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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

COMBATIMOS, TUVIMOS AMISTADES, AMORES...

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mediado el mes de mayo, el jefe de nuestro regimiento me encarga hacer un vuelo a Stávropol, donde se alojaba un regimiento de la reserva, para escoger refuerzos. Fui con mucho agrado a aquella ciudad.

—       Mañana por la mañana haremos la selección —me dijo el jefe de la plana mayor de dicho regimiento a la vez que me devolvía la credencial de comisión de servicio— Reuniré a los pilotos de la reserva y se los presentaré. Tenemos muchos.

"Tenemos muchos..." Eso quería decir que podría elegir a los mejores.

Cuando acudí a la mañana siguiente al cuartel del regimiento, el personal ya estaba formado. Los había muy jóvenes y de más edad, unos con uniforme de aviación y otros con el de tierra; algunos lucían en el pecho condecoraciones y medallas. Los pilotos me miraban con curiosidad, pues yo era un aviador del Frente. Sabían ya con qué objeto había venido, y todos querían llamarme la atención y verse entre los seleccionados. Yo recorrí la formación y procuré elegir a los que me recordaban en algo, por la mirada, por el porte militar o la compostura, a Diachenko, a Mirónov, a Nikitin, a Naúmenko, a Ovsiankin, a Fadéiev, al jovencísimo Ostrovski... Mi deseo era que vinieran a sustituirlos en el regimiento combatientes seguros y dignos de llevar el título de aviadores de la Guardia.

En el extremo de la fila dio un paso adelante, hacia mí, un teniente con uniforme nuevo de soldado raso. Me saltó en el acto a la vista su rostro desfigurado. Los párpados rojos a causa de quemaduras parecían heridas recientes; hasta sus labios ceñían un color innatural, todo él era la imagen misma de la guerra.

Lo único que yo temía en el Frente era quedar mutilado. La propia muerte parecía insignificante en comparación con la pérdida de la semejanza humana. Por algo se decía hasta en una canción: "Si te matan, será al instante; si te hieren, leve ha de ser". Pero al hombre que al yo tenía delante le había ocurrido una espantosa tragedia.

—       Camarada capitán, lléveme a mí —dijo en voz baja el teniente y advertí que se le humedecían los ojos—. Yo necesito pelear y no permanecer aquí esperando.

No supe en el momento qué responderle.

—       ¿En que aparato ha volado? —acabé por preguntarle con la esperanza de que no hubiera sido de caza.

—       En los "cheposos". Era de asalto. Me incendiaron los “flacos” —repuso el teniente.

—       Pero a nosotros nos hacen falta cazas —le aclaré satisfecho de haber encontrado un pretexto para la negativa. Por más que me daba verdadera lástima del teniente.

—       Me re-entrenaré de prisa —se apresuró a asegurarme—. Usted no sabe el odio que tengo acumulado al enemigo y mis enormes ganas de pelear. Yo debo hacerme cazador. Tengo que ajustar las cuentas con esos canallas fascistas por todo lo que me han hecho.

Al teniente le asomaron lágrimas en los ojos.

—       Está bien, apuntaré su apellido —hube de responderle.

Luego conversé con otros aviadores, les pregunté dónde habían combatido y cómo habían venido a parar a la reserva. Yo escuchaba sus respuestas, pero no dejaba de pensar en el teniente. Y llegué a la conclusión de que no se podía alistar en el regimiento a uno como él... Su solo aspecto sería un sufrimiento moral para los pilotos jóvenes. Y no sólo para los jóvenes. Pues en el combate, cuando fuera preciso meterse en el fuego de las ametralladoras rivales o dar el espolonazo podía encogérsele a alguien el ombligo, al recordar que corría el riesgo de quedar igual que aquel teniente. Acabé por decidir que más valdría no llevarme a nadie de este regimiento que ofender al teniente chamuscado.

Cuando volví al aeródromo, di parte de lo que me impidió seleccionar a pilotos en aquel regimiento de la reserva. Kráiev y Pogrebnói aprobaron mi resolución. Y al cabo de dos días vino a nuestro regimiento un numeroso grupo de pilotos de la unidad vecina, que se retiraba para reorganizarse.

Un día, al regresar de un servicio de guerra, vi en el puesto de mando a Dzúsov. Lo habían nombrado recientemente jefe de nuestra división, ascendiéndolo tanto de cargo como de graduación. Alto, ancho de hombros, con el uniforme de corte y confección impecables, Ibraguím Dzúsov aparecía por primera vez, en nuestro regimiento como jefe de la división. Venía de buen talante.

—       Pokryshkin, han llegado refuerzos —dijo, señalando con la cabeza hacia donde estaban aparte los pilotos—. Enseñarás a los jóvenes. Puesto que son vuestros, a vosotros os toca enseñarles.

—       A mí me toca hacer otra tosa, camarada jefe de la división —respondí, dando unas palmaditas en el portapliegos— Tengo que volar y pelear.

—       Una cosa no estorba la otra. Pelearás y enseñarás a los jóvenes.

—       ¡A sus órdenes!

—       Vamos para que te presente a los muchachos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuando nos acercamos al grupo de pilotos, lo mismo que en el regimiento de la reserva, detuve la mirada en un teniente con vestigios de quemaduras en su cara. Ahora bien, tenía chamuscadas sólo las mejillas pues son ellas las que el casco deja al descubierto.

Aquel piloto destacaba de sus compañeros no sólo por la cara, sino también por la complexión.

—       Teniente Klúbov —se presentó cuando nos acercamos a él.

—       ¿Dónde se quemó usted? —le interrogó Dzúsov.

—       Cerca de Mozdók, camarada coronel.

—       Conozco esos lugares —dijo el jefe de la división, entornando sus ojos— ¿En qué has volado?

 —      En los I-15.

—       Pues nosotros tenemos Cobras. ¿Los has visto?

—       Sí. Aprenderé a manejarlos, camarada coronel.

Seguimos adelante.

—       Teniente Trofímov —se anunció, batiendo el saludo militar, un aviador delgaducho de pequeña estatura con expresivos ojos azules.

—       ¿Has combatido ya?

—       Derribé a tres, camarada coronel.

—       ¿Y tú?

—       Soy soldado raso y me llamo Sújov.

—       ¿Soldado raso dices? ¿Para qué quiero yo soldados rasos?

—       Soy piloto, camarada coronel. Pero después de la escuela de aviación he peleado en la caballería.

—       No lo entiendo. Compruebe qué ha pasado —me dijo el jefe de la división.

—       ¡A sus ordenes! ¡Lo comprobaré!

Lancé una rápida mirada al apuesto y marcial Konstantín Sújov. Todas las prendas de su uniforme eran viejas y estaban descoloridas. Sólo irradiaban juventud sus negros ojos de jovial mirar. Sújov parecía decir con la mirada: "Bueno, comprueben si quieren. Lo tengo todo en regla. Ya he contado mi historia a muchos, así es que os la contaré a vosotros también".

Le sonreí y le dije:

—       ¿De manera que soldado? ¡Perfecto! Nosotros también somos soldados.

Luego fueron dando sus nombres los restantes aviadores: Gólubev, Zhérdev, Chistov, Kárpov. Kétov, Beriozkin... Este último me recordaba en algo al joven Ostrovski, ya perecido...

—       ¿Por qué estás tan delgado? —le interrogué.

—       Porque en la escuela nos daban mal de comer y volábamos mucho —respondió turbado el alférez. Me pareció algo torpe e irresoluto.

Los días siguientes probé en el aire a todos los pilotos jóvenes. Klúbov, Trofímov, Gólubev, Sújov, Zhérdev y Kétov me produjeron buena impresión. Los podría preparar pronto. En cuanto a Viacheslav Beriozkin, yo era del parecer de enviarlo al regimiento de la reserva.

Comenzamos las clases. Los jóvenes aprendían a volar en escuadrilla e iban dominando los secretos de la maestría aérea reunidos en nuestro regimiento.

Un día, durante un descanso, oí contar a Sújov por qué, siendo piloto, no había recibido graduación.

—       Konstantín, cuéntalo con todos los detalles —le dijo Klúbov, riendo—. Con los camellos y las fotos...

—       ¿Es que vosotros ya lo habéis oído? —me extrañé.

—       ¡Un montón de veces! —repuso Zhérdev —. Cuando estábamos en la reserva y no teníamos nada que hacer.

Sújov esperó que sus compañeros se callasen y, esbozando una sonrisa, comenzó:

—       En la vida civil, yo me dedicaba a la fotografía, quiero decir que trabajaba de fotógrafo y estudiaba al mismo tiempo en el club aéreo. Ingresé en la escuela de aviación aquí mismo, en el Kubán, la acabé, me examiné, pero cuando los aprobados fuimos propuestos para recibir graduación militar, la situación en el Frente empeoró muchísimo. Los alemanes tomaron Rostov, cruzaron el Don y avanzaron por las estepas del Kubán hacia el este. Con los alumnos pilotos se formó rápidamente un batallón y fuimos enviados a la primera línea. Allí yo fui encuadrado en una compañía montada de ametralladoras. Peleamos en las Tierras Negras. Nos desplazábamos en camellos por las estepas, como si fuéramos calmucos. Luego me hirieron. Cuando estaba en el hospital, llegó la orden de que nos reintegrásemos a una unidad de aviación todos los pilotos que habíamos ido a parar a la infantería. Por eso me veo de piloto raso. Ya les he contado esta historia a muchos jefes.

Víctor Zhérdev, Alexandr Klúbov y Nikolái Trofímov fueron los primeros en adiestrarse en el manejo de la Cobra. Comencé a entrenarlos en simulacros de combates aéreos. Y el siberiano Gueorgui Gólubev fue mi punto.

Daba también regularmente clases de teoría a los jóvenes aviadores. Les enseñaba peculiaridades del diseño y del armamento de los aviones rivales y la táctica de las fuerzas aéreas alemanas. Utilizando aeromodelos, ensayábamos diversas variantes de combates y analizábamos las maniobras y modos de ataque más ventajosos.

Nuestra chabola del aeródromo de Popóvicheskaya era denominada clase, escuela y aun academia de aviación. En las paredes teníamos colgados croquis y carteles, y encima de la mesa había aeromodelos de bombarderos y cazas adversarios.

Klúbov, Trofímov, Sújov, Zhérdev y Kétov no tardaron en estar preparados para los combates aéreos. El único que no adelantaba en los estudios era Viacheslav Beriozkin. Andaba tristón, pues presentía que lo enviarían al regimiento de la reserva. Un día se acercó a mí y, casi con lágrimas en los ojos, me rogó:

—       Camarada capitán, permítame volar.

No supe qué responder. Me daba pena “invalidar” al muchacho, dando malas referencias de él. Le prometí entrenarlo, pero me volvieron a absorber los servicios de guerra. La misma pregunta de "¿cuándo va a dejar volar a Beriozkin?" me hizo una vez Korotkov, el secretario de la organización regimental del Komsomol. Me dijo que me lo preguntaba por encargo de la organización juvenil y que del joven comunista Beriozkin, a instancias suyas, se había hablado en una reunión del comité de la misma. Beriozkin había dicho en esa reunión que era un joven comunista y que no tenía derecho a permanecer en el aeródromo con las manos en los bolsillos mientras los otros se batían con el enemigo.

A raíz de aquello presté más atención a Beriozkin. No me pasó siquiera por la mente enviarlo de servicio con la escuadrilla sin haberlo preparado previamente. Lo que más temía era arriesgar al joven piloto a un peligro mortal, ponerlo en el primer combate ante la faz de la muerte. Aunque saliera con vida de aquella prueba, el instinto de conservación siempre le presionaría luego con mucha fuerza. Este instinto ataba tanto a algunos pilotos que, en el momento preciso, ellos no podían actuar con intrepidez y audacia y perecían, habiendo fácil salida de la peligrosa situación.

—       A partir de mañana comenzaremos los entrenamientos —dije al secretario de la organización de las Juventudes Comunistas y a Beriozkin.

Pero ni al día siguiente ni casi en toda la semana pude volar con Beriozkin. En el primer servicio de guerra que hice con los jóvenes pilotos, en un duro encuentro con los Messerschmitts, Klúbov, el mejor de los refuerzos recibidos, y su punto Zhérdev se apartaron de la escuadrilla, la perdieron en "la rueda" del combate y no regresaron al aeródromo. Sólo cuando ya hubo anochecido nos enteramos de que, pese a todo, habían derribado a un alemán y aterrizado en Krasnodar. El caso me supo muy mal y comencé a entrenar a los jóvenes en vuelos de cooperación. Tenía que inculcarles el acatamiento a rajatabla de la ley principal del combate: ¡no apartarse de los suyos! La infracción de esta ley había costado ya bastantes vidas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A fines de mayo recibí por fin la ansiada carta de María. Me escribía que estaba sana y salva, que pensaba mucho en mí y sentía gran zozobra cuando leía en los periódicos noticias de los reñidos combates aéreos empeñados sobre las tierras del Kubán. La carta me emocionó tanto que decidí, mientras lo permitía la tregua en el Frente, ir a verla sin pérdida de tiempo. Fui en el acto a pedir permiso a Kráiev.

—       Camarada jefe —me dirigí a él—, déme usted un día de permiso para visitar a María. Está cerca de Míllerovo.

—       ¿Aquella rubia?

—       Sí, la misma —repuse, procurando guardar la serenidad.

—       ¡Me traéis a mal traer con vuestros amores! —clamó, caminando por la habitación. Luego se detuvo delante de mí y agregó—: Bueno, ve.

—       ¿Puedo hacerlo en la U-2? —me atreví a hacerle otra petición.

—       Sí, hombre, sí... ¡Bien veo que Pokryshkin está perdido! —echóse a reír dándome una palmadita en la espalda—. Pero no te olvides de estar pasado mañana en el regimiento.

—       ¡A sus órdenes! —respondí contento, llevándome la mano al gorro en un saludo militar, y eché a correr al aeródromo.

En su carta María no pudo decir con exactitud dónde se encontraba su unidad. Pero una línea lo aclaraba todo: "Taísia vive cerca de Míllerovo". Taísia era una compañera de María.

Cuando me iba acercando a Míllerovo presté atención al aire. No era difícil descubrir el aeródromo, pues casi siempre volaban aeroplanos por encima del mismo.

Cuando hube tomado tierra, vi una camioneta junto a uno de los lugares de estacionamiento y decidí preguntar al chofer dónde se encontraba la unidad que yo buscaba. Resultó ser un hombre de edad avanzada con bigotes que yo conocí bien en Manás.

—       ¿Capitán Pokryshkin? ¡Muy buenos días! —me saludó ya desde lejos.

Le devolví el saludo, alegrándome de que fuera él precisamente el primero a quien yo veía en mi camino. Me venía dando vueltas en la cabeza una idea pecaminosa: enterarme de antemano si María me había olvidado. Pues hacía mucho que nos habíamos despedido, y la vida que llevábamos era movida, de campaña. Estaba dispuesto a emprender el vuelo de regreso si oía que ella había cambiado.

El chofer comenzó a hacerme preguntas sobre la situación en nuestro Frente y mis éxitos personales, pero yo le respondí abstraído y no dejaba de pensar en la manera de abordar el tema que me interesaba. Me sacó del apuro mi interlocutor. Al recordar a los conocidos de Manas, mencionó también a las afables jovencitas del batallón de sanidad nuestro.

—       ¿No se acuerda usted de la enfermera María?

—       ¡Cómo no me he de acordar! —respondió el chófer—. Una rubia es. Hace poco me hizo una cura en la mano. Es una buena chica. Todos la estiman. ¡Aguarde, aguarde! —exclamó el chófer, sonriendo con malicia—. ¡Pero si de seguro que usted ha venido a verla a ella! Pues claro que ha venido a verla a ella. En el batallón todos creen que es de usted.

Me avergoncé de mis sospechas.

—       ¡No te equivocas, he venido a verla! —le repuse con júbilo—. ¿No me querrías llevar en tu camioneta?

—       ¡Con mil amores! ¡Ahora mismo! —respondió. Y montando en la cabina, agregó—: ¡La alegría que se va a llevar!

—       Aquí está la enfermería, camarada capitán —me dijo el chofer, deteniendo la camioneta delante de una casita enjalbelgada.

Tras de darle las gracias, salté del estribo y vi en las ventanas de la casita las caras curiosas de varias muchachas. María salió corriendo a mi encuentro y, antes aún de poder abrazarla, me rodeó una jovial bandada de enfermeras. Llovieron preguntas y bromas sobre mí.

Luego María y yo fuimos a la casa donde ella se alojaba. Comenzó a trabajar, preparando el convite.

—       ¿Qué quieres de comer? —me interrogó, sonriente—. Los aviadores sois gente caprichosa, es difícil daros en el gusto.

—       Lo que hagas me gustará —repuse, embelesado con su delicado rostro, ligeramente adelgazado.

Aquel día lleno de felicidad recorrimos todos los caminos y senderos que rodeaban el poblado Stáraya. Creo que hablamos de todo, que nos reímos de los casos cómicos y sentimos la tristeza propia de los funestos. María hasta lloró cuando supo que Vadim había muerto. Vadim había sido un buen y querido amigo tanto mío como de ella.

Al día siguiente me dispuse para emprender el viaje de regreso. María quiso acompañarme hasta el aeroplano, pero yo me opuse. Ella se extrañó. No quise explicarle que los aviadores tienen por mal presgio la presencia de una mujer en el aeródromo. Yo, claro está, no creía en eso pero no me atreví a romper la vieja tradición.

De camino a mi aeródromo, yo iba pensando en María, en la vida que tendríamos después de la guerra y en la felicidad del hogar. Para alcanzar esa felicidad había que pasar por todas las duras pruebas de la guerra.

En el aeródromo me recibió Chuváshkin.

—       Camarada capitán, hoy... —empezó a decir de corrido, pero se le trabó la lengua.

No pude menos de soltar la carcajada al ver tan excitado a un mecánico, siempre tranquilo y hasta algo parsimonioso.

—       ¡Felicitaciones, camarada capitán!... Hoy han dicho por radio que... Usted es Héroe de la Unión Soviética.

Esforzándome en ocultar la alegría que me embargó de pronto, le pregunte con calma:

—       ¿Y a quién más han nombrado?

—       Á muchos, a Kriúkov, a Borís Glínka, a Rechkálov. Y también a... Fadéiev.

"¡Ay Vadim, Vadim! —pensé consternado en mi amigo—. No has llegado a vivir hasta este día..."

En el firmamento se oyó un ruido creciente y no pude menos que alzar la cabeza. De oriente a occidente pasaban por encim mismo de nuestro aeródromo, a grandes oleadas, bombarderos soviéticos Pe-2.

—       Los nuestros han comenzado una ofensiva —me explicó Chuváshkin—. Y ayer, los canallas de los alemanes nos bombardearon a nosotros... Hemos tenido esta mala pata en el regimiento...

—       ¿Qué ha ocurrido?

—       Hicieron una incursión los Focke-Wulfs. Hirieron a un piloto y mataron a un ingeniero. Como si hubieran sabido que usted no estaba aquí.

—       ¿Y qué pinto yo en eso?

—       Pues que a lo mejor les habría dado miedo. Pues todos dicen que ellos advierten por radio a sus pilotos cuando usted está en el aire.

—       ¿A quién mataron?

—       A Urvántsev. Estaba en la garita. Le dio una bala en la sien. Y del apellido del piloto no me acuerdo. Es uno de los jóvenes. Primero le amputaron una pierna, y poco después falleció.

Así se vivía en la guerra. Compartiendo uno su alegría con todos y tomando a cambio parte del dolor general.

Junto al puesto de mando estaban el jefe del regimiento, el subjefe político y tres pilotos de los jóvenes: Beriozkin, Sújov y Gólubev. Por lo visto, los otros estaban de servició en los aires. Pogrebnói fue el primero en dar unos pasos hacia mí, y yo lo abracé como si fuera mi padre.

 

 

 

 

 

Realizado por *DZR* Chimanov

Revisado por FAE_Cazador

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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