A fines de mayo recibí por fin la ansiada carta de
María. Me escribía que estaba sana y salva, que pensaba mucho en mí y
sentía gran zozobra cuando leía en los periódicos noticias de los
reñidos combates aéreos empeñados sobre las tierras del Kubán. La carta
me emocionó tanto que decidí, mientras lo permitía la tregua en el
Frente, ir a verla sin pérdida de tiempo. Fui en el acto a pedir permiso
a Kráiev.
— Camarada jefe —me dirigí a él—, déme usted
un día de permiso para visitar a María. Está cerca de Míllerovo.
— ¿Aquella rubia?
— Sí, la misma —repuse, procurando guardar la
serenidad.
— ¡Me traéis a mal traer con vuestros amores!
—clamó, caminando por la habitación. Luego se detuvo delante de mí y
agregó—: Bueno, ve.
— ¿Puedo hacerlo en la U-2? —me atreví a
hacerle otra petición.
— Sí, hombre, sí... ¡Bien veo que Pokryshkin
está perdido! —echóse a reír dándome una palmadita en la espalda—. Pero
no te olvides de estar pasado mañana en el regimiento.
— ¡A sus órdenes! —respondí contento,
llevándome la mano al gorro en un saludo militar, y eché a correr al
aeródromo.
En su carta María no pudo decir con exactitud dónde
se encontraba su unidad. Pero una línea lo aclaraba todo: "Taísia vive
cerca de Míllerovo". Taísia era una compañera de María.
Cuando me iba acercando a Míllerovo presté atención
al aire. No era difícil descubrir el aeródromo, pues casi siempre
volaban aeroplanos por encima del mismo.
Cuando hube tomado tierra, vi una camioneta junto a
uno de los lugares de estacionamiento y decidí preguntar al chofer dónde
se encontraba la unidad que yo buscaba. Resultó ser un hombre de edad
avanzada con bigotes que yo conocí bien en Manás.
— ¿Capitán Pokryshkin? ¡Muy buenos días! —me
saludó ya desde lejos.
Le devolví el saludo, alegrándome de que fuera él
precisamente el primero a quien yo veía en mi camino. Me venía dando
vueltas en la cabeza una idea pecaminosa: enterarme de antemano si María
me había olvidado. Pues hacía mucho que nos habíamos despedido, y la
vida que llevábamos era movida, de campaña. Estaba dispuesto a emprender
el vuelo de regreso si oía que ella había cambiado.
El chofer comenzó a hacerme preguntas sobre la
situación en nuestro Frente y mis éxitos personales, pero yo le respondí
abstraído y no dejaba de pensar en la manera de abordar el tema que me
interesaba. Me sacó del apuro mi interlocutor. Al recordar a los
conocidos de Manas, mencionó también a las afables jovencitas del
batallón de sanidad nuestro.
— ¿No se acuerda usted de la enfermera María?
— ¡Cómo no me he de acordar! —respondió el
chófer—. Una rubia es. Hace poco me hizo una cura en la mano. Es una
buena chica. Todos la estiman. ¡Aguarde, aguarde! —exclamó el chófer,
sonriendo con malicia—. ¡Pero si de seguro que usted ha venido a verla a
ella! Pues claro que ha venido a verla a ella. En el batallón todos
creen que es de usted.
Me avergoncé de mis sospechas.
— ¡No te equivocas, he venido a verla! —le
repuse con júbilo—. ¿No me querrías llevar en tu camioneta?
— ¡Con mil amores! ¡Ahora mismo! —respondió.
Y montando en la cabina, agregó—: ¡La alegría que se va a llevar!
— Aquí está la enfermería, camarada capitán
—me dijo el chofer, deteniendo la camioneta delante de una casita
enjalbelgada.
Tras de darle las gracias, salté del estribo y vi
en las ventanas de la casita las caras curiosas de varias muchachas.
María salió corriendo a mi encuentro y, antes aún de poder abrazarla, me
rodeó una jovial bandada de enfermeras. Llovieron preguntas y bromas
sobre mí.
Luego María y yo fuimos a la casa donde ella se
alojaba. Comenzó a trabajar, preparando el convite.
— ¿Qué quieres de comer? —me interrogó,
sonriente—. Los aviadores sois gente caprichosa, es difícil daros en el
gusto.
— Lo que hagas me gustará —repuse, embelesado
con su delicado rostro, ligeramente adelgazado.
Aquel día lleno de felicidad recorrimos todos los
caminos y senderos que rodeaban el poblado Stáraya. Creo que hablamos de
todo, que nos reímos de los casos cómicos y sentimos la tristeza propia
de los funestos. María hasta lloró cuando supo que Vadim había muerto.
Vadim había sido un buen y querido amigo tanto mío como de ella.
Al día siguiente me dispuse para emprender el viaje
de regreso. María quiso acompañarme hasta el aeroplano, pero yo me
opuse. Ella se extrañó. No quise explicarle que los aviadores tienen por
mal presgio la presencia de una mujer en el aeródromo. Yo, claro está,
no creía en eso pero no me atreví a romper la vieja tradición.
De camino a mi aeródromo, yo iba pensando en María,
en la vida que tendríamos después de la guerra y en la felicidad del
hogar. Para alcanzar esa felicidad había que pasar por todas las duras
pruebas de la guerra.
En el aeródromo me recibió Chuváshkin.
— Camarada capitán, hoy... —empezó a decir de
corrido, pero se le trabó la lengua.
No pude menos de soltar la carcajada al ver tan
excitado a un mecánico, siempre tranquilo y hasta algo parsimonioso.
— ¡Felicitaciones, camarada capitán!... Hoy
han dicho por radio que... Usted es Héroe de la Unión Soviética.
Esforzándome en ocultar la alegría que me embargó
de pronto, le pregunte con calma:
— ¿Y a quién más han nombrado?
— Á muchos, a Kriúkov, a Borís Glínka, a
Rechkálov. Y también a... Fadéiev.
"¡Ay Vadim, Vadim! —pensé consternado en mi amigo—.
No has llegado a vivir hasta este día..."
En el firmamento se oyó un ruido creciente y no
pude menos que alzar la cabeza. De oriente a occidente pasaban por encim
mismo de nuestro aeródromo, a grandes oleadas, bombarderos soviéticos
Pe-2.
— Los nuestros han comenzado una ofensiva —me
explicó Chuváshkin—. Y ayer, los canallas de los alemanes nos
bombardearon a nosotros... Hemos tenido esta mala pata en el
regimiento...
— ¿Qué ha ocurrido?
— Hicieron una incursión los Focke-Wulfs.
Hirieron a un piloto y mataron a un ingeniero. Como si hubieran sabido
que usted no estaba aquí.
— ¿Y qué pinto yo en eso?
— Pues que a lo mejor les habría dado miedo.
Pues todos dicen que ellos advierten por radio a sus pilotos cuando
usted está en el aire.
— ¿A quién mataron?
— A Urvántsev. Estaba en la garita. Le dio
una bala en la sien. Y del apellido del piloto no me acuerdo. Es uno de
los jóvenes. Primero le amputaron una pierna, y poco después falleció.
Así se vivía en la guerra. Compartiendo uno su
alegría con todos y tomando a cambio parte del dolor general.
Junto al puesto de mando estaban el jefe del
regimiento, el subjefe político y tres pilotos de los jóvenes:
Beriozkin, Sújov y Gólubev. Por lo visto, los otros estaban de servició
en los aires. Pogrebnói fue el primero en dar unos pasos hacia mí, y yo
lo abracé como si fuera mi padre. |