VVS >> Otros articulos >> A. Pokryshkin: "El cielo de la guerra" >> 019

     
   

 

 

 

 

ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

LA TIERRA SIBERIANA

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El otoño se venía encima... Para mí comenzó una original "temporada" de rendición de honores, recepción de periodistas y reporteros cinematográficos, respuestas a cartas y telegramas y escritura de artículos para la prensa. Todo eso era agradable, como es natural, pero me llevaba mucho tiempo. Me pasaba el día en la primera línea y en los regimientos, y consagraba las tardes a las visitas y a la correspondencia. Procuraba sacar una hora al menos para instruirme. Últimamente me preocupaba mucho el que yo leía poco y me obligué a dedicar todos los días atención a los estudios y a la lectura de obras literarias.

...En el frente se abrió una tregua. Al no lograr el éxito, el enemigo se resignó con la situación que le habían impuesto nuestras fuerzas.

Cada día había que volar menos. Cuanto menos servicios de guerra había, tanto más había que preocuparse de organizar el estudio planificado y bien orientado del personal.

Cuando, una vez aterricé en un aeródromo, vi en casi todos los aviones caprichosos y pintorescos dibujos. Uno tenía pintado un as de picas, otro un diablo tocando la guitarra... Al notar que me habían llamado la atención los dibujitos, los pilotos jóvenes se acercaron ufanos a mí, confiados en que los elogiaría.

—       ¿Que símbolos son ésos? —les interrogué.

—       Signos distintivos. Los hemos dibujado nosotros mismos, camarada coronel de la Guardia. Son más expresivos que los números — dijo Grafin, un teniente robusto y ancho de hombros que imitaba a Fadéiev en la manera de hablar y. en general, de comportarse.

—       ¿No es usted aficionado a la bebida, camarada teniente? ¿No empina el codo? Pues parece como si hubiera hecho el dibujo después de alguna juerga.

Grafin parpadeo perplejo con sus pajizas pestañas.

—       Ha atinado, camarada jefe de la división —apuntó uno de los pilotos.

—       Celebramos el nombramiento de Grafin para jefe de escuadrilla y decidimos hacer algo original.

Tuve la intención de ordenar que borrasen todos los ases, demonios, palomas y demás dibujitos y explicarles que las manchas llamativas en el avión son muy cómodas para que el enemigo afine la puntería; pero luego decidí dejarlos que hicieran el tonto un poco. No sabían en que emplear su energía juvenil durante aquellos primeros días de calma. Les ocuparíamos el tiempo con estudios y ya no podrían perderlo en travesuras. Aquel mismo día hice con el jefe de aquel regimiento un plan concreto de estudio y entrenamiento.

En todos los aeródromos se acondicionaron chabolas para dar en ellas clases de aerodinámica, de aparatos nacionales de radio y aeroplanos del enemigo. Hicimos también polígonos de tiro para ejercicios a blancos terrestres. De tarde en tarde yo también volaba para tirar al blanco.

La división se preparaba para otra ofensiva. Todos pensábamos en una sola cosa: en apoderarnos lo antes posible del baluarte del fascismo. Berlín, y poner fin victorioso a la guerra. Escribí a mi mujer y a mi madre que pronto nos veríamos en nuestro Novosibirsk después de la victoria sobre el enemigo.

De pronto... Estos súbitos modos adverbiales anuncian siempre algo imprevisto. Mis camaradas Rechkálov y Guliáiev, condecorados con la segunda Estrella de Oro, Fíódorov y Trud, con la primera, y yo fuimos requeridos desde Moscú para recibir estas máximas recompensas.

Llegamos a la capital por la tarde, y a la mañana siguiente fuimos al Kremlin. Cuando cruzamos la Plaza del Kremlin, parecía como si nuestros pasos los oyese todo el país, como si nosotros desfiláramos a la vista de todo el pueblo soviético.

Nos entregó las condecoraciones Nikolái Shvérnik. Yo recibí de sus manos la tercera estrella de Oro. Luego me entregaron la orden que el Gobierno había adjudicado a nuestra división por los éxitos alcanzados en los últimos combates.

El Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas me dio varios días de permiso para ir a mi ciudad natal.

Volamos al encuentro del sol. Me parecía verlo elevarse con más rapidez que nunca sobre el horizonte, inundando de luz la tierra, pintarrajeada aquí y allá con los brochazos cobrizos del otoño.

Yo volaba al encuentro del Sol, al encuentro de mi juventud, de mi infancia. Sentado en mullida butaca, yo miraba abajo y pensaba en mi vida. En la casa de mis padres, en Novosibirsk.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

...Todos los días que el avión inesperadamente llegado estuvo en la explanada de las afueras de la ciudad, los chiquillos nos los pasamos a su lado desde que esclarecía hasta que oscurecía.

Al volver un día de aquella "guardia", dije en casa:

—       Quiero irme a estudiar para piloto.

Fue durante la cena.

A la mesa estaba sentada nuestra numerosa familia. El padre acababa de volver del trabajo, cansado y, como a veces hacía, algo bebido. A la mesa es donde más le molestaban los defectos existentes en la familia. Al oír mis intenciones, se salió de sus casillas.

—       ¡Conque esas tenemos! ¿Y porque quieras ser piloto no has de ir a la escuela?

Mis hermanitos y hermanita se echaron a reír cuando oyeron mí nuevo apodo de "piloto". A mi todo eso no me hacia ninguna gracia, pues nuestro padre se quitó la correa:

—       ¡Yo te voy a enseñar a ser piloto!

El primer castigo recibido por mi ensueño. Hube de buscar salvación detrás de la abuela.

—       ¡No lo toques, Iván!—exclamó la abuela, poniéndose tiesa delante de mi padre.

La correa fue a parar a un rincón, pero la cena acabó en una trifulca familiar.

No dejaba de tener interés el que mi abuela reaccionara a mi ensueño de manera completamente distinta que los demás. Nos quería a todos los nietos, pero a mí más que a todos. Probablemente fuese porque, como se afirmaba, yo me parecía a mi abuelo. A menudo, cuando yo pasaba por delante de ella, me oprimía contra su pecho, se quedaba pensativa y me acariciaba la cabeza, diciendo: "¡Ay, pobrecito mío!..." En esos momentos los ojos se le ponían tristes y se le humedecían. Por lo visto, mi parecido con mi abuelo le recordaba la dura vida que les cayera en suerte, la suerte de los colonos de Siberia.

De mi abuelo yo no me acordaba. Pero mi abuela contaba muchas cosas de él. Sé, contada por ella, toda la historia de su vida y sufrimientos en busca de la felicidad en los confines desconocidos de la cruda Siberia.

Un año en que se perdió la cosecha, y las calamidades de este tipo azotaban a menudo las zonas de la Rusia Central, mi abuelo, mi abuela y su hijo, mi futuro padre, se fueron a Siberia con multitud de otros hambrientos. Tras largo recorrer caminos de barro y polvo, llegaron al río Obi y se quedaron a vivir en un pequeño poblado del mismo nombre. Este poblado había surgido en el lugar de un pueblo de pescadores junto a las obras de un puente sobre dicho río y fue ensanchándose rápidamente con casas de colonos qué acudían en busca de trabajo.

Eso fue por los tiempos de la construcción del ferrocarril transiberiano. Allí hubo también trabajo para mi abuelo, forzudo como pocos y buen albañil. Construía los edificios de las estaciones y hacia estufas de ladrillos en las casas.

El poblado, que se encontraba en la encrucijada de la gran vía fluvial y el ferrocarril, creció rápidamente y se convirtió en la pequeña ciudad de Novonikoláievsk.

Creció también mi padre y comenzó a trabajar de albañil con mi abuelo.

Poco después le ocurrió una desgracia a mi abuelo.

Un buen día hubo que cambiar de sitio en unas obras un pedrusco grande de granito. Tres obreros no podían moverlo del sitio. Pues bien, a nuestro abuelo le agradaba tomar el pelo a los "flojuchos" porque, como decía mi abuela, "tenia tanta fuerza que, Dios lo perdone, no sentía ningún peso en las manos”. Se le ocurrió hacer una apuesta. Un botellón de tres litros de vodka, y el pedrusco lo llevaría él solo, sin ayuda de nadie.

Mi abuelo ganó la apuesta, ¡pero le costó muy cara! Se fue sintiendo peor cada día hasta que, finalmente, no pudo trabajar de albañil. Menos mal que, para entonces, mi padre ya se había casado, y a los viejos no les faltó amparo.

Al año siguiente de haber listo por primera vez el maravilloso aparato que cautivara mi imaginación, por las calles empezaron a transitar aviadores con vivos emblemas en forma de alas bordadas en las mangas. Los primeros días, los chiquillos, entre los que me encontraba yo también, como es natural, Seguíamos en tropel a los aviadores. Entonces comencé a llevar con orgullo, en vez de gorro, un casco comprado en la tienda. Imitando a los mayores, yo presumía a veces con un pitillo.

Cuando mi maestra se enteró de que quería ser piloto, decidió aprovechar esta aspiración para obligarme a dejar de fumar. Me llevó al Museo de Anatomía. Delante del modelo de pulmones, me dijo:

—       ¡Mira los pulmones de un fumador! Con pulmones como esos es imposible llegar a piloto.

Abandoné inmediata mente ese entretenimiento nada infantil y empecé a hacer deporte. Quería ser fuerte y sano. Conseguí pesas y. durante la gimnasia matutina en el patio las levantaba. La imagen del piloto, por fuerza robusto y sano me perseguía por doquier y determinó en todo mi conducía.

En 1926 mi hermano Vasili, que tenía dieciséis años, y yo enfermamos de escarlatina. Luego de balancear cuarenta días al borde de la muerte, salí del hospital yo solo.

La muerte de mi hermano, que ya ayudaba a nuestra numerosa familia, me obligó a mí a trabajar. Me colocaron de aprendiz con un tío mío que era techador.

Medio sordo por el estrépito de la hojalata, bajo de estatura, delgado, con los dedos nudosos y negros del aceite de linaza y la pintura, el tío Piotr estaba considerado como el mejor techador de la ciudad. Aprendí rápidamente su oficio y empecé a ayudar a la familia. Mi tío me quería, pero me castigaba a menudo, como solía decir, "para que no me desmandase". Desde los tejados de las casas se veía bien cómo despegaban y aterrizaban los aviones. Yo miraba tan embelesado el espectáculo que me olvidaba del trabajo. Las voces de mi tío me hicieron estremecerme multitud de veces.

—       Cuida de no volar tú mismo... al suelo. ¡Agarra el martillo!

El segundo verano yo era ya techador de la empresa de construcción "Sibstroitrest" El trabajo no faltaba, pues había que techar casas grandes de cuatro plantas. Yo trabajaba a menudo horas extraordinarias.

...Una buena mañana, al pasar por la avenida Roja, una de las calles centrales de la ciudad, vi en una vitrina de periódicos un anuncio sobre la admisión de alumnos en una escuela de aviación. Me detuve, lo leí y me quedé de una pieza por la sorpresa. Lo volví a leer, y no pude seguir mi camino. "En la escuela se admite a jóvenes que hayan terminado siete grados de la escuela secundaria..." Ea... Yo aún no los había terminado. Se ponía otra condición: "Y que tengan la profesión de tornero, ajustador o carpintero".

Deambulé entristecido por las calles. Por lo tanto ¿con mi profesión yo no sería nunca piloto? ¡Adiós, sueño mío!

Cuando me subía a los tejados, pensaba todos los días en el anuncio y en mis propósitos, que me carcomían el alma. ¿Qué hacer? Para ser tornero o ajustador, yo tenía que apuntarme en la bolsa de trabajo, que era el principal centro distribuidor de mano de obra por empresas. Entonces no había muchas empresas en la ciudad, ¡y los jóvenes sin trabajo sumaban miles! A pesar de todo, en cuanto acabo la temporada del estío, me apunté en la bolsa de trabajo y comencé a frecuentar todos los días aquel local, siempre lleno de humo de tabaco y de gente, para registrarme.

Mis padres, a quienes ya no recordaba yo mis propósitos de ser aviador, suplicaban por entonces a otro tío mío, tenedor de libros, que me colocara de aprendiz de contaduría. Profesión tan "intelectual" era para muchos, naturalmente, lo más que podían desear. A mí no me gustaba, pues yo no quería saber más profesiones que las que abrían el camino a la aviación. Y me negué rotundamente. Eso fue origen de nuevas discusiones por causa mía.

Transcurría el tiempo. Volví a trabajar de techador en verano y a estudiar en la escuela en invierno. En 1928 acabé el séptimo grado. La bolsa de trabajo no me sirvió de nada.

Comenzó el primer año del primer plan quinquenal. En este plan se dedicaba a Novosibirsk, por entonces ciudad pequeña, la Novonikoláievsk de antes, uno de los lugares principales. Se empezaron a construir allí grandes fabricas a rápido ritmo. Al otro lado del ancho Obi, en la estepa, junto a la aldehuela de Krivoschókovo, se colocaban los cimientos de la inmensa fábrica "Sibkombáin" (actualmente de Máquinas Agrícolas de Siberia). Los jóvenes respiraron con alivio. Se abrió para todos los desocupados el camino a las obras, llegándole el fin a la bolsa de trabajo, este atributo del viejo mundo.

Los obreros para la nueva fábrica gigantesca de la industria mecánica se preparaban en una Escuela de Oficios. Entre los primeros tres mil aprendices fabriles me encontré yo. Me incluyeron en la sección de ajustadores.

Mi remoto plan se iba realizando lento, pero seguro. Yo cantaba victoria. Pero mi aparición en casa, uniformado de aprendiz fabril, fue motivo de reproches. Mi jornal de techador daba más para nuestra numerosa familia que la beca de aprendiz fabril.

—       ¡Gorrón! —me espetó en cierta ocasión mi padre. Me quedé pasmado, si bien me dijo la pura verdad.

Para no ser una carga en la familia, recogí un día mis pocos bártulos y me fui de casa. De la casa donde había nacido y crecido.

Dejé en ella mi infancia y caminé con paso firme por los emocionantes y duros años de la juventud. Resultó que aquel día abandoné para siempre la casa paterna.

Me alojé en una residencia colectiva. El edificio, de cuatro plantas, estaba en el extremo de la barriada denominada socialista. Salía uno a la puerta y tenía delante la estepa que se extendía hasta el horizonte. Y si se miraría a la derecha, se veía azulear tras el Obi la masa arbórea de la taiga.

Los años de aprendizaje en la Escuela de Oficios fueron duros. La beca era pequeña, y de los padres no podía recibir ninguna ayuda. El frío siberiano era tan atroz en invierno que creyeranse oír los chasquidos del aire, y uno iba calzado con ligeros zapatitos gastados en el verano. Con esos mismos zapatos tenía que esquiar alguna que otra hora.

Yo tenía mi propio horario, muy rígido. Hasta las cuatro de la tarde, los estudios en la Escuela de Oficios; por la noche, los estudios en el Instituto de Construcciones Mecánicas, adjunto a la fábrica. Y luego, por encargo del Komsomol, asistía a un curso de racionalizadores e inventores. Esta ocupación adicional la recibí por haber hecho varias propuestas de mejora de la producción.

 En nuestra habitación vivíamos dieciséis personas. Y en las contiguas no había menos. Recibíamos los víveres por cartillas de racionamiento y, como es natural, nunca nos alcanzaban.

En la planta baja, debajo de nuestra habitación, había un puesto de venta de pan que nos excitaba continuamente el apetito con el olor a tahona. Tan pronto como se acercaba allí el carro en que traían mercancía, salíamos en tropel todos los pupilos de la habitación y bajábamos con estrépito la escalera. Teníamos que darnos prisa para que no se adelantaran otros. Por descargar las hogazas nos daban una o dos de ellas.

Hervíamos agua con un hervidor hecho por nosotros mismos y nos deleitábamos con su calor, poniéndola sin azúcar a sorbos y masticando el pan recién cocido.

Desde los primeros días de estudio en la Escuela de Oficios me hice muy amigo de Mijaíl Síjvort, Constantín Lobástov, los hermanos Bovtrochuk, Lomov, Seleznev y Pízhikov. Tranquilo y fuerte de carácter el primero, contenía a muchos en los momentos de idear pasatiempos irreflexivos. Cuando Síjvort intercedía en alguna discusión, todo se aclaraba en seguida. Trabajaba con ahínco y diligencia, y nosotros lo imitábamos.

Un buen día hablé de la aviación con mis amigos.

—       ¿En qué piensas volar? ¿En cometas de papel? —me zahirió Lobástov.

—       ¿Por qué he de volar precisamente en cometas? ¡Venid mañana y veréis en qué voy a volar!

Justamente por aquellos días se organizaba, un círculo de vuelos a vela. Eran muchos los que deseaban apuntarse, pero yo quería que los primeros fuesen mis amigos.

Se había fijado ya la primera clase en el club de la Sociedad de Cooperación con la Aviación y la Defensa Química de la URSS. Síjvort y Lobástov acudieron también y vieron un planeador nuevecito que olía a cola y pintura reciente.

Cuando pasé a la fábrica, como yo era el mayor de los hermanos, ayudaba a mi padre a sostener la familia: éramos cuatro hermanos y una hermana además de mi madre y mi abuela.

Un día soleado de mayo nos llamaron a mis amigos y a mí al comité del Komsomol.

—       Firmad aquí —dijo el secretario de la organización del Komsomol de la Escuela de Oficios, al tiempo de entregarnos unos mandatos de la organización juvenil para estudiar en una escuela de aviación.

Lleno de sorpresa, no daba crédito a mis ojos: a la cabecera de los cuadernillos rojos ponía: "¡La juventud a los aviones!" Poco me faltó para ponerme a saltar de alegría, pero me detuvo Síjvort, diciendo:

—       No te pongas tan contento antes de tiempo. Primero hay que pasar la comisión.

¿Iba a temer yo la comisión médica? ¿Para que hacia deporte, si no?

La selección de alumnos para las escuelas de aviación era muy severa, y muchos no tuvieron suerte. No pasó la comisión Lobástov. A Síjvort también le encontraron desviaciones de lo normal. Yo fui el único de nuestro inseparable trío que recibió la credencial de envío a una escuela de aviación. Yo me veía ya en un aeroplano; mi viejo ensueño me conducía derecho a la meta. Parecía que ya nada podía impedir la realización del deseo con que había vivido todos estos años.

A fines de mayo, un tren me llevó al oeste. Las ruedas de los vagones traquetearon por el puente tendido sobre el Obi. Y allá, estepa y estepa nada más...

No tardaron en verse bosques y montañas. Yo aún no había visto nunca las montanas, y estas bajas crestas me parecieron enormes...

Allí estaban los Montes Urales bajo las alas de nuestro avión. Era la primera vez que los veía desde lo alto, así como todo el panorama uraliano.

El avión comenzó el descenso. Yo volví la cabeza y vi a Rechkálov, que iba sentado detrás de mí. Señalando la ventanilla, sonriose jovial y exclamó:

—       ¡Mira! ¡Mi terruño!

Gritó tanto que todos lo oyeron perfectamente a pesar incluso del ruido de los motores.

Debajo de nosotros estaba Sverdlovsk. Montes, casas y casitas variopintas y la trama de callejas y caminos. Las chimeneas y el humo de las fábricas. Los Urales, inmenso arsenal del país, parecían llamarnos a visitarlo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En Sverdlovsk teníamos derecho a detenernos sólo unas horas.

¿Qué podrían enseñarnos a altas horas de la noche los dirigentes de la ciudad a combatientes del frente? Pues claro que la fábrica y organizar una entrevista con los obreros. Los inmensos talleres de la Fábrica de Maquinaria de los Urales y los propios constructores de los temibles tanques era lo que personificaba de la manera más completa al Sverdlovsk de entonces y plasmaba la unidad del frente y la retaguardia. Nosotros pasamos por entre largas hileras de maquinas-herramienta, a lo largo de la de la cadena de montaje de los carros de combate. Por aquí y por allá se veían azules destellos de soldadura eléctrica y rojos resplandores de tochos y metal incandescentes. Oíase el estrépito del pesado machacar de los martillos pilones, y los chorros de brillantes chispas trazaban líneas de fuego; las grúas transportaban lentamente torretas monocasco de metal, y en otro sitio rugían incesantemente unos motores.

El ardor del trabajo recordaba una batalla, una ofensiva contra el enemigo. Canosos veteranos de las fábricas, mozalbetes, mujeres y muchachas tundían, labraban y forjaban el metal.

En el taller se celebró un mitin. De tribuna para los oradores hacía un tanque. Los discursos se sumaban al ruido de las máquinas. En los ojos de la gente se reflejaban los fogonazos de la fundición, pues ardía el odio al enemigo. Los saludos que les traíamos del frente y nuestras aseveraciones de que derrotaríamos al enemigo en su territorio se hundieron en la ola de aplausos de los obreros que permanecían en pie delante de la tribuna improvisada y de las máquinas-herramienta. Vimos en las caras de la gente el cansancio; pero en el ritmo laboral se sentía el palpitar de la infatigable voluntad del pueblo, de su energía creadora.

Nos invitaron a cenar y luego nos fuimos al aeródromo. Por la mañana el avión siguió su rumbo al este.

Después de las difíciles pruebas y de los remotos caminos recorridos a fuerza de combatir, la tierra patria es más entrañable aún. Al examinar sus contornos, uno descubre más y más bellezas y aguarda emocionado el momento en que verá algo que conoce desde la infancia.

La estepa. El ferrocarril sinuoso. Algo que se desmenuzaba abigarrado en el horizonte. Ese "algo" tenía inmensas proporciones, no dejaba de crecer y aproximarse. ¿Sería posible que fuese Novosibirsk? En mis recuerdos era mucho más pequeño. Pero no lo había visto desde el año treinta y siete, siete años completos. La última vez que había estado allí fue cuando acudí desde Leningrado al entierro de mi padre.

Sí, era Novosibirsk. Los cazas que formaron al lado de nuestro Li-2 iban pegaditos a nosotros. Habían subido a los espacios los saludos con que nos recibía mi ciudad natal.

Los reporteros y mis camaradas se prepararon para el aterrizaje. Pero yo no me podía apartar de ventanilla. No había visto nunca desde lo alto mi ciudad, pero la había recorrido de cabo a rabo centenares de veces a pie. En esos momentos yo no reconocía nada. No se por qué, me pareció que el aeródromo estaba en medio de la ciudad, y eso que antes estaba detrás de la segunda Eltsovka. ¿Qué fábricas nuevas y barriadas nuevas de vivienda serían aquéllas?

Tras de dar una vuelta completa al aeródromo, el avión comenzó el descenso del aterrizaje. En el suelo se veía gente, banderas y el brillo broncíneo de instrumentos de viento. ¿Sería posible que armasen por mi todo ese revuelo? Recordaba que así se tributaban recibimientos sólo a los héroes de largas travesías. Yo no había sobrevolado el Polo ni había unido con nuevos itinerarios los continentes. Yo combatía por la Patria, igual que muchos de mi edad. La emoción me inmovilizaba y me hacía guardar la compostura. ¿Qué diría a los miles de personas reunidas?

Se pararon los motores. Se oyeron los compases de la banda de música. Me separaban de mi madre, de mi esposa y de mi tierra unos pasos por la escala, ¡pero qué difícil es darlos cuando te aplauden, cuando suena música solemne, cuando no puede uno vencer la sensación mixta de turbación y orgullo!

Creo que los saludé a todos, que estreché la mano de todos los que estaban cerca. Pero desde las espaldas de los mayores se abrían paso, alborotando, unos chiquillos. No pude pasar de largo y avancé al encuentro de ellos. Les brillaban los ojos.

¿Acaso no busqué así yo también la mirada de todos los aviadores desde el momento en que vi por primera vez un aeroplano? ¿Y no le latía así también a alguno de ellos el corazón ansioso de remontarse a las alturas azules?...

Hasta que no acabó el mitin, no pude verme, al fin, al lado de mi madre y mi mujer. Me había dispuesto a decirles muchas cosas, pero no encontré palabras. Me daba alegría de verlas, de estar juntos y de pensar que aún nos quedaban varios días para nosotros solos. Teníamos flores en las manos, y el cálido sol otoñal brillaba esplendoroso. De seguro que lo que pasaba en mi alma en aquellos momentos era lo que la gente llama felicidad. María dijo que había esperado con impaciencia este día. Le costaba ya trabajo seguirnos, y yo pensé que una esposa en su estado necesita sobre todo el cariño y la solicitud del marido.

De camino a casa, escuchando en el auto lo que mi madre contaba de mis hermanos, me acordé de Piotr, pero no dije aún nada de lo que yo sabía. Le pregunté cómo se las había arreglado para reparar ella misma el tejado de nuestra vieja casa.

Antes de llegar al centro, el automóvil torció demasiado pronto a una calleja.

—       ¿Adonde, vamos? Sólo entonces advertí, por las sonrisas, que me ocultaban algo, que todos guardaban un misterio grato. Nadie me respondió de seguida.

—       Ahora te enterarás, ten un poco de paciencia —dijo Mijaíl Kulaguin, secretario del comité regional del partido.

Llenó la calle un gentío. Nos detuvimos. El Presidente del Comité Ejecutivo de la ciudad, Jainovski, se acercó y dijo que mi familia había recibido casa nueva y se había mudado.

Di las gracias a los camaradas por las atenciones tenidas, pero no veía aún la casa. Era tanta la gente que nos rodeaba que no podíamos dar un paso. También allí vi caras radiantes de alegría, afectuosos saludos, flores y habitantes viejos y jóvenes de Novosibirsk. A todos tenía que darles yo las gracias por la atención, por la cordialidad. ¡Qué gente tan bondadosa y amable vivía en mi patria chica!...

La casa era espaciosa, clara y cómoda. En las paredes vi fotos que recordaba desde la infancia. Mi madre se detuvo delante de ellas y me miró sin enjugarse las lágrimas. De seguro que nos recordaba a todos los hermanos cuando éramos pequeños, que recordaba a nuestro padre y los duros tiempos de su vida.

—       ¿Cuándo os reuniréis todos en casa, queridos míos?

Yo guarde silencio, pero luego me decidí a decir:

—       Madre, todos, es posible que nunca. Vete haciendo a la idea de que Piotr falta ya.

—       ¿¡Que falta ya!?

—       En el frente encontré a uno que había servido con nuestro Piotr...

—       ¡Ya me decía el corazón que nuestro Piotr había perecido! Era muy porfiado, no rehuía las dificultades. Y por ti, mira... —no pudo terminar la frase. Las lágrimas le impedían hablar. Yo la abracé, le acaricié largo raro la cabeza, como a una niña.

—       No te preocupes, madre, que yo debo estar hechizado. Me marcharé... ahora ya por poco tiempo... Y luego volveré... volveré sin falta...

María me enseñó su cuarto. Las fotos sacadas en el frente nos recordaron otros días. Sentía unos deseos inmensos de sentarnos los dos delante de la ventana, pues era tanto lo que yo tenía que contarle de nuestros amigos comunes, de lo que habíamos pasado sin ella, de lo que yo sentía... pero teníamos que atender a las visitas.

La mesa ya estaba puesta, los comensales no dejaban de acudir...

Durante la comida. Mijaíl Kulaguin me interrogó:

—       ¿Qué plan de trabajo adoptamos?

—       ¿De trabajo? ¿No es un plan de descanso?

—       No, el plan no es de descanso —repuso, exhalando un suspiro — ¿Que quieres que le haga? Te esperan en las fábricas y en las empresas. Y no para media hora, quieren que estés más tiempo con ellos. Para visitarlos a todos, nos haría falta un mes.

—       Me han concedido cinco días.

—       Lo sé. Por eso habrá que dedicar cuatro días a la gente y dejar uno para ti. ¿De acuerdo?

—       Si es preciso hacerlo así, por supuesto.

Se oyó un acordeón. Una guitarra compitió con él. Los siberianos entonaron canciones.

¡Canción, de mí tierra! ¡Hacia tiempo que no te oía tal y como suenas, como discurres y das alas al alma, como invitas a salir a las anchuras nuestras, a las extensiones de Siberia!

¿Se podía, acaso, sentir más alegría de la que yo sentía en aquellos momentos? Llegar a mi casa después de tenaces y duros combates, después del infierno de la guerra, después de la horripilante ronda de la muerte y (¿para qué ocultarlo?), ufano de mi gloria, sentir en mí la mirada cariñosa de mi madre, sentir el calor de la mano de mi amada, ver a los amigos de la juventud, a los compañeros de mi edad y escuchar una canción entrañable de la infancia, una canción triste y alentadora:

 

 

 

 

 

Sopla e hincha la vela, viento gregal,
Que el valiente va cerquita

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Existe una unidad espiritual incomunicable con la gente de la fábrica donde uno ha trabajado, gente que te ha entregado una partícula de sus Fuerzas, de su experiencia, gente a la que uno ha dejado también algo suyo. Yo llegué a ver realizado mi ensueño a través de las clases y los talleres de la Escuela de Oficios, de las obras y talleres de la Fábrica "Sibkombáin". Las alas de aviador me habían remontado a una elevada gloria, yo regresé a mi ciudad siendo tres veces Héroe de la Unión Soviética y quise pronunciar ese día a mi fábrica las primeras palabras de gratitud por haberme enseñado y educado. Yo tenía que compartir mi júbilo con todos los que trabajaban con las máquinas-herramienta para mí, para muchos.

Vi la ciudad, las calles principales y la estación. Contemplé el edificio y el magnífico salón del teatro de la ópera y ballet, que se preparaba para la Inauguración. ¡Con qué sencillez suenan estas palabras y qué extraordinario sentido encierran! Resulta que antes aún de la batalla de Stalingrado, cuando Hitler se vanagloriaba de que borraría de la faz de la tierra nuestro país y nuestra cultura, se tomó el acuerdo de construir y preparar para la inauguración este majestuoso teatro. ¿Qué otro pueblo, aparte del soviético, hubiese podido hacer tanto?

Eso dejaba en suspenso y llenaba de orgullo. ¡Pero yo me sentía atraído por la "Sibkombain"!

Durante la conversación que mantuvimos en la administración de la fábrica, el director dijo que la "Sibkombáin" trabajaba para la victoria, que de sus talleres salían más armas que de todas las fábricas de Rusia en 1913. Cuando yo, en el frente, tomaba en las manos proyectiles y cartuchos, brillantes de puro cobre, siempre me paraba a pensar en los muchos que se gastaban en un día, en los esfuerzos que se debían hacer para abastecer de ellos cada aeródromo, cada tanque, cada soldado. En esos momentos tenía delante mi fábrica entrañable, que había sabido readaptarse desde el primer día a los tiempos de guerra

—       ¿Por dónde empezamos? —interrogó el director.

—       Por la escuela de Oficios —respondí, pues a mi lado estaba Bovtrochuk, que era ya jefe de taller.

Mi coetáneo se sonrió.

Bovtrochuk y Lomov venían conmigo a todas partes desde el día anterior. Ya me habían contado sus cuitas, cómo habían llegado a especializarse, y me dijeron dónde estaba y qué había llegado a ser cada uno de nuestros compañeros.

Los estrechos pasillos y los bajos techos de las clases. ¿Sería posible que hubiesen tenido siempre el mismo aspecto? De seguro que me parecía así después de las anchuras del firmamento. Pero me era grato encontrarme junto a la mesa, desde la que contestara la lección, y al pie del torno donde entregué la primera pieza pulida que yo hice.

Los muchachos me rodearon, mirando y esperando qué diría. Yo los saludé. Les deseé éxitos en los estudios. Y les rogué:

—       ¡Dadme una lima, amigos! A ver sí ahora puedo competir en maña con vosotros.

—       ¿No te has olvidado? —me interrogó Lomov, ancho de espaldas.

—       Vamos a probar...

Los alumnos de la escuela fabril se apiñaron en busca de una rendija entre los hombros de los otros para ver como trabajaba yo. Y el contramaestre, pues, por desgracia, mi maestro ya no vivía, me dirigió una mirada exigente, temeroso de que yo estropeara el precioso trozo de metal. Claro que hube de esforzarme. Ea, ya estaba hecha la pieza. Ya la sopesaba en las manos el contramaestre, quien empezó a medirla con el pie de rey. En medio de la risa general y los rumores aprobatorios, se emitió la calificación.

¡No me había olvidado lo que me enseñaron entre aquellas paredes, no! Yo era ya uno más entre los alumnos de la Escuela de Oficios, que estrecharon más aún el cerco en torno a mí, mostrándome los resultados de la emulación socialista e invitándome a visitar su residencia colectiva, el comedor...

—       ¡Hasta la vista, alumnos de la Escuela de Oficios!

Caminamos a lo largo de zanjas abiertas y muros sin acabar de levantar: la fábrica se ampliaba. Vi unas inmensas naves nuevas. Allí se oía el ruido del metal y de los mecanismos, el barbotar del trabajo. Humo, fogonazos, chirridos, ruido, movimiento. Pero todo eso quedó de pronto relegado, al subir una oleada de exclamaciones de alegría de los reunidos para la entrevista. La gente había construido aquella fábrica gigantesca, daba armas al frente y esperaba de nuestro ejército la derrota definitiva del enemigo. Les alentaban nuestras victorias en los combates, y a mí me entusiasmaban su trabajo y el torrente de armas que iba desde mi ciudad natal a las orillas del Vístula.

Los obreros me enseñaban sus máquinas-herramienta, los perfectos mecanismos automáticos, y yo les estrechaba la mano, escrutaba sus caras cansadas y pálidas. Una mujer joven me miró con los ojos anegados de lágrimas y retiró al punto la mirada, inclinándose sobre su torno. Di unos pasos y volví a mirarla. La mujer lloraba, tapándose la cara con las manos.

—       Ayer recibió la notificación del suyo —dijo Bovtrochuk por lo bajo.

La ciudad de retaguardia sentía la guerra en las dificultades, en la tensión del trabajo, en los sacrificios.

Vi delante de mi un llamativo cartel escrito de prisa y corriendo. Versaba: "¡Trabajar para la victoria como combate Pokryshkin!" Unas mozas sonrientes, con tocas rojas, exactamente iguales a las que yo recordaba de los tiempos del primer quinquenio, me entregaron flores otoñales de Siberia. Quise detenerme junto a sus máquinas-herramienta y hablarles de los jóvenes aviadores. No tenía nada en contra de mencionar incluso los nombres de mis amigos del 16 Regimiento, que a menudo echaban de menos una carta cariñosa: pero me esperaban más adelante caras iguales de muchachas y de obreros junto a los tornos. También querían ver ellos las tres estrellas de oro en el pecho de su paisano...

Al siguiente día, otras fábricas y otras entrevistas. En un taller vi a una niña de unos catorce años que estaba delante de un montón de piezas de pequeño tamaño y se enjugaba las lágrimas, le pregunté:

—       ¿Qué le ha pasado?

Se recobró en seguida, se compuso y respondió con voz llorosa:

—       Pues que he hecho todo lo que he podido y no me han dado el primer puesto en la emulación socialista.

—       ¡Vamos chica, no vale la pena sufrirlo así!

—       Me lo ganaba siempre, y ahora ya ve...

—       ¿Que es lo que haces? —le interrogué.

Ella, baja de estatura y vivaracha, se animó enseguida, recogió rápidamente varias piezas, las juntó y vi una llave de paso, de bronce.

—       Las pulo para que ajusten bien...y no haya escapes.

No pude contener los elogios de su maña ni reñía de recibo a callarme. Pues aquella labor, creyérase que insignificante, de sus manos aún infantiles, tenía una relación directa con las acciones combativas e influía en la suerte de cada piloto. Nosotros sí que sabíamos la amenaza que suponía para el avión incluso el menor escape en la llave de la bencina.

El director me dijo que aquella muchacha era la mejor especialista de la fábrica en el ajuste de las llaves, y yo le di con toda el alma las gracias en nombre de los aviadores. Si ella sufría tanto por su trabajo, eso era señal de que nos deseaba una pronta victoria.

Los mítines en las fábricas y las entrevistas en las escuelas y empresas se llevaron casi todo mi tiempo. Llegó el momento de emprender el vuelo al frente. El comité regional del Partido "arrancó" al mariscal Nóvikov otro día más "para el Komsomol", cuyas organizaciones urbanas se tenían bien merecidas la debida atención y unas palabras de gratitud. En el tiempo que pasé en Novosibirsk habían hecho una colecta para hacer un regalo a los aviadores de la Guardia. Mis paisanos aportaron doce millones de rublos para adquirir aviones con destino a los pilotos de nuestra división.

¡Esa era la juventud de Novosibirsk!... Acudió la gente a transmitir calurosos saludos a los combatientes de nuestro frente. Hubo apasionados discursos, caras emocionadas y fuertes apretones de manos. Un mar de aplausos. Yo miraba y escuchaba y me transportaba mentalmente al lado de mis camaradas, al aeródromo junto al Vístula. El titánico trabajo de los centenares de miles de aquellas gentes y su odio al enemigo nos elevaban y nos llevaban al combate.

 

 

 

 

 

A. Pokryshkin con su hija Svetlana y su hijo Alexandr (1948)

 

 

 

 

 

Hablé de eso a los jóvenes de ambos sexos y les di seguridad de que estábamos dispuestos a entregar la vida por la victoria de nuestro país, por la prosperidad de nuestra ciudad y de las otras ciudades y pueblos para que nuestra juventud jamás volviese a conocer la guerra.

En el mitin se eligió a una delegación juvenil que vendría conmigo a Moscú para hacer entrega de los aviones regalados.

Por la mañana, muy temprano, volví a ver en la fresca neblina caras conocidas junto a nuestro Li-2. Unos me desearon éxitos en los combates y mi madre y mi esposa que volviese pronto a casa.

Los camarógrafos detuvieron sus tomavistas en María y en mí, y a nosotros nos costaba mucho despedirnos. Los seis días habían pasado volando, como un soplo. No nos había dado siquiera tiempo a hablar de todo.

Los motores nos llamaban, ¡Adiós, querida patria chica! ¡Adiós, deudos míos! ¡Al frente!

De camino recogimos en Sverdlovsk a Rechkálov. En Moscú recibimos los La-7. Tras de probar los nuevos cazas por encima del aeródromo, tomamos rumbo a Minsk. Uno de los aparatos echaba bastantes llamas por los tubos de escape, dificultando el vuelo. Cuando aterrizamos en Brest, vimos que se había desreglado el carburador. Eso nos hizo pasar allí la noche. Así estuvimos en aquella ciudad, que yacía en ruinas.

Por la mañana partimos para el frente.

Reconocí a Mokszyszów desde lejos. Cuando, aterrizamos, acudieron todos los muchachos del 10 Regimiento. Los bonitos y potentes cazas despertaban el orgullo general, pues eran mejores que las Airacobras en cualidades tácticas de vuelo y en armamento.

El dueño de la casa donde me alojaba, al verme, se levantó del poyo. Me dio la impresión de que deseaba decirme algo, y yo hasta me detuve para escucharlo; pero al darse cuenta de las tres estrellas de oro, limitose a cuadrarse y de pronto se llevó la mano a la frente, haciéndome el saludo militar polaco.

Encima de la mesa, en la habitación, había una pila de periódicos sin leer. Al revisarlos, vi una foto con el siguiente pie:

“Un regalo al futuro hijo del Héroe tres veces”.

Los siberianos regalaban a María camisitas. Volvieron a invadirme los recuerdos. Los días pasados en casa habían repercutido aquí, en las tierras de Polonia, con eco de benevolencia.

"Al hijo del Héroe tres veces..." Pensaría a menudo en eso.

Este día, el cañoneo de la primera línea se oía en mi alojamiento como el retumbar de un trueno tardío.

 

     
 

Realizado por FAE_Cazador

Revisado por HR_Crash

 

 

 

 

 

 

 

.

 

 

 
     

 

 

 

 

 

© RKKA