubre, cuando llameaban en los abedules las hojas amarillentas
y los pobos parecían estar envueltos en siniestras llamas rojas. En el
sector de Plavni no hubo combates. Aniquilada una unidad del Ejército
Soviético — que se había atrincherado a 30 kilómetros al Oeste, en unas
fortificaciones construidas a toda prisa —, las columnas alemanas,
precedidas por una poderosa vanguardia de carros de combate, pasaron de
largo la aldea de Plavni, escondida a un lado del camino, junto a un
lago del bosque, y continuaron hacia el Este. Se dirigían al gran nudo
ferroviario de Bologoe con el fin de ocuparlo y cortar de este modo los
frentes del Oeste y Noroeste. Allí, en los lejanos accesos a Bologoe,
los habitantes de la región de Kalinin — vecinos de las ciudades,
campesinos, mujeres, ancianos y adolescentes, personas de todas las
edades y profesiones —, día y noche, bajo la lluvia y el calor
sofocante, soportando los mosquitos, la humedad de los pantanos y el
agua insalubre, cavaron y construyeron líneas de defensa. Las
fortificaciones se extendían de Sur a Norte en una longitud de
centenares de kilómetros, a través de bosques y pantanos, por las
orillas de los lagos, riachuelos y arroyos.
Los fortificadores hubieron de soportar no pocas penalidades; sin
embargo, su esfuerzo no fue baldío. Los alemanes lograron romper sobre
la marcha varios cinturones de fortificaciones, pero en una de las
últimas líneas fueron contenidos Se pasó a la guerra de posiciones. Los
alemanes no pudieron llegar hasta Bologoe y viéronse obligados a
trasladar el centro del golpe más hacia el Sur, pasando a la defensiva.
Las campesinos de la aldea de Plavni, que habitualmente completaban la
pobre cosecha de sus campos semiarenosos con la abundante pesca de los
lagos del bosque, se habían hecho ya a la idea de que la guerra había
pasado de largo, sin tocarles. Llamaron stárosta (alcalde) al presidente
del koljós, porque así lo exigían los alemanes, y siguieron viviendo
como siempre, confiando en que los hitlerianos no hollarían eternamente
la tierra soviética, y que ellos, los vecinos de Plavni, en su apartado
rincón podrían esperar tranquilamente a que pasase el infortunio. Pero
tras de los alemanes con uniforme color verdín de pantano, llegaron en
automóviles otros alemanes vestidos de negro y ostentando en sus gorros
de campaña una calavera con dos tibias cruzadas. A los vecinos de Plavni
se les hizo saber que en el plazo de veinticuatro horas debían presentar
quince voluntarios dispuestos a trabajar permanentemente en Alemania; en
caso contrario, los alemanes amenazaban con grandes males. Los
voluntarios tenían que presentarse en la última isba de la aldea, donde
estaba instalado el almacén de pesca del artel y la oficina del mismo,
llevando consigo una muda interior, cuchara, tenedor, cuchillo y víveres
para diez días. Pasó el plazo señalado y nadie se presentó. Si bien es
verdad que los propios alemanes vestidos de negro, aleccionados al
parecer por la experiencia, tampoco confiaban mucho en ello, detuvieron
al presidente del koljós, entonces ya stárosta; a Verónica Grigórievna,
anciana educadora de la guardería infantil, a dos jefes de cuadrilla y a
diez campesinos más que encontraron a mano, y los fusilaron ante el
edificio de la dirección del koljós para que sirviera de escarmiento
ejemplar. Prohibieron que los cadáveres fueran enterrados, anunciando
amenazadores que si en el plazo de un día no se presentaban los
voluntarios en el lugar señalado por la orden, harían lo mismo con toda
la aldea.
Pero los voluntarios tampoco se presentaron. Y a la mañana siguiente,
cuando los hitlerianos del Sonderkommando de las S.S. llegaron a la
aldea, resultó que todas las isbas estaban vacías. No quedaba en ellas
ni un alma: hasta los ancianos y los niños habían desaparecido. Durante
la noche anterior, la gente, abandonando sus casas y tierras, todos los
bienes acumulados durante años y casi todo el ganado, protegida por la
espesa niebla nocturna habitual en aquellos parajes, había desaparecido
sin dejar rastro alguno. Toda la aldea, hasta el último hombre, se había
marchado a la espesura del bosque, a un antiguo lugar talado, sito a
unas dieciocho verstas de allí. Después de haber cavado unas cuevas para
que sirvieran de vivienda, los hombres se marcharon a hacer la guerra de
guerrillas y las mujeres, con los chicos pequeños, quedaron en el bosque
a llevar una mísera existencia hasta la llegada de la primavera. La
aldea rebelde fue incendiada por el Sonderkommando hasta los cimientos,
como la mayoría de las aldeas y de los pueblos de aquella región,
llamada por los alemanes zona muerta.
—...Mi padre era el presidente del koljós, ellos le llamaban el stárosta
— contaba Serionka y sus palabras llegaban hasta Alexéi como si fueran
pronunciadas al otro lado de un tabique —. Y le mataron, como mataron a
mi hermano mayor, que era inválido: perdió un brazo trabajando en la
era. Dieciséis personas... Yo mismo lo vi con mis propios ojos, pues nos
llevaron a todos, a la fuerza, para que lo presenciáramos. Mi padre les
gritaba hasta desgañitarse, los insultaba... «¡Ya las pagaréis, hijos de
perra! —chillaba—. ¡Lloraréis lágrimas de sangre por nosotros!...»
Al
escuchar el parloteo de aquel hombrecito rubio de tristes ojazos, el
aviador experimentaba una extraña sensación. Era como si flotase en una
bruma viscosa. Un invencible cansancio inmovilizaba todo su cuerpo,
agotado por una tensión sobrehumana. No podía mover ni un dedo y no se
imaginaba siquiera cómo, hacía sólo dos horas, era capaz de avanzar.
—¿Así, pues, vivís en el bosque? —preguntó Alexéi al muchacho con voz
apenas perceptible, y sobreponiéndose con gran esfuerzo al sopor que le
embargaba.
—
Pues claro. Y así vamos tirando. Nosotros somos ahora tres: la madre,
Fedka y yo. Teníamos una hermanita, Niushka, pero se nos murió durante
el invierno, se hinchó y murió; y otro hermanito pequeño, que murió
también. Por tanto, quedamos tres... ¿Qué crees? ¿Volverán los alemanes?
¿Eh? Nuestro abuelo materno, o séase, el padre de mi madre, que es ahora
nuestro presidente, dice que no, que los muertos no vuelven. Pero mi
madre siempre está asustada, siempre quiere huir por si acaso vuelven
otra vez... ¡Pero, mira, ahí vienen Fedka y el abuelo!
En
la linde del bosque estaba el pelirrojo Fedka, que señalaba con el dedo
a Alexéi, mostrándoselo a un viejo vestido con una andrajosa anguarina,
de tosca tela casera, ceñida al cuerpo con una soga, y alta gorra de
oficial alemán.
El
viejo, el abuelo Mijaíl, como le llamaban los muchachos, era alto,
encorvado y enjuto. Tenía un rostro bondadoso, como el de San Nikolái
que pintan en los iconos; sus ojos eran límpidos, claros, infantiles, y
su barba rala, rizosa y completamente blanca. Mientras envolvía a Alexéi
en una vieja pelliza de piel de carnero, hecha toda ella de abigarrados
remiendos, levantándole sin esfuerzo y dando vueltas a su ingrávido
cuerpo, no dejaba de comentar con candida sorpresa:
—¡Válgame Dios, qué desgracia! ¡Cómo se ha quedado, Dios mío, si es
talmente un esqueleto! ¡Hay que ver lo que hace la guerra con la gente!
¡Ay, ay, ay!...
Cuidadosamente, como si fuera un recién nacido, depositó B Alexéi en el
pequeño trineo, lo ató con una cuerda, reflexionó un poco, se quitó la
anguarina, la dobló y la puso bajo la cabeza del piloto a guisa de
almohada. Después se colocó delante, enganchóse en una pequeña collera
fabricada de arpillera, y dando una cuerda a cada muchacho dijo:
—¡Bueno, con Dios!— y entre los tres tiraron del trineo por la nieve
medio derretida que se pegaba a los patines y crujía, como fécula de
patata, al ceder bajo los pies.
15
Los dos o tres días subsiguientes transcurrieron para Alexéi envueltos
en una bruma espesa y ardiente, en la que todo lo que ocurría parecíale
fantasmagórico. La realidad se mezclaba con febriles sueños y sólo mucho
tiempo después pudo reconstruir los verdaderos acontecimientos
debidamente coordinados.
La
aldea fugitiva vivía en un bosque secular. Era difícil que las viviendas
subterráneas cubiertas de nieve, ocultas desde arriba por la fronda,
fueran advertidas siquiera a primera vista. El humo que salía de ellas
parecía proceder del suelo mismo. El día en que apareció allí Alexéi era
húmedo y sosegado, y a Alexéi le pareció que todo aquel paraje estaba
envuelto en un incendio forestal que se iba extinguiendo.
La
población entera —en su mayoría mujeres, niños y algunos ancianos— al
tener noticia de que Mijaíl traía del bosque a un aviador soviético
—salido no se sabía de dónde y, según el relato de Fedka, «talmente un
esqueleto»— acudió en masa a recibirle. Cuando entre los árboles
apareció la troika con el trineo, las mujeres la rodearon y, apartando a
empellones y manotazos a los pequeñuelos que se metían entre sus
piernas, se pusieron en marcha, formando como una muralla en torno al
trineo, entre llantos, gemidos y lamentaciones. Todas ellas vestían
andrajos y parecían igualmente viejas. El hollín de las viviendas sin
chimeneas no se les iba de la cara. Sólo el fulgor de los ojos y la
blancura de los dientes, que resaltaban en los ennegrecidos rostros,
diferenciaban a las jóvenes de las mujeres de edad.
—¡Mujeres, mujeres, eh, mujeres! ¿Para qué os habéis agolpado? ¿Acaso es
esto una función de teatro? ¿Un espectáculo? —rezongó Mijaíl, tirando
con fuerza de su collera—. ¡No estorbéis, por el amor de Dios, borregas!
¿Perdónalas, Señor, están locas las pobres!
Desde la multitud llegaba a oídos de Alexéi:
—¡Oh, cómo está! ¡Verdad es, un esqueleto mismamente! ¡Ni se mueve
siquiera! ¿Estará vivo?
—Está sin conocimiento... ¿Qué le pasará? ¡Huy, qué flaco está, mujeres,
huy qué flaco!
Después remitió la oleada de asombro. La suerte — desconocida, pero
evidentemente horrible— del aviador conmovía a las mujeres y, mientras
los trineos se deslizaban por el lindero, acercándose lentamente a la
aldea subterránea, se entabló una disputa: ¿En casa de quién viviría
Alexéi?
—Mi cueva es seca, de arena y está bien ventilada... Además tengo horno
—decía una mujer pequeña, carirredonda, a quien las córneas de los ojos
le brillaban vivamente como a un negro joven.
—...«¡Un horno!» Pero ¿cuántos vivís allí? ¡Hay un olor que tira de
espaldas! ¡Mijaíl, déjamelo a mí: tengo tres hijos en el Ejército Rojo,
y me ha quedado un poco de harinilla, le haré tortas!
—No, no, déjamelo a mí, yo tengo bastante lugar; vivimos dos. Puede
comer en mi casa las tortas que tú hagas, el sitio es lo de menos.
Ksiuja y yo lo cuidaremos. Tengo sargo helado y una ristra de setas
secas... Le prepararé sopitas de pescado y setas.
—¡Quita allá! ¡Qué sopa de pescado ni qué ocho cuartos, cuando tiene un
pie en la sepultura! ¡Déjemelo a mí, abuelo Mijaíl, tenemos una vaca y
le podremos dar leche!
Pero Mijaíl, imperturbable, seguía arrastrando el trineo hacia su cueva,
situada en el centro de la subterránea aldea.
...Alexéi recordaba que yacía sobre un camastro, en una pequeña y oscura
madriguera; una tea clavada en la pared ardía despidiendo chispas,
crepitando y difundiendo un ligero hedor. A la luz de la misma veía una
mesa, hecha de un cajón de minas alemanas sujeto a un tronco clavado en
la tierra, y, a su alrededor, varios pequeños tajos a modo de taburetes;
una mujer delgada, vestida como una vieja, con pañuelo negro a la
cabeza, se inclinaba sobre la mesa —era Varía, la nuera más joven del
abuelo Mijaíl— y al lado brillaba la cabeza del propio Mijaíl cubierta
de guedejas argentadas y poco espesas.
Alexéi yacía en un colchón a rayas, relleno de paja. Estaba cubierto por
la misma remendada pelliza de piel de carnero que desprendía un olor
familiar y agradable, algo agrio, que le recordaba el hogar. Y a pesar
de tener todo el cuerpo quebrantado, como molido a pedradas, y de que
los pies le ardían como sí le estuvieran aplicando en las plantas
ladrillos al rojo, le era agradable yacer así, calentito, inmóvil,
sabiendo que nadie le haría daño y que no necesitaba moverse, pensar, ni
tomar precauciones.
El
humo del hogar, situado en un rincón de la fosa-vivienda, ascendía en
cambiantes espirales azuladas, y a Alexéi le parecía que no era sólo el
humo, sino también la mesa y la argentada cabeza del abuelo Mijaíl
—siempre atareado con algo, constantemente haciendo alguna cosa—, y la
fina figura de Varia, lo que se diluía, oscilaba, se estiraba... Alexéi
cerró los ojos. Los abrió, despertado por un soplo de aire frío que
venía de la puerta revestida con un paño grueso. Junto a la mesa vio a
una mujer que había puesto sobre ella un saquito y lo mantenía todavía
agarrado, como dudando si dejarlo o no; la mujer suspiró y dijo a Varia:
—Es sémola... la guardaba desde los tiempos de paz para Kostiunka. Pero
él ya no necesita nada... Tomadla, hacedle una papilla al huésped. Es a
propósito para los niños y a él le vendrá que ni de encargo.
Y
dando media vuelta se marchó silenciosa, contagiando a todos su
tristeza. Alguien trajo sargo helado; otra mujer, tortas cocidas en las
piedras del hogar, que difundieron por toda la cueva el ácido tufillo
del pan caliente.
Llegaron Serionka y Fedka. Serionka, con gravedad campesina, se quitó el
gorro cuartelero de la cabeza y diciendo: «¡Salud a todos!», colocó
sobre la mesa dos terrones de azúcar con migajas de tabaco y cáscaras de
salvado adheridas a ellos.
—La madre lo envía. El azúcar siempre es bueno, cómaselo —dijo, y se
dirigió como un hombrecito al abuelo—. Hemos estado de nuevo en el
cenizal. Desenterramos una cazuela, dos palas poco quemadas y una hacha
sin mango. Nos las hemos traído: para algo valdrán.
Mientras tanto, Fedka, asomando por detrás del hermano, echaba ávidas
miradas a los terrones de azúcar que había encima de la mesa y tragaba
ruidosamente saliva.
Sólo bastante más tarde, reflexionando sobre todo aquello, pudo Alexéi
apreciar en lo debido las dádivas que le hicieron en aquella aldea,
donde durante el invierno había perecido de hambre cerca de un tercio de
los habitantes y no se encontraba familia alguna que no hubiese
enterrado a uno o dos seres queridos.
—¡Ah, las mujeres, las mujeres! ¡No tienen precio nuestras mujeres!
Escucha, Alexéi, lo que te digo: la mujer rusa, ¿sabes?, no tiene
precio. Nada más le tocas el corazón, te da hasta lo último. ¡Hasta la
propia vida! ¿Eh? ¿No es así? — decía el abuelo Mijaíl, aceptando todos
aquellos regalos para Alexéi y aplicándose de nuevo a sus eternas
ocupaciones: reparar un arnés, coser una collera o echar suelas a unas
botas de fieltro desgastadas—. ¡Y en el trabajo, hermano Alexéi, esta
mujer nuestra no se queda atrás, y, a veces, sin que te des cuenta,
adelanta tanto en la faena que deja al hombre con un palmo de narices!
Ahora que, en cuanto a la lengua, ¡oh, qué lengua tienen! ¡Estas mujeres
del diablo me han mareado! ¡Así, como lo oyes, me han dejado tarumba
para siempre! Cuando murió mi Anisia, yo, ¡pecador de mí!, pensé:
«¡Gracias a Dios, ahora viviré tranquilo!» Y Dios me castigó. Nuestros
hombres, los que no se engancharon para el ejército, se fueron a
guerrillear contra los alemanes y yo, por mis grandes pecados, me quedé
de jefe de las mujeres, como un macho cabrío entre un rebaño de
ovejas... ¡Ay, qué vida ésta!
Alexéi vio en aquella aldea del bosque muchas cosas que le impresionaron
profundamente. Los hitlerianos habían despojado a los campesinos de
Plavni de sus casas, bienes, aperos de labranza, ganado, enseres
domésticos y ropa: de todo lo acumulado con el laborioso esfuerzo de
muchas generaciones.
La
gente vivía ahora en el bosque: soportaba grandes calamidades, pendía
sobre ella la amenaza continua de ser descubierta por los hitlerianos,
pasaba hambre, moría, pero el koljós que los campesinos de vanguardia
habían organizado en el año treinta —después de seis meses de
discusiones y disputas— no se había derrumbado. Al contrario, las
grandes calamidades de la guerra habían unido más a aquellas gentes.
Incluso los fosos-vivienda habían sido cavados colectivamente y
distribuidos no a la antigua, donde a cada uno se le antojara, sino por
cuadrillas. En sustitución del yerno asesinado, el abuelo Mijaíl se
había hecho cargo de las funciones de presidente. En el bosque él se
preocupaba de que se observasen como cosa sagrada las costumbres
koljosianas y, ahora, la aldea «troglodita» dirigida por él, arrojada a
la espesura del pinar, se preparaba para la primavera por cuadrillas y
grupos.
Las hambrientas campesinas llevaron y volcaron en una cueva hasta el
último grano de todo lo que habían guardado después del éxodo. Los
ternerillos de las vacas, traídas oportunamente al bosque para
ocultarlas de los alemanes, eran cuidados solícitamente. La gente pasaba
hambre, pero no sacrificaba el ganado colectivo. Arriesgando la vida,
los muchachos iban a la aldea quemada y escarbaban en el cenizal para
extraer de debajo de los tizones los arados, azules por el fuego. A los
mejor conservados les ponían empuñaduras de madera. Habilitaron yugos de
arpillera para comenzar a arar con las vacas al llegar la primavera.
Cuadrillas de mujeres pescaban, por turno, en los lagos. Gracias a ello
se alimentó la población durante todo el invierno.
A
pesar de que el abuelo Mijaíl rezongaba de «sus mujeres» y se tapaba los
oídos cuando se enzarzaban en su vivienda en furibundas y largas
disputas por asuntos del trabajo, poco comprensibles para Alexéi, pese a
que otras veces, fuera de sí, les gritase con su voz de falsete, el
abuelo sabía apreciarlas y, aprovechando la complacencia de su
silencioso oyente, se puso más de una vez a hacer la apología de la
«casta femenina».
—Alexéi, amigo mío, fíjate lo que sucede. La mujer, desde siempre, desde
los tiempos de Maricastaña, se agarra con ambas manos a un trozo de pan.
¿Eh? ¿No es así? ¿Y por qué? ¿Porque es tacaña? No, no es por eso, es
porque ese trozo lo necesita para los niños, porque ella los alimenta;
la familia, dígase lo que se diga, es la mujer quien la gobierna. Pero
mira cómo son las cosas. Nosotros vivimos como tú ya sabes: contando
hasta las migajas. ¡Pasamos hambre! Y, sin embargo, en enero se
presentaron aquí los guerrilleros, no los nuestros, los de la aldea —los
nuestros, ¿sabes?, dicen que pelean por allá, por Olenin—, sino otros,
unos ferroviarios. Pues bien, llegaron de pronto diciendo: «Nos morimos
de hambre». Y, ¿qué te piensas? Al día siguiente nuestras mujeres les
llenaron las mochilas. Y eso que sus propios hijos estaban hambrientos;
no se tenían en pie. ¿Eh?... ¡Pues ya ves! ¡Ah, si yo tuviera mando! ¡En
cuanto echáramos a los alemanes, reuniría a mis mejores tropas, pondría
delante a una mujer y ordenaría a todos mis soldados que desfilasen
frente a ella, delante de la mujer rusa, rindiéndole honores!...
Alexéi dormitaba dulcemente, escuchando la cháchara del anciano.
Oyéndole, le entraban a veces ganas de sacar del bolsillo de la guerrera
las cartas, la fotografía de la muchacha y enseñársela, pero las manos
no le obedecían: tan débil se sentía. Pero cuando el abuelo Mijaíl se
ponía a elogiar a sus mujeres, parecíale a Alexéi sentir a través del
paño de la guerrera el calor de aquellas cartas.
Allí, junto a la mesa, ocupada también siempre en algo, ágil y callada,
trabajaba por las tardes la nuera del abuelo Mijaíl. Al principio Alexéi
la tomó por una vieja, por la mujer del abuelo, pero después vio que no
tenía más de veinte o veintidós años, que era esbelta, armoniosa y
grácil y que al mirarle respiraba aceleradamente, un tanto asustada e
inquieta, como si se le formase un nudo en la garganta. A veces, por la
noche, cuando la tea se iba apagando y en la humosa oscuridad de la
cueva comenzaba a cantar melancólico un grillo —encontrado casualmente
por el abuelo Mijaíl en el viejo cenizal y traído en una manopla a la
casa, junto con la chamuscada vajilla, «para darle ambiente de hogar» le
parecía a Alexéi que alguien, mordiendo la almohada, hundida en ella la
cabeza, lloraba silenciosamente en el camastro...
16
Al
tercer día de estancia de Alexéi en casa del abuelo Mijaíl, el viejo le
dijo resueltamente por la mañana:
—Te has empiojado, Alexéi, que es una calamidad; pareces un escarabajo
pelotero. Y como ni siquiera puedes rascarte, he pensado prepararte un
baño. ¿Qué te parece? Un bañito. Te lavaré, te frotaré, haré que el
vapor se te meta por los huesos. Después de lo que has pasado, no te
vendrá mal un bañito. ¿Eh? ¿No es así?
Y
se puso a preparar el baño. Calentó el hogar que había en el rincón,
hasta tal punto que comenzaron a restallar las piedras. En la calle
ardía también una hoguera en la que —según le dijeron a Alexéi— se
calentaba un gran guijarro. Varia echó agua en una vieja barrica.
Esparcieron por el suelo paja dorada. Después, el viejo Mijaíl se
desnudó hasta la cintura y quedóse en calzoncillos; disolvió rápidamente
lejía en una tina de madera e hizo de corteza de tilo una especie de
estropajo que olía a verano. Cuando en la cueva hacía ya tanto calor que
comenzaban a caer del techo gruesas gotas de agua fría, el viejo salió a
la calle, trajo de allí, en una chapa de hierro, el guijarro —calentado
al rojo— y lo dejó caer en la tina. Una nube de vapor subió bufando
hasta el techo y se extendió por él convertida en una masa blanca y
rizosa. No se veía nada y Alexéi sintió que las hábiles manos del viejo
empezaban a desnudarle.
Varia ayudaba a su suegro. El calor la había obligado a despojarse del
chaquetón enguatado y del pañuelo de la cabeza. Unas pesadas trenzas,
cuya existencia hubiera sido difícil sospechar bajo el agujereado
pañuelo, se soltaron y cayeron sobre sus espaldas. Y toda ella, grácil y
delgada, de grandes ojos, se transformó de una vieja beata en una
jovencita. Fue tan inesperada aquella metamorfosis, que Alexéi, que en
un principio no le había prestado la menor atención, avergonzóse de su
desnudez.
—¡Quieto, Alexéi! ¡Eh, amigo, estate quieto! ¡Esto es lo que tenemos que
hacer contigo! He oído decir que en Finlandia, los hombres y las mujeres
se bañan juntos, en un mismo baño. ¿Qué? ¿Crees que no es verdad? A lo
mejor mienten. Pero Varia, ¿sabes?, es ahora como una enfermera que
atiende a un soldado herido. Sí. Y no hay por qué avergonzarse de
ella... Sosténlo mientras yo le quito la camisa. ¡Qué sudada está! ¡Al
tocarla se deshace!
Y
en aquel instante vio Alexéi una expresión de espanto pintada en los
grandes y oscuros ojos de la joven. A través del velo movedizo del vapor
vio, por vez primera desde la catástrofe, su cuerpo. Sobre la dorada
paja yacía un esqueleto humano cubierto sólo por la piel morena, en la
que resaltaban violentamente las rótulas, la pelvis, el vientre
totalmente hundido y los salientes aros de las costillas.
El
anciano trajinaba junto a la tina con lejía. Cuando, después de mojar el
estropajo en el aceitoso líquido gris, fue a ponerlo sobre Alexéi y vio
su cuerpo en la cálida bruma, la mano quedó suspensa en el aire.
—¡Qué calamidad!... ¡Tu asunto es serio, hermano! ¿Eh? Serio te digo.
Has conseguido escapar de los alemanes, hermano, pero de ella, de la que
lleva la guadaña...
Y,
de pronto, gritóle a Varía, que sostenía a Alexéi por detrás:
—¿Y tú que haces ahí con los ojos fijos en un hombre en cueros?
¡Indecente! ¿Por qué te muerdes los labios? ¡Todas sois iguales! ¡Unas
urracas! Y tú, Alexéi, no pienses, no pienses en nada malo. No tengas
cuidado, hermano; no dejaremos por nada del mundo que te lleve la de la
guadaña. Te cuidaremos, te pondremos bueno…¡Tenlo por
seguro!...¡Sanaras!
Con habilidad y cuidado como si Alexéi fuera un niño pequeño, lo lavaba
el abuelo Mijaíl; le daba vueltas, echábale agua caliente, y volvía a
frotarle con tal vigor que no tardó en oírse el rechinar de sus manos al
deslizarse por los salientes de los huesos.
Varia le ayudaba en silencio.
El
viejo la había reñido injustamente. Ella no miraba aquel cuerpo
horrible, huesudo, que colgaba impotente de sus brazos. Procuraba
desviar la vista, pero cuando sus ojos divisaban involuntariamente, a
través de la nube de vapor, una pierna o un brazo de Alexéi, se
encendían en ella chispas de espanto. Comenzaba a parecerle que aquel
aviador caído sin saber cómo en su familia, no era un desconocido, sino
su Misha; que no era un huésped inesperado, sino su esposo, el hombre
con el cual había vivido sólo una primavera —un recio mocetón con
grandes y brillantes pecas en el rostro barbilampiño y luminoso, de
manos enormes y poderosas—, a quien los enemigos habían puesto en aquel
estado; y que aquel cuerpo sin fuerzas, sostenido ahora por sus brazos,
que a veces parecía estar muerto, era el de él, el de su Misha. Y,
espantada, comenzaba a sentir que se le iba la cabeza, y sólo
mordiéndose los labios podía evitar el desvanecimiento...
...Poco después, Alexéi yacía en su delgado colchón a rayas, enfundado
en una camisa del abuelo Mijaíl; llena de remiendos, pero limpia y
suave. Sentía una sensación de frescura y vigor por todo el cuerpo.
Después del baño, cuando el vapor que llenaba la cueva se hubo disipado
a través del ventanillo horadado en el techo sobre el hogar, Varia le
dio a beber té de airela, que sabía ligeramente a humo. Bebiólo a la par
que chupaba unos pedacitos de azúcar de aquellos dos terrones traídos
por los muchachos y que Varia había partido para él en trocitos muy
menudos, guardándolos en un blanco vaso de corteza de abedul. Después se
durmió como un tronco, por primera vez sin pesadilla alguna.
Le
despertó una ruidosa conversación. La cueva estaba casi a oscuras; la
tea apenas ardía. En aquella oscuridad humosa temblaba la aguda voz de
tenor del abuelo Mijaíl.
—Pero, mujer, ¿dónde tienes el juicio? ¡Un hombre que durante once días
no ha probado bocado y tú le traes huevos duros!... ¡Esos huevos le
sentarían como un tiro!...
De
pronto, la voz del abuelo se hizo suplicante:
—No necesita ahora huevos, ahora necesita, ¿sabes qué, Vasilísa?, ahora
necesita tomar caldito de gallina. ¡Oh! Eso es lo que le hace falta. Eso
le daría vida. ¡Bien le vendría tu Guerrillera! ¿Eh?
Pero una cascada voz de vieja, destemplada y desagradable, le cortó con
susto:
—¡No la daré! ¡Te repito que no la daré! ¡Y no me lo vuelvas a pedir
más! ¡Viejo del diablo! ¡No te atrevas ni a decírmelo! ¡Mi
Guerrillera!.... ¡Tomar caldito!... ¡Caldito! ¡Mira todo lo que le han
traído sin el caldito! ¡Para una boda hay! ¡Vaya una ocurrencia!
—¡Ay, Vasilísa! ¡Vergüenza te debían dar esas palabras! —replicó airada
la voz del viejo—. Tú que tienes dos en el frente, ¡qué tonterías dices!
Un hombre que ha quedado lisiado por nosotros, por decirlo así, que ha
dado su sangre...
—A
mí no me hace falta su sangre. Por mí la dan los míos. ¡Y no insistas!
¡Lo dicho, dicho está: no la daré, y no la daré!
La
oscura silueta de la vieja se deslizó hacia la salida y por la puerta
abierta penetró un haz de luz primaveral tan brillante, que Alexéi, a
pesar suyo, hubo de cerrar los ojos y gimió, deslumbrado. El viejo se
lanzó hacia él.
—Ah, ¿no dormías, Alexéi? ¿Eh? ¿Has oído la conversación? ¿La has oído?
No lo tomes a mal, Alexéi: no hagas caso de lo que dice, amigo. Las
palabras son la cáscara, pero la almendra que hay dentro es buena.
¿Crees acaso que le da lástima darte la gallina? ¡Pues no, Alexéi! A
toda su familia —y era muy grande: diez almas— la mataron los de Hitler.
Su hijo mayor es el coronel. Se enteraron que era la familia de un
coronel y a todos ellos, menos a Vasilísa, los enviaron a la vez a la
fosa. Y arrasaron toda su hacienda. ¡Una gran desgracia es quedarse a
sus años sin nadie de la familia. ¡De toda su hacienda sólo se salvó una
gallina! ¡Una gallina la mar de lista, Alexéi! En una semana, los
alemanes acabaron con todas las gallinas y patos, porque para el alemán
el ave es la primera golosina. Todo era: «¡Una gallinita, mujer, una
gallinita!» Pero ésta se salvó. ¡Bueno, es que no es una gallina, sino
mismamente una artista! Ocurría a menudo que venían los alemanes al
corral y ella se metía en el desván y allí permanecía quieta como si no
existiera. Pero si entraba alguno de los nuestros seguía paseando como
si tal cosa. ¡El diablo sabe cómo los conocería! En toda la aldea no
quedó más gallina que ésta, y por su sagacidad, la cristianamos con el
nombre de la Guerrillera.
Meréciev dormitaba con los ojos abiertos. Así se había acostumbrado a
hacer en el bosque. Al abuelo Mijaíl debió intranquilizarle su silencio,
por cuanto después de andar de un lado para otro por la vivienda y hacer
algo junto a la mesa, volvió de nuevo al mismo tema.
—¡Alexéi, no juzgues mal a esa mujer! Tú, querido amigo, debes
comprender: esa mujer era como un viejo abedul en un gran bosque
resguardado del viento por todas partes y, ahora, en cambio, asoma como
una cepa podrida en una tala. Sólo le queda un consuelo: la gallina.
¿Por qué callas? ¿Te has dormido?... Bueno, hijo, duerme, duerme.
Alexéi dormía y no dormía. Cubierto por la pelliza —que exhalaba un
agrio olor a pan, a vieja vivienda aldeana—, escuchaba el arrullador
canto del grillo y no deseaba mover ni un dedo. Sentía lo mismo que si
su cuerpo careciese de huesos y estuviese relleno de un tibio algodón en
el que la sangre circulara a golpes. Los pies, deshechos e hinchados, le
ardían; partíalos desde dentro cierto intenso dolor, pero no tenía
fuerzas para volverse, ni para moverse tan siquiera.
En
aquel estado de duermevela, Alexéi percibía la vida del subterráneo a
trazos, como si no fuera una vida de verdad, sino una sucesión de
cuadros extraordinarios sin nexo alguno entre sí, que desfilasen ante él
en una pantalla cinematográfica.
Había llegado la primavera. La aldea fugitiva atravesaba los días más
difíciles. Estaban comiéndose ya las últimas vituallas que, enterradas y
ocultas a tiempo, iban siendo sacadas a escondidas, durante la noche, de
los hoyos abiertos en el cenizal y trasladadas al bosque. La tierra se
ablandaba. Las madrigueras, cavadas a toda prisa, «lloraban» y se
desmoronaban. Los hombres que guerrilleaban al Oeste de la aldea, por
los bosques de Olenin, y que antes se dejaban ver por la aldea
subterránea de vez en cuando, aunque tan sólo fuera de uno en uno y por
la noche, habían quedado ahora separados por la línea del frente. No se
tenía de ellos la menor noticia. Una nueva carga caía sobre las espaldas
de las ya de por sí atormentadas mujeres. Ya estaba allí la primavera.
La nieve se derretía y había que pensar en la siembra, en las huertas.
Las mujeres andaban taciturnas e irritadas. En la vivienda subterránea
del abuelo Mijaíl surgían entre ellas, a cada momento, ruidosas disputas
con mutuos reproches y recuento de todas las ofensas viejas y nuevas,
verdaderas e inventadas. El alboroto era a veces espantoso, pero bastaba
que el sagaz abuelo lanzase en aquella batahola de coléricas voces
femeninas alguna propuesta relativa al trabajo —sobre si no sería ya
hora de enviar gente al cenizal a ver si asomaba la tierra o si el
viento sería ya el adecuado para airear la semilla enmohecida a causa de
la humedad de las cuevas— para que se acabasen en el acto aquellas
disputas.
Un
día, el abuelo volvió alegre y pensativo. Traía una brizna de hierba
verde y, colocándola con cuidado en la endurecida palma de la mano, se
la mostró a Alexéi.
—¿La ves? La he traído del campo. La tierra asoma y el trigo de otoño
—¡gloria a ti, Señor!— ha prendido. La nieve es abundante. He estado
mirando. Si fallase el marzal, éste nos aseguraría ya un mendrugo. Voy a
decírselo a las mujeres. ¡Que se alegren los pobres!
Las mujeres —lo mismo que una bandada de chovas en primavera—
alborotaban, gritaban junto a la cueva; la verde hierbecilla traída del
campo había despertado en ellas una nueva esperanza. Y por la noche, el
abuelo Mijaíl dijo, frotándose las manos.
—No han resuelto mal mis ministros de pelos largos. ¿Eh, Alexéi? Una
brigada labrará con las vacas la tierra en la parte baja, donde arar es
difícil. ¡Aunque poco podremos arar, pues sólo nos han quedado seis
vaquitas de nuestra vacada! Otra brigada librará a pala y azadón el
campo más alto y más seco. ¿No cavamos así las huertas? Y la tercera se
dedicará a la loma; el terreno allí es arenoso y lo prepararemos para
sembrar patatas. Esto será muy fácil; haremos que caven allí los chicos
y las mujeres débiles, con palas. Y además, nos vendrá ayuda del
Gobierno. Pero si no llega, no será una gran desgracia. Por nuestra
cuenta, como sea, no dejaremos sin cubrir la tierra. Gracias a que han
echado a los alemanes de aquí ahora podremos vivir. Nuestro pueblo es
duro, capaz de resistir todo lo que venga.
Durante mucho tiempo el viejo no pudo pegar ojo. Se revolvía en la paja,
murmuraba, se rascaba, gemía: «¡Oh, Señor! ¡Oh, Dios mío!» Repetidas
veces se levantaba del camastro y acercándose al cubo de agua cogía una
jícara y se le oía beber ruidosamente, como un caballo jadeante, a
grandes y ávidos sorbos. Finalmente no pudo contenerse por más tiempo y
encendió la tea con el pedernal. Tocó a Alexéi, que yacía con los ojos
abiertos, sumido en su profunda modorra.
—¿Duermes, Alexéi? Yo, en cambio, no hago más que cavilar. Sigo aún
cavilando, ¿sabes? En la plaza de nuestra aldea, en el antiguo lugar,
hay un roble. Hace treinta años, precisamente durante la guerra del zar
Nicolás, le cayó un rayo y le arrancó la copa. Pero ¡era fuerte aquel
roble! Tenía una raíz poderosa y mucha savia. Y como por arriba no tenía
salida, comenzó a echar retoños por los lados y, ahora, ¡habrías de ver
qué copa rizada la suya!... Así es nuestro Plavni... Con tal que nos
caliente el solecillo, y dé fruto la tierra, en cinco años, hermano
Alexéi, nos repondremos de ésta. Tenemos siete vidas.
¡Oh, jo, jo!
¡Nada puede con nosotros!
¡Además, que termine la guerra pronto! ¡Derrotaremos a los alemanes, y
luego todos juntos, manos a la obra! ¿Eh? ¿Qué te parece?
Aquella noche Alexéi se sintió mal.
El
baño del abuelo había sacudido todo su organismo, sacándole de su estado
de extinción lenta, de amodorramiento. Percibía con fuerza inusitada la
extenuación, el cansancio sobrehumano y el dolor en los pies. Se agitaba
delirando en el colchón; gemía, rechinaba los dientes, llamaba a
alguien, se peleaba con alguno, exigía algo.
Varia permaneció toda la noche sentada a su lado, encogidas las piernas,
apoyado el mentón en las rodillas, mirándole apenada con sus ojazos
redondos y tristes. Poníale —ya en el pecho, ya en la cabeza— un trapo
empapado en agua fría, le arreglaba la pelliza que le cubría y que él
tiraba a cada momento, pensando al mismo tiempo en su marido, llevado
por los vientos de la guerra Dios sabe adonde.
Al
alborear se levantó el viejo. Miró a Alexéi, ya apaciguado y dormitando,
habló en voz queda con Varia y comenzó los preparativos para ponerse en
camino. Calzóse en las botas de fieltro unos chanclos grandes, hechos
por él mismo de cámaras de automóvil, se ató fuertemente con una soga la
anguarina, tomó la cayada de enebro —pulida por el uso—, compañera
inseparable en sus largas caminatas, y se marchó sin decir una palabra a
Alexéi.
17
Merésiev se hallaba en tal estado que ni se dio cuenta de la
desaparición del dueño de la casa. Pasó todo el día siguiente sumido en
una profunda modorra y despertóse solo al tercero, cuando el sol estaba
ya alto y por el tragaluz del techo penetraba un haz de rayos solares,
luminoso y denso, que atravesaba las capas de humo azul del hogar y
llegaba hasta los pies de Alexéi, haciendo más espesas las tinieblas, en
vez de disiparlas.
La
vivienda estaba desierta. De arriba, a través de la puerta, llegaba la
voz tenue y enronquecida de Varia que, ocupada por lo visto en alguna
labor, cantaba una vieja canción muy difundida por aquellos forestales
contornos. Era una canción sobre una riabina (árbol) solitaria y triste
que soñaba en cómo reunirse con un roble también solitario que se
hallaba lejos de ella.
Anteriormente, Alexéi había tenido ocasión de escuchar esta canción más
de una vez. La cantaban las muchachas que en alegres grupos venían desde
las aldeas próximas a nivelar y limpiar el aeródromo. Le gustaba su
melodía lenta y triste.
Pero antes no había parado mientes en su letra; y en el tráfago de la
vida de campaña las palabras de la canción habían resbalado sin calar en
su conciencia. Pero, ahora, de labios de aquella mujer joven de ojos
grandes, brotaban las palabras penetradas de tanto sentimiento y había
en ellas una pena tan grande —una auténtica pena de mujer—, que Alexéi
percibió inmediatamente toda la profundidad de la melodía y comprendió
cuánto penaba por su roble Varia-riabina:
...Pero no puede la riabina
Reunirse con el roble.
Bien se ve que la huérfana
Eternamente sola ha de
mecerse...
cantaba Varia, y en su voz percibíanse sollozos ahogados; cuando aquella
voz hubo enmudecido, Alexéi se imaginó a la joven, sentada bajo los
árboles bañados por los rayos del sol primaveral, y sus ojazos, redondos
y tristes, arrasados de lágrimas. Tuvo la sensación de que algo le
cosquilleaba a él mismo en la garganta y sintió deseos de repasar, no de
leer, precisamente, aquellas viejas cartas, sabidas de memoria, que
llevaba en el bolsillo de la guerrera, de contemplar la fotografía de
aquella delicada muchacha sentada en el prado. Hizo un movimiento para
alcanzar la guerrera, pero el brazo cayó fláccido sobre el colchón y
todo volvió a flotar en unas tinieblas grisáceas que se fundían en
luminosos círculos irisados. Después, en medio de aquellas tinieblas, en
las que se percibían ciertos sonidos punzantes, escuchó dos voces: la de
Varia y otra, cascada, de mujer vieja, también conocida. Hablaban en voz
baja:
—¿No come?
—¡Qué va a comer!... Ayer, por ejemplo, mordisqueó una torta, sólo un
poquito, y le entraron náuseas. ¿Acaso eso es comer? La leche sí que la
toma a pequeños sorbos. Y eso es lo que le damos.
—Pues, mira, ya le he traído caldito... Puede ser que lo admita.
—¡Tía Vasilísa! —gritó Varia—. ¿Es posible?...
—Claro que sí, de gallina. ¿De qué te asombras? Es una cosa natural.
Sacúdele, despiértale, puede ser que se lo tome.
Y
antes de que Alexéi, que había escuchado todo aquello semiinconsciente,
tuviera tiempo de abrir los ojos, ya estaba Varia zarandeándolo con
fuerza, sin miramientos, llena de alegría.
—¡Alexéi Petróvich, Alexéi Petróvich, despierte!... La abuela Vasilísa
le ha traído caldito de gallina. ¡Despierte, le digo!
La
tea, clavada en la pared, ardía crepitando junto a la entrada. A esta
luz incierta y humeante vio Alexéi a una viejecita pequeña y encorvada,
de rostro narigudo y arisco, surcado de arrugas, trajinando en un gran
envoltorio colocado sobre la mesa. Separó primeramente la arpillera que
lo cubría, después una vieja chambra de lana, a continuación un papel y
por fin quedó al descubierto una cacerola de la que se expandía por toda
la cueva un olor tan apetitoso y grasiento a caldo de gallina, que
Alexéi sintió espasmos en su estómago vacío.
El
agarbanzado rostro de la tía Vasilísa conservaba la misma expresión
severa y huraña.
—Le he traído caldo, no haga ascos, coma y que le aproveche. Dios quiera
que le siente bien.
Y
al acordarse Alexéi de la trágica historia de la familia de aquella
mujer, del relato de la gallina Guerrillera, todo —la abuela, Varia y la
cacerola que humeaba tan apetitosamente sobre la mesa— se diluyó en la
masa acuosa de las lágrimas, a través de la cual, con una compasión e
interés infinitos, le miraban los severos ojos de la viejecita.
—¡Gracias, abuelita! —fue lo único que pudo articular cuando la tía
Vasilísa se dirigía hacia la salida.
Y
ya desde la puerta escuchó:
—¡No hay de qué! Nada tiene que agradecerme. Los míos luchan también.
Puede ser que a ellos les dé alguien caldito. Coma y buen provecho le
haga. ¡Que se mejore!
—¡Abuelita! ¡Abuelita! —Alexéi tendió el cuerpo hacia ella, pero los
brazos de Varia le contuvieron y le colocaron en el colchón.
—¡Échese, échese! Mejor será que se tome el caldito — ya guisa de
plato, le acercó una vieja tapadera de aluminio de la marmita de un
soldado alemán, de la que se desprendía un apetitoso y grasiento vapor,
y volvió la cara, seguramente para ocultar una furtiva lágrima—. ¡Tome,
pruébelo!
—¿Y dónde está el abuelo Mijaíl?
—Se ha marchado... se ha marchado, para arreglar unos asuntos, a la
cabeza del distrito. Tardará en volver. Usted coma, coma.
Y
Alexéi vio junto a su rostro una gran cuchara de madera, ennegrecida por
el tiempo y con el borde desgastado, colmada de ambarino caldo.
Las primeras cucharadas le despertaron un apetito tan feroz que le
producía dolores y espasmos en el estómago, pero sólo se permitió tomar
diez cucharadas y unas cuantas fibras de la carne blanca y tierna de
gallina. A pesar de que el estómago exigía insistente más y más, Alexéi
rechazó resueltamente la comida. Dábase cuenta de que, en su estado,
cualquier exceso de alimento podía convertirse en un veneno mortal.
El
caldito de la abuela hizo milagros. Después de comer, Alexéi se durmió.
No era la modorra habitual; su sueño era profundo y reparador. Al
despertarse, comió y volvió a dormirse, y nada —ni el humo del hogar, ni
la conversación de las mujeres, ni el contacto de las manos de Varia,
que temiendo hubiera muerto, se inclinaba de vez en cuando para
escuchaba si le latía el corazón— era capaz de despertarlo.
Estaba vivo, respiraba rítmica y profundamente. Durmió el resto del día,
toda la noche, y continuó durmiendo de tal forma que parecía no haber en
el mundo nada que pudiera interrumpir su sueño.
Pero, de madrugada, allá, muy lejos, absolutamente indiferenciable entre
los demás ruidos que colmaban el bosque, se oyó un zumbido remoto,
monótono, arrullador. Alexéi se estremeció y, tensando el cuerpo,
levantó la cabeza de la almohada.
Una sensación de alegría salvaje e irrefrenable surgió en él. Quedó
inmóvil, con los ojos brillantes. En el hogar chascaban las piedras al
enfriarse; el grillo, cansado de la noche, cantaba perezosamente y, de
tarde en tarde, sobre la cueva oíase el murmullo tranquilo y
monorrítmico de los viejos pinos y hasta el tamboreo de unos goterones
primaverales junto a la entrada. Pero a través de todo aquello se
percibía un rítmico zumbido. Alexéi adivinó el traqueteo del motor de un
«Po-2». El sonido tan pronto se acercaba, aumentando su intensidad, como
se hacía más sordo y quedo, pero sin alejarse del todo. A Alexéi se le
cortó la respiración. Era evidente que el avión volaba cerca y
evolucionaba sobre el bosque, bien examinando algo, bien buscando un
sitio donde aterrizar.
—¡Varia, Varia! —gritó Alexéi, haciendo esfuerzos para incorporarse
sobre los codos.
Varia no estaba. En la calle se oían voces emocionadas de mujeres, pasos
apresurados. Algo ocurría allí.
Por un instante, se entreabrió la puerta de la cueva y asomó por ella la
cara pecosa de Fedka.
—¡Tía Varia! ¡Tía Varia! —llamó el muchacho y después añadió agitado:—
¡Vuela!... ¡Gira!... ¡Gira sobre nosotros!... —Y antes de que Alexéi
pudiera preguntarle nada, desapareció.
Haciendo un esfuerzo, Alexéi se sentó en el lecho. Percibía en todo su
cuerpo las palpitaciones del corazón, el latir apresurado de su sangre
en las sienes y en los pies enfermos. Contó las vueltas que daba el
aparato: una, dos, tres... y se derrumbó sobre el camastro, anonadado
por la emoción, sumido de nuevo, rápida e imperiosamente, en el sueño
todopoderoso y reparador.
Despertóle el timbre de una voz joven, retumbante, con notas de bajo. La
hubiera distinguido en cualquier coro de voces. En el regimiento de
cazas, tan sólo Andréi Degtiarenko, el jefe de escuadrilla, poseía
semejante voz.
Alexéi abrió los ojos, pero le pareció que continuaba durmiendo y que
veía en sueños el rostro ancho, de pómulos salientes, bastote, como
tallado toscamente, bonachón y anguloso del amigo, con la cicatriz
rojiza en la frente, y sus ojos claros, ribeteados por pestañas
igualmente claras e incoloras, de cerdo, como afirmaban los que le
tenían pocas simpatías. Los azules ojos escudriñaban perplejos la humosa
penumbra.
—A
ver, abuelete, enséñeme su trofeo —atronó Degtiarenko.
La
visión no se desvanecía. Era en efecto Degtiarenko, aunque pareciera
absolutamente inverosímil como el amigo había podido encontrarle allí,
en una aldehuela subterránea, en la espesura del bosque. Estaba erguido,
grande, corpulento, con el cuello desabrochado, como de costumbre. En
sus manos sostenía el casco de vuelo con los hilos del radiófono y
algunos cucuruchos y paquetes. La lucecilla de la tea le iluminaba por
detrás. El cepillo dorado de sus cabellos —pelados casi al rape— relucía
como un nimbo sobre su cabeza.
A
espaldas de Degtiarenko se veía el rostro pálido y fatigado del abuelo
Mijaíl, los ojos excitados, y junto a él, la enfermera Lénochka, chata y
pizpireta, atisbando, con curiosidad felina, a través de la oscuridad.
La muchacha sostenía bajo el brazo una gruesa bolsa de tela impermeable
con la cruz roja y apretaba contra su pecho unas flores extrañas.
Permanecían en pie, silenciosos, Andréi Degtiarenko miraba perplejo
cuanto le rodeaba, cegado al parecer por la oscuridad. Dos veces, su
mirada resbaló indiferente por el rostro de Alexéi, quien tampoco podía
recobrarse del efecto que le había causado la inesperada aparición de su
amigo y temía aún que todo fuese una alucinación de sus sentidos.
—Pero
¡si está aquí, está aquí acostado! —susurró Varia, levantando la pellica
que cubría a Merésiev.
Degtiarenko, perplejo, deslizó la mirada una vez más por el rostro de
Alexéi.
—¡Andréi!
—dijo Merésiev, esforzándose por incorporarse sobre los codos.
El
piloto le miró confuso, con una expresión de susto mal disimulado.
—¿No
me reconoces, Andréi? —susurró en voz baja Merésiev, sintiendo que le
comenzaba a temblar todo el cuerpo.
El
aviador continuó mirando unos instantes a aquel esqueleto viviente
cubierto de una piel negra, como quemada, haciendo esfuerzos por
reconocer el alegre rostro del amigo, y sólo en los ojos, enormes, casi
redondos, captó la conocida expresión de tenacidad y franqueza de
Merésiev. Echó los brazos hacia delante. El casco de vuelo cayó a tierra,
deshiciéronse paquetes, cartuchos, y manzanas, naranjas y galletas
rodaron por el suelo.
—¡Alexéi!
¿Tú? —la voz del piloto tembló, sus pestañas incoloras y largas se
humedecieron—. ¡Alexéi, Alexéi! —alzó de la cama aquel cuerpo enfermo,
ligero como el de un chiquillo, y lo apretó contra su pecho, como si
fuera una criatura, repitiendo sin cesar:— ¡Alexéi, amigo mío, Alexéi!
Por un segundo lo apartó de sí y miróle con avidez a cierta distancia,
como para asegurarse de que efectivamente era su amigo, y lo volvió a
estrechar con más fuerza:
—¡Sí, eres tú! ¡Alexéi! ¡Hijo de Satanás!
Vária y la enfermera Lena hacían esfuerzos por arrancar el semiexánime
cuerpo de Alexéi de sus poderosas garras de oso.
—¡Suéltelo, por amor de Dios! ¿No ve que apenas tiene aliento? —exclamó
enfadada Varia.
—¡Déjelo, las emociones le perjudican! —afirmó, con su vivo hablar, la
enfermera.
Y
el piloto, convencido a conciencia de que aquel hombre negro, viejo,
casi ingrávido, era efectivamente Alexéi Merésiev, su camarada de lucha,
su amigo, a quien todo el regimiento daba por muerto hacía ya tiempo,
llevóse ambas manos a la cabeza y lanzó un salvaje alarido de triunfo;
luego le asió por los hombros y, clavando su mirada en aquellos ojos
negros, resplandecientes de alegría en el fondo de las oscuras órbitas,
vociferó:
—¡Vivo! ¡Ah, rayos y truenos! ¡Vivo! ¡Hijo de Satanás! ¿Dónde has estado
metido tantos días? ¿Qué te ha pasado?
Pero la enfermera, aquella graciosa muchacha gordezuela y chata, a
quienes todos en el batallón llamaban, haciendo caso omiso de su grado
de teniente, Lénochka o también «enfermera en ciencias médicas» —como
ella misma dijo una vez, para su desgracia, al hacer la presentación
ante el jefe—, la cantarina y risueña Lénochka, enamorada de todos los
tenientes a la vez, apartó con severidad y firmeza al desenfrenado
aviador.
—¡Camarada capitán, apártese del enfermo!
Después de arrojar sobre la mesa el ramo de flores —para cuya
adquisición habían hecho la víspera un vuelo ex profeso a la capital de
la región y que ahora estaba completamente de más—, abrió la bolsa de
tela impermeable con la cruz roja y comenzó a hacerle un minucioso
reconocimiento. Sus cortos dedos recorrían ágiles las piernas de Alexéi,
preguntando continuamente:
—¿Le duele? ¿Y aquí? ¿Y aquí?
Era la primera vez que Alexéi prestaba seria atención a sus píes. Las
plantas estaban monstruosamente hinchadas y se habían vuelto negras.
Cada contacto con ellas provocaba un dolor tal que parecía como si una
corriente eléctrica le atravesase de parte a parte. Pero, por lo visto,
lo que menos gustó a Lénochka fue que las puntas de los dedos estuviesen
negras y hubiesen perdido totalmente la sensibilidad.
El
abuelo Mijaíl y Degtiarenko estaban sentados a la mesa. Celebrando ese
feliz encuentro, habían bebido, a la chita callando, el contenido de la
cantimplora del piloto y charlaban animadamente. El abuelo Mijaíl
relataba lo ocurrido con su temblorosa y senil vocecilla de tenor. Al
parecer, no era la primera vez que lo hacía.
—Así, pues, resulta que nuestros mozuelos lo encontraron en el sitio de
la tala. Los alemanes sacaban de allí la madera para sus trincheras y la
madre de estos mozuelos, o séase, mí hija, los había mandado allá por
astillas. Y allí le vieron. ¡Aja! «¿Qué es esa cosa tan rara?» Al
principio lo tomaron por un oso: parecía estar herido y rodaba de
aquella manera que le dije. Echaron a correr, pero la curiosidad les
hizo volver atrás: «¿Qué le pasará a ese oso? ¿Por qué rueda?» ¡Aja!
Conque... miran y ven que rueda de costado a costado, que rueda y se
queja.
—¿Cómo que «rueda»? —preguntó Degtiarenko, incrédulo, al tiempo que
tendía la pitillera al abuelo.
—¿Fuma?
El
abuelo tomó de la pitillera un emboquillado, sacó del bolsillo un papel
de periódico, cortó cuidadosamente una esquina, echó dentro el tabaco
del cigarrillo, lo lió y, después de encenderlo, dio con satisfacción
una chupada.
—¡Cómo no voy a fumar! ¡Fumamos, damos unas chupaditas de cuando en
cuando! ¡Aja! Con los alemanes no vimos el tabaco. ¡Fumábamos musgo;
otras veces hoja seca de euforbio sí, de euforbio!... ¿Cómo rodaba?
Pregúnteselo a él. Yo no lo vi. Los chicos dicen que rodaba así: de la
espalda a la barriga, de la barriga a la espalda, pues no tenía fuerzas
para arrastrarse por la nieve.
Degtiarenko sentía vehementes deseos de levantarse, de mirar al amigo
junto al cual se afanaban solícitas las mujeres, envolviéndole en unas
mantas grises de reglamento, traídas por la enfermera.
—Tú, amigo, siéntate, siéntate. ¡Eso de fajar no es cosa de hombres!
Escucha, tenlo siempre presente y díselo a algún jefe... ¡Gran hazaña la
de ese hombre! ¡Ya ves qué tío! Una semana entera le lleva cuidando todo
el koljós y no puede ni moverse. Y, sin embargo, pudo sacar fuerzas para
arrastrarse por nuestros bosques y por nuestros pantanos. Amigo, ¡pocos
hay capaces de hacer semejante cosa! Ni siquiera los Santos Padres
tuvieron que hacer en su vida una hazaña como ésa. ¡Ni comparación!
¡Valiente cosa! ¡Estar de pie en un poste! ¿Y eso qué? ¿No es así? ¡Aja!
Y tú, mocete, ¡escucha, escucha!...
El
viejo se inclinó al oído de Degtiarenko y, cosquilleándole en la mejilla
con su suave barbita, le dijo:
—Tengo miedo de que vaya a terminar en la caja, ¿sabes? De los alemanes
escapó, ya ves, a rastras, pero lo que es de ella, de la que lleva la
guadaña, ¿acaso puede uno escapar? Es sólo un montón de huesos y no se
me alcanza cómo pudo arrastrarse. Mucho debía de tirarle el aquel de los
suyos. Y siempre está delirando con lo mismo: aeródromo y aeródromo, y
algunas otras palabrejas; y una tal Olga. ¿Tenéis allá una tal? ¿A lo
mejor es su mujer? ¿Me escuchas o no, volador? ¡Eh, tú, volador!
¿Escuchas? ¡Eh!...
Degtiarenko no escuchaba. Hacía esfuerzos para imaginarse cómo aquel
hombre, su camarada, que parecía en el regimiento un mozo tan corriente,
había podido arrastrarse con los pies helados o rotos durante días y
noches por la nieve derretida, a través de bosques y pantanos, trepar,
rodar, perdiendo fuerzas, sólo por huir del enemigo y reunirse a los
suyos. La profesión de aviador de caza había familiarizado a Degtiarenko
con el peligro. Cuando se arrojaba al combate aéreo jamás pensaba en la
muerte, es más, sentía una especie de emoción jubilosa. Pero así, en el
bosque, solo...
—¿Cuándo le encontraron?
—¿Cuándo? —el viejo movió los labios, tomó de la abierta pitillera otro
cigarrillo emboquillado, lo deshizo y se puso a liarlo—. ¿Preguntas
cuándo? Sí, justamente hace ahora una semana de ello.
El
piloto calculó mentalmente y resultó que Alexéi Merésiev había estado
arrastrándose durante dieciocho días. Arrastrarse durante tanto tiempo,
herido, sin alimento, parecía absolutamente inverosímil.
—¡Bueno, gracias, abuelete! —dijo el aviador abrazando fuertemente al
viejo y estrechándole contra su pecho—. ¡Gracias, hermano!
—¿De qué, de qué? ¿Qué hay aquí de agradecer? ¡Las gracias sobran! ¡Como
si fuera yo un extraño, un extranjero! ¡Aja! Eso quieres decir, ¿no? —y
dirigiéndose a la nuera, que estaba de pie en la eterna postura de
amarga meditación femenina, apoyada la mejilla en la palma de la mano,
gritó irritado—. Recoge esos víveres del suelo. ¡Corneja! ¡Tirar ese
tesoro!... Conque «¡Gracias!» ¡Tiene narices la cosa!
Mientras tanto, Lénochka terminó de envolver a Meréciev en las mantas.
—No es nada grave, no es nada grave, camarada teniente —repetía
apresurada y atropellándose—. En Moscú, en un dos por tres, le pondrán a
usted como nuevo. ¡Moscú es la capital! ¡A otros más graves los
curan!...
Por la excesiva animación con que hablaba y el repetido aserto de que lo
curarían en un dos por tres, comprendió Andréi que el reconocimiento
había dado resultados desalentadores y que el estado de su amigo era
grave. «¡Qué está charlando ahí esa cotorra!» —pensó, con disgusto, de
la «enfermera en ciencias médicas». Pero como en la unidad nadie tomaba
en serio a la muchacha y decían en broma que sólo podía curar el mal de
amores, ello consolaba un tanto a Degtiarenko.
Envuelto en mantas, asomando sólo la cabeza, Alexéi le recordaba a
Degtiarenko la momia de uno de esos faraones que aparecen en los libros
escolares de Historia de la Edad Antigua. El aviador acarició con su
manaza las mejillas del amigo, cubiertas de una enmarañada y áspera
pelambrera rojiza.
—¡No es nada grave, Alexéi! ¡Te curarán! Hay orden de llevarte hoy mismo
a Moscú, a un hospital de postín. Allí no hay más que profesores. Y unas
enfermeras —chasqueó la lengua y guiñó el ojo a Lénochka— que resucitan
hasta a los muertos. Volveremos a armar jaleos en el aire. —Pero en
aquel instante Degtiarenko comprendió que estaba hablando igual que
Lénochka, con la misma animación verbosa y hueca. Las manos que
acariciaban la cara del amigo sintieron de pronto humedad bajo los
dedos—. Bueno, ¿dónde está la camilla? ¡Llevémoslo! ¿A qué esperan?
—ordenó irritado.
Entre él y el viejo colocaron cuidadosamente a Alexéi en la camilla.
Varia recogió todas las cosas menudas del enfermo y comenzó a hacer un
paquete con ellas.
—Espera —la detuvo Alexéi, cuando introducía en el envoltorio el puñal
del S.S. que el mañoso abuelo Mijaíl había examinado con curiosidad,
limpiado, afilado y probado con el dedo en más de una ocasión—. Tómalo,
abuelito, como recuerdo.
—¡Gracias, Alexéi, gracias! Buen acero, mira. Y hay escrito algo en un
idioma extranjero —dijo, mostrándoselo a Degtiarenko.
—«Alles für Deutschland» — «Todo para Alemania» — tradujo Degtiarenko,
leyendo la inscripción grabada en la hoja.
—-«Todo para Alemania» —repitió Alexéi, recordando cómo había conseguido
aquel cuchillo—. «Todo para Alemania».
—¡Bueno, agarra, agarra, abuelo! — gritó Degtiarenko, empuñando los
mangos delanteros de la camilla.
La
camilla fue alzada y, con trabajo, arañando la tierra de las paredes,
pasó por la angosta entrada de la cueva.
Todos cuantos llenaban el recinto se lanzaron arriba, para acompañar y
despedir al «hallazgo». Tan sólo Varia quedóse en la casa. Sin
apresurarse, arregló la tea, se acercó al listado colchón, que
conservaba aún la huella de la figura humana, y lo acarició con la mano.
Su mirada tropezó con las flores que, en la precipitación de la marcha,
habían olvidado todos. Eran unas cuantas ramas de lilas de invernadero,
pálidas, enclenques, parecidas a los habitantes de la aldehuela fugitiva
que habían pasado el invierno en las húmedas y frías cuevas. La mujer
tomó el ramo, aspiró el tenue y delicado aroma primaveral, apenas
perceptible en el sofocante tufo de la vivienda y, de súbito, se
desplomó sobre el camastro, sollozando amargamente.
18
Toda la población de la aldea salió a despedir a su inesperado huésped.
El avión se hallaba más allá del bosque, sobre el hielo —derretido por
las orillas, pero todavía liso y sólido—, de un pequeño lago alargado.
No había sendero para ir allá. A campo traviesa, sobre la nieve
esponjada y granujienta, extendíase el reguero de huellas dejadas una
hora antes por el abuelo Mijaíl, Degtiarenko y Lénochka. Ahora, por
aquel mismo reguero encaminábase hacia el lago toda una multitud
precedida por los chiquillos, con el grave Seríonka y el vivaracho Fedka
a la cabeza. Con los derechos de un viejo amigo que había encontrado al
aviador en el bosque, Serionka marchaba gravemente delante de la
camilla, haciendo esfuerzos para que no se atascasen en la nieve las
botazas de fieltro heredadas del padre asesinado, mientras gritaba
autoritario a la chiquillería sucia, de dientes brillantes, cubierta de
inverosímiles andrajos. Degtiarenko y el abuelo llevaban la camilla
marchando a compás y, a un lado, sobre la inmaculada nieve, corría
Lénochka, remetiendo unas veces las mantas y tapando otras la cabeza de
Alexéi con su toquilla. Detrás se amontonaban las mujeres, las muchachas
y las viejas. De la multitud se alzaba un sordo murmullo.
Al
principio, la luz brillante reflejada por la nieve cegaba a Alexéi. La
claridad del día primaveral le hería de tal forma en los ojos que hubo
de cerrarlos y poco faltó para que perdiese el conocimiento.
Entreabriendo ligeramente los párpados, fue acostumbrándose a la luz y,
entonces, miró a su alrededor. Ante él se extendía el panorama de la
aldea subterránea.
En
cualquier dirección que mirase, el viejo bosque se alzaba como un muro.
Las copas de los árboles casi se juntaban sobre la cabeza, y abajo
reinaba la penumbra, pues el sol apenas si se filtraba por entre las
ramas de los árboles. Era aquel un bosque mixto. Los blancos troncos de
los abedules, todavía desnudos, cuyas copas semejaban azuladas humaredas
petrificadas en el aire, tenían como vecinos a los dorados pinos y,
entre ellos, aquí y acullá, se divisaban los oscuros triángulos de los
abetos.
Bajo los árboles, que los protegían de los ojos del enemigo, tanto desde
tierra como desde el aire, en el suelo, cubierto de nieve apisonada
hacía ya tiempo por centenares de pies, habían sido cavados los
refugios-vivienda. En las ramas de algunos abetos centenarios estaban
puestos a secar pañales, en las de unos pinos jóvenes se aireaban panza
arriba cazuelas y pucheros de barro, y, bajo un viejo abeto, de cuyo
tronco colgaban luengas barbas de blanco musgo, sentada en el suelo
junto a su recia base, entre las nudosas raíces, donde, según todas las
reglas, debería estar echada una fiera, había una vieja y pringosa
muñeca de trapo con una cara plana y bondadosa, pintada con lápiz tinta.
La
multitud, precedida por la camilla, avanzaba lentamente por la «calle»
abierta a fuerza de pisar el musgo.
Al
salir al aire libre, Alexéi sintió al principio un flujo impetuoso de
alegría inconsciente, animal, a la que más tarde sucedió una melancolía
dulce y reposada.
Lénochka le enjugó con un pequeño pañuelito las lágrimas del rostro e,
interpretándolas a su modo, ordenó a los camilleros que aminorasen el
paso.
—¡No, no, más aprisa, venga, más aprisa! —acuciaba Merésiev.
Le
parecía que le llevaban excesivamente despacio. Comenzaba a temer que, a
causa de ello, podían incluso no partir, que, de pronto, el avión
enviado para él desde Moscú se marcharía sin esperarle, y entonces no
lograría llegar aquel mismo día a la clínica salvadora. El dolor que le
producía la marcha apresurada de los camilleros hacíale emitir sordos
gemidos, pero exigía una y otra vez: «¡Más rápido, por favor, más
rápido!». Metía prisa, a pesar de que escuchaba el jadeo del abuelo
Mijaíl, a pesar de ver cómo tropezaba a cada momento y perdía el paso.
Dos mujeres sustituyeron al anciano. Mijaíl se puso a caminar junto a la
camilla, al lado contrario marchaba Lénochka. El viejo, enjugándose con
la gorra de oficial alemán la sudorosa calva, el enrojecido rostro y el
rugoso cuello, rezongó alegre:
—Empujas, ¿eh? ¿Tienes prisa?... ¡Haces bien, Alexéi, tienes razón!
¡Date prisa! ¡Ya que tienes prisa es porque tu vida es recia, precioso
«tesoro» nuestro! ¿Qué dices? ¿Eh? ¡Escríbenos desde el hospital!
Acuérdate bien de las señas: región de Kalínin, distrito de Bologoe,
futura aldea de Plavni, ¿eh? Futura, ¿eh? ¡No temas, llegará! ¡No lo
olvides: las señas son exactas!
Cuando hubieron alzado la camilla al aparato y Alexéi respiró el olor
penetrante y familiar de la gasolina de aviación, experimentó de nuevo
un impetuoso aflujo de alegría. Sobre él corrieron la cubierta
transparente. No vio el agitar de manos de los que le despedían; ni cómo
una vieja menudita y nariguda, que con su oscuro pañuelo parecía una
corneja irritada, venciendo el miedo y el viento levantado por la
hélice, se adelantó hacia Degtiarenko —que estaba ya sentado en la
cabina—, y le entregó un paquete con carne de gallina cocida; ni cómo el
abuelo Mijaíl se afanaba alrededor del aparato gritando a las mujeres,
apartando a los chiquillos; ni cómo el viento arrancó al abuelo la gorra
que rodó por la superficie helada, quedándose él a pelo, reluciente la
calva y las escasas vedijas plateadas flotando al viento, parecido al
San Nicolás de un sencillo icono rural; ni cómo agitaba la mano en pos
del avión que corría, aquel único hombre en la abigarrada multitud
femenina.
Cuando el avión despegó de la costra de hielo, Degtiarenko dio una
pasada sobre las cabezas de los acompañantes y, con precaución, casi
rozando el hielo con los patines, voló a lo largo del lago, protegido
por la escarpada orilla, y fue a ocultarse tras la isla del bosque. Pero
esta vez, el cabeza loca del regimiento —que por su exceso de audacia en
el aire cosechaba frecuentes rapapolvos del jefe, cuando se hacía la
crítica de los combates— volaba cautelosamente, más que volar se
ocultaba, pegábase a tierra, protegiéndose con las riberas de los lagos.
Alexéi no veía, no escuchaba nada de aquello. Los olores familiares de
la gasolina y del aceite, la alegre sensación de volar le hicieron
perder el conocimiento, recobrándolo tan sólo en el aeródromo, cuando
sacaban su camilla del aparato para trasladarla a un veloz avión
sanitario que había llegado ya de Moscú.
19
Llegó a su aeródromo en lo más crudo de un día de vuelo recargado hasta
el límite, como todos los de aquella primavera.
El
ronquido de los motores no cesaba ni un minuto. Cada escuadrilla que
aterrizaba para reponer el combustible era sustituida por otra y otra.
Todos, desde los pilotos hasta los chóferes de las cisternas, pasando
por los encargados del depósito de gasolina, andaban aquel día de
cabeza. El jefe del Estado Mayor se había quedado ronco y ahora emitía
una especie de gañido chillón.
No
obstante el ajetreo general y la desusada tensión, aquel día todos
estaban pendientes de la llegada de Merésiev.
—¿No lo han traído aún? —gritaban los pilotos a los mecánicos entre el
rugido del motor, antes de rodar a su caponera.
—¿Se sabe algo de él? —interesábanse los «reyes de la gasolina» cuando
algún coche nodriza rodaba hacia las cisternas enterradas en el suelo.
Y
todos aguzaban el oído a ver si traqueteaba por algún sitio, sobre el
bosque, el conocido avión sanitario del regimiento.
Cuando Alexéi recobró el conocimiento en la camilla, que se balanceaba
suavemente, vio un apretado corro de caras conocidas en torno de ella.
El corro zumbó alegremente. Junto a la misma camilla vio el rostro
juvenil y estático del jefe del regimiento, con una sonrisa discreta, a
su lado aparecía la cara ancha, roja y sudorosa del jefe del Estado
Mayor y la faz redonda, llena y blanca, del jefe del batallón de
Servicios Auxiliares del aeródromo, al que Alexéi no podía soportar por
su formalismo y tacañería. Cuántas caras conocidas! La camilla era
llevada por el largirucho Yura, que se esforzaba continua, pero
infructuosamente, en mirar atrás, a fin de ver a Alexéi, lo que daba
lugar a que tropezara a cada paso. A su lado corría una muchacha
pelirroja: el sargento de la estación meteorológica. Antes parecíale a
Alexéi que aquella muchacha, por causas desconocidas, le tenía tirria,
procuraba no ponerse delante de sus ojos y le seguía siempre a
hurtadillas, con una extraña mirada. En broma, la llamaba «el sargento
meteorológico». Cerca, trotaba también el piloto Kukúshkin, hombre
pequeño, de rostro desagradable, avinagrado, a quien nadie en la
escuadrilla quería por su carácter quisquilloso. También sonreía y
procuraba acordar su paso a las enormes zancadas de Yura. Merésiev
recordó que, antes de emprender su último vuelo, había puesto
intencionadamente en evidencia a Kukúshkin en un gran corrillo de amigos
por una deuda de juego no pagada y estaba seguro de que aquel hombre
rencoroso no le perdonaría nunca la ofensa recibida. Y, sin embargo,
ahora corría junto a su camilla, sosteniéndole cuidadosamente y
apartando irritado con furiosos codazos a la multitud, a fin de
preservarle de los empujones.
Alexéi no había sospechado nunca que tuviese tantos amigos. «¡Hay que
ver cuándo se revela la gente!». Le dio lástima del «sargento
meteorológico», la cual, no sabía por qué, le temía; sentíase violento
ante el jefe del batallón de Servicios Auxiliares, acerca de cuya
tacañería había gastado tantas bromas y contado tantas anécdotas en la
división; sentía deseos de presentar sus excusas a Kukúshkin y decir a
todos los muchachos que no era un hombre tan desagradable y arisco como
parecía. Alexéi experimentaba la sensación de que, después de todos los
sufrimientos pasados, había caído en medio de su familia, donde todos le
querían de verdad.
Llevábanle cuidadosamente, a través del campo, hacia el plateado avión
sanitario, que se hallaba oculto en el lindero de un ralo bosquecillo de
abedules. Se veía ya a los mecánicos poner en marcha, con ayuda del
amortiguador de goma, el motor del «sanitario», que se había enfriado.
—Camarada comandante... —dijo de pronto Merésiev al jefe del regimiento,
esforzándose en hablar lo más alto y firme que podía.
El
jefe, sonriendo suave y enigmáticamente, según tenia por costumbre, se
inclinó hacia él.
—Camarada comandante... permítame que en lugar de ir a Moscú, me quede
aquí, con ustedes...
El
jefe se quitó de la cabeza el casco de vuelo, que le impedía escuchar.
—No es necesario que me lleven a Moscú, quiero quedarme aquí, en el
puesto de sanidad del batallón.
El
comandante se quitó el guante de piel, tanteó bajo la manta la mano de
Alexéi y se la estrechó:
—No diga bobadas, hay que curarse en serio, de verdad.
Alexéi movió negativamente la cabeza. Se sentía bien y tranquilo. Ni las
calamidades pasadas, ni el dolor de los pies le parecían ya terribles.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con voz bronca el jefe del Estado
Mayor.
—Pide que se le deje aquí con nosotros —respondió el jefe sonriéndose.
Y
en aquel momento su sonrisa no era enigmática, como de costumbre, sino
cariñosa y triste.
—¡Tonto! ¡Romántico! Un ejemplo para un periódico infantil —dijo el jefe
del Estado Mayor—. Le hacen el honor de enviar un aparato desde Moscú
por orden del propio Jefe del Ejército y él... ¡mírale por dónde
sale!...
Merésiev hubiera querido contestar que él no era ningún romántico, sino
que, sencillamente, estaba seguro de que allí, en el puesto de sanidad
del batallón —donde ya había pasado varios días curándose de una leve
dislocación sufrida al hacer un aterrizaje desafortunado en un aparato
con averías—, rodeado del ambiente familiar, se repondría más
rápidamente que entre todas las comodidades desconocidas de la clínica
de Moscú. Había escogido ya las palabras para responder al jefe del
Estado Mayor con más mordacidad, pero no le dio tiempo a pronunciarlas.
La
sirena aulló lastimeramente. Todas las caras se tornaron de súbito
activas y preocupadas. El jefe del aeródromo dio algunas órdenes
concisas y la gente comenzó a dispersarse como hormigas: unos, a los
aviones ocultos en el lindero del bosque; otros, en dirección al refugio
del puesto de mando, que se alzaba como una colinita al borde del campo;
y otros, hacia los aparatos escondidos en el bosquecillo. Alexéi vio
elevarse en el aire un cohete de múltiple cola, nítidamente trazado por
el humo en el cielo, y su blanquecina estela que se desvanecía con
lentitud. Comprendió: «¡Aviones enemigos!». El corazón le latió con
violencia, se le dilataron las aletas de la nariz y sintió en todo su
débil cuerpo ese escalofrío excitante que percibía siempre en los
momentos de peligro. Lénochka, el mecánico Yura y el «sargento
meteorológico» —quienes no tenían nada que hacer en la febril agitación
que dominaba el aeródromo durante una alarma de combate— cogieron la
camilla y, a la carrera, esforzándose en acompasar el paso y
naturalmente sin conseguirlo a causa de la emoción, la llevaron a la
cercana linde del bosque.
Alexéi gimió. Se pusieron al paso. A lo lejos traqueteaban ya
furiosamente las baterías antiaéreas automáticas. Una tras otra, las
diferentes patrullas de aviones se habían deslizado hasta la pista de
despegue, corrían veloces por ella y lanzábanse al espacio. A través del
familiar sonido de sus motores, Alexéi percibió un ronquido irregular
que provenía del bosque y ante el cual sus músculos se contrajeron
automáticamente, se tensaron; aquel hombre impotente, atado a la
camilla, sentíase en la cabina de un caza que marcha veloz al encuentro
del enemigo, como un lebrel que olfatea la presa.
La
camilla no cabía en la estrecha zanja del refugio. Cuando el solícito
Yura y las muchachas quisieron llevarle en brazos hasta abajo, Alexéi
protestó y dijo que dejasen la camilla en el lindero, a la sombra de un
recio y frondoso abedul. Acostado bajo él fue testigo de los
acontecimientos que se desarrollaron a continuación, con velocidad
vertiginosa, como en una pesadilla. Rara vez les es dado a los aviadores
presenciar un combate aéreo desde tierra. Merésiev, que actuaba en la
aviación militar desde los primeros días de la guerra, no había tenido
nunca ocasión de ello. Habituado a la velocidad relámpago del combate
aéreo, miraba sorprendido cuan lenta y exenta de peligro parecía la
refriega desde allí abajo, cuan tardo el movimiento de los viejos y
chatos cazas y qué inofensivo el traqueteo de las ametralladoras, que
hacían recordar algo casero: el ruido de una máquina de coser el crujido
del percal rasgado lentamente.
Doce aparatos alemanes de bombardeo pasaron en fila por un lado del
aeródromo y desaparecieron entre los brillantes rayos del sol que se
encontraba muy alto. Allí, en las nubes rizosas, de bordes flameantes
que herían la vista al mirarlos, resonaba el sordo ronquido de sus
motores, parecido al zumbar de las cetonias. En el bosquecillo se
enfurecieron y ladraron aún con más furia los antiaéreos. Las vedijas de
humo de las explosiones se diseminaban en el cielo semejantes a los
vilanos del diente de león. Pero no se veía nada. Sólo de tarde en tarde
resplandecían las alas de los cazas con instantáneo fulgor.
El
zumbido de las gigantescas cetonias era cortado, cada vez con mayor
frecuencia, por los sonidos breves —¡ris, ras, ris!— del percal rasgado.
En el luminoso resplandor de los rayos solares se desarrollaba un
combate aéreo, casi invisible desde tierra; pero era tan distinto a lo
que ve quien toma parte en un encuentro aéreo, parecía desde abajo tan
insignificante y falto de interés, que Alexéi lo seguía con absoluta
tranquilidad.
Incluso cuando desde lo alto llegó un silbido agudo, penetrante,
creciente y, como negras gotas sacudidas de un pincel, se precipitó
hacia abajo, aumentando vertiginosamente de tamaño, una serie de bombas,
no se asustó; es más, incorporóse ligeramente para ver dónde caían.
En
aquel instante, el «sargento meteorológico» sorprendió indeciblemente a
Alexéi. Cuando el silbido de las bombas había alcanzado ya su punto
crítico, la muchacha —que asomaba medio cuerpo en la zanja del refugio y
le miraba como siempre a hurtadillas— saltó de súbito, lanzóse hacia la
camilla, cayó sobre él, y, cubriéndolo con su cuerpo, tembloroso de
emoción y de miedo, lo apretó contra la tierra.
Por un instante, Alexéi vio junto a sus ojos el rostro tostado,
completamente infantil, de la muchacha, de labios gordezuelos, nariz
pequeña y despellejada. Resonó una explosión en el bosque.
Inmediatamente, volvió a resonar otra más cerca, y una tercera, y una
cuarta. La quinta produjo tal estruendo, que el suelo retembló zumbante
y la amplia copa del abedul bajo el que yacía Alexéi cayó silbando,
desgajada por la metralla. Una vez más surgió ante los ojos de Alexéi el
rostro pálido, desencajado de espanto; sintió en su mejilla la fría
mejilla de la muchacha, y en el corto intervalo entre el estampido de
dos series de bombas, sus labios susurraron con susto y pasión:
—¡Querido!... ¡Querido!...
Una nueva serie de bombas estremeció la tierra. Desde el aeródromo se
elevaron hacia el cielo, con gran estruendo, las columnas de las
explosiones; era como si brotara del suelo una hilera de árboles, cuyas
copas, desplegadas en abanico por un instante, desplomábanse después,
con horrísono estampido, convertidas en terrones helados, dejando en el
aire un humo sucio, acre, que olía a ajo.
Cuando se disipó el humo, todo estaba ya tranquilo en derredor. Apenas
si se oían, detrás del bosque, los ruidos del combate aéreo. La muchacha
se había puesto ya en pie, sus mejillas cambiaron su color verduzco
pálido por el cárdeno. Enrojeciendo hasta saltársele las lágrimas, y,
sin mirar a Alexéi, comenzó a disculparse.
—¿No le he hecho daño? ¡Qué tonta soy, más que tonta, Dios mío,
perdóneme!
—¿A qué viene ahora arrepentirse? —rezongó Yura, avergonzado de no haber
sido él, sino aquella mozuela de la estación meteorológica quien había
cubierto con su cuerpo a su amigo.
Mientras refunfuñaba, se sacudió el mono, rascóse la coronilla y movió
la cabeza, mirando el reluciente tajo del abedul decapitado por la
metralla, cuyo tronco se cubría rápidamente de transparente jugo. La
savia del árbol herido se deslizaba, refulgente, por la musgosa corteza
y caía al suelo a gotas, puras y cristalinas como lágrimas.
—Mirad, el abedul llora —dijo Lénochka, quien ni en los momentos de
peligro perdía su aire sorprendido.
—¡La cosa no es para menos! —replicó, sombrío, Yura—. La función ha
terminado, vamos. ¿Estará intacto el « sanitario»? ¿No le habrán dado?
—La primavera —dijo Merésiev, mirando al cercenado tronco del árbol, al
jugo transparente que refulgía al sol, cayendo al suelo en espaciadas
gotas, y al chato «sargento meteorológico», que llevaba un capote
desmesuradamente grande para su estatura y de quien ni siquiera conocía
el nombre.
Cuando los tres —Yura delante y las muchachas detrás—, sorteando los
embudos aún humeantes en los que caía el agua de la nieve derretida,
llevaban la camilla hacia el avión, Alexéi miró de reojo, con
curiosidad, aquella mano pequeña y vigorosa que, asomando por la tosca
manga del capote, sostenía firmemente la camilla. ¿Qué le habría pasado?
¿O es que, con el susto, se imaginó haber oído aquellas palabras?
Aquel día, tan memorable para él, Alexéi Merésiev fue asimismo testigo
de otro acontecimiento. El avión plateado, con la cruz roja en las alas
y en el fuselaje, estaba cerca, veíase ya cómo el mecánico de a bordo,
moviendo la cabeza, andaba en torno de él, mirando por todas partes a
ver si la metralla o la onda expansiva habían averiado el aparato,
cuando, uno tras otro, comenzaron a tomar tierra los cazas. Salían por
detrás del bosque y, planeando hacia abajo, sin hacer el círculo
habitual, aterrizaban, rodando sobre la marcha hacía el lindero del
bosque, en dirección a las caponeras.
El
cielo no tardó en quedar silencioso. El aeródromo quedó también limpio y
cesó el roncar de los motores en el bosque. Pero en el puesto de mando
la gente seguía en pie y miraba al cielo, protegiéndose del sol con las
manos.
—¡El «noveno» no ha llegado aún! ¡Kukúshkin se retrasa! —informó Yura.
Alexéi recordó el rostro pequeño y bilioso de Kukúshkin, siempre
enfurruñado, y recordó que, hacía unos momentos, aquel mismo Kukúshkin
había sostenido solícitamente su camilla. «¿Será posible?». Esta idea,
tan habitual para los aviadores en los días febriles, ahora, cuando
Alexéi no tomaba parte en la vida del aeródromo, le hizo estremecerse.
En aquel preciso momento oyóse en el cielo un ronquido.
Yura dio un salto de alegría:
—¡Él!
En
el puesto de mando se produjo gran revuelo. Algo había ocurrido. El
«noveno» no tomaba tierra, sino que, describiendo un amplio círculo,
pasaba de largo sobre el aeródromo. Al cruzar por encima de la cabeza de
Alexéi, éste vio que le faltaba parte de un plano y —¡lo más terrible!—
bajo el fuselaje se veía sólo una «pata». Uno tras otro desgranáronse en
el aire unos cohetes rojos. Kukúshkin volvió a pasar de largo sobre las
cabezas. Su avión recordaba a un pájaro que estuviera dando vueltas
alrededor de su nido deshecho, sin saber dónde posarse. Iba a dar ya la
tercera vuelta.
—¡Ahora saltará, la gasolina se le agota, está chupando ya los posos!
—murmuró Yura, mirando el reloj.
En
tales circunstancias, cuando el aterrizaje era imposible, se autorizaba
al piloto a tomar altura y lanzarse en paracaídas. Probablemente el
«noveno» había ya recibido desde tierra esta orden. Pero, tozudamente,
seguía describiendo el círculo.
Yura miraba tan pronto al avión como al reloj. Cuando le pareció que el
motor trabajaba más despacio, se agachó y volvió la cabeza para no verlo
caer. ¿Pensaría Kukúshkin salvar el aparato? «¡Salta, salta!» —decía
cada uno para sí.
Del aeródromo se elevó un caza con un «uno» en la cola, lanzóse al aire
y desde la primera vuelta emparejó con el averiado «noveno». Por el
estilo de vuelo, sereno y magistral, Alexéi adivinó que era pilotado por
el jefe del regimiento en persona. Convencido sin duda de que a
Kukúshkin se le había estropeado la radio o que se había desconcertado,
acercóse a él, hizo un alabeo —en señal de «haz lo que yo»— y empezó a
tomar altura. Le ordenaba echarse a un lado y saltar. Pero justamente en
aquel momento, Kukúshkin quitó gases y se dirigió a tomar tierra. El
avión averiado, con el plano roto, pasó veloz sobre la misma cabeza de
Alexéi, acercándose rápidamente a tierra. Y allá, al borde mismo del
campo, se inclinó bruscamente a la izquierda, apoyóse sobre la «pata»
intacta, rodó un poco sobre la única rueda, disminuyendo la velocidad,
cayó del lado derecho e hincando el ala sana en el suelo se volvió
vertiginosamente sobre su eje, levantando verdaderas nubes de polvo de
nieve.
En
el último instante desapareció de la vista. Cuando se posó el polvo
níveo, al lado del aparato herido, que se inclinaba sobre un costado, se
vio negrear algo en la nieve. Y hacia aquel punto negro corría la gente
y se dirigía a toda velocidad, haciendo sonar la sirena, la ambulancia.
«¡Ha salvado, ha salvado el aparato! ¡Bravo Kukúshkin! ¿Cuándo habrá
aprendido esto?», pensó Merésiev tendido en la camilla y envidiando al
camarada.
También a él le hubiera gustado correr a toda prisa hacia allí, donde
yacía sobre la nieve aquel hombre pequeño —por nadie querido—, que se
había mostrado de pronto tan sereno, tan experto. Pero Alexéi estaba
fajado en las mantas, sujeto al lienzo de la camilla, aplanado por el
intenso dolor, que de nuevo le había acometido tan pronto como remitió
la tensión nerviosa.
Todos estos acontecimientos se produjeron en no más de una hora, pero
habían sido tan numerosos, que Alexéi no los analizó en seguida. Sólo
cuando su camilla fue incrustada en los compartimientos especiales del
avión sanitario y, por casualidad, sorprendió otra vez la atenta mirada
del «sargento meteorológico», comprendió en toda su realidad la
significación de las palabras brotadas de los temblorosos labios de la
muchacha entre las explosiones de dos series de bombas. Y se avergonzó
de no conocer siquiera el nombre de aquella muchacha magnífica y
abnegada.
—Camarada sargento... —dijo en voz baja, mirándola agradecido.
El
rugido de los motores, que se estaban calentando, apenas permitía que
llegasen hasta ella aquellas palabras. Pero la muchacha se adelantó
hacia él y le tendió un pequeño paquete.
—Camarada teniente, son cartas suyas. Las he guardado; tenía la
seguridad de que estaba usted vivo y de que volvería. Lo sabía, me lo
decía el corazón.
Le
colocó sobre el pecho un pequeño montón de cartas. Entre ellas reconoció
las triangulares de la madre, con las señas escritas con letra senil e
inseguro pulso, y los sobres conocidos, semejantes a los que llevaba
siempre consigo en el bolsillo de la guerrera. Al ver aquellos sobres,
su rostro se iluminó, e hizo un movimiento como para sacar las manos de
debajo de la manta.
—¿Ésas
son de su novia? —preguntó con amargura el «sargento meteorológico»,
enrojeciendo de nuevo hasta el punto de que sus largas pestañas
broncíneas se cuajaron de lágrimas.
Merésiev comprendió entonces que lo oído
durante la explosión no fue un error de sus sentidos; lo comprendió y no
se atrevió a decir la verdad.
—Son
de una hermana casada. Lleva otro apellido —dijo, sintiendo repugnancia
de sí mismo.
A través del ronquido de los motores que
se calentaban, percibiéronse unas voces. Se abrió la puerta lateral y
por ella subió un médico desconocido, con una bata blanca sobre el
capote.
—¿Está
ya aquí uno de los enfermos? —preguntó, mirando a Merésiev—. ¡Magnífico!,
traigan al otro, partiremos en seguida. ¿Y usted qué hace aquí, madame?
—dijo mirando a través de sus gafas empañadas al «sargento meteorológico»,
que procuraba ocultarse tras la espalda de Yura—. Tenga la bondad de
salir, partiremos en seguida. ¡Eh! ¡Venga la camilla!
—¡Escriba,
por amor de Dios, escriba! ¡Yo esperaré! —oyó Alexéi susurrar a la
muchacha.
El médico, ayudado por Yura, subió al
avión una camilla en la que alguien profería quedos y prolongados
gemidos. Cuando colocaron la camilla en el compartimiento respectivo, se
cayó la sábana y Merésiev vio el rostro de Kukúshkin desencajado por el
sufrimiento. El doctor se frotó las manos, miró a la cabina y dio a
Merésiev unos golpecitos en el vientre, diciendo:
—¡Magnífico,
espléndido! Así, pues, mozo, ahí tiene un compañero de viaje para que no
se le haga aburrido el vuelo. ¿Eh? Ahora, ¡todos los extraños, fuera! ¿Y
esa Lorelei vestida de sargento se ha ido ya? Muy bien. ¡En marcha!...
Empujó a Yura, que se hacía el remolón.
Cerraron las portezuelas, trepidó el aparato, rodó, dio un brusco salto
y después voló sosegado y suave por su elemento, entre el rítmico
ronquido de los motores. El médico, apoyándose en la pared, se aproximó
a Merésiev.
—¿Cómo
se encuentra? Veamos el pulso —miró con curiosidad a Alexéi y movió la
cabeza—: ¡Sí! ¡Es usted un hombre notable! ¡Los amigos me han contado
sus aventuras! ¡Cosas increíbles, parecidas a las historias de Jack
London!
Sentándose en su butacón, buscó la postura
más cómoda; su cuerpo se derrumbó fláccido y se quedó dormido
inmediatamente. Se veía que aquel hombre, ya entrado en años, estaba
terriblemente cansado.
«¡Parecidas
a las historias de Jack London!» —pensó Merésiev, y en su mente surgió
el recuerdo de la infancia lejana: el relato de un hombre que con las
piernas heladas atraviesa el desierto perseguido por una fiera enferma y
hambrienta. Bajo el zumbido adormecedor y monótono de los motores
comenzó a desvanecerse todo, a perder sus contornos, a diluirse en una
penumbra gris, y el último pensamiento que acudió a la mente de Alexéi
antes de dormirse fue la extraña idea de que no había guerra, ni
bombardeos, ni aquel continuo y torturante dolor de los pies, ni un
avión que le llevaba a Moscú; que todo aquello provenía de un librito
maravilloso, leído en la infancia, en la apartada ciudad de Kamyshin. |
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