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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

EL RETORNO

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La división que estuvo acantonada en Moldavia, tras sufrir las duras pruebas de la guerra, retornaba a los mismos aeródromos de tres años antes. Bajo las alas de nuestros aparatos volvía a extenderse el conocido relieve de cerros verdes, policromas hazas, sinuosas carreteras blancas de polvo y densa red de pequeñas ciudades y poblados. Pero no todos los que, combatiendo, se retiraron al principio de la guerra, ni mucho menos, lograron ver este retorno ni sentir la alegría del mismo.

El observar los combates aéreos desde tierra e intervenir activamente en su curso era una función completamente nueva para mí. Quien vuela también, no puede ejercer esa función de cualquier manera, pues los combates lo absorben por completo. Era interesante y útil, para organizar mejor las operaciones de la división, contemplar combates como los que se mantenían allí.

Pasaron diez aviones escalonados en altura. Antes de oír por radio: "Soy Eriomin. Voy de servicio", me di cuenta que eran del 16 Regimiento de La Guardia. Se notaba enseguida nuestra manera de volar. Siguiéndolos con la vista, comuniqué al que los mandaba que en el aire reinaba la calma. Yo también había tenido muchas ocasiones de escuchar semejante información mientras me acercaba a la línea del frente, y me imaginé claramente a Pável Eriómin al oír mi voz, aguzando aún más la vista para atisbar el firmamento, pues si en esos momentos no había enemigos, había que esperarlos y descubrirlos a tiempo.

Me imaginé a mí mismo en la cabina del avión en el lugar de Eriomin, dirigiéndome ya a todos los aviadores como si fueran puntos míos: "Estad atentos. Los bombarderos suelen aparecer por el sur. ¡Observad!"

Desde lo alto, ellos vieron antes que yo los aviones adversarios. Unos cuarenta Junkers venían en pequeñas formaciones de seis u ocho aparatos. Por encima de ellos volaban Messerschmitts y Focke-Wulfs. Eran también muchos, unos veinte.

Yo estaba atento a los nuestros y al enemigo. Se aproximaban velozmente. Sostenía el micrófono, listo para soltar sin demora una voz de mando al aire. ¡Comenzó el combate! En ese instante, mis consejos sólo podían estorbar a Eriomin, pues él estaba concentrado, en tensión los nervios y la mente. Pero obraba con acierto y precisión: toda su escuadrilla tomaba altura, los cuatro aparatos de inmovilización habían atacado ya a los cazas rivales de cobertura, y éstos ascendieron más. ¡Venga, Eriomin, ha llegado el momento de atacar a los Junkers! Tenía ganas de lanzar esta frase al éter. Pues el primer momento propicio es el que lo decide todo. Pero, ¿acaso un verdadero jefe de cazas puede permitir que se le escape? ¡Por nada del mundo! Eriomin se lanzó contra el jefe de la formación de los Junkers. No vi el reguero de la ráfaga de cañón, oí solamente el tableteo. Al aparato enemigo no le dio tiempo de virar para esquivar el golpe ni de alejarse en pirado. Estalló en el aire, lo mismo que el Junkers que yo ataqué en otra ocasión encima de Bolshói Tokmak.

—       ¡Magnífico, Eriomin! —exclamé sin poder contener mi aprobación.

El combate: se desmembró en varios focos. Yo hube de redoblar la atención. Contra la pareja de Eriomin se lanzaron cuatro cazas rivales. Tenia que advertirle del peligro. Y él se puso a rodar con ellos la rueda de virajes. Ese era un foco.

Por encima de éstos, combatían las dos parejas de Stárchikov, que atacaban audazmente a los Messerschmitts en las verticales. Al salir de los ataques, nuestros cazas descargaban su fuego contra los Junkers. Cuando la puntería es buena y la velocidad mucha, los golpes son demoledores por demás. Cayeron dos Junkers, dejando un rastro de humo. Fue el producto de los esfuerzos de Stárchikov y Torbéiev. Otra pareja más de cazas soviéticos se abrió paso a la densa formación de los Junkers. Oí la voz de Stárchikov, que iba al tanto de ella: "¡Zúmbales, Oníschenko! ¡Zúmbales Nikítin!". La orden fue cumplida en el acto y dos Junkers más cayeron a tierra.

Y a mayor altura aún, otra pareja de cazas nuestros seguía batiéndose con los Focke-Wulfs. A este combate es al que yo prestaba mayor atención. Enterado por Eriomin de que mandaba la pareja Ivashko, le dirigí palabras de aliento. El combate transcurría enérgico. Era una gran madeja de aviones en movimiento ininterrumpido.

Comenzó a caer un caza incendiado. Lo miré con los prismáticos. ¿De quién sería? Distinguí un instante las cruces... ¡Otro más! ¡Bravo, muchachos! El adversario abandonó precipitadamente el combate. Era ya más cómodo atacarle. Por tanto, algún rival más no volvería a su aeródromo.

Hacia la línea del frente se aproximaba ya el relevo de Eriomin.

—       "Tigre", soy Klúbov, soy Klúbov. Particípeme de la situación.

Su voz sonaba en los auriculares tan firme y vigorosa que olvidé la distancia. Me llegó a parecer que el piloto estaba a mi lado.

Le comuniqué la situación, comprendiendo que, de camino a la zona de patrullaje, no lo veía todo, podía aconsejarle que se internara en la retaguardia, ya que de allí venían las formaciones de Junkers a intervalos reducidos.

Tomando altura, Klúbov condujo sus ocho aparatos hacía el Prut. Se disiparon en la azul lejanía del firmamento. Yo no tenía más noticia de ellos que las parcas frases de su jefe, unas veces dirigidas a Trofímov, cuya pareja volaba más alto, y otras a Petujóv; Klúbov mantenía a toda la escuadrilla de choque presta a operar.

Mientras no había qué observar, eché un pitillo. La mención del apellino de Petujóv me hizo pensar en él y en su amigo Kirílov. Habían abandonado, lo mismo que Olefirenko, su tranquila vida en la retaguardia y acudido al Frente. Les habían ordenado regresar a las proximidades de Bakú, pero ellos se quedaron en nuestro regimiento, pese a comprender que por eso podían imponerles severo castigo. Peleaban con coraje y destreza.

Pero no hubo tiempo para las meditaciones. La voz de Klúbov, insistente y alarmada, exhortaba ya a los pilotos al ataque. Distinguí confusamente en el horizonte multitud de aeroplanos que volaban rumbo a Sculeni donde estaban emplazadas unas baterías nuestras que cañoneaban constantemente las posiciones enemigas. Nosotros debíamos cubrirlas desde el aire.

Los Junkers venían escalonados en varias formaciones. Klúbov que tenía ventaja de altura, atacó impetuosamente a los Junkers por la retaguardia. Deshizo la primera formación. Nuestros cazas repitieron el ataque, y un Junkers se incendió. Otro adversario averiado, un Focke-Wulf, viró para retirarse hacia su territorio.

El éxito y las atrevidas acciones de la escuadrilla de Klúbov enconaron el combate. Los cazas rivales embestían con más y más furia, el ovillo se iba apretando, y las ráfagas de las ametralladoras y los cañones se oían con mayor frecuencia.

 —      Kárpov, ¡tírale! —gritó Klúbov.

Vi a uno de los nuestros dar un brusco viraje para captar al contrincante en el visor. Por lo tanto, ése era Kárpov. Quise alentarlo yo también, le insinué que no se precipitara, que se aproximara más y le disparase a bocajarro. Yo me sentía peleando a su lado. Me daba gozo ver cómo la escuadrilla toda se mantenía adherida a su jefe; ni siquiera Trofímov, que volaba más alto, se alejaba mucho. Klúbov los veía y daba oportunamente órdenes a todos. Su valentía, su ingenio y su voluntad apretaban a toda la escuadrilla en un robusto puño. Era fiel a sí mismo.

Precipitóse al suelo el Focke atacado por Kárpov. Desde lo alto cayó otro, de seguro que abatido por Trofímov... Bien se batían los aviadores de La Guardia; su compenetración era perfecta. Los bombarderos enemigos se olvidaron por completo de Sculeni y arrojaron las bombas al tuntún. El cielo se fue despejando de aviones. Los nuestros emprendieron también el regreso. Yo podía darles las gracias por el combate bien reñido.

En dos horas, dos batallas. Unos diez aviones alemanes caídos en el sector de Yassy, Vulturi y Sculeni. Los dueños de los espacios eran los cazas soviéticos. Lávochkines, Yaks, Cobras... Tenía delante, cual inmensa pantalla, el firmamento donde se desplegaban escenas heroicas, tenacísimos pugilatos. Y casi siempre con el mismo desenlace: el enemigo sufría pérdidas y se retiraba primero.

Al marcharme de la estación de guiado, pensé que el mando alemán tendría en cuenta los reveses y enviaría al aire formaciones más nutridas aún. La batalla todavía no crepitaba con toda la violencia. El contrincante no nos franquearía por las buenas las "Puertas de Rumania".

Por la mañana, temprano, fui al aeródromo para remontar el vuelo al 16 Regimiento. Junto a la chabola del Estado Mayor vi al jefe del ejército aéreo, general S. Goriunov, que acababa de aterrizar de visita. Había venido a conocer personalmente a los jefes de los regimientos, al personal volante y a mí. Tuve que demorarme. En la conversación que entablé con él sobre las acciones de guerra y los hombres que las realizaban le recordé nuestra entrevista en la vaguada de Chernígovka.

—       En Chernígovka estuve, pero no me acuerdo de haber hablado contigo.

Para más detalles, le recordé que me acerqué a su Estado Mayor con un Mig a remolque.

—       ¡Lo que son las cosas! ¿Aquél eras tú? Del Mig sí que me acuerdo; pero de ti... perdona... —replicó el general, soltando una risotada bonachona.

Salí a la calle de buena mañana, cuando la pequeña ciudad de Bieltsi, próxima al Frente, se iba despertando. Cada casa de las que habían quedado en pie, cada edificio en ruinas y cada árbol me traían a la memoria otro mes de junio completamente distinto del que veía en esta ocasión. Allí estaban las ruinas de la fábrica de maromas, los muros pelados de la fábrica de harina, negras paredes por doquier... Y al lado, las aceras descombradas y barridas ya, los árboles con la tierra removida a sus pies y coloridas flores en los arriates. La vida se imponía y relegaba a segundo plano las dentelladas de la guerra.

Lo primero que hice, como es natural fue ir a ver la casa en que viví.

La puerta de la calle estaba cerrada con clavos. Algunas ventanas aún seguían tapadas con chapa o con ladrillos. Si viera a alguien, le podría preguntar... Me detuve en medio del patio, abandonado y sucio, en espera de que saliese algún conocido de antes de la guerra.

Se abrió la puerta de la casa contigua. Salió una mujer joven. Me encaminé a ella. Cuanto más me acercaba, tanto más parecido le encontraba con alguien. ¿Sería realmente alguna conocida?

La saludé. La reconocí por los ojos y por la voz. ¡Era Flórika! Pero no me atreví a llamarla por el nombre. Le pregunté por el dueño. Me respondió que lo habían fusilado, lo mismo que a otros muchos... La casa donde nosotros vivimos antaño estaba ocupada provisionalmente por una unidad militar.

Yo no tenía ya más preguntas que hacer. Pues no me iba a interesar por los objetos que me dejé allí en tiempos...

Mientras estuve hablando con Flórika acudió corriendo un rapazuelo y se asió de su vestido con una manita. Ella le acarició el pelo rubio. Yo miré al pequeñuelo y, de pronto, recordé a Mirónov. ¡Konstantín Mirónov!...

—       ¿Es suyo?—la interrogué.

—       Sí, mío.

Se me hizo un nudo en la garganta de pena por este maravilloso chiquillo y por Flórika. Quise hablar al huerfanito y a su mamá de Konstantín Mirónov y decirles dónde estaba enterrado. Más ¿para que? Aun sin saberlo, era seguro que Flórika respondía a todos los curiosos que su marido, el padre de la criatura, murió en el Frente. Y era verdad. Yo esperé las preguntas de ella, aguardé que me reconociera. Pero no, ni siquiera me escrutaba. Todos los militares, sobre todo los que llevábamos hombreras de aviación, despertábamos tristes recuerdos en su alma.

—       Hasta la vista — dije a Flórika

—       Hasta la vista—me respondió, sin llegar a reconocerme, sin enterarse de que yo era un compañero de Konstantín Mirónov.

Así estuve en la pequeña ciudad desde la que comenzara para mí el largo y azaroso camino de la retirada. Allí oyeron mis camaradas los primeros estampidos de las bombas alemanas.

Me di un paseo por la calle principal, viendo las ruinas y pensando: cuántos daños y sufrimientos nos ha traído la fuerza enemiga. Y no pude evitar que las manos se me cerraran solas y apreté los puños.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A comienzos de junio, cuando iba caducando ya el tercer año de la guerra, los aliados acabaron por desembarcar en el norte de Francia. Los que peleábamos en el Frente recibimos la noticia con alegría, pero sin excesivo júbilo. Los aviadores esperábamos mucho antes ese apoyo activo de los aliados. Durante los días de la retirada en Ucrania y el Cáucaso del Norte, cuando los desafíos aéreos finalizaban a menudo en contra nuestra, oía decir a mis camaradas y me preguntaba yo mismo: "¿Dónde está el segundo Frente? ¿Por qué los aliados no desembarcan en las costas de Francia?" Nosotros pensábamos en esa ayuda, enjugándonos a menudo la cara ensangrentada. Pero ahora éramos nosotros quienes inferíamos rudos golpes a los invasores, expulsándolos de nuestra tierra y de los países que ellos habían ocupado. Bien es verdad que confiábamos en que el enemigo retirase al punto parte de sus fuerzas del Frente oriental y en que a nosotros nos sería más fácil la pelea y perderíamos menos hombres y material de guerra. Más tampoco ocurrió eso. Los combates con la aviación alemana seguían siendo lo mismo de tenaces y sañudos.

Por las fechas de la apertura del segundo frente nos alegraban únicamente las acciones del Regimiento "Normandia-Niemen". Esa fue para nosotros una ayuda práctica y concreta de los aviadores franceses.

Por entonces tuve una seria conversación con Kráiev. Hacía tiempo que venía madurando la necesidad de pedirle explicaciones. Yo sabía ya a ciencia cierta que él dondequiera que pudiese, procuraba dar una impresión falsa de mí y ventajosa para él. Yo comprobaba escrupulosamente las ruines jugadas suyas que llegaban a mi conocimiento y me precavía de hacer deducciones precipitadas. Diré francamente que, cuando me indignaban sus actos, su cobardía y su falta de iniciativa, no me fiaba de mí mismo pues temía que el rencor por las malas pasadas que ya me había jugado me ofuscara el sentido común. Pero los hechos me hacían volver a encarar la conducta de Kráiev y pensar que no podíamos seguir juntos por más tiempo.

Una vez, el coronel Abramóvich, jefe de mi Estado Mayor, que me ayudó mucho durante el primer tiempo a ejercer las nuevas funciones, me trajo un parte cifrado y dirigido personalmente a mí. Venía abierto ya. Le pregunté quién lo había leído. Me lo dijo. Recorrí el texto con la mirada. Escribían de Moscú. Allí se había llegado a saber que en nuestra división menudeaban las infracciones de la disciplina y que yo, como jefe, protegía y justificaba a los infractores. Me quedó todo claro. Con la ayuda de alguien, Kráiev quería difamar a toda la división, los aciertos que tenía en los combates y, por lo mismo, a mí personalmente. Envié en él acto a Moscú la respuesta de que la información no era cierta, de que en la división no había infracciones algunas y el personal peleaba tenazmente; pedí que nos enviaran una inspección para comprobarlo.

Yo no podía tolerar más una situación en la que se urdían a mis espaldas acusaciones calumniosas y no había compenetración en el ejercicio del mando. Kráiev y yo teníamos una actitud completamente distinta ante el servicio, la vida y la gente.

Unos días después me llamó a su despacho el jefe del cuerpo de ejército. El jefe de su Estado mayor desplegó encima de la mesa un mapa grande. El dedo de Utin se detuvo en un redondelito.

—       Nos trasladamos a las cercanías de Lvov. Su división y todo nuestro cuerpo de ejército han sido incluidos en el Segundo Ejercito Aéreo.

—       ¿Vamos al Primer Frente de Ucrania?—interrogué.

—       ¡A la dirección de Berlín, camarada jefe de división! repuso, contento, el general.

Cambiamos, emocionados, sendas miradas. Las palabras del general entrañaban lo que era desde hacía tiempo el sueño dorado de cada uno de nosotros. Desde Lvov, lo mismo que desde Bielorrusia, se abría, a través de Polonia, el camino a Alemania. ¡Nos aprestábamos a perseguir a las hordas fascistas hasta el propio Berlín! ¿Quién de nosotros, aviadores del Frente, no se imaginaba el día de alegría indescriptible en que el Ejército Soviético cruzase la frontera del Reich hitleriano? ¿Quién no soñaba con participar en aquella ofensiva que se emprendía en la dirección principal?

—       ¿Cuándo nos trasladamos? — interrogué, emocionado.

—       Dentro de unos días empezará allá la cosa, si no ha empezado ya. Mañana tenemos que estar junto a Brody.

Tras precisar el punto donde tendríamos la primera base, me disponía ya a retirarme, pero el general me detuvo, diciendo:

—       El jefe del Segundo Ejército Aéreo ha satisfecho su petición. Kráiev ha sido trasladado a otro cuerpo de ejército. Por ahora se las arreglará sin sustituto.

—       Perfectamente —repuse sin poder ocultar mi alegría, sintiendo que se me quitaba de encima un peso que me había venido abrumando siempre.

Cuando volví a casa, Kráiev ni estaba ya ni había venido a despedirse de mí. Por tanto, de los dos años que habíamos servido juntos en la guerra, años que unen a las personas para mucho tiempo, si no lo es para toda la vida, no le había quedado en el alma ningún buen recuerdo. A pesar de todo, yo había querido verlo, hablar con él...

A la mañana siguiente, los regimientos despegaron y tomaron rumbo al norte. Yo me coloque en la formación de combate del 16 Regimiento. Por debajo de las alas de nuestros aviones pasaba la tierra ucrania. Volábamos al encuentro de las batallas decisivas en la tierra y en el aire.

 

 

 

 

 

Realizado por HR_Irazov

Revisado por *DZR* Chimanov

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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