...Todos los días que el avión
inesperadamente llegado estuvo en la explanada de las afueras de la
ciudad, los chiquillos nos los pasamos a su lado desde que esclarecía
hasta que oscurecía.
Al volver un día de aquella
"guardia", dije en casa:
— Quiero irme a estudiar
para piloto.
Fue durante la cena.
A la mesa estaba sentada
nuestra numerosa familia. El padre acababa de volver del trabajo,
cansado y, como a veces hacía, algo bebido. A la mesa es donde más le
molestaban los defectos existentes en la familia. Al oír mis
intenciones, se salió de sus casillas.
— ¡Conque esas tenemos!
¿Y porque quieras ser piloto no has de ir a la escuela?
Mis hermanitos y hermanita se
echaron a reír cuando oyeron mí nuevo apodo de "piloto". A mi todo eso
no me hacia ninguna gracia, pues nuestro padre se quitó la correa:
— ¡Yo te voy a enseñar a
ser piloto!
El primer castigo recibido por
mi ensueño. Hube de buscar salvación detrás de la abuela.
— ¡No lo toques,
Iván!—exclamó la abuela, poniéndose tiesa delante de mi padre.
La correa fue a parar a un
rincón, pero la cena acabó en una trifulca familiar.
No dejaba de tener interés el
que mi abuela reaccionara a mi ensueño de manera completamente distinta
que los demás. Nos quería a todos los nietos, pero a mí más que a todos.
Probablemente fuese porque, como se afirmaba, yo me parecía a mi abuelo.
A menudo, cuando yo pasaba por delante de ella, me oprimía contra su
pecho, se quedaba pensativa y me acariciaba la cabeza, diciendo: "¡Ay,
pobrecito mío!..." En esos momentos los ojos se le ponían tristes y se
le humedecían. Por lo visto, mi parecido con mi abuelo le recordaba la
dura vida que les cayera en suerte, la suerte de los colonos de Siberia.
De mi abuelo yo no me acordaba.
Pero mi abuela contaba muchas cosas de él. Sé, contada por ella, toda la
historia de su vida y sufrimientos en busca de la felicidad en los
confines desconocidos de la cruda Siberia.
Un año en que se perdió la
cosecha, y las calamidades de este tipo azotaban a menudo las zonas de
la Rusia Central, mi abuelo, mi abuela y su hijo, mi futuro padre, se
fueron a Siberia con multitud de otros hambrientos. Tras largo recorrer
caminos de barro y polvo, llegaron al río Obi y se quedaron a vivir en
un pequeño poblado del mismo nombre. Este poblado había surgido en el
lugar de un pueblo de pescadores junto a las obras de un puente sobre
dicho río y fue ensanchándose rápidamente con casas de colonos qué
acudían en busca de trabajo.
Eso fue por los tiempos de la
construcción del ferrocarril transiberiano. Allí hubo también trabajo
para mi abuelo, forzudo como pocos y buen albañil. Construía los
edificios de las estaciones y hacia estufas de ladrillos en las casas.
El poblado, que se encontraba
en la encrucijada de la gran vía fluvial y el ferrocarril, creció
rápidamente y se convirtió en la pequeña ciudad de Novonikoláievsk.
Creció también mi padre y
comenzó a trabajar de albañil con mi abuelo.
Poco después le ocurrió una
desgracia a mi abuelo.
Un buen día hubo que cambiar de
sitio en unas obras un pedrusco grande de granito. Tres obreros no
podían moverlo del sitio. Pues bien, a nuestro abuelo le agradaba tomar
el pelo a los "flojuchos" porque, como decía mi abuela, "tenia tanta
fuerza que, Dios lo perdone, no sentía ningún peso en las manos”. Se le
ocurrió hacer una apuesta. Un botellón de tres litros de vodka, y el
pedrusco lo llevaría él solo, sin ayuda de nadie.
Mi abuelo ganó la apuesta,
¡pero le costó muy cara! Se fue sintiendo peor cada día hasta que,
finalmente, no pudo trabajar de albañil. Menos mal que, para entonces,
mi padre ya se había casado, y a los viejos no les faltó amparo.
Al año siguiente de haber listo
por primera vez el maravilloso aparato que cautivara mi imaginación, por
las calles empezaron a transitar aviadores con vivos emblemas en forma
de alas bordadas en las mangas. Los primeros días, los chiquillos, entre
los que me encontraba yo también, como es natural, Seguíamos en tropel a
los aviadores. Entonces comencé a llevar con orgullo, en vez de gorro,
un casco comprado en la tienda. Imitando a los mayores, yo presumía a
veces con un pitillo.
Cuando mi maestra se enteró de
que quería ser piloto, decidió aprovechar esta aspiración para obligarme
a dejar de fumar. Me llevó al Museo de Anatomía. Delante del modelo de
pulmones, me dijo:
— ¡Mira los pulmones de
un fumador! Con pulmones como esos es imposible llegar a piloto.
Abandoné inmediata mente ese
entretenimiento nada infantil y empecé a hacer deporte. Quería ser
fuerte y sano. Conseguí pesas y. durante la gimnasia matutina en el
patio las levantaba. La imagen del piloto, por fuerza robusto y sano me
perseguía por doquier y determinó en todo mi conducía.
En 1926 mi hermano Vasili, que
tenía dieciséis años, y yo enfermamos de escarlatina. Luego de balancear
cuarenta días al borde de la muerte, salí del hospital yo solo.
La muerte de mi hermano, que ya
ayudaba a nuestra numerosa familia, me obligó a mí a trabajar. Me
colocaron de aprendiz con un tío mío que era techador.
Medio sordo por el estrépito de
la hojalata, bajo de estatura, delgado, con los dedos nudosos y negros
del aceite de linaza y la pintura, el tío Piotr estaba considerado como
el mejor techador de la ciudad. Aprendí rápidamente su oficio y empecé a
ayudar a la familia. Mi tío me quería, pero me castigaba a menudo, como
solía decir, "para que no me desmandase". Desde los tejados de las casas
se veía bien cómo despegaban y aterrizaban los aviones. Yo miraba tan
embelesado el espectáculo que me olvidaba del trabajo. Las voces de mi
tío me hicieron estremecerme multitud de veces.
— Cuida de no volar tú
mismo... al suelo. ¡Agarra el martillo!
El segundo verano yo era ya
techador de la empresa de construcción "Sibstroitrest" El trabajo no
faltaba, pues había que techar casas grandes de cuatro plantas. Yo
trabajaba a menudo horas extraordinarias.
...Una buena mañana, al pasar
por la avenida Roja, una de las calles centrales de la ciudad, vi en una
vitrina de periódicos un anuncio sobre la admisión de alumnos en una
escuela de aviación. Me detuve, lo leí y me quedé de una pieza por la
sorpresa. Lo volví a leer, y no pude seguir mi camino. "En la escuela se
admite a jóvenes que hayan terminado siete grados de la escuela
secundaria..." Ea... Yo aún no los había terminado. Se ponía otra
condición: "Y que tengan la profesión de tornero, ajustador o
carpintero".
Deambulé entristecido por las
calles. Por lo tanto ¿con mi profesión yo no sería nunca piloto? ¡Adiós,
sueño mío!
Cuando me subía a los tejados,
pensaba todos los días en el anuncio y en mis propósitos, que me
carcomían el alma. ¿Qué hacer? Para ser tornero o ajustador, yo tenía
que apuntarme en la bolsa de trabajo, que era el principal centro
distribuidor de mano de obra por empresas. Entonces no había muchas
empresas en la ciudad, ¡y los jóvenes sin trabajo sumaban miles! A pesar
de todo, en cuanto acabo la temporada del estío, me apunté en la bolsa
de trabajo y comencé a frecuentar todos los días aquel local, siempre
lleno de humo de tabaco y de gente, para registrarme.
Mis padres, a quienes ya no
recordaba yo mis propósitos de ser aviador, suplicaban por entonces a
otro tío mío, tenedor de libros, que me colocara de aprendiz de
contaduría. Profesión tan "intelectual" era para muchos, naturalmente,
lo más que podían desear. A mí no me gustaba, pues yo no quería saber
más profesiones que las que abrían el camino a la aviación. Y me negué
rotundamente. Eso fue origen de nuevas discusiones por causa mía.
Transcurría el tiempo. Volví a
trabajar de techador en verano y a estudiar en la escuela en invierno.
En 1928 acabé el séptimo grado. La bolsa de trabajo no me sirvió de
nada.
Comenzó el primer año del
primer plan quinquenal. En este plan se dedicaba a Novosibirsk, por
entonces ciudad pequeña, la Novonikoláievsk de antes, uno de los lugares
principales. Se empezaron a construir allí grandes fabricas a rápido
ritmo. Al otro lado del ancho Obi, en la estepa, junto a la aldehuela de
Krivoschókovo, se colocaban los cimientos de la inmensa fábrica
"Sibkombáin" (actualmente de Máquinas Agrícolas de Siberia). Los jóvenes
respiraron con alivio. Se abrió para todos los desocupados el camino a
las obras, llegándole el fin a la bolsa de trabajo, este atributo del
viejo mundo.
Los obreros para la nueva
fábrica gigantesca de la industria mecánica se preparaban en una Escuela
de Oficios. Entre los primeros tres mil aprendices fabriles me encontré
yo. Me incluyeron en la sección de ajustadores.
Mi remoto plan se iba
realizando lento, pero seguro. Yo cantaba victoria. Pero mi aparición en
casa, uniformado de aprendiz fabril, fue motivo de reproches. Mi jornal
de techador daba más para nuestra numerosa familia que la beca de
aprendiz fabril.
— ¡Gorrón! —me espetó en
cierta ocasión mi padre. Me quedé pasmado, si bien me dijo la pura
verdad.
Para no ser una carga en la
familia, recogí un día mis pocos bártulos y me fui de casa. De la casa
donde había nacido y crecido.
Dejé en ella mi infancia y
caminé con paso firme por los emocionantes y duros años de la juventud.
Resultó que aquel día abandoné para siempre la casa paterna.
Me alojé en una residencia
colectiva. El edificio, de cuatro plantas, estaba en el extremo de la
barriada denominada socialista. Salía uno a la puerta y tenía delante la
estepa que se extendía hasta el horizonte. Y si se miraría a la derecha,
se veía azulear tras el Obi la masa arbórea de la taiga.
Los años de aprendizaje en la
Escuela de Oficios fueron duros. La beca era pequeña, y de los padres no
podía recibir ninguna ayuda. El frío siberiano era tan atroz en invierno
que creyeranse oír los chasquidos del aire, y uno iba calzado con
ligeros zapatitos gastados en el verano. Con esos mismos zapatos tenía
que esquiar alguna que otra hora.
Yo tenía mi propio horario, muy
rígido. Hasta las cuatro de la tarde, los estudios en la Escuela de
Oficios; por la noche, los estudios en el Instituto de Construcciones
Mecánicas, adjunto a la fábrica. Y luego, por encargo del Komsomol,
asistía a un curso de racionalizadores e inventores. Esta ocupación
adicional la recibí por haber hecho varias propuestas de mejora de la
producción.
En nuestra habitación vivíamos
dieciséis personas. Y en las contiguas no había menos. Recibíamos los
víveres por cartillas de racionamiento y, como es natural, nunca nos
alcanzaban.
En la planta baja, debajo de
nuestra habitación, había un puesto de venta de pan que nos excitaba
continuamente el apetito con el olor a tahona. Tan pronto como se
acercaba allí el carro en que traían mercancía, salíamos en tropel todos
los pupilos de la habitación y bajábamos con estrépito la escalera.
Teníamos que darnos prisa para que no se adelantaran otros. Por
descargar las hogazas nos daban una o dos de ellas.
Hervíamos agua con un hervidor
hecho por nosotros mismos y nos deleitábamos con su calor, poniéndola
sin azúcar a sorbos y masticando el pan recién cocido.
Desde los primeros días de
estudio en la Escuela de Oficios me hice muy amigo de Mijaíl Síjvort,
Constantín Lobástov, los hermanos Bovtrochuk, Lomov, Seleznev y
Pízhikov. Tranquilo y fuerte de carácter el primero, contenía a muchos
en los momentos de idear pasatiempos irreflexivos. Cuando Síjvort
intercedía en alguna discusión, todo se aclaraba en seguida. Trabajaba
con ahínco y diligencia, y nosotros lo imitábamos.
Un buen día hablé de la
aviación con mis amigos.
— ¿En qué piensas volar?
¿En cometas de papel? —me zahirió Lobástov.
— ¿Por qué he de volar
precisamente en cometas? ¡Venid mañana y veréis en qué voy a volar!
Justamente por aquellos días se
organizaba, un círculo de vuelos a vela. Eran muchos los que deseaban
apuntarse, pero yo quería que los primeros fuesen mis amigos.
Se había fijado ya la primera
clase en el club de la Sociedad de Cooperación con la Aviación y la
Defensa Química de la URSS. Síjvort y Lobástov acudieron también y
vieron un planeador nuevecito que olía a cola y pintura reciente.
Cuando pasé a la fábrica, como
yo era el mayor de los hermanos, ayudaba a mi padre a sostener la
familia: éramos cuatro hermanos y una hermana además de mi madre y mi
abuela.
Un día soleado de mayo nos
llamaron a mis amigos y a mí al comité del Komsomol.
— Firmad aquí —dijo el
secretario de la organización del Komsomol de la Escuela de Oficios, al
tiempo de entregarnos unos mandatos de la organización juvenil para
estudiar en una escuela de aviación.
Lleno de sorpresa, no daba
crédito a mis ojos: a la cabecera de los cuadernillos rojos ponía: "¡La
juventud a los aviones!" Poco me faltó para ponerme a saltar de alegría,
pero me detuvo Síjvort, diciendo:
— No te pongas tan
contento antes de tiempo. Primero hay que pasar la comisión.
¿Iba a temer yo la comisión
médica? ¿Para que hacia deporte, si no?
La selección de alumnos para
las escuelas de aviación era muy severa, y muchos no tuvieron suerte. No
pasó la comisión Lobástov. A Síjvort también le encontraron desviaciones
de lo normal. Yo fui el único de nuestro inseparable trío que recibió la
credencial de envío a una escuela de aviación. Yo me veía ya en un
aeroplano; mi viejo ensueño me conducía derecho a la meta. Parecía que
ya nada podía impedir la realización del deseo con que había vivido
todos estos años.
A fines de mayo, un tren me
llevó al oeste. Las ruedas de los vagones traquetearon por el puente
tendido sobre el Obi. Y allá, estepa y estepa nada más...
No tardaron en verse bosques y
montañas. Yo aún no había visto nunca las montanas, y estas bajas
crestas me parecieron enormes...
Allí estaban los Montes Urales
bajo las alas de nuestro avión. Era la primera vez que los veía desde lo
alto, así como todo el panorama uraliano.
El avión comenzó el descenso.
Yo volví la cabeza y vi a Rechkálov, que iba sentado detrás de mí.
Señalando la ventanilla, sonriose jovial y exclamó:
— ¡Mira! ¡Mi terruño!
Gritó tanto que todos lo oyeron
perfectamente a pesar incluso del ruido de los motores.
Debajo de nosotros estaba
Sverdlovsk. Montes, casas y casitas variopintas y la trama de callejas y
caminos. Las chimeneas y el humo de las fábricas. Los Urales, inmenso
arsenal del país, parecían llamarnos a visitarlo. |