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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

LA CALMA QUE PRECEDE A LA TEMPESTAD

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El férreo nudo de los frentes se iba apretando más y más en torno de la Alemania fascista. Por el norte, nuestras tropas habíanse aproximado a Prusia, y por el sur avanzaban a través de Hungría y Checoslovaquia. Hombro a hombro con nuestro ejército se alzaban las fuerzas armadas de Polonia. Rumania. Bulgaria y Yugoslavia. A nuestro lado combatía el ejército del general Svóboda.

El otoño del año cuarenta y cuatro pronunciaba ya el fallo a los que habían desencadenado la guerra y causado tantos estragos en el mundo.

En nuestro frente manteníase estable la calma. Los cazas se remontaban de tarde en tarde a cubrir las posiciones avanzadas. Pero cuanto más avanzaban al oeste las tropas de los frentes vecinos, tanto más se sentía la necesidad de una ofensiva desde la plaza de armas de Sandomierz.

En todo el mes de octubre, cálido y soleado, no se acalló en los aeródromos el ruido de los motores en vuelos de entrenamiento. Los Airacobras descansaban más a menudo, pero los Lávochkin no se enfriaban en todo el día. Nuestra primera tarea de guerra era el adiestramiento en el manejo de los nuevos aparatos. Aun no se habían recibido aviones La-7 para todo el Regimiento 16, los esperábamos de un día para otro. Pero aun en el caso de tardaran en llegar y nosotros tuviésemos que ir peleando en los Cobras, los entrenamientos en cazas nacionales nos servirían también. Tenia por delante la batalla decisiva. Y había que prepararse para ella.

Después de cada pausa en las acciones bélicas, antes de cada nueva ofensiva, yo tenía siempre la sensación de incluirme por primera vez en la guerra. El tiempo de comenzarla, las condiciones climáticas y la específica situación existente en tierra exigían una preparación minuciosa, especial de cada operación. En el otoño tardío y en el invierno hay por aquellos parajes muchos días encapotados, con nieblas o nevadas repentinas. Por eso los aviadores de mi división reanudaron los entrenamientos de vuelo con mal tiempo, de combates aéreos bajo las nubes y de "caza libre”.

Los jóvenes escuchaban los relatos de los veteranos, y a los "viejos" les daba clase yo.

La experiencia de nuestra división fue buena para todo el ejército aéreo: el periódico “Las Alas de la Victoria” abrió en sus páginas una discusión de nuestra "escuela de combate". Volvieron a visitarnos con frecuencia reporteros, escritores y camarógrafos. En los periódicos aparecían artículos de nuestros pilotos sobre la cooperación de los cazas en pareja, sobre la interceptación, el ataque y el reconocimiento. Yo también hube de pasarme muchas tardes sentado a la mesa de escribir para compartir mis ideas del patrullaje con cielo nublado en estratos y del combate a escasas alturas.

Había que transmitir a todos los aviadores soviéticos cuanto habíamos adquirido de valor en los combates anteriores. La participación en conferencias de táctica y en discusiones teóricas, los vuelos de entrenamiento y los artículos en los periódicos eran cosas tenidas por importantes, obligatorias e imprescindibles para la victoria. No había pequeñeces, había una vida polifacética orientada a un fin concreto en las condiciones del frente.

Durante aquellas jornadas, las secciones políticas y las organizaciones del partido y del Komsomól tenían mucho trabajo. La campaña más allá de nuestras fronteras, en otros países, requería la influencia constante del partido en la conciencia de la gente, el reforzamiento de la disciplina militar y la buena compresión por todos del honroso deber de combatiente del País Soviético.

Una de esas jornadas, la Sección Política de mi división organizó una visita de los aviadores y los mecánicos al campo de concentración hitleriano de Majdanek. Cuando los camiones volvieron con el personal a nuestra base, se celebró un mitin en el mismo aeródromo. Las palabras salían del corazón mismo. Nuestros aviadores habían visto por primera vez con sus propios ojos el "nuevo orden" implantado por el fascismo en Europa. La ceniza de los incinerados, los cadáveres de los enterrados en vida (podía juzgarse de ello por las posturas), los inmensos almacenes de calzado de los atormentados en el campamento (entre ellos, miles de niños) exhortaban al completo exterminio de la espantosa peste parda.

Por entonces se publicaron en la prensa inglesa llamamientos de compasivas Ladies a perdonar a los verdugos hitlerianos. Los aviadores que visitaron el campo de concentración de Majdanek respondieron a las burguesas británicas que estaban dispuestos a ajustar todas las cuentas a los inquisidores fascistas.

No podía haber perdón para los incursos en atrocidades.

Al volver un día del aeródromo del 16 Regimiento a la casa en que me alojaba, vi al periodista Yuri Zhúkov. Había venido a estrechar la amistad entablada con los aviadores y acopiar datos para un libro que estaba escribiendo. Conversamos largo y tendido. Se disponía a describir la vida de los pilotos en el frente. Necesitaba tratarnos directamente y míe le diéramos consejos.

Fuimos los dos juntos al aeródromo del 16 Regimiento y le presenté a Klúbov. Le había hablado mucho de él en Moscú y en el avión, de camino a Novosibirsk. De pilotos como él había que escribir libros, pensaba yo. A fines de octubre. Klúbov tenía ya en su cuenta personal treinta y nueve aviones enemigos abatidos. El mando lo había propuesto ya para la segunda estrella de Oro.

Una hora después. Klúbov y yo estábamos en el polígono de tiro, situado cerca del aeródromo. Los cazas, que estaban en vuelo, picaban, apuntaban y disparaban a blancos en forma de cuadrados cubiertos de arena. Cuando en el aire se acallaba el ruido de los motores, comprobábamos los impactos. Klúbov se ponía muy contento, pues los pilotos disparaban a las mil maravillas.

Por la noche, en el local donde residían los pilotos se proyectó la película norteamericana “En el viejo Chicago”. Atrajo a público del hospital y de las unidades vecinas. La cámara de proyección hacía un ruido espantoso, la gente permanecía de pie o sentada en el suelo. Desde las paredes los miraban ceñudos retratos de condes polacos. Por las ventanas, aún sin cristales, entraba un frío vientecillo. Luego tocó una banda de música de viento que había traído de una aldea contigua Irina Driaguina, funcionaria juvenil de la sección política, muy popular entre el personal joven de la división por sus inagotables recursos para entretener a la gente.

El bombo atronaba, y las trompetas emitían estridentes notas altas. Pero aquella música valía para bailar. Danzaban todos los que cabían en el salón de aquella mansión semiderruida de terrateniente. Allí se oyeron mazurcas en tiempos. Aquel día se bailaban valses y foxtrots. Pero no bastaba para satisfacer a los aficionados al zapateado.

—       ¡Que toquen "La servianita"! —clamó Andrei Trud.

Cuando la bizarra danza hizo salir a muchos mozos y mozas y cuando el bombo ya no podía ensordecer ni el golpeteo de los pies, ni el tintineo de las medallas, ni las vehementes exclamaciones. Vi de pronto a Klúbov. Estaba solo, apoyado contra la pared. A la macilenta luz se le veía triste la rara chamuscada.

¿En qué pensaría? Jamás lo había visto tan ensimismado y abatido. ¿Sería posible que pudiese presentir la desgracia?

¿Por qué no me acerqué a él aquella noche y no le hablé para disiparle los sombríos pensamientos?

En casa pensé largo rato en él, procurando imaginármelo en familia, después de la guerra.

Klúbov había pagado ya con duras pruebas la felicidad de la vida pacífica. Los muchachos contaban cuan difícil le había sido sufrir la quemadura de la cara. La tuvo toda vendada. Le daban de comer los amigos, echándole a la boca alimentos líquidos por un corte hecho en el vendaje.

Diecinueve años después leí en el libro de Yuri Zhúkov “Un Mig de miles” lo que Alexandr Klúbov le dijo la penúltima noche de su vida. Parecía la confesión de una persona a sus amigos, a la Patria. "Nuestro pueblo no necesita que le dibujen iconos, tomándonos a los aviadores por modelos. Habla de nosotros de manera que cualquier escolar piense al leerlo: Sí, la cosa esa es difícil. Pero si se toma con el alma..."

Klúbov era un hombre puro, vigoroso... Me adelanto a decir que era... Si no le hubiera fallado el aparato... Pero pereció. Su muerte fue absurda y trágica.

En el avión en que él se entrenaba falló el sistema hidráulico. Yo lo vi descender una vez para tomar tierra y no aterrizar. Pasó de largo la señal, probablemente, porque no se abrieron los flaps, esas aletas de frenado aéreo.

Cuando Klúbov se remontó para dar la segunda vuelta, yo no pude hacer ya nada más y lo seguí porfiado con la mirada (yo estaba en esos momentos en el cuartel general del cuerpo de ejército, recibiendo indicaciones). El Lávochkin pasó con alarmante ruido por encima del tejado tomando altura. Al cabo de cinco minutos volvió a descender para tomar tierra. Esta vez, el cálculo le resultó también algo largo, pero las ruedas del tren tocaron el suelo y fueron apagando la velocidad del aparato. Al verlo desde el automóvil, exhalé un suspiro de alivio y pensé que mis temores habían sido infundados. Cuando uno siente desde tierra que un avión en el aire no funciona bien, le parece que está volando él mismo.

—       ¡Ha capotado! —gritó el chofer.

Me dio tiempo de ver que el avión levantaba lentamente la cola, dando la vuelta y cayendo "de espaldas".

Cuando llegamos al lugar del suceso, Klúbov yacía debajo del aparato.

Lo sacamos. Aún respiraba.

Llegó el médico, pero no pudo salvarlo.

A Klúbov se le sometía el inmenso firmamento. Pero le produjo la muerte la cenagosa turbera, donde se metió el avión y se le atascaron las ruedas.

Toda la división lloró a Klúbov. Yacía en el ataúd, delante del Li-2 en que debíamos llevarlo a Lvov, todos los aviadores y mecánicos se reunieron para despedir a su camarada en el último vuelo. Por encima de nosotros pasaron estruendosos los cazas disparando al aire largas ráfagas de cañones y ametralladoras. Creyérase que intentaban destrozar con las balas y los proyectiles la propia muerte, que había venido a visitar el regimiento por primera vez desde que éste acampara en la aldea contigua al Vístula, la muerte, que retrocedía delante de Klúbov, que huía de su lado cuando él surcaba el cielo y lo acechó cuando él estaba en tierra.

Sus amigos pronunciamos discursos sin avergonzarnos de nuestras lágrimas de hombres, hablamos de la inmortalidad de los soldados valientes y honrados. Trofímov, Trud e Ivankov, el punto de Klúbov que lo había defendido en decenas de ataques, subieron al Li-2 con los otros acompañantes del cuerpo del héroe a la entrañable tierra soviética.

Días después de la muerte de Klúbov, precisamente en vísperas de las fiestas de la Revolución de Octubre, la radio transmitió el Decreto del Presidium del Soviet Supremo de la URSS sobre la adjudicación de la segunda Estrella de Oro a él. Se le condecoraba como si aún estuviera vivo. Luego recordábamos a Klúbov siempre vivo, siempre como si lo tuviésemos a nuestro lado.

Klúbov ocupaba tanto lugar en mi vida, yo lo apreciaba tanto que ninguno de los mejores amigos pudo restituirme esta pérdida. Klúbov guardaba una fidelidad abnegada a la Patria, a la aviación y a la amistad, era inteligente y sincero en los razonamientos, fogoso en las discusiones y sutil en el peligroso arte de la guerra.

La conmemoración del aniversario de la Revolución de Octubre, que transcurrió en nuestras unidades con el mismo entusiasmo que en todo el país, nos recordó también muchas veces que Klúbov ya no estaba entre nosotros. Durante los festejos, vino de improviso a visitarnos todo un tropel de tanquistas acantonados en una aldea contigua. Se acordaban de Klúbov por los combates reñidos junto a Lvov, cuyo firmamento despejó muchas veces de bombarderos alemanes.

—       ¿Cómo no habéis podido cuidar a un halcón como él? —interrogaron los tanquistas a los pilotos.

—       Nosotros lo cuidábamos. Fue el aparato quien no tuvo compasión.

—       ¿El aparato? —indignóse un tanquista— ¡Qué porquería de aparatos son ésos! De una pasada aplastaré con mi carro pesado todos vuestros aviones. ¿Acaso puede tolerarse que los aparatos maten a las personas?

Los tanquistas no podían sosegarse cuando se enteraron de la manera como pereció el piloto predilecto de ellos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nada más pasaron las fiestas. Krasovski convocó a todos los jefes de grandes unidades. En aquella reunión general vi caras que ya conocía.

Las clases de táctica comenzaron por el “despliegue" de una operación militar convencional. Tras una mesa enorme, encima de la cual había un mapa en relieve, estábamos de pie jefes de cuerpos de ejército y divisiones de aviación. De acuerdo con la situación existente en tierra, nos planteaban problemas de interacción con los tanques, la artillería y la infantería. Quien mejor resolvía aquellos problemas era el general I. Polbin. Sentíase allí tan a sus anchas como en el avión, encima del campo de batalla, captaba al vuelo las situaciones nodulares de la ofensiva terrestre y hallaba rápidamente los objetivos para asestarles "golpes" desde el aire.

Los jefes operaban con numerosas fuerzas aéreas, y para todos estaba claro que poseíamos, lo mismo que las fuerzas de tierra, suficiente potencia militar para demoler la defensa de los alemanes en el Vístula. El mando se preocupaba de reducir nuestras pérdidas de personal y material de guerra, preparando minuciosamente la operación. Nuestro pueblo había entregado demasiadas vidas para llegar a esos términos de la contienda.

Durante un descanso de aquellas clases me entregaron un telegrama. Miré por encima el texto y, apresurándome para no tardar, me lo metí en un bolsillo. Me felicitaban las pasadas fiestas mis paisanos de Novosibirsk. Aquellos días recibíamos muchos telegramas de felicitación. De la noticia recibida de la patria chica me acordé de nuevo cuando me senté a la mesa para escuchar una conferencia. Saqué el telegrama y lo leí: "...Enhorabuena. Una hija. Tu mujer se siente bien". ¿Una hija? ¡De manera que ya tenía una hija! ¡Yo era padre va!...

Me invadió el alma un sentimiento nuevo, nuevo hasta entonces. Creo que llamé la atención de mis vecinos. Goregliad miró el telegrama que yo sostenía entre las manos. Lo leyó alguien más. Por la clase corrió un susurro.

El general Utin, que daba la conferencia, se calló e interrogó:

—       ¿Qué pasa? ¿Qué ruido es ése?

Goregliad se puso en pie:

—       Camarada general, perdón. Hay una noticia, que la mujer de Pokryshkin ha tenido una niña...

Los unánimes aplausos y felicitaciones estaban evidentemente fuera de programa. Utin prosiguió la conferencia. Cuando hubo acabado, era ya la hora de comer. Todos me rodearon. No podía eludir el convite; como padre joven, estaba obligado a invitar a unas copas.

A la mesa se pensó entre todos, con la aprobación general, el nombre para mi hija: Svetlana.

El general Utin, el primero que mencionó el nombre, fue proclamado en el acto "padrino”.

Cuando me quedé a solas, leí varias veces el telegrama, encontrando en el texto nuevos pormenores importantes. Me imaginé a mi hijita, a mi esposa y toda nuestra casa llena de algo soleado.

Tenía que ir al polígono de tiro. Allí comenzaba la etapa final de las clases consistente en vuelos de bombardeo con puntería, vuelos de asalto y tiro al blanco.

Un bosque. Claros. Banderines rojos indicadores de la zona de peligro. Una torre de observación. Teléfonos... El polígono estaba muy bien instalado.

Los generales, coroneles y tenientes coroneles, hombres viejos y jóvenes de distinta graduación y edad, nos reunimos en el puesto de observación y en el aeródromo, desde donde se daba la salida a los aviones. Bien es verdad que los observadores eran muchos más que los dispuestos a montar en aparatos de guerra. Algunos generales se habían desacostumbrado totalmente de la palanca, y otros no se atrevían a entrar en la competición.

El primero que se elevó fue Polbin. Era el jefe y el mejor bombardero de su unidad. De los vuelos y los cálculos hechos durante los picados hablaba con vehemencia, y sólo con mencionar el tema se transformaba y rejuvenecía. Volando al a cabeza de grandes formaciones, Polbin había llegado a la conclusión de que los Pe-2 podían utilizar procedimientos nuevos para hostigar los objetivos adversarios; en lugar de arrojar todas las bombas de golpe, podían formar en círculo, como los aviones de asalto Il-2 y lanzar con puntería cada bomba sobre los objetivos adversarios. Posteriormente, este procedimiento fue denominado "torno". Al enemigo se le quedó grabado en la memoria este “torno”.

Polbin se acercó a la vertical del objetivo. Entró en profundo picado. Se oyó una explosión. El aeroplano tomó altura, pasando raudo por encima de nuestras cabezas, y alabeó. Los observadores comunicaron que la bomba había caído en medio del objetivo. Todos felicitamos de corazón a Polbin cuando, poco después, se reunió con nosotros.

Los jefes de aviación de asalto se fueron para cumplir su misión, que era difícil. Tenían que atinar en tres blancos colocados el uno al lado del otro, primero con una bomba, luego con cohetes y, por último, con los cañones y las ametralladoras. Riazánov y Kamanin se ufanaban de la maestría de sus colegas. Pero ellos mismos, como suele decirse, se habían cortado ya la coleta.

Nos llegó el turno de remontarnos por los aires. Para nosotros se había preparado un original objetivo: entre unos arbustos habíanse colocado varias barricas llenas de estopa impregnada de bencina. El tirador certero no tenía necesidad de aguardar noticias del polígono, pues de sus impactos daría inmediatamente aviso la victoriosa llama. ¡Pero ya podía uno probar a atinar en un barril desde un caza en vertiginoso descenso!

Agotaron las municiones el primero, el segundo, el tercero, y los barriles seguían intactos. Me tocó vez a mí. Mi tarea se complicaba de improviso por el hecho de que todos los cazas precedentes habían marrado. Tenía que salvar nuestra reputación. Eso me inquietaba. Y la inquietud estorba siempre en ésas cosas. Yo me tengo entre las personas que saben dominarse y aplacar las emociones suscitadas. No sé cómo lo consigo. Entro en un complejo estado psicológico. En esos momentos procuro pensar en alguna otra cosa, en algo bueno, halagüeño.

Lo mismo hice en aquella ocasión. Cuando monté en el aparato, dejé de pensar en que los otros no habían atinado y me persuadí de que yo debía prender fuego sin falta a esos "obcecados" barriles. Me acordé del telegrama recibido de casa, de mi pequeña hijita. Sí, ella llevaría un luminoso nombre ruso. A mi encuentro avanzaba la mancha pajiza del robledal. No tardaría en ver los barriles.

...¿Cuándo se acabará la guerra? ¿Cómo sería ya mi hija cuando yo la viese? ¿Cuándo la llevaríamos de la mano María y yo por la hierba lozana? ¡Que hierba tan espesa y alta crece en los claros de la taiga! ¡Cuántas flores como llamas vivas se abren allí en primavera!... No tardaría en ver los barriles...

El polígono se me ofreció de golpe. Busqué el objetivo. Primero hay que estar atento a todo y listo para apuntar. Piqué, bajando el morro del aparato, y vi un punto a través del transparente círculo descrito por la hélice. El punto se aproximaba con rapidez, aumentando de tamaño. Ya se podía disparar. En el puesto de observación, los generales aguardaban mis ráfagas, esperaban impactos eficaces. En esos instantes sentí que incendiaría sin falta los barriles, pues los veía ya como blancos de verdad que era preciso ametrallar y no para producir impresión ni para salvar la reputación de los cazas. ¡Las balas no se disparan al suelo para eso!... Y a pesar de todo, sentí encima las miradas de los que esperaban de mí una exhibición.

Aquello eran barriles de pólvora, explosivos, cajones de proyectiles, lo que se quisiera menos "juguetes". Los palpé con la mirada, me imbuí de aversión a ellos y me dispuse a exterminarlos.

Piqué a mí manera, variando el perfil, y una barrica entró en el visor.

Una ráfaga. En el suelo brotó una llama. Di otra pasada, ataqué de nuevo, disparé una ráfaga más, y se encendió la segunda hoguera.

Ya podía pasar yo por encima del público a muy escasa altura para que todos sintiesen qué es un caza.

Placentera sensación la que anida en el alma cuando uno regresa del vuelo tras de haber realizado algo necesario para sí mismo y para sus camaradas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Comenzó el invierno húmedo y desapacible de Europa. Nos sorprendió en el mismo pueblo adonde vinimos a aterrizar un día caluroso de verano. Creíamos que en ningún otro sitio nos habíamos detenido tanto. La calma del frente y la inactividad deprimían, llenando el alma de afán de avanzar y batallar.

Cuando descargaron las lluvias y se extendieron las bajas nieblas, aguardamos que la ofensiva comentaría con los fríos, con la primera helada. Pero diciembre defraudó nuestras esperanzas, pues los copos de nieve se deslizaban en el aire y se derretían antes de raer al suelo.

Al comprender que la ofensiva en nuestro frente, que se hallaba en la dirección principal, dependía de lo que sobreviniera en todo el teatro de la guerra, prestamos mucha más atención a los sucesos. A comienzos de diciembre, la Unión Soviética concluyó un tratado de alianza y ayuda mutua con Francia. Se indicaba que este tratado debía servir "a la victoria definitiva sobre la Alemania hitleriana". Muy bien. Eso significa que pronto avanzaremos", razonábamos en el frente, pero la calma proseguía. En el sur, el Segundo y el Tercer Frentes de Ucrania, tras de liberar Belgrado, cercaron Budapest y avanzaron hacia Austria, otro Estado aliado más de Alemania en esta guerra. En la segunda mitad de diciembre, los periódicos dieron la noticia de una gran ofensiva de los alemanes en las Ardenas. Sus primeros contragolpes obligaron a los aliados, que habían abierto recientemente el segundo frente, a retroceder a occidente.

En Budapest, los hitlerianos fusilaron a los parlamentarios soviéticos y no quisieron trato alguno sobre la capitulación de la guarnición asediada. ¡Inaudita villanía!

Nosotros escuchábamos con ansiedad las últimas noticias. ¿Detendrían las tropas norteamericanas e inglesas a las divisiones alemanas que pugnaban por entrar en Lieja y Amberes? Si no las detenían, el segundo frente perdería su eficacia real, y los alemanes lanzarían contra nosotros nuevas fuerzas. La radio transmitía que, en ocho días, los alemanes habían avanzado de noventa a cien kilómetros. ¿No se repetiría Dunkerque?", nos preguntábamos, aguardando en el Vístula la ofensiva conjunta contra Alemania.

Celebramos el Año Nuevo en Mokszyszów. El abeto polaco no se distinguía en nada del nuestro, siberiano. El telegrama de felicitación que recibí de Novosibirsk estaba firmado por mi madre, por María y además, por mi hijita. Y el brindis que se repetía en todas partes era: "¡Feliz Año Nuevo, año de la victoria inminente!"

El avance de las tropas alemanas por Bélgica acentuaba la tirantez. Por aquellos días, como nos enteramos luego, el Primer Ministro de Inglaterra. Winston Churchill, escribió alarmado a Stalin sobre los duros combates que se reñían en Occidente y le preguntaba cuándo los aliados podrían contar con "una gran ofensiva rusa en el frente del Vístula o en algún otro sitio." En la respuesta a Churchill se decía que en esta ofensiva "era de suma importancia aprovechar nuestra superioridad sobre los alemanes en artillería y aviación" mas, para ello, se precisaba "tiempo despejado para la aviación y desvanecimiento de las nieblas bajas, que impiden a la artillería disparar con puntería". No obstante, en vista de la situación de las tropas aliadas en el Frente Occidental, el Mando Supremo había decidido dar fin urgentemente a los preparativos y, a despecho del tiempo, comenzar vastas operaciones ofensivas. El siete de enero se prometió ayuda a nuestros aliados, y el ocho del mismo, los regimientos de aviación con base junio al Vístula recibieron la orden de traslado a la plaza de armas de Sandomierz, al mismo frente.

Allí todo se puso en movimiento con dos días de antelación. Bajo el manto de la noche, las tropas cruzaban el Vístula, precisaban los planos y examinaban el sector de la ofensiva. Yo crucé también de noche, con mi Estado Mayor, el puente sobre el Vístula.

Las tinieblas eran estrepitosas, las carreteras estaban atestadas, pues hacia el frente avanzaban tanques, camiones con municiones y trenes de avituallamiento. Barro, cunetas, baches, estruendo, chirridos, denuestos y blanca nievecilla en las torretas, en los armones, en las espaldas de los soldados, fugaces centelleos de faros y lento avanzar. La otra orilla del Vístula. Nada podía detener aquel río vivo que se había fundido con la noche.

La tarea de nuestra división consistía en cubrir al ejército de tanques del general Rybalko. Esta misión, demasiado general, debíase especificar concretamente de mancomún con la sección operativa del Estado Mayor del ejercito de tanques. Para presentarme a conversar con ellos, conociendo el terreno no sólo por los mapas, decidí ir en coche a lo largo de la primera línea del sector donde los tanquistas abrirían brecha en la defensa enemiga.

El jeep, salpicado de barro por todos lados y cubierto de una capa de hielo, me zarandeaba por la carretera pavimentada de troncos de árboles. Del traqueteo, me dolían hasta los huesos. Pero estábamos lejos del lugar señalado. Me apoyaba con las piernas, me recostaba en el respaldo, me quedaba en vilo para aliviar el cuerpo.

Pasamos por delante de las mismísimas posiciones de fuego de la artillería. Su aspecto hacía olvidarlo todo: estaban una pieza junio a otra, en un llano, al descampado. Por todo enmascaramiento, la poca nieve caída. Erguíanse los cañones de los morteros de gran calibre. Las "Katiushas" también estaban en hilera, apuntando a occidente.

Me daba prisa por llegar al lado de los tanquistas. Dijérase que de un momento a otro se oiría la voz de mando, que comenzaría el combate, y yo me quedaría al margen, entre Pinto y Valdemoro. Debía darme prisa, pues las planas mayores de los regimientos y los pilotos esperaban en los aeródromos mis indicaciones precisas.

Me interné en un bosquecillo. No había manera de abrirse paso. Por todos lados tanques y más tanques. Los tanquistas estaban calentándose junto a hogueras. Idéntica escena que la que observé desde el aire en el otoño de 1942 jumo a Rostov. Adondequiera que se mirase, hierro y acero. La tierra no se veía. De pronto se interrogaba uno a sí mismo: ¿por qué los tanquistas se habían apiñado tan confiados y la artillería estaba al descampado? Pues seguramente porque se tenía ya plena confianza en el firmamento, porque éste era ya un techo seguro para ellos.

En la chabola del Estado Mayor del ejército de tanques de Rybalko hacía calorcillo y había mucha gente. La presentación fue breve, pues ya nos habíamos visto en tierra y habíamos cooperado en el campo de batalla.

Estaban extendidos unos mapas inmensos. Miré las largas flechas de grueso trazo curvilíneo y me quedé pasmado: tenía delante el campo de la inminente batalla, existente ya en proyecto, en los planos, en la colocación de las fuerzas y en la potencia de fuego latente de las bombas, de los proyectiles y de las minas. A una señal se pondría todo en movimiento de golpe.

Me contaron en qué lugar se meterían los tanques en la brecha después de la preparación artillera y cuáles eran la primera, la segunda y la tercera tareas que debían cumplir. Estaban marcadas en el mapa y adaptadas al relieve del terreno.

—       ¿Cuál es su opinión? —me interrogó el jefe del Estado Mayor, dirigiéndome la palabra y alzando del mapa la mirada para ponerla en mí.

¿Mi opinión? Todo era perfecto, magnífico, pero la división quizás pudiera dar cobertura a los tanques sólo en la dirección principal del golpe. Esta dirección tenía más ramificaciones que ramas algún árbol. Me explicaron con lujo de pormenores la dirección del golpe del grueso de los tanques, mencionaron los días y las horas en que se debían alcanzar determinadas metas...

Los aviadores aún no habíamos coordinado nunca con tantos detalles nuestras acciones con los tanquistas. Sólo nos quedaba poner en conocimiento de cada jefe de escuadrilla y de cada aviador, a grandes rasgos, aquel plan. Los aviadores debían tener una idea anticipada de los parajes reales por donde pasarían en tierra aquellas vigorosas flechas curvilíneas pintadas en los mapas y tener de ellas una idea tan clara que luego, durante los vuelos, pudieran verlas siempre desde el aire.

Me despedí de los tanquistas por la mañana para volver a verlos pronto en otras condiciones. El jeep de nuevo traqueteó por la carretera empedrada. A mi encuentro venían columnas y más columnas de camiones y otros vehículos, y a veces teníamos que salimos de la carretera y aguardar que pasaran.

Cuando, al fin, llegué al lado de los míos, al aeródromo, me pareció que me veía en un mundo completamente nuevo. Allí el silencio era absoluto, los copos de nieve caían en lento revoloteo para posarse en las alas de los aeroplanos.

Yo percibía aquel silencia y sabía mejor que nadie cuan engañoso era. Lo romperían en seguida. Lo destrozarían en un instante. Y lo desgarrarían, ante todo, en el campo donde se había agazapado el enemigo.

Era la calma que precedía a la tempestad. A esa misma tempestad que nosotros aguardábamos con impaciencia.

 

     
 

Realizado por FAE_Cazador

Revisado por HR_Crash

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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