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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL
CIELO DE LA GUERRA |
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DEJAMOS LA FRONTERA A
NUESTRAS ESPALDAS |
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Incluso cuando aún estábamos lejos de Berlín, a los
pilotos nos parecía que lo teníamos al lado. Calculábamos mentalmente
cuántos aeródromos y mapas en los portapliegos tendríamos que cambiar
antes de aparecer en los aires de la capital contraria. Pero allí donde
aterrizaron los regimientos y se instaló el Estado Mayor de la división,
nuestros aviadores percibían más real aún la proximidad de Berlín, Las
fuerzas aéreas concentradas en aquella zona eran una prueba convincente
de que nos preparábamos para asestar los poderosos golpes finales al
enemigo.
Cuando me presenté en el cuartel general del
Segundo Ejército Aéreo, respondiendo a una llamada, vi a toda una
constelación de famosos y aguerridos generales que mandaban cuerpos de
ejército y divisiones de aviación: I. Pólbin, N. Kamánin D. Galunov, P.
Arjánguelski, V. Naneishvíli, A. Vitruk, A. Utin... Cada cual tenía a su
cargo verdaderas flotas de bombarderos, cazas y aviones de asalto. Ante
fuerza como aquélla no había enemigo que pudiera resistir.
Reluciente la cabeza afeitada, el bonachón y serio
general S. Krasovski, jefe del Segundo Ejército Aéreo del Primer Frente
de Ucrania, informó de la situación en este Frente y puso luego a cada
jefe de gran unidad tareas concretas. Nuestro cuerpo de ejército recibió
la orden de dar cobertura desde el aire a las operaciones de los
ejércitos de tanques.
Se planeaba otra gran ofensiva. El Ejército
Soviético debía liberar los últimos metros de territorio ucranio, salir
a la línea fronteriza del país y comenzar la derrota de los invasores en
Polonia.
Antes de emprender la ofensiva, se ordena a nuestra
división que se trasladara a otro aeródromo situado a varios kilómetros
de la primera línea. El vuelo debía hacerse por parejas a mínima altura
y al anochecer. Jamás nos habían impuesto antes condiciones tan severas.
La batalla comenzó literalmente en nuestra
presencia. Veíamos perfectamente desde nuestro aeródromo avanzar cual
alud a nuestros tanques después de una poderosa preparación artillera
reforzada con golpes desde el aire. Tras romper sobre la marcha la
defensa enemiga con el apoyo de la artillería y la infantería,
comenzaron a explotar el éxito.
Sonó también nuestra hora de actuar. El adversario
lanzó al combate su aviación. Y nosotros nos lanzamos al encuentro de
los Junkers y los Messerschmitts.
Yo salí de servicio a la cabeza de doce cazas del
16 Regimiento. Teníamos que interceptar en la ruta al frente un grupo de
más de cuarenta Junkers y Henschels.
Los cubrían Focke-Wulfs.
El nublado nos impedía maniobrar en altura, por eso
decidí atacar al enemigo sobre la marcha. Al vernos, los bombarderos
formaron en círculo defensivo. Pero mis colegas y yo conocíamos
perfectamente los lados débiles de esta táctica y le opusimos la
nuestra: irrumpíamos en el centro del círculo y asestábamos a los
rivales golpes irrebatibles. Los ataques se sucedían uno tras otro.
Cayeron al suelo los primeros Junkers abatidos por
nosotros. Cuando yo, tras ametrallar al segundo bombardero, comencé a
virar para atacar de nuevo por la derecha, brilló encima de mi ala un
rastro de fuego. Lo esquivé, haciendo un brusco semitonel. El rastro de
balas cesó de pronto. Por encima de mí pasaron Sújov y Zherdev. ¡Bravos
mozos! Me habían sacado del apuro.
A la misma altura que yo apareció un Henschel.
Venía derecho a mí. Sabía que estaba blindado y que los proyectiles de
sus cañones eran antitanques, largos y afilados como agujas. Y a mí para
alcanzar a un Junkers, me faltaban contados segundos. Pero el Henschel
también abriría el fuego de un momento a otro. Si le daba tiempo a
dispararme una ráfaga, mi Cobra quedaría hecho añicos en el aire. Apreté
los gatillos, y las trayectorias marcaron los impactos en el blanco. Oí
unos chasquidos y por debajo de mi aparato pasó la silueta del Henschel
como una exhalación. ¿Sería posible que se me hubiera adelantado a
romper el fuego? No, mí aeroplano seguía comportándose normalmente. Miré
y vi acercarse el "cincuenta" de Gólubev.
— Mira si tengo impactos en el aparato —pedí
por radio a mí punto.
Gólubev se acercó más y alabeó: todo marcha bien.
¿Qué chasquidos serían aquellos que oí? ¿Qué habría
ocurrido? Por lo visto, en los instantes de tensión nerviosa olvidé
aflojar el dedo del gatillo. Al principio yo había concentrado toda la
atención en el Junkers y en el visor. Y cuando el Henschel pasó por
debajo de mí, salí del ensimismamiento y oí mi propio tableteo.
Envolviendo a Brody nuestras tropas avanzaron
rápidamente a occidente. Los tanques se aproximaban ya a la frontera.
Allí dieron un brillante combate los aviadores de
Kriúkov y Bobróv. Lejos del Frente, encontraron una bandada de
bombarderos Heinkel-111 que iban sin cobertura (por lo visto, el
adversario ya no tenía suficientes cazas para los acompañamientos) y,
del primer ataque aunado desde arriba, abatieron varios aviones de una
vez. Los bombarderos alemanes huyeron llenos de pánico, y nuestros cazas
los persiguieron hasta disparar el último cartucho, dejando a más de
diez ardiendo como hogueras en el suelo. Diré de paso que eso ocurrió
cerca del lugar donde el piloto ruso Nésterov derribó muchos años antes,
del primer espolonazo en el mundo, un aeroplano alemán.
En los combates reñidos sobre la frontera estatal
soviética se distinguió también Viacheslav Beriozkin. Una mañana despegó
temprano en pareja para hacer un servicio de reconocimiento. Unos
Focke-Wulfs que volaban delante de bombarderos suyos obligaron a
nuestros cazas a entrar en combate.
Ivashko, el jefe de la pareja, atacó. Cuando abrió
fuego contra uno de los Focke-Wulfs, le embistieron otros cazas rivales.
A Beriózkin no le dio tiempo de salirles al paso. El aparato averiado de
Ivashko viró a un lado y tomó rumbo a su aeródromo. Beriózkin llamó por
radio varias veces a su jefe, pero él no respondía.
Al ver que los Focke-Wulfs se precipitaban al
alcance de él. Beriozkin se arrojó en defensa de su amigo y jefe. Los
cazas alemanes redoblaron la furia en los ataques. Beriozkin reñía ya
que defenderse él mismo y proteger a su jefe. Para desviar a los
alemanes del aparato de Ivashko se encaró valientemente con una pareja,
que rehuyó el ataque frontal y pasó de largo. Beriozkin dio con destreza
un viraje de ciento ochenta grados y derribó de una certera ráfaga por
la cola el Focke del punto. Todos los cazas enemigos se abalanzaron
rabiosos contra él, y eso permitió a Ivashko salir de la zona peligrosa.
Tras picar casi hasta el suelo, Beriozkin pudo
también desprenderse de sus perseguidores, que siguieron acosándolo. Ya
abajo, y defendiéndose con habilidad, el joven piloto acechó el momento
e incendió otro Focke. Los contrincantes comprendieron cuán peligroso
era continuar la persecución. Nuestro caza seguía el rumbo a su base, y
los alemanes se alejaban cada vez más de su aeródromo. Por último
decidieron regresar.
Beriozkin no pudo llegar a su base. En aquel sañudo
combate perdió la orientación y la cuenta del tiempo. Persuadido de que
el combustible se le había acabado, aterrizó en un campo. Cuando llegó a
su aeródromo, lo aguardaban tres alegrías: la primera fue el ascenso a
la graduación siguiente; la segunda, que el jefe del Segundo Ejército
Aéreo le expresaba su gratitud por la valentía en aquel combate, y la
tercera... que por la noche le hice entrega, delante del personal
formado, de la segunda condecoración que recibía: la Orden de la Gloria.
...Cuando me encontraba en la estación de guiado,
observaba con atención las acciones de cada escuadrilla. Cuando los
"cazadores" cruzaban la línea del Frente, yo aguardaba impaciente su
retorno y escrutaba si entre ellos había alguno averiado, y si lo había,
me inquietaba el que no pudiese llegar hasta nuestro territorio.
En una ocasión me di cuenta de que encima de la
primera línea se había incendiado una Cobra. ¿Quién seria? ¿Cómo obraría
el punto? Intenté ponerme al habla con él por radio, pero no respondió.
“Eso quiere decir que le van mal las cosas” pensé y seguí observando lo
que pasaba. La cola de humo iba aumentando, y el aparato se precipitaba
a tierra con velocidad creciente. "¡Salta ya, salta!", grité al
micrófono. En el aire se vio un instante un bultito negro y, poco
después, abrióse un paracaídas. Todo dependía ya de la dirección del
viento.
Me enteré en seguida de que el abatido había sido
Borís Glínka. Todas las pérdidas son dolorosas, pero una como aquélla
era irreparable. ¡Qué nombre, qué aviador habíamos perdido! Era ya el
segundo golpe. El día anterior me comunicaron que del servicio no había
vuelto el primer teniente Deviatáiev.
Cuando llegué al regimiento me enteré de que a
Glínka lo habían recogido y llevado al hospital unos soldados de
infantería. La Cobra no tolera a los que la abandonan en el aire. En
casi todos los casos parecidos había herido al piloto con su
estabilizador. Glínka resultó asimismo malparado.
En el análisis del combate hube de repetir
perogrulladas del tipo de que cuanto más fáciles eran nuestras victorias
sobre el enemigo, tanto más severo debía ser el orden que observásemos
en tierra y en el aire.
De regreso, después de hacer el análisis en el
regimiento, fui pensando en que Boris Glínka se curaría y se
reintegraría, pero Deviatáev... Este había saltado del aeroplano sobre
territorio ocupado por el enemigo. ¿Qué habría sido de él?
Esperamos dos días, llamamos a estados y planas
mayores, pero nadie pudo decirnos nada de nuestro Deviatáiev. Se lo
había tragado la espantosa incógnita. ¡Qué se le iba a hacer! No era el
primero ni sería, probablemente, el último. Unos, como Lavrinénkov,
lograban escapar relativamente pronto de las garras de los fascistas;
otros recorrían un atormentador camino, pasando por campos de
concentración; y había también quien no volvía ya.
Mi división no tardó en recibir la orden de
trasladarse al sector de Rava-Rússkaya. Creído de que aquélla tal vez
fuese la última base que tendríamos en nuestro propio territorio, volví
a acordarme de Mijaíl Deviatáev. ¿Dónde se habría posado? Aun en el caso
de que los alemanes no lo atrapasen, él no podría cruzar la línea del
Frente. Pues en los bosques de Ucrania Occidental mangoneaban las bandas
de nacionalistas ucranios.
De la suerte que Deviatáiev corrió nos enteramos
muchos años después. Más que heroica, era una historia verdaderamente
legendaria. (Nota de los traductores: Esta hazaña está recogida en RKKA,
“Volando hacia el sol”). Los fascistas lo atraparon en seguida, en el
momento de posarse en tierra con el paracaídas. Comenzaron los
interrogatorios y las torturas. Deviatáiev soportó con entereza todos
los tormentos, pero no reveló los secretos de guerra. Testimonio de ello
fue también el acta del interrogatorio, hallada luego entre los
documentos de la Gestapo capturados por nuestras tropas.
A Deviatáiev lo internaron en el campo de
concentración de Kleinkönigsberg, de donde decidió evadirse. Comunicó su
designio a otros camaradas, que se sumaron a él. Cavaron un túnel para
salir del barracón. El abrumador trabajo les quitaba las últimas
fuerzas, los extenuaba. Y cuando el túnel de salida estaba ya listo, un
traidor lo delató. Al rudo golpe moral se agregaron nuevas torturas.
Luego Deviatáiev y sus compañeros fueron trasladados a un campamento de
muerte.
A fines de septiembre de 1944, Deviatáiev y todos
sus cómplices de evasión, tundidos a palos, hambrientos, descalzos,
andrajosos y sucios llegaron al campamento de Saxenhausen. Por encima de
las barracas se alzaba humeante la chimenea del crematorio. Su negra
humareda tapaba el sol días enteros. Allí "sonrió la fortuna" a
Deviatáiev, pues eludió la cremación merced únicamente a la ayuda de
otros como él: logró cambiar la chapa con el número de prisionero de un
fallecido y ocultarse tras el apellido de éste. Con ese apellido fue a
parar a un aeródromo militar alemán, situado en la isla báltica de Neer.
Trabajando de cavador junto a los lugares de estacionamiento de los
aviones, el piloto no se delató con su comportamiento ante la guardia.
Pero el corazón le latía con violencia y la respiración se le
entrecortaba cuando hincaba la pala en el suelo junto a un Heinkel y
miraba a hurtadillas a la cabina.
Deviatáiev volvió a sentir la obsesión de la huida.
Pero para llevar a efecto su plan necesitaba compañeros seguros. Y los
encontró. Un día, luego de quitar la vida al centinela que los
custodiaba, diez prisioneros soviéticos se subieron al Heinkel-111.
Ahora su vida dependía de las manos y la voluntad de Deviatáiev. ¿Podría
poner en marcha el motor del avión desconocido y despegar? ¿Podría
cruzar el alud de fuego que los alemanes dispararían ineludiblemente
contra los fugitivos?...
El Heinkel-111 que el 8 de febrero de 1945 se posó
en desplome sobre la panza en un labrantío helado del territorio
soviético traía una tripulación asombrosa: diez hombres sin afeitar, con
blusas y pantalones listados y chapas con números al pecho. A su cabeza
iba Deviatáiev.
La "orden" de investigación de los casos semejantes
existente por entonces enterró para largo tiempo entre papeles la
abnegada proeza de los soviéticos y, ante todo, de su inspirador y
cabecilla. Sólo cuando se restableció la verdad y la historia de esta
hazaña, Deviatáiev, que trabajaba de mecánico en un barco de la flotilla
del Volga, vino a Moscú para entrevistarse con sus compañeros de brega y
de regimiento y recordar con ellos los pormenores de aquel vuelo
extraordinario.
Entonces vi también yo, después de largos años de
no saber nada de él, a este piloto que había servido en mi división, que
me había dado mucho que pensar en el Frente y con quien yo había
recorrido mentalmente los tenebrosos laberintos del cautiverio enemigo.
Deviatáiev y yo encontramos en el mapa el poblado de la región de Lvov
desde el que salió a cumplir un servicio de guerra y recordamos su
último combate aéreo. Deviatáiev me contó también cómo logró descifrar
en contados minutos los indicadores del Heinkel y lo difícil que le fue
despegar desde aquel pequeño campo... Con su hazaña, el Héroe de la
Unión Soviética Deviatáiev agregó páginas gloriosas a la historia de
nuestra división, a la crónica de las batallas de la Gran Guerra Patria.
Pero volvamos a los tiempos en que no sabíamos sino
que habíamos perdido a otro combatiente más del aire. A sus familiares
enviamos la notificación habitual: "No ha regresado del servicio de
guerra".
En sustitución de Deviatáiev vinieron tres
aviadores: Dovbnia, Karpóvich y Báryshev. Dovbnia había sido derribado
en Moldavia en el a año cuarenta y uno. Lo mismo que a Báryshev, lo
habían liberado nuestras tropas en uno de los campamentos de prisioneros.
Karpóvich vino de Moscú. Había terminado los cursillos de jefes de plana
mayor y entretanto, incluso había aprendido a volar con un brazo
inmovilizado. Reintegrados a su regimiento por distintos derroteros, los
tres vivían con el mismo afán de volar y combatir. No querían quedarse
ni en las planas mayores ni en unidades de retaguardia. Luego de
entrenarlos debidamente, volvimos a admitirlos en el aguerrido conjunto
de pilotos. Con la particularidad de que hubo que reñir con algunas
personas demasiado "vigilantes" y cautas que temían dejar a los
“reincorporados” montar en aeroplanos de combate. Estos pilotos fueron
acreedores de la confianza depositada en ellos y demostraron con proezas
su fidelidad a la Patria y al deber del soldado. |
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Los ejércitos de tanques de M. Katukov y P. Rybalko
a los que daba cobertura nuestro cuerpo de ejército aéreo, llegaron al
río San. Nosotros nos trasladamos a otro aeródromo. Me instalé, ya a
horas avanzadas, en la casa que me destinaron. El dueño de la misma, un
anciano, me recibió en el patio y, adivinando por el uniforme que yo era
aviador, me dijo:
— Buenas noches, camarada piloto. Hace
treinta años se alojaron en nuestra casa unos pilotos rasos. Entonces
también nos hacían la guerra los alemanes. Nésterov voló sobre nuestra
Rava-Rússkaya, y encima de Zówkwa dio el espolonazo al enemigo.
Yo no entendía todo lo que decía. Pero la
frecuencia con que mencionaba al "piloto Nésterov" daba a entender
claramente que el labriego retenía en la memoria importantes
acontecimientos de la historia de la aviación patria. Seguimos la
conversación en mi cuarto, junto al mapa. Señalé al anciano la ciudad de
Gorki, le conté que había estado recientemente allí, en la patria chica
de Nésterov y que había visto a la hija del glorioso aviador. El viejo
me contó con pormenores y de manera pintoresca el cuadro del combate
aéreo de aquellos pasados años y el momento de la valiente embestida del
"yaroplano" ruso al "germano”.
De aquella conversación me quedó la luminosa
impresión de que los ucranios guardaban cuidadosamente en la memoria la
proeza del aviador ruso.
Los aviones de todos los regimientos fueron
saliendo por escuadrillas a cubrir el movimiento de los tanques. La
ofensiva de las fuerzas de tierra proseguía.
Un embotellamiento de carros rurales interceptó el
camino del cuartel de la división al aeródromo. En los carros iban con
sus bártulos mujeres, niños y ancianos. A algunos carros iban atadas
vacas y ovejas. Aquella hilera de carros se parecía mucho a la que
tuvimos ocasión de ver junto al Dniéper en el año cuarenta y uno. "Por
lo visto, los campesinos se apartan de la zona del Frente —pensé—. O
quizás huyan de nuestro ejército hacia la retaguardia".
Detuve el automóvil. Los campesinos se apearon en
el acto de todos los carros. Por sus expresiones poco comprensibles
logré aclarar, a pesar de todo, que eran polacos. Bajo el mangoneo de
los fascistas, los nacionalistas ucranios los habían expulsado de su
pueblo, y ahora ellos volvían, pero sin atreverse a acercarse a sus
casas. El carromato les parecía un refugio mucho más seguro que las
propias casas.
Al escucharlos, no pude menos de unir en un todo
cuanto sabía de las atrocidades de aquellas feroces bandas que no
dejaban vivir tranquila a la gente de los territorios desalojados de
alemanes. Por eso, conforme yo avanzaba por el camino, miraba con recelo
a los que venían en dirección contraria, escrutaba las arboledas y
pensaba que era precisamente el fascismo, por mediación de los diversos
detritus humanos, traidores y nacionalistas ucranios, el que sembraba la
discordia entre las gentes humildes de las aldeas ucranias y polacas.
Los nacionalistas ucranios tirotearon nuestro
aeródromo la primera noche. No hirieron a nadie, ni averiaron nada, pero
los disparos hechos desde el bosque obligaron a todo nuestro personal a
pasar la noche sin dormir. Hubimos de cavar rampas para meter en ellas
el tren de aterrizaje y ponerlos aviones enfilados a la línea del
horizonte a fin de disparar con sus ametralladoras contra los bandidos
en caso de necesidad. En las cabinas montaban guardia los mecánicos y,
de tiempo en tiempo, disparaban en la dirección del bosque.
Al escuchar en plena noche el tiroteo intermitente
recordaba los carros con mujeres y niños. Efectivamente, las guerras
grandes rara vez transcurren sin traidores ni incursiones hostiles de
pequeños grupos airados. Los nacionalistas burgueses de Ucrania
occidental formaban un grupo insignificante. Pero tenían aterrorizada a
la población pacífica. Tal vez cumplieran órdenes de los fascistas de no
dejarnos dormir por la noche a las tropas soviéticas en ofensiva y
extenuarnos con pequeñas escaramuzas.
Apenas me dormí, sonó el timbre del teléfono. Abrí
los ojos y no vi nada, pues las ventanas estaban tapadas. En el
auricular sonó la voz del jefe del Estado Mayor de la división,
Abramóvich:
— Perdone por haberlo despertado. Mire por la
ventana.
Descorrí la tupida manta y miré. Enfrente, al otro
lado del campo, ardía la aldea hacia la que se dirigieron los polacos
que vimos durante el día.
Hube de levantarme y adoptar medidas. Pusimos en
pie de guerra la compañía de comunicaciones y la de guardia y las
enviamos en camiones. Poco después se oyó allá un furioso tiroteo que no
cesó hasta la amanecida.
Por la mañana recorrí la aldea. Los fascistas
estaban ya lejos de allí, pero las horrendas huellas del bandolerismo:
casas humeantes y cadáveres chamuscados, se veían por todas partes.
Un niño vino corriendo a mi encuentro con el rostro
lloroso y sucio de haberse restregado las lágrimas. Traía pintados en
los ojos el pánico y la desesperación. Yo no entendía el polaco, pero
sentí unos deseos inmensos de oír precisamente de boca de aquel pequeño
testigo el relato de las represalias de aquellos bandidos contra gente
que no tenía ninguna culpa. Logré entender algo de su incoherente
relato. Al aparecer los bandidos, el chico se escondió en el huerto, y
cuando volvió a la casa, vio a sus padres asesinados. Y señalaba con una
manecita, llorando, hacia la arboleda por donde huyeron los
nacionalistas, suplicándome que los alcanzara y los castigara. El bosque
tenebroso ocultaba las huellas de los asesinos...
En el aeródromo sito junto al bosque se realizaba
una tensa labor. Los aviones despegaban y tomaban rumbo al oeste. Las
rutas de sus vuelos estaban determinadas por la ofensiva de nuestros
tanques, que se habían enclavado en la defensa del adversario. El filo
de la cuña, dibujada en los mapas del Estado Mayor, llegaba ya al hilo
azul del Vístula. Uno se maravillaba de la rapidez con que había
cambiado la situación en el Frente. Lvov, por cuya liberación había
comenzado esta batalla, quedaba ya muy lejos, a nuestras espaldas. No
tuvimos siquiera necesidad de sobrevolarlo. Pasamos al norte de la
ciudad. Quienes pasaron por ella hablaban de sus bonitos edificios,
plazas y glorietas. Tenía deseos de ir a Lvov y verlo todo con mis
propios ojos...
Pero la batalla llamaba adelante, hacia el oeste.
Habíamos cruzado ya la frontera y pisábamos territorio polaco. Al
sobrevolar los parajes desconocidos, estudiábamos atentamente sus
rasgos. Allí todo ponía sobre aviso. Los aviadores temían mucho los
aterrizajes forzosos incluso en el territorio liberado de hitlerianos.
Nadie sabía cómo lo recibiría el bosque ni que trato encontraría en las
aldeas. Pero esa situación existió sólo algún tiempo, pues la propia
vida no tardó en hacerla cambiar. La vida nos descubrió muchas cosas que
antes desconocíamos y determinó nuestras relaciones con la población
local polaca.
El caso que le ocurrió a un piloto de una división
de caza contigua, descrito en el periódico militar Las Alas de la
Victoria, fue conocido por todo el personal de aviación.
Andréi Kachkovski regresaba de un servicio de
guerra con el aparato averiado y, en esos momentos, no se preocupaba más
que de poder cruzar el río San, pues el piloto veía en su mapa que una
orilla estaba en territorio soviético, y la otra parte en territorio
polaco. No le daban miedo aquellas aldeas desconocidas con largas
techumbres de paja, ni las gentes que recogían las mieses de sus
angostas hazas: pero, aun con todo, no quería verse solo entre ellos y
ponía todas las fuerzas en llegar hasta el territorio soviético.
...Cuando Kachkovski se recobró del golpe recibido
contra el suelo, lo primero que hizo fue pensar en que el río había
quedado a sus espaldas y recordar que antes de la toma de tierra, las
alas del avión rozaron los mimbres que crecían en la orilla soviética
del San.
La gente corrió hacia su avión. Iban vestidos con
pantalones y camisas de lienzo, llevaban sombreros de paja y empuñaban
guadañas y rastrillos. El piloto los miró con recelo desde su cabina,
sin saber qué hacer. Se le acercó uno de aquellos hombres desconocidos y
le dijo algo en una lengua que no entendía. Kachkovski sintió algo raro.
Miró el mapa que llevaba encima de las rodillas y comprendió que había
aterrizado en tierra polaca. Se estuvo quieto, pensando cómo obrar en
esos momentos, y los campesinos, al ver que el aviador había vuelto en
sí, se subieron al ala, abrieron la cabina y, sonriendo cariñosamente,
lo asieron a él por los sobacos y le ayudaron a ponerse en pie y salir
de allí. Lo llevaron en tropel al pueblo, lo alojaron en una casa y le
propusieron que se cambiara de ropa interior y exterior, para lavarle y
plancharle las suyas, lo obsequiaron con amabilidad y lo acostaron en
una cama para que descansase. Junto al avión pusieron guardia armada con
escopetas de caza. Al despertarse por la mañana, el aviador vio a su
lado su ropa limpia y planchada, y delante de la casa un tropel de
chiquillos curiosos.
Por el día aterrizó en el campo, junto al caza, una
avioneta U-2. Venían del regimiento en busca de Kachkovski. Todo el
pueblo salió a despedir a los dos aviadores, primeros emisarios del
pueblo soviético que llegaban allí, y los polacos fueron muy
hospitalarios y amables con ellos. Les llenaron de manzanas y flores la
cabina de la U-2.
La relación que los aviadores hicieron en su
regimiento y el artículo publicado en el periódico se difundieron
rápidamente entre los aviadores. Todos tuvieron ya claro que habíamos
entrado en territorio fraterno abierto para la marcha de nuestro
ejército a occidente, a la guarida fascista.
En las primeras fechas de agosto, nuestras tropas
de tierra cruzaron sobre la marcha el Vístula, ocuparon una plaza de
armas en su orilla izquierda y se hicieron fuertes en ella. Nosotros nos
trasladamos con toda la división al otro lado del San, y días después
dos regimientos nuestros desplazaron su base a un aeródromo situado a
varios kilómetros del Vístula. El Estado Mayor de la división instaló su
cuartel durante bastante tiempo en la aldea Mokszyszów. |
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La ofensiva de nuestras tropas, comparable
únicamente con un desbordamiento extraordinario de primavera, se detuvo.
Hacía muy poco que las tropas de nuestro Frente se encontraban delante
de Lvov, y a comienzos de agosto hacíamos ya servicios de cobertura de
nuestros cruces del Vístula. Así ensanchaban los tanques con sus corazas
de acero la plaza de armas de Sandomierz, que resultaba algo estrecha.
Yo me pasaba de claro en claro aquellos días en el
puesto de mando con Riazánov, jefe del cuerpo de ejército de aviones de
asalto. En el aire se veían ya menos aviones enemigos. Nuestros cazas,
tras cruzar el Vístula, oteaban más el suelo que los espacios, pues
había que ayudar con eficiencia a nuestra infantería a repeler la
contraofensiva de los alemanes. El enemigo se llevó un susto tremendo
pues entre el Vístula y la propia Alemania ya no había más ríos grandes
que fueran una barrera natural y sabía lo que le vaticinaba la plaza de
armas de Sandomierz.
Cerca de nuestro Frente atronaban sin cesar unas
piezas de artillería. Tras despedir las escuadrillas a los servicios, yo
contemplaba a los servidores de las piezas, que iban y venían entre humo
y polvo. El "dios de la guerra" tenía trabajo de sobra. Delante de las
trincheras ardían unos tanques y blindados alemanes de transporte,
incendiados por la artillería y los aviones de asalto Il-2. Riazánov
pedía a menudo escuadrillas y más escuadrillas de asalto, y yo cazas de
mi división para cubrir el campo de combate. Cuando nuestros aviones
acababan el patrullaje, descendían y rociaban de plomo las líneas de
infantería contraria.
— ¡Una pasada más! —ordenó Riazánov a los de
asalto, al ver nidos de fuego sin sofocar o reanimados.
Efectivamente, los alemanes las pasaban ya muy
apuradas.
Cuando, por la tarde, yo volvía al local de mi
Estado Mayor, me pasaba horas y horas viendo papeles y estudiando
diversas cuestiones con Machniévich, Abramóvich y Goregliad, mi segundo.
Teníamos que recapacitar en torno de los sucesos del día y resolver las
cuestiones candentes. Cuando nos olvidábamos de que nos encontrábamos en
la casa de un polaco, todo parecía normal y corriente; pero en el
momento que nos abstraíamos un poco de los quehaceres del Frente, nos
dábamos en seguida cuenta de que nos encontrábamos rodeados de lo
"extranjero". Cerca de allí estaban el castillo del conde de Tarnovski y
un convento de monjas: encima de los comercios privados se veían
rótulos, y entre álamos y olmos elevaba al ciclo su cruz una vetusta
iglesia católica.
En casa también veíamos por doquier señales de otro
mundo. La cama de mi habitación era de madera tallada, y los largos
bancos estaban pintados. Por las paredes se veían querubines y rosas de
papel.
El dueño de la casa donde estábamos alojados Leonid
Goregliad y yo se quedaba sentado en el poyo de la puerta hasta muy
tarde. Cuando nosotros pasábamos, él nos miraba con ojos escrutadores:
Mi ayudante se enteró de algo de su vida y me lo contó. Había peleado en
el Frente, había estado prisionero y se le habían helado los dedos de
los píes. Le costaba trabajo caminar. Su conducta se podía comprender:
como buen veterano, nos observaba atento. La propaganda burguesa hacía
correr rumores de toda especie sobre nosotros, los soviéticos, e
intimidaba a la gente...
En los pueblos contiguos a Mokszyszów había una
unidad de tanques y un hospital. Los aviadores iban gustosos de visita
donde los vecinos, pues allí había baile en los clubs y muchas jóvenes.
Al anochecer, los mozos se animaban visiblemente y se ponían sin falta
el uniforme nuevo. En toda la vida que llevábamos en Mokszyszów se
notaba el hálito de la fiesta que se aproximaba. Todos experimentábamos
esa sensación de gran alegría.
Cuando anochecía, yo recapacitaba, sentado en la
habitación, en todo lo ocurrido durante el día. El buen humor se me
estropeaba tan pronto como pensaba en los pilotos nuestros que aquella
tranquila noche de luna yacían en algún hospital.
De pronto me acordé de que llevábamos toda una
semana sin saber nada de un avión nuestro. Cuando despegamos del
aeródromo anterior, una Cobra averiada aterrizó en un campo al noroeste
de Lvov. Al tomar tierra, el aparato partió una "pata". Cuando nos
enteramos, enviamos allá a Lijovid, navegante de una escuadrilla, a un
perito y a un mecánico para organizar la evacuación del aparato.
Transcurrió una semana, pero no recibimos ninguna noticia de este
equipo.
Al acordarme en esos momentos de dicho avión,
telefoneé a Abramóvich. El también estaba muy preocupado por el
desconocimiento absoluto de lo que pasara, pero no me pudo decir nada
nuevo, sólo me reiteró que unos días antes se había enviado allá un
destacamento reforzado de quince hombres.
— Habría que hacerles volver a todos a la
división para el día dieciocho —le dije.
— Confiemos en que vuelvan —repuso
Abramóvich—. La fiesta es verdadera cuando todos están reunidos.
Resultaba que él también pensaba en la fiesta.
¡Cómo podía ser de otra manera sí, pasada una semana, festejaríamos el
día de la Aviación!
Al día siguiente volvimos a tener las mismas
ocupaciones. Yo me fui a la primera línea, y los pilotos se quedaron
desde el amanecer junto a sus aparatos. La plaza de armas de Sandomierz
se había convertido en el campo de batalla principal de aquel sector, y
nuestro aeródromo estaba cerca de allí. Defendíamos aquel trozo de
tierra, el extremo más occidental de nuestro Frente, al lado de la
infantería y la artillería.
...Se acercaba el día de la Aviación. Todos
teníamos humor de fiesta. Los pilotos aguardaban algo extraordinario,
alguna alegría. Todos sabíamos que el mando aprovechaba la fecha para
adjudicar condecoraciones y hacer ascensos.
Nosotros celebramos el dieciocho de agosto con una
formación solemne. Se dio lectura a las órdenes de la división. Algunos
soldados y clases recibieron medallas, ascensos y menciones de
gratitud. Luego, parte de los aviadores despegó con misiones de guerra y
los restantes realizaron vuelos de entrenamiento por encima del
aeródromo.
Los festejos principales se dejaban para la noche,
cuando regresaran todos los que estaban de camino o en el campo de
batalla. Después de la cena de fiesta, los jóvenes se fueron al baile, y
los cuarteles quedaron vacíos. En el pueblo se oían canciones y música,
y en las ventanas de las casas no se veía ni una luz. De tiempo en
tiempo pasaban aviones de reconocimiento enemigos. A lo lejos se veían
fogonazos que pudieran ser bombas al estallar o salvas de artillería.
Goregliad y yo paseábamos por delante de la casa
cuando acudió el ayudante y nos comunicó que el jefe del Estado Mayor me
pedía que le telefoneara urgentemente. "¿Habría algo de Moscú?"
Abramóvich me habló de unas órdenes recibidas del
ejército aéreo para condecorar a pilotos de nuestra división y me
enumeró los apellidos. Lo escuché satisfecho. Evoqué semblantes
entrañables y escenas de combates. Y todo ello veíase en esos momentos
iluminado con luz de alegría, con la luz de la querida Patria que
distinguía con recompensas a sus hijos leales.
Se oyó un acordeón en la calle.
— ¡Ah, sí!—prosiguió Abramóvich con tono
diligente—. Han vuelto los del aterrizaje forzoso.
— ¿Qué les pasó? ¿Donde está Lijovid?
— Las noticias son tristes.
El jefe del Estado Mayor me transmitió extensamente
las novedades que le dio el del destacamento.
Cuando los nuestros llegaron a un pueblo enclavado
en el bosque, junto al cual aterrizara el avión, los tirotearon desde
los desvanes. Los soldados respondieron, disparando contra los tejados
de las casas extremas y entraron en la aldea. Se enteraron de dónde
estaba el avión averiado y se encaminaron hacia allá. Encontraron la
Aerocobra atascada en un pantano y, no lejos del aparato, los restos de
una hoguera en un montículo. Entre los leños y la ceniza había dos
cadáveres chamuscados.
Por las caras, que no habían ardido, se les pudo
identificar: eran el navegante Mijaíl Lijovid y el perito. Al mecánico
no lo encontraron.
No era difícil adivinar en el desmán el sanguinario
proceder de los nacionalistas ucranios. Cuando hube colgado el
auricular, miré a Goregliad y al ayudante, que estaban poniendo encima
de la mesa, cubierta de periódicos, alguna botella, vasos y entremeses.
Me acordé de que nos proponíamos invitar a la cena al jefe del Estado
Mayor. Yo había perdido ya la cuenta de las veces en que recibíamos
durante la guerra la noticia de la muerte de compañeros en los justos
momentos en que sentíamos de manera especial la dicha de vivir. En esos
momentos la muerte de los compañeros abruma con peso insoportable.
Dimos unos rápidos bocados y nos acostamos. Cuando
apagamos la luz, tardé mucho en ahuyentar la horrible visión de dos
personas ardiendo en una hoguera. Las llamas envolvían sus cuerpos...
¿Quiénes serían aquellos detritus de la sociedad que habían reanudado en
nuestros tiempos los procedimientos de la inquisición?
No hice más que dormirme, o quizás sólo me lo
pareciera, cuando oí unos insistentes golpes en la ventana.
— ¿Quién es?
— El oficial de comunicaciones del Estado
Mayor.
— ¿Qué ha pasado?
— Un telegrama para usted, camarada coronel.
Levanté la manta que tapaba la ventana.
— ¡Es de Moscú, camarada coronel!
El corazón me dio un vuelco. Me vestí a oscuras,
olvidado de la lámpara. El ayudante entró y la encendió.
— Un telegrama de Moscú —repitió él.
— Ya lo he oído —le respondí, si bien me
agradaba volverlo a oír: "De Moscú". Por lo tanto, se trataba de algo
muy importante que se refería solo a mí.
¿Sería posible? ...
El oficial de comunicaciones se detuvo en el umbral,
se cuadró y me tendió un papel en la mano. Por la cara resplandeciente,
por la alegría que le brillaba en los ojos y por la manera con que se
quedó parado adiviné de lo que se trataba.
— Permítame darle la enhorabuena, camarada
coronel. ¡Es ya tres veces Héroe de la Unión Soviética!
Goregliad se levantó de la cama de un salto; en la
habitación entraron el chofer y el centinela. Sonó el timbre del
teléfono.
— Vamos a visitarlo —me dijo Abramóvich.
La habitación quedó llena de gente cuya alegría me
envolvió y me elevó a esas alturas desde las que se ve a gran distancia
y se respira a pleno pulmón.
Sonó el teléfono. Oí cálidas y emotivas palabras
pronunciadas desde muy lejos.
Sin darnos cuenta, se hizo de día. El patio se
llenó de aviadores, amigos míos de pelea. Abrazos y apretones de manos.
Evocamos todos los recuerdos de los combates sostenidos en Moldavia,
Ucrania, el Kubán, Crimea y sobre el mar. ¡Cuántas rutas aéreas surcadas,
cuántas ráfagas disparadas contra el enemigo! Cuando la amistad se
conquista en los combates aéreos, es sencilla y parca. Está toda expresa
en la mirada, en el apretón de la mano firme y vigorosa.
Rechkálov, Trud, Klúbov, Trofímov, Fiódorov, Sújov,
Beriozkin, Vajnenko... Eran muchos.
Su valentía y su fidelidad al compañerismo y al
deber fueron lo que robustecían mi coraje y mi fuerza. Ellos, compañeros
míos de lucha en el aire, estaban a mi lado y yo sentía una alegría
inmensa.
Pensé en lo dichosos que nos habríamos sentido
todos si estuviesen entre nosotros Fadéiev, Sokolov, Atrashkévich,
Nikitin, Olefirenko...
Dándome perfecta cuenta de la condecoración, me
sentía deudor de la Patria.
Aquella mañana sentí, además, deseos de ver
Novosibirsk, de pisar mi entrañable suelo siberiano.
Pero la jornada llamaba a cumplir las faenas
cotidianas del Frente.
Poco después, Goregliad se despidió de nuestra casa
en Mokszyszów. Lo hicieron jefe de otra división. En su lugar vino Pável
Kriúkov, veterano de la guerra. Y el regimiento que él mandaba pasó a
las órdenes de Bobrov. Cambios como ésos, cuando asciende gente que vale,
siempre alegran.
Las tropas de tierra seguían ensanchando lenta,
pero tenazmente, la plaza de armas de Sandomierz. Esta "bolsa" se iba
llenando de vigorosa fuerza capaz de ensordecer, agigantarse y desatarse
de golpe en nuevas ofensivas.
Y nosotros seguíamos volando y volando.
Pero no tardó en cumplirse mi deseo de verme en mi
Siberia natal... |
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Realizado por HR_Irazov
Revisado por *DZR*
Chimanov |
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