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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

LA FÓRMULA DE LA TORMENTA

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Cobra nueva, oliendo a pintura extranjera, tomaba, obediente, altura. La tierra primaveral, cubierta de verde, se iba sumiendo más y más en la niebla azulada.

Por delante nos aguardaban las últimas montañas. Tras ellas seguía la llanura del Kubán. Volábamos al Frente. Este pensamiento estimulaba mi imaginación.

Si el mal tiempo no nos detuviera en Kutaísi, aquel día nos batiríamos ya con los Messerschmitts. Ante las mismas puertas del Frente hubimos de aguantar dos días más de tediosa espera, pues cuando se tiene en las manos un arma de combate y el enemigo pisotea la tierra patria, uno piensa solo en pelear, la mente y el corazón lo llaman al desquite.

Por debajo de las alas se deslizan las cumbres nevadas de las montañas, evocando otros vuelos muy recientes.

… Nuestro regimiento, cuando terminó de re-entrenarse, permaneció algún tiempo en espera de nuevos aviones. Debían traerlos de Teherán unos aviadores especializados en ese tipo de vuelos. Pero los días iban transcurriendo, y los aeroplanos seguían sin llegar. Por último, a alguien se le ocurrió que podíamos recibirlos en el extranjero nosotros mismos.

Partimos para Irán en un avión de transporte Li-2. Cuando hubimos cruzado a gran altura la cordillera que divide el valle del Kurá y las estepas persas, vimos una ciudad enorme con mezquitas y palacios blancos. Era Teherán.

Los aviones P-39 “Cobra” se hallaban en compactas hileras, listos para el traslado, a lo largo de la pista de aterrizaje. Puestos los paracaídas, nosotros aguardábamos en el aeródromo la orden de montar y en qué avión debía hacerlo cada cual. Pero allí no se tenía un gran aprecio por nuestro tiempo. Nadie se preocupó de nominar con antelación a un jefe que nos condujera durante el regreso por encima de las montañas.

El día concluía. Nos propusieron pasar la noche en un hotel de Teherán.

Nos veíamos por primera vez cara a cara con un mundo extraño. Con el lujo de los palacios convivía en concordia la miseria de las cabañas. Nos parecía raro ver a las mujeres con el rostro oculto tras el tarhah. El haber conocido Teherán y las conversaciones amistosas mantenidas sinceramente con los aviadores norteamericanos durante la cena nos recompensaron en cierta medida del tiempo perdido. Pero un caso de salvajismo nos volvió a poner de mal humor a todos; un oficial ingles abofeteó en presencia nuestra a un soldado negro.

Por la mañana volvimos al aeródromo. Cuando íbamos en tropel hacia los aeroplanos, Vadim Fadéiev se detuvo de pronto y, recorriendo con la mirada la lejanía, recitó con voz atronadora:

Tengo que volver de nuevo a Rusia

¡Persia! ¡A ti yo te abandono!

¿Para siempre yo te digo adiós?

Por amor a mi país, que adoro.

Debo regresar ya a mi Rusia.

Los famosos versos de Esénin transmitían con gran exactitud nuestro estado de ánimo.

Al cabo de dos días retornamos por otra partida de aeroplanos. Otra vez nos vimos faltos de guía en el aeródromo. Lo mismo que la vez anterior, a los pilotos nos propusieron hacer noche en Teherán y tuvimos un autobús a nuestra disposición.

Todos los muchachos montaron, pero yo me quedé en el aeródromo con mi punto.

Yo tenía un motivo de bastante peso para regresar inmediatamente a nuestra base. Habíamos tenido que bajarnos del Li-2 sin escalera, y yo salté al suelo con poca fortuna, pues amortigüé el golpe sólo con el pie derecho, en lugar de los dos. Me lo había lesionado ya dos veces: una antes de la guerra, cuando hacía deporte de vuelo a vela, y la otra en el Frente, cuando tuve que hacer un aterrizaje forzoso en Moldavia. En esta tercera ocasión, al notar que el pie se me hinchaba, temí que al otro día no me permitiesen volar y me dejasen en aquel país para curarme.

Tan pronto como el autobús se alejó, fui a buscar a los representantes soviéticos. Me costó mucho conseguir el permiso para sobrevolar la cordillera por mi cuenta.

Se grabaron para toda la vida en mi memoria los majestuosos cuadros que se ofrecían bajo mi aeronave: las profundas sombras negras de los desfiladeros y las grandes nubes ensortijadas con claros que dejaban entrever las cumbres de las montañas relucientes al sol.

...Yo había visto muchas veces desde el aire la crecida primaveral de los ríos en el Kubán, pero no recordaba ninguna tan desbordante como la que presenciaba.

 El río había anegado todas las orillas bajas y se había unido con los esteros y los riachuelos. Se podría decir que el mar de Azov se había adentrado hasta el mismo Krasnodar.

Y allá, tras la azul extensión del agua de la crecida, el cielo parecía sostenido por columnas de humo que ya conocía. En efecto, volábamos hacia el frente. Con la diferencia de que éste ya no pasaba por donde lo habíamos dejado en el otoño del año anterior. En seis meses se habían generado grandes cambios en todos los frentes de la Gran Guerra Patriótica. El Ejército Soviético había obtenido ya bastantes victorias sobre los invasores hitlerianos. El Kubán recibía esta primavera, libre ya de invasores. Las tropas fascistas habían logrado sostenerse únicamente en un pequeño territorio del Kubán, en la península de Tamañ.

Por los periódicos sabíamos ya de los combates aéreos reñidos sobre el Kubán, en los que participaron por ambas partes centenares de aviones a la vez. El enemigo intentaba cerrar herméticamente a nuestros bombarderos el espacio sobre sus tropas puestas entre la espada y el mar. Por eso volábamos nosotros rumbo a Krasnodár.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Es duro retornar a una ciudad conocida y amada que ha sido demolida por la guerra. En lugar de bellos edificios, muros chamuscados. Las calles, limpias hace tiempo, llenas ahora de escombros. Donde antes hubo una alameda, hoy troncos carbonizados y partidos que jamás volverán a florecer... Miré y me acudieron otros recuerdos: el Krasnodar de luces brillantes, el mar de gente bien vestida... El bullicio de la vida... ¿Dónde estaba todo aquello?

Llegué adonde había existido una casa grande de cien apartamentos. Yo había residido en ella casi tres años. Divisé ya desde el aire sus cuatro paredes sin tejado. Ahora podía uno detenerse como ante la tumba de un amigo. Desde abajo, por los huecos ahumados de las ventanas, se veía el extremo del cielo. Pendían muertos algunos tramos de la escalera. Tras una mitad de pared había estado mi habitación...

Seguimos caminando por la calle. Yo enseñaba a los muchachos que me acompañaban dónde habían estado antes de la guerra los cines, la casa de los Oficiales y el Aeroclub. Al ver las ruinas, ellos comprendían lo que pasaba en mí alma.

Muchos fueron los recuerdos que resucitaron en mi memoria en aquel momento. Pero se me oprimió con singular violencia el corazón cuando nos acercamos al edificio medio derruido del Aeroclub, negra y carbonizada la puerta de la entrada principal.

...Después de haber conocido en Josta a Suprún, volví a Krasnodar, y el Aeroclub se convirtió en mí segunda casa paterna. Yo trabajaba y estudiaba sin descanso.

Pasado casi un año monté en la cabina de un avión como piloto y no corno mecánico, si bien aún volaba con un instructor. Tras comprobar el funcionamiento del motor, rodé hacia la línea de salida. Volví la cabeza, y el instructor me hizo con la mano señas de que despegara. Conduje el aparato al despegue.

Después del noveno vuelo de control con instructor, antes aún de bajar yo de la cabina de la avioneta U-2, se me acercó el jefe de vuelos del Aeroclub y me ordenó:

—           Dé una vuelta sobre el aeródromo.

Yo puse el motor en marcha y volví la vista hacia él que me dio la señal, asintiendo con la cabeza

Allí me veía yo realizando el primer vuelo solo, en la cumbre de la altura que había venido escalando tanto tiempo. Aquel día me convertí en piloto.

A fines de septiembre, cuando pasé todos los exámenes, me entregaron la credencial de aviador deportivo. Dos meses después, con la credencial del Aeroclub de Krasnodar, del que ya no quedaban más que ruinas, fui a la escuela de aviación de Kacha...

La caminata que nos dimos por la ciudad cansó a mis compañeros.

—           A pesar de todo, habrá que cortarse el pelo —recordó alguien.

Nos íbamos acercando precisamente a una peluquería. El edificio en que se encontraba había quedado en pie por milagro. Yo conocía al peluquero. Me había cortado el pelo a menudo antes de la guerra. Ahora se encontraba trabajando en aquella peluquería él solo y habían muchos clientes. Pero, ¿acaso podía uno marcharse sin hablar con un conocido?

Al fin tocó mi turno y me acerqué al sillón.

—           Siéntese —me dijo él cortésmente

"No me ha conocido", pensé. Me senté y le pregunté si se había quedado en la ciudad o había evacuado. Sólo entonces, mirándome fijamente, recordó a su cliente de anteguerra.

Al peluquero se le humedecieron los ojos. Siempre les había tenido simpatía a los pilotos, y el encuentro con nosotros fue un acontecimiento para él. Ni tengo que decir que mis compañeros y yo quedamos afeitados y pelados como novios para la boda. Mientras nos pelaba y afeitaba, nos contó cómo había sido tomada la ciudad por sorpresa y con qué crueldad apresaron los hitlerianos a la población. Luego nos acompañó hasta la calle y nos dijo, al despedirnos:

—           ¡Espero verlos a todos en mi sillón después de la victoria sobre el enemigo!

Su dicho no era trivial; sonó cálido y con ternura

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los veloces cazas nuevos que recibimos nos permitían perfectamente mostrar nuestras fuerzas y mañas. Casi todos los pilotos que habíamos llegado al Frente teníamos a nuestras espaldas rica experiencia de combates Para la primavera de 1943, la superioridad numérica del adversario se redujo casi a cero en numerosos sectores del Frente. Se avecinaba el viraje definitivo en la guerra. Como suele decirse, se olía ya en el aire.

...Despegamos seis aparatos. Entablamos inmediatamente enlace con "El Tigre", o sea, con el jefe de la División, que estaba en un puesto de mando en la primera línea. El era quien nos había mandado llamar para cubrir a las tropas de tierra.

Íbamos detrás de los cazas del regimiento contiguo al nuestro. El jefe de la división nos comunicó la situación:

—           Tranquilidad en el aire. Volad con atención. Los Junkers no tardarán en aparecer.

La zona que debía cubrir mi escuadrilla estaba delimitada estrictamente: la primera línea junto al poblado cosaco de Krímskaya. Antes, en situaciones análogas, obrábamos de la siguiente manera: llegábamos, formábamos una rueda y dábamos vueltas a poca velocidad, volviendo la cabeza para ver las colas de nuestros aviones. Los Messerschmitts solían echársenos encima desde lo alto y nos inmovilizaban con el combate, valiéndose de su ventaja principal, que era la velocidad.

Habiendo analizado los desafíos aéreos con el adversario, hacía ya mucho que me había persuadido de la importancia de la velocidad. Sin ella no eran posibles ni la maniobra hábil, ni el ataque imprevisto, ni el fuego demoledor. Pero ¿cómo alcanzarla? ¿Sólo a expensas de la potencia del motor? No. Pues no se trataba de velocidad lineal, sino, valga la expresión, de velocidad “energética”, importantísimo elemento del combate en las verticales. Y esta velocidad, como evidenciaba la experiencia, se alcanzaba principalmente a costa de la altura.

Durante las jornadas de reentrenamiento en la Cobra, nuestros pilotos comprendieron y discutieron estas cuestiones. Los nuevos métodos tácticos hallados colectivamente fueron incluidos en el arsenal de todos los cazas del regimiento.

Hubimos de renunciar a las "tijeras", que empleamos con acierto en el período de los combates por Kajovka y más tarde. Ya no bastaba con patrullar simplemente por encima del sector señalado; era preciso buscar uno mismo y abatir al contrincante con ataques imprevistos y fulminantes como rayos.

Nuestros seis aparatos volaban hacia el sector de cobertura en formación que no se parecía en nada a la empleada antes. Era una "estantería" de parejas escalonadas en la dirección del sol. La diferencia de altura entre cada pareja era de varios centenares de metros.

Tampoco nos preparábamos igual que antes para el encuentro con el enemigo. Cuando volábamos por encima de Novorossíysk, calculé a ojo la distancia que nos faltaba hasta Krímskaya y comprendí que debíamos comenzar desde allí precisamente un descenso vertiginoso para llegar a tiempo y, lo que era más importante aún, con la mayor velocidad sobre el punto señalado.

Una vez que aparecimos sobre Krímskaya vimos aviones. Pero eran LaGGs nuestros, del regimiento vecino, que habían despegado algo antes. Hacían con la mayor tranquilidad la anticuada rueda. No pude menos que pensar que si hubiera aparecido una pareja de Messers tan fugazmente como nosotros, habrían abatido con facilidad algunos cazas nuestros.

Al ver que abajo no había enemigos, volvimos a tomar altura. Pero se comprenderá que no para retornar a casa. Sencillamente ésa era la táctica de nuestras acciones. Altura, descenso vertiginoso generador de gran aceleración, o sea, mucha velocidad para ganar rápidamente la altura precisa. Nuestra escuadrilla oscilaba como un péndulo enorme sobre Krímskaya.

En aquel vuelo se unían casi todos los elementos que posteriormente constituyeron la fórmula de la victoria: ¡altura — velocidad — maniobra — fuego!

Al cabo de unos cinco minutos, el "péndulo" volvió a descender. Pero en esta ocasión vimos sobre Krímskaya un cuadro completamente distinto. Más de diez Messerschmitts picaban sobre los cuatro LaGGs que seguían rodando la rueda a poca velocidad. Éramos nosotros quienes teníamos que decir la última palabra, puesto que llevábamos ventaja de altura. Yo me lancé al ataque contra el jefe de la escuadrilla alemana, lo derribé de una certera ráfaga y me remonté. El Messer se incendió de repente como fulminado por un rayo de tormenta. Al sacar mi aparato del picado, fue tan grande la sobrecarga que incluso perdí el conocimiento unos instantes.

Grigori Rechkálov, el jefe de la pareja que volaba más alto, abatió asimismo un aparato. Los otros Messerschmitts se vieron obligados a abandonar el sector sin haber logrado despejar el cielo de cazas nuestros antes de que llegaran los Junkers. Los bombarderos enemigos no aparecieron por allí.

Tras patrullar en el aire la hora y veinte minutos que nos dictaba la misión, regresamos al aeródromo. Yo me quedé satisfecho con la actuación de mis pilotos. Habían guardado estrictamente las distancias, maniobrado con habilidad y operado con precisa concentración. Se veía que la escuadrilla había asimilado la nueva táctica.

En cuanto aterrizamos, vinieron a visitarnos los pilotos vecinos que salieron primero a cubrir Krímskaya. Nos dieron las gracias por el apoyo que les prestamos y nos hablaron entusiasmados de nuestros ataques:

—           ¡Qué bien les habéis zumbado! —dijo uno de los aviadores—. Se las tomaron en el acto como si se los hubiera llevado el viento. De no haber sido por vosotros, los muy canallas hubieran acribillado mi aparato.

—           ¡No voléis como perdices en bandada inofensiva! —les replicó alegremente Rechkálov, secándose el sudor de la frente.

—           Sí, muchachos —lo apoyé—. Vuestra táctica ha quedado anticuada.

Yo quería explayarme sobre este tema con los vecinos, pero vi que Vadim Fadéiev venía a grandes zancadas hacia nosotros.

—           ¡Diablo! —exclamó con voz atronadora, abriéndose de brazos—, ¿mientras nosotros navegamos por los mares y los pantanos, tú trituras a los boches? Eres un machote. Ya he oído que has aplicado nuestra nueva táctica, ¿es verdad?

—           Sí, Vadim.

—           ¡Enhorabuena! El que pelea como antaño no trae más que agujeros.

Y Fadéiev, riendo, dio unas palmaditas en la espalda al piloto de la unidad contigua.

Se acerco Kriúkov.

—           ¡Buen comienzo! —dijo, estrechándonos la mano a todos—. El jefe de la división ha mandado decir que está satisfecho de vuestra labor.

El acertado vuelo de mi escuadrilla nos libró del patrullaje "académico” proyectado por Kráiev sobre el sector de las operaciones militares. No habíamos visto salir solemnemente a las otras dos escuadrillas, formando grupo, hacia la primera línea. Se decía que habían avanzado todos los aparatos a la misma altura, por debajo de las nubes. Aguardábamos su regreso.

Al fin se divisaron en el firmamento nuestras Cobras.

—           ¿Qué tal? —interrogamos a los aviadores una vez que aterrizaron.

—           Hemos perdido a uno —repuso de mala gana un piloto.

Después nos enteramos de los pormenores de ese vuelo. Atacó al grupo una sola pareja de Messers que salió repentinamente de las nubes. Tras derribar a la Cobra, se perdieron de vista en el acto. El aviador logró descender en el paracaídas. Pero perdimos sin necesidad un aparato nuevo. Este caso demostró una vez más que se debía renunciar de la manera más resuelta a todo lo anticuado. ¿Acaso no se podía dar cobertura al nuevo sector de operaciones con otra táctica y menos aparatos que los del regimiento a pleno?

En las tensas situaciones del Frente no hay mucho tiempo para discutir sobre los aciertos y los reveses.

Las ordenes de los jefes y las ráfagas de balas trazadoras apresuran al combate. Volví a remontar el vuelo liderando mis tres parejas de aviones para cubrir a nuestras tropas de tierra.

Volábamos en formación de combate de dos escalones. Al frente de las dos parejas fundamentales iba Paskéiev. Gólubev y yo volábamos más alto. Cuando las dos parejas de choque entablasen combate, la nuestra abatiría a los Messers que salieran del mismo para tomar altura y repetir el ataque.

Confié a Paskéiev las dos parejas de choque para comprobar cómo obraría después de su prolongada inactividad. Su último servicio de guerra, realizado en el verano anterior, acabó mal para él, si bien se comportó con dignidad y valentía.

Yo había visto ya su talento y su coraje. ¿Cómo se comportaría ahora, durante el primer encuentro con los Messerschmitts o los Focke-Wulfs?

...Volábamos a cinco mil metros de altura. Por entre los claros de las nubes se veía bien la tierra. Miré en derredor. El cielo estaba en calma. Yo sabía que no era por mucho tiempo. Los aviones adversarios aparecerían de un momento a otro.

Así fue. Debajo de nosotros, y aún lejos, por delante, aparecieron tantos bombarderos fascistas que parecían un negro enjambre. Volaban en compacta formación y no sé por qué sin cobertura. ¿Sería posible que los cazas tardaran? No era esa la manera de obrar de los alemanes. En efecto, del aeródromo de Anápa despegaban ya los Messers, levantando polvo. El cálculo era exacto. Llegarían juntos a la primera línea.

Tras comunicar al "Tigre" que se acercaban los bombarderos, mandé a Paskéiev que se preparase para el ataque y así mismo me puse en alerta. Vi que a nuestra misma altura venía una pareja de Messers. Nosotros seríamos los primeros que cruzásemos con ellos las ráfagas de fuego.

—           ¡Cúbreme, Gólubev, ataco!

Con esa voz de mando podría decirse que se traza una raya invisible, tras la cual comienza el combate aéreo.

La pareja de Messerschmitts ascendió más aun. Nosotros también debíamos tomar altura. Mirando por los claros de las nubes, yo iba al tanto de los cuatro aparatos guiados por Paskéiev. Eran nuestro apoyo.

Los Messers, cazadores al acecho como los califiqué mentalmente, eludieron el combate con nosotros. Su designio estaba claro: apartarnos de los otros cuatro.

No me equivoqué; contra los cuatro aparatos encabezados por Paskéiev se lanzaron los diez Messerschmitts que habían despegado del aeródromo de Anápa. Había que virar para recibirlos de cara, dispersarlos con un ataque frontal y abrirse paso hacia los bombarderos. Paskéiev obró así mismo. Iba delante. Los contrarios se aproximaban. De un momento a otro relucirían las balas trazadoras de las ráfagas.

—           ¡Paskéiev, ataca! —grité sin poder contenerme.          

Pero en ese momento el guía de las dos parejas de choque viró bruscamente a un lado y se dirigió descendiendo a Krasnodar. Iba dejando en pos de sí una densa cola de humo. No, no estaba incendiado. Sencillamente, el piloto conectó el dispositivo de postcombustión.

"¿Pero qué está haciendo? ¿Por qué se retira?", pensé inquieto y contrariado. "¿Será posible que le haya entrado miedo y abandone a su suerte a los tres jóvenes pilotos?"

Dejando los tanteos con los cazas Messers, me lancé vertiginosamente abajo en ayuda de nuestros tres aparatos, que se dispersaban. Pero era tarde. El de Kozlóv, el punto de Paskéiev, había perdido ya la dirección y caía a tierra.

La otra pareja de jóvenes pilotos formó a mi lado y, entre los tres, comenzamos a repeler los ataques de los Messerschmitts. Sólo en esos momentos me acordé súbitamente de Gólubev. ¿Dónde estaría? ¿Cuándo se habría rezagado de mí?...

El enjambre de bombarderos enemigos se iba acercando más y más a nuestra primera línea. Nosotros no teníamos fuerzas para cerrarles el paso. Lo único que podíamos hacer era enclavarnos en lo más denso de las escuadrillas de Junkers, romper su formación y obligarles a arrojar las bombas allí mismo, antes de llegar al objetivo.

Conduje mis tres aparatos al ataque. Los jóvenes pilotos me siguieron con intrepidez. Entramos velozmente por detrás y por encima de los bombarderos y abrimos fuego con los cañones y ametralladoras. No nos detenía el fuego de respuesta de los artilleros adversarios. Los nervios de los hitlerianos no lo soportaron. Los bombarderos viraron cada uno por su lado y comenzaron a arrojar las bombas sin orden ni concierto. Luego de dispersar una escuadrilla de Junkers, atacamos a otra, luego a otra... Corno estábamos entre tantos bombarderos, a los Messers les era difícil atacarnos. Pero cuando los bombarderos se retiraron, nos vimos los tres contra diez cazas adversarios. No había manera de desprenderse de ellos. Por lo tanto, había que combatirlos. Y nos quedaban poquísimas municiones

¿Pero qué era aquello? Los hitlerianos viraron en redondo y tomaron rumbo al oeste. Miré en derredor y vi con alegría una nutrida formación de cazas nuestros que se apresuraban a auxiliarnos.

...Cuando regresamos del servicio, lo primero que pregunté es si habían retornado Gólubev y Paskéiev. Me respondieron que Gólubev no había vuelto, pero Paskéiev había aterrizado sin novedad.

—           ¿Qué tiene su aparato?

—           Se le ha agarrotado el motor —respondió el mecánico.

Lo comprendí todo. Si se vuela prolongadamente a régimen de postcombustión, el motor puede quedar inutilizado. ¿Sería posible que Paskéiev lo hubiera hecho adrede para encubrir su cobardía? Ese solo hecho era insuficiente para hacer acusación tan grave. Además, había que comprobarlo minuciosamente. Pero una cosa estaba clara, que habíamos perdido por nada a dos aviadores y dos aparatos nuevos. Y el primer culpable era él.

Paskéiev se mantenía apartado del grupo de aviadores y nos esperaba. Cuando nos acercamos, empezó a farfullar algo, pálida la cara y huidizos los ojos. Poseso de rabia, yo no lo escuché y a duras penas me contuve para no lanzarle a las barbas la horrenda acusación de canalla y cobarde.

 El jefe del regimiento escuchó las novedades que le di acerca del servicio realizado y de la conducta de Paskéiev. Dijo:

—           Está bien, lo pondremos en claro. Prepara la escuadrilla para otro vuelo.

La mala impresión recibida eclipsó todas las alegrías debidas al primer éxito de la escuadrilla. Pero la vida no permite ahondar en los sinsabores de los reveses; lo único que necesita de nosotros es valentía y denodado pelear. Me subí de nuevo a la cabina de mi avión. Conecté el receptor y oí la agitada voz de Fadéiev. A bastante altura y distancia se estaba riñendo un duro combate aéreo. La voz de Fadéiev hacía llegar hasta nuestro campo de aviación la abrasadora llama de la pelea. La inquietud por los compañeros, que se estaban lanzando en aquellos instantes a mortales agarradas, llamaba a las alturas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El regimiento recibió la orden de cambiar de base, a la zona del poblado cosaco de Popóvicheskaya. El aeródromo de Krasnodar estaba atestado de aviones, y la primavera había acabado su obra de secar bien las tierras del Kubán.

Los preparativos y el ajetreo del traslado me recordaron los otros que habíamos hecho antes aunque no se parecían en nada. Era la primera vez que nos íbamos de un aeródromo a otro porque cambiábamos simplemente de posición para combatir y no porque nos viéramos obligados a entregársela al enemigo.

Al hacer mi maleta, di con un objeto comprado cuando estuvimos en Bakú.

Una vez, poco antes de despedirme de María, fui desde Manas a Bakú. Fue uno de esos viajes que rara vez se hacían por aquellos tiempos. El jefe me permitió ir a Bakú a comprar algo que yo necesitaba. Llegué por la mañana, anduve todo el día por las calles para conocer la ciudad, compré unos pantalones, ropa interior y, sin saber yo mismo por qué, un corte de vestido de mujer. El tren partía tarde y me fui derecho, con envoltorios y todo, al teatro de la opera, a ver Carmen. Había visto ya de joven, en Novosibirsk, esta ópera cantada por aficionados. A la sazón me cautivaron el torero y, naturalmente, la propia Carmen.

Y ahora, de pie delante de mi maleta, volví a vivir aquel día pasado en Bakú, y recordé para quién había comprado yo el corte de vestido.

Habrían transcurrido unos cuatro meses desde que María y yo partiéramos por distintos derroteros. Cuatro meses que habían hecho cambiar mucho en mi vida, que me habían traído al Frente y proporcionado mis primeras victorias en los combates.

¿Dónde estaría María? ¿Le habría pasado algo? ¿Por qué no me había escrito ni una línea desde entornes?

Yo no podía dejar de pensar en la muchacha y en sus relaciones conmigo durante el vuelo de traslado a Popóvicheskaya. En el nuevo aeródromo tenía su base un batallón que nosotros no conocíamos

El poblado cosaco estaba lleno de huertos floridos. Sus casitas blancas me evocaban centenares de aldeas ucranianas que habíamos cruzado durante nuestra retirada en el verano del cuarenta y uno.

El primer día que pasamos en la nueva base el cielo permaneció cerrado y lloviznó. Tan pronto como las nubes se elevaron, llego la orden de patrullar.

Al seleccionar a la gente, ya no me preocupaba sólo de la calidad de los pilotos, sino también de distribuirlos debidamente. De ello dependían muchas cosas...

Despegamos seis aparatos. La pareja de apoyo la conducía Rechkálov. Este se distinguía por captar rápidamente la idea de cada batalla. Y cualquiera que fuese la situación que se diera en el aire, casi siempre llevaba hasta el fin el combate comenzado y se esforzaba por alcanzar la victoria.

Ya en el aire, siguiendo el rumbo marcado, oí por radio:

—           En dirección a Krasnodar vuelan tres escuadrillas de Junkers. Cubrid la ciudad.

Respondí al jefe de la división que había recibido la orden y cambié de rumbo en el acto.

Antes aún de llegar a Krasnodar, divisé por debajo de nosotros ocho Messerschmitts. Por consiguiente, los bombarderos aún estaban en camino. Piqué en el acto, sobre la marcha, desde abajo mismo de las nubes y ataqué a uno de los aparatos enemigos. Yo llevaba ventaja de altura, y el golpe resultó sorpresivo. Inflamándose, el Messerschmitt cayó desplomado. Rechkálov abatió a otro.

Los restantes aparatos enemigos se dispersaron y pegándose al suelo, se dieron al escape y huyeron. Como se sabe, el pánico jamás da fuerzas. Comenzamos a perseguir al enemigo. Hasta mi punto, un joven muchacho que me acompañaba aquel día por primera vez, se lanzó en persecución de un Messerschmitt.

—           ¡Ataco, ataco, cúbrame, cúbrame! —llamó por radio.

Comprendí el ánimo del joven piloto que se veía en su primer combate.

—           ¡Te cubro, te cubro, ataca! —le respondí y lo seguí.

Mi punto no pudo aguantar y abrió fuego contra el Messerschmitt desde gran distancia.

—           Calma, no te apresures en disparar —lo corregí— Acércate mas...

Él escuchó mis palabras en el momento de mayor tensión de nervios y pensamiento, cuando el afán de abatir al enemigo y la sensación de que la victoria está próxima pueden ofuscar incluso a un ducho combatiente aéreo. Mi observación de que midiese bien y apuntase mejor parecieron serenar al joven piloto. La siguiente ráfaga que disparó fue fulminante. El Messerschmitt se incendió.

Entonces recordé nuestra tarea principal, la de cubrir Krasnodar, hacia donde pugnaban por llegar los bombarderos enemigos. Di la orden, y mi escuadrilla viró hacia la ciudad. Mi punto se mantenía bien en la formación, pilotando el aparato con seguridad. "¡Bravo!", lo alenté por radio.

Por lo visto, una escuadrilla de Junkers se había abierto ya paso al objetivo, pues sobre los suburbios se elevaba una nube de humo. En el aire evolucionaban otros cazas soviéticos.

A nuestros seis aparatos se adhirió no sé qué avión. Me fijé bien y me di cuenta de que era un Curtiss-Hawk del regimiento de Dzúsov. Duro tenía que haber sido el combate con el enemigo si él, alejado de los suyos, no había podido luego encontrarlos. Pero el piloto no se daba prisa en regresar a su aeródromo: mientras funcionase el motor y disparasen las armas, ansiaba pelear. Eso alegraba.

No hice más que pasar la mirada del Curtiss-Hawk a las nubes, cuando divisé una formación de Messerschmitts que, a todo motor, procuraban alcanzarnos. Viramos bruscamente y fuimos a su encuentro. Atacando desde abajo, por la "panza", derribé al jefe. Su avión cayó a tierra, dejando en pos de sí una columna de humo. Los restantes se apresuraron a esconderse en las nubes.

Tomamos rumbo a Krímskaya. En dirección opuesta a nosotros apareció otra formación de Messerschmitts. Volvimos a entablar combate. Nos doblaban en número. Pero no podíamos marcharnos. Debíamos mantenernos algo más sobre la primera línea. Cuando nuestra infantería veía a sus cazas en el aire, se sentía mucho más segura.

Los Messerschmitts se insolentaron. Vi que uno de ellos se lanzó a atacar al Curtiss-Hawk. Viré y me coloqué en la cola de aquél. Lo centré en el colimador, pero en el retículo se veía también el avión soviético. Si disparaba una ráfaga de cañón, podía abatir al enemigo y al amigo. Por eso disparé sólo las ametralladoras. El Messerschmitt se volcó sobre el ala como el que hace algo de mala gana, y se desplomó. Si tardo un instante mas, nuestro caza no hubiera escapado sólo con inofensivos orificios.

No quiero describir los pormenores del combate, que se repiten de una manera u otra. Diré únicamente que acabó tan de improviso como empezó. En esa ocasión logré derribar cuatro Messers. Cuando regresarnos al aeródromo, quedamos perplejos al enterarnos de que nuestro combate lo estuvo contemplando desde la primera fila el jefe de las Fuerzas Aéreas del Frente del Sur, general Vershínin. En el regimiento se había recibido ya un radiograma suyo en el que expresaba a todos los pilotos de mi escuadrilla su gratitud por las acciones y los aviones enemigos abatidos.

Al poco rato volvieron al aeródromo los cuatro aviones mandados por Kriúkov. Y también se recibió otro radiograma de gratitud para él y sus pilotos. Kriúkov había derribado a la vista de Vershínin tres cazas alemanes. El jefe del frente nos propuso a Kriúkov y a mí para sendas condecoraciones.

A la alegría se sumó de pronto un sentimiento de alarma. ¿Qué actitud adoptaría Kráiev ante el radiograma? Por seguro que lo leería y diría que llevábamos muy pocos días peleando y aún era pronto para condecorar. Y lo que aún tenía más importancia, ¿a quién? ¿A quien él quiso procesar?

Pero ahuyenté en el acto esos pensamientos. Lo más importante y agradable para mí era que pese a la superioridad numérica del enemigo, habíamos logrado vencerlo.

 

 

 

 

 

 

     
 

La joven esposa de Vadim Fadéiev vino a reunirse con él. Cuando el regimiento partió para el Frente, ella se había quedado en una pequeña ciudad de las cercanías de Bakú y no había podido soportar la separación.

Yo pensaba en Vadim con placentera envidia. En los primeros combates que tuvimos encima de Taman, él volvió a distinguirse, consolidando la fama que ya tenía de piloto de caza diestro y valiente. En nuestro regimiento lo querían todos por su carácter bondadoso y alegre y por su coraje en los combates Yo me alegraba de los aciertos de mi amigo y me era grato corroborar que no me había equivocado en mi opinión de él.

Bien es verdad que no siempre me agradaba el arrojo de Fadéiev. A veces lo censuraba por lo que ponía de su propia cosecha y por su temeridad, que podían traerle funestas consecuencias. Este día también nos hizo pasar un mal rato a todos.

Regresábamos de un servicio. Los aviones iban aterrizando uno tras otro. De pronto, Vadim hizo otra de las suyas. Pasó como una exhalación, rozando casi las copas de los árboles, tomó la vertical y comenzó a hacer toneles ascendentes. El efecto fue imponente, sin duda alguna. Por supuesto, nosotros comprendíamos por quién hacía todo eso, lo hacía para quien contemplaba desde tierra, además de nosotros, sus números de circo.

De pronto aparecieron en el firmamento cuatro cazas alemanes. Saliendo de las nubes, los Messers se dejaron caer de súbito, cual chaparrón de verano, sobre nuestro avión solitario. Distraído con las figuras de acrobacia, Vadim no advertía nada en derredor suyo.

Los pilotos que estábamos en el aeródromo nos llevamos un susto tremendo. Fiódorov echó a correr a su aparato para conectar la emisora y avisar a Fadéiev el peligro que lo acechaba. ¿Le daría tiempo? Por fortuna, al propio Vadim se le ocurrió mirar en torno. Y cuando en el aire titiló la ráfaga de las ametralladoras del adversario, Vadim viró bruscamente a un lado y luego picó vertiginosamente casi hasta el mismo suelo. Se salvó, como suele decirse, por milagro. Y los Messers, al no poderlo derribar del primer intento por sorpresa, viraron en redondo y se remontaron a las nubes.

Cuando nos quedamos Vadim y yo solos, le aconsejé como amigo que se dejara definitivamente de hacer chiquilladas. El quiso echarlo todo a broma, pero Pogrebnói, que se acercaba, oyó casualmente nuestra conversación.

—           Fadéiev, te está diciendo la verdad —me apoyó el subjefe político del regimiento—, tienes que pensar en serio sobre tu comportamiento en el aire.

Fadéiev se quedó en el aeródromo, y Pogrebnói y yo fuimos al puesto de mando. Por el camino, el subjefe político me rogó:

—           Habla con él otra vez. A ti te comprenderá mejor. Es cierto que las chiquilladas se le pasarán pronto. Y es un piloto magnífico.

—           Yo también tengo miedo por él —confesé sinceramente a Pogrebnói—. La temeridad siempre acaba mal.

De ese caso sacamos otras conclusiones más. A partir de entonces, cuando se retornaba de los servicios, dejábamos siempre una pareja de aviones en el aire para cubrir el aeródromo. Esta pareja aterrizaba última. Y el que aterrizaba primero, no abandonaba la cabina hasta que no lo hiciera la pareja de patrulla.

Lo mismo que al adiestrar a los pilotos jóvenes en Zernograd, hubo que repetir a los aviadores la conocida máxima: “en tanto no dejes la cabina del aeroplano, el vuelo aún no ha acabado para ti: mantente alerta”.

Kozlóv vino a Popóvicheskaya, de paso, en una camioneta. Contó lo que le había sucedido en el aire, sin callar la extraña conducta del jefe de las dos parejas en el momento decisivo del combate. Me quedó claro que no podía confiarse más en Paskéiev. Pero el jefe del regimiento seguía demorando las deducciones.

Varios combates acabados con éxito convencieron definitivamente a los pilotos de cuan acertados eran los procedimientos tácticos que habíamos descubierto. Pero, para emplearlos con la mayor eficacia, nos faltaban sencillamente fuerzas: en cada vuelo, la superioridad numérica estaba del lado de la aviación enemiga. Además, el mando del regimiento seguía opinando que, para cubrir la primera línea de nuestra defensa, era mejor enviar pocos aviones.

Al sobrevolar las posiciones de nuestra infantería, nos dimos cuenta de que al Frente se acercaban nuevos refuerzos nuestros, señal de que se preparaba una ofensiva. ¡Que comenzara cuanto antes!

 
     
 

Realizado por *DZR* Chimanov

Revisado por HR_Irazov

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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