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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

EL MAR Y LAS MUCHACHAS

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ahora mi domicilio era el aeroplano. Comía debajo del ala; debajo del ala leía los periódicos entre vuelo y vuelo y allí mismo escribía las cartas y hacía mis apuntes.

Cuando el regimiento comenzó a pasar de un aeródromo a otro, decidí apuntar los nombres de los poblados en que parábamos. Pero a fines de julio y durante la primera mitad de agosto menudearon tanto los traslados que hube de renunciar a mis propósitos.

Mientras estuvimos cerca de nuestras fronteras, apenas veíamos a evacuados que se retiraban con los soldados de nuestras unidades dispersas. Pero ahora...

Los carros pasaban lentos, tirados por caballerías y bueyes, Iban cargados con enseres domésticos y. sentados encima, ancianos, mujeres y niños extenuados, tostados por el sol y grises del polvo. Algunos habían puesto, como los gitanos, toldos en los carros, y desde debajo de los toldos asomaban caras de chiquillos. Por los caminos, mezclándose, desfilaban rebaños de vacas, de ovejas y de caballos levantando nubes de polvo que lo envolvían todo. Los tractores arrastraban dos y tres cosechadoras.

Pitaban, pidiendo paso desesperados los chóferes de los camiones.

Nos manteníamos en las arboledas para no tragar tanto polvo y mirábamos aquel triste río. Efectivamente, nosotros, nuestro ejército, no habíamos podido contener la embestida del enemigo. Y, lo mismo que aquella gente, retrocedíamos con la esperanza de recibir refuerzos.

Caminaban los soldados, unos heridos y otros ilesos, con botas bajas y vendas en las pantorrillas, empapadas de sudor las guerreras, algunos con la cazoleta colgando del cinto y sin fusil. Los capotes enrollados y puestos a la bandolera les parecían un fardo. A la espalda, un escuálido macuto: y la cuchara en el bolsillo o metida entre las vendas de las pantorrillas.

Nos acercamos a ellos y entablamos conversación:

— ¿Por qué vais desarmados?

— No hay armas.

— ¿Cómo es eso?

— No nos han dado. Dicen que no alcanzan para todos.

— Recogeremos las de los muertos y entonces tendremos.

Daba pena oír y ver todo aquello. Nos venían a la memoria las páginas de la guerra y la paz y escenas de películas de la guerra civil. Y pensamos en la inmensa paciencia del pueblo, en la ingente fuerza de nuestro país, que aún no se había estremecido todo, que aún no había montado en cólera.

 
 

Que la noble ira

Cual ola te enardezca.

La santa guerra

Del pueblo se despliega.

 

 

Dijérase que se oía la melodía de esta canción en el estrépito del polvoriento camino.

— ¡Una bengala!

Del puesto de mando salieron disparadas, una tras otra, dos bengalas. Corrimos a más no poder hacia nuestros aparatos.

Tras los árboles del bosque se vislumbraba el ígneo disco rojizo del sol poniente. O quizás fuese el resplandor de algún incendio.

Varios Mígs se elevaron y entraron en seguida en combate.

En derredor de los Junkers evolucionaba toda una bandada de Messerschmitts. Era difícil abrirse paso hacia los Junkers, pero había que lograrlo a toda costa.

Selivérstov se arrojó derecho contra el jefe del grupo de los Junkers. Lo atacaron dos Messerschmitts. A ninguno de los nuestros le dio tiempo de acudir en su apoyo, pues habíamos emprendido la persecución del grupo en retirada. Volví la cabeza y vi que el aeroplano de Selivérstov arrastraba en pos de si una cola de humo negro, El piloto saltó de la cabina, y el Mig prosiguió su último vuelo sin dirección. La llamarada de su explosión en el suelo se fundió con el sangriento ocaso.

Miramos con rabia al oeste, hacia donde se alejaron los Messers. Ya los podíamos esperar a la mañana siguiente sobre nuestro aeródromo, pues habían visto de dónde despegamos. Cuando aterrizamos, fuimos a ver el camino que habíamos salvado. Acababa de aparecer en él una larga columna de tropas nuestras. Los camiones adelantaban a las piezas de artillería tiradas por caballos, desparramando los tresnales apilados por las orillas. Todos los soldados llevaban fusil y casco. Sentimos deseos de verlos pasar para percibir su fuerza y su seguridad. Eso nos era muy necesario para reconfortar nuestros ánimos.

Selivérstov regresó al regimiento en un camión koljosiano. Por el aspecto que traía, comprendimos que si se hubiera detenido un minuto más en el aeroplano quizás no hubiese salvado el pellejo.

Los amigos rodearon en seguida a Selivérstov y comenzaron a gastarle bromas. Uno le tiró del faldón del cuero, retorcido por el fuego, y otro le propuso cambiar con él las botas.

— Ahora tendrás que ir detrás del jefe de intendencia —le dijo, entre las risas de todos, Figuichov—. Antes de que te dé o cambie algo, te soltará el rollo de cómo hay que usar el uniforme para que dure.

A la mañana siguiente, en cuanto nos sentamos a desayunar, se oyó ruido de motores.

— ¡Son nuestros! Van a bombardear —dijo Matvéiev, señalando un grupo de aviones que apareció en el firmamento.

Miré en aquella dirección y me quedé de una pieza: desde oriente, por dónde salía el sol, se acercaba al aeródromo un grupo de aviones alemanes Heinkel.

— ¿De dónde te has sacado que son nuestros? —le grité y dejando el trozo de gallina que me estaba comiendo, eché a correr hacia mi aeroplano. Estaba éste en el extremo más apartado del aeródromo y, hasta que llegué, me caí varias veces, pues se me enredaban los pies entre las crecidas matas de alforfón.

Cuando así el paracaídas que estaba debajo del ala, oí el silbido de las bombas. Me pegué instintivamente al fuselaje, como si él pudiera protegerme de los cascotes.

Varias explosiones hicieron estremecerse la tierra, y en el aire volvió a oírse el monótono ruido de los aviones Heinkel. Iban a dar la segunda pasada.

Me dio tiempo de retirar varias ramas grandes con las que estaba enmascarado mi aeroplano, y los aparatos Heinkel se dirigieron derechos a mí. Los Migs nuestros que ya habían despegado estaban tomando altura a un lado. Los aviones alemanes lanzaron más bombas... que fueron a caer en la mismísima hilera de aeroplanos nuestros. Oí cómo se clavaba en el suelo, haciéndole estremecerse, la más próxima a mí.

En esta ocasión, mi suerte, mi destino, se ocultaba también en aquellos enormes mazacotes de hierro que se hincaron en el suelo y no estallaron.

El hecho de que las bombas no estallaran me hizo creer que yo era más fuerte que las más temibles armas, que yo soportaría todas las pruebas. Durante los minutos de silencio que siguieron al bombardeo pensé en eso de manera más simple: que jamás me escondería ante la faz del enemigo y quedaría con vida. Desde el punto de vista militar, esa conclusión puede parecer descabellada, pero es la que yo saqué.

Los alemanes arrojaron muchas bombas sobre nuestro aeródromo, pero, como suele decirse, las consecuencias no pasaron del susto que nos dieron. Inmediatamente después del desayuno, se dio la orden de prepararnos para el traslado del aeródromo. Junto al puesto de mando se apiñaban los aviadores: Matvéiev estaba repartiendo mapas nuevos con un extremo azul.

¡El mar!

En los mapas que habíamos usado hasta esos momentos, no figuraba el mar.

Ivanov comenzó a hablarnos del aeródromo junto al mar, adonde íbamos a trasladamos. El ya había estado allí. Lo escuchábamos con atención. Por lo que él decía, podía comprenderse que allí, cerca, de Nikoláiev, reinaba tanta calma como en la profunda retaguardia.

Tal vez pudiéramos allí, al menos, lavarnos el sudor y quitar con el agua del mar el polvo, que impregnaba nuestra indumentaria.

Ivanov me llamó y, para no demorar mi despegue, me habló mientras caminaba a mi lado. Nunca hablábamos de cosas abstractas no relacionadas con los servicios. Parecía que entre nosotros no había ni podía haber amistad en el amplio sentido de la palabra. Pero tan pronto como nos quedábamos los dos solos, nos sonreíamos, y nuestras relaciones oficiales, de servicio, pasaban durante cierto tiempo a segundo plano. Charlábamos como simples personas. En aquellos momentos me di cuenta de que Ivanov caminaba algo más cargado de hombros. Quise preguntarle por su salud, pero me dio reparo y me limité a mirarlo como se mira a una buena persona de más edad y a un jefe entregado en cuerpo y alma a la aviación. Me di cuenta de que él estaba dispuesto a ponerme una mano en el hombro y decirme algo cordial, algo que me diese ánimos, fuerza y seguridad. Podía preguntarme por qué llevaba una guerrera tan vieja, blanca del sudor por la espalda. Pero se limitaba a caminar a mi lado, escuchar mis propuestas y pronunciar su sempiterno "está bien, está bien". De seguro que encontraba con muchos ese contacto espiritual, como si procurase comunicarnos a cada uno de nosotros una parte de sus ánimos, de su fe, de su equilibrio moral. Aquel día, probablemente, Ivanov quería decirme algo importante. Callaba mientras caminábamos por las matas de alforfón. Luego dijo de pronto:

— En Tuzlí tendremos al lado el mar y muchachas.

En los mapas no había ninguna señal relativa a las muchachas. Me desconcertaron algo las palabras de mi jefe.

— Nos han enviado personal de comunicaciones al regimiento. Son chicas y ya han llegado allá. ¡Pero qué chicas tan lindas, Pokryshkin! ¡Qué lindas!...

— Da la impresión de que le han cautivado el alma.

— ¿A mí? Pues sí, una de ellas. En cuanto lleguemos, te la presentaré sin falta. Cuando la vi, pensé en seguida en ti. A ti, solterón empedernido, es lo que te hace falta para tu carácter, un poco de cariño.

— ¿No se le habrá ocurrido casarme con ella?

— A un tipo como tú no estaría mal casarlo —repuso, echándose a reír.

— ¿Para qué dejar viudas?

Despegamos, formamos y tomamos rumbo sureste.

"Cuando la vi, pensé en seguida en ti". Estas palabras de Ivanov me acudían continuamente a la memoria. Volvieron a sonar en mis oídos cuando en el horizonte vislumbré algo enorme, que no parecía el cielo ni tenía síntoma alguno de tierra. El azul del mar aún no se destacaba claramente entre la neblina.

¡El mar! El mar Negro...

El aeródromo de Tuzlí estaba bien preparado para recibir al regimiento. Los refugios para los aeroplanos, los almacenes y las chabolas del mando, imperceptibles desde fuera, lo hacían sólido y cómodo para actuar en la proximidad del frente. Pero su principal atractivo era el mar.

Anochecía. Los aviadores abandonaban los lugares de estacionamiento y se reunían junto a la chabola de la plana mayor. Hablaban de ir al mar pues estaba a unos kilómetros, y esperaban que el jefe les anunciara los servicios de guerra que tendrían al otro día.

— ¡Pokryshkin! —oí de pronto. Alguien me llamaba desde abajo.

Descendí los empinados escalones de la chabola y vi de pronto en la penumbra, junto al teléfono, a una guapa chica vestida de uniforme. Detrás de mí entró Figuichov.

— ¿Os conocéis ya? —me interrogó, deteniéndose a mí lado.

— No, aún no nos ha dado tiempo —repuse, turbado.

Entró el jefe del regimiento. Al vernos al lado de la muchacha, se sonrió y dijo:

— Está todo claro. Ahora los águilas como vosotros os vais a pasar todo el tiempo en la chabola de la plana mayor. Ea, os presento a nuestra telefonista.

Figuichov se adelantó a tenderle la mano:

— Me llamo Valentín.

— Y yo Valentina — respondió la telefonista.

Nos hizo gracia la coincidencia. En torno dé la chica había ya cinco personas. El más cortés con ella era Figuichov, nuestro nuevo jefe de la escuadrilla.

Comprendí por su parte que no cedería a nadie una chica como aquélla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El silencio, los mesurados embates de las olas y el plateado riel de la luna en el agua nos hicieron olvidar cierto tiempo todos los sinsabores de la vida del frente. Luego de bañarnos, paseamos por la playa de arena. Delante iba Figuichov, haciendo ejercicios físicos con los brazos. Adivinamos por qué estaba de tan buen humor. Creyérase que quería volar. Se puso a cantar...

Su voz resonaba por la orilla del mar, y Lukashévich y yo solíamos la risa, pues comprendíamos a Figuichov. Se había prendado ya de la muchacha de ojos negros y atezado rostro, de la esbelta Valentina. Miré las huellas que iba dejando Figuichov. Desaparecían, confundiéndose con la arena del mar. Pensé en la huella que un hombre deja en la vida de otro igual que él. ¿Debido a qué? A su afán, que enardecía a otros. A su fidelidad a la causa, que animaba a otros. A la pureza de su alma.

Aquellas huellas en la arena, la playa, la lejanía y la profundidad del mar, que comenzaba a nuestros pies, me recordaron otras huellas idénticas dejadas en la arena y una conversación tenida al rumor de las olas.

...En 1935, yo me incorporé a un regimiento deplegado en el Kubán. Era mecánico y me destinaron al avión que debía tener siempre a punto. Hacía tres años que me había marchado de Novosibirsk, mi ciudad natal, y había dejado la fábrica para ser aviador, pero mi suerte había cambiado. Prepararía aeroplanos para que volasen otros jóvenes como yo. Lo mismo que yo, esos jóvenes habían salido de ciudades y aldeas al encuentro de su ensueño y lo habían visto realizarse, no como yo. En la escuela donde me admitieron se cerró de improviso la sección de vuelos, y todos los alumnos fuimos incluidos en la sección de mecánicos. Las solicitudes que yo presentaba no podían cambiar nada, de no contar los servicios y guardias que me imponían en adición a los de turno.

Hube de replegar mis alas y empuñar las llaves inglesas. Con esas llaves por emblema en el cuello de la guerrera y no con las alas y la hélice que ostentaba el personal volante, llegué a mi regimiento. El trabajo y los quehaceres al pie de los aviones me absorbieron. ¡Qué le iba a hacer! Que fuese así. Que me dejara mi ensueño por algún tiempo si es que no me había vuelto la espalda para siempre.

Nuestro regimiento se pasó todo el verano en un campamento, el aeródromo no se acallaba desde la mañana hasta la tarde: se entrenaban los pilotos. Los amigos me llamaron la atención varias veces cuando me quedaba mirando embelesado el cielo y me olvidaba todo lo demás. Para volar, aunque fuese como pasajero, pedí que me admitieran en el círculo de paracaidistas. Me montaba en un avión, saltaba desde las alturas... A pesar de todo, así estaba más cerca de la vida de los vuelos.

Ya muy entrado el otoño, recibí la primera plaza para ir a una casa de descanso. En Josta, cerca de Sochi, vi por primera vez el mar. Estaba ya frío, pero hacia gimnasia todas las mañanas en la orilla y me bañaba. Tomaba a menudo una barca y me alejaba mar adentro. Cuanto mayor era el oleaje, tanto más deseos tenía de bogar. La pugna con las olas me atraía y sustituía mis marchas con esquís, muy de mi agrado. Las olas, el viento, las salpicaduras de agua salada y, frente a ellas yo solo en medio de la oscura profundidad, empuñando los remos como si fuesen alas. Cuando uno los sujeta fuertemente sus manos, cuando se siente con energía y seguridad, nada lo intimida.

En una ocasión, cuando, tras de arrimarme a la orilla, arrebaté la barca a una ola inmensa y la arrastré por las piedras, se me acercó un aviador alto y apuesto. Me miró con envidia: las infinitas salpicaduras saladas me habían mojado.

— ¿Has ido solo? —me interrogó, ayudándome a colocar y atar la barca al embarcadero,

— Sí, solo.

— ¿Quieres que vayamos los dos?

Le miré atentamente la cara y lo reconocí. Era Stepán Suprún. Su nombre lo conocían todos los aviadores, casi como los de Chkálov, Grómov y Kokkinaki. Probaba aviones nuevos y se distinguía por su coraje y su maestría. Stepán Suprún estaba allí veraneando también, y yo lo había visto en el comedor, instalado en nuestro pabellón; llevaba una condecoración al pecho. Por entonces, las condecoraciones enaltecían a los militares. Se contaba que Stepán Suprún había sido condecorado por los vuelos de prueba y por la victoria que obtuvo en las competiciones de tiro aéreo que se celebraban en todo el ejército. ¡Bogar en el mar, llevando por compañero a una persona como él era muy interesante!

— ¿Mañana o ahora? —interrogué.

— Podemos ahora. Pero si estás cansado...

— Sí, mejor será mañana, si le parece bien.

Al otro día apartamos entre los dos una barca de la orilla, y las olas nos metieron en el acto diez metros en el mar. Suprún empuñó los remos. Remaba fuerte y bien. En una pierna se le veía una cicatriz larga y profunda y, cuando ponía la pierna en tensión, me parecía qué sentía dolor. Le propuse que cambiáramos de sitio.

— ¡Aguarda! Déjame que reme un poco.

Nos alejarnos mucho y perdimos de vista la costa tras las crestas de las olas. Cuando nos cansábamos, dábamos reposo a los brazos y hablábamos de deporte y aviación.

— ¿En qué aparato vuelas? —me interrogó de pronto.

— En ninguno.

— No gastes bromas.

— Lo digo en serio. Soy mecánico.

— No te creo. Tienes carácter de piloto.

Luego, cuando paseábamos todos los días por la orilla, sólo una vez reanudamos el lema. Le conté cómo habían ocurrido las cosas para verme hecho mecánico y le confesé que en realidad, soñaba con volar. Stepán Suprún se alegró:

— Lo ves, ya decía yo que tú tienes alma de aviador y lo eres en el pensamiento. Efectivamente.

— A mí también me costó lo mío conseguir los distintivos de piloto. Escríbeme a Moscú, a lo mejor te puedo ayudar a que te recalifiques. Lo principal es que no pierdas tu ensueño. ¡Entonces lo conseguirás!

Le prometí escribirle. Después de eso, hablaba siempre conmigo como si fuera un avezado piloto. Me tenía ya por aviador, y eso me halagaba mucho.

— Cada día seremos más y más en el país. Y ten en cuenta que el piloto del futuro no es solo valiente sin reservas. Ha de saber mucho. Tu título de mecánico no te molestará para nada en ese camino. Hoy existen ya decenas de tipos de motores en nuestro país y en el extranjero. En la guerra, los pilotos habrán de pelear en distintos aparatos. Y a ti te será más fácil aprender el manejo de cualquier avión.

No olvidé sus ideas y opiniones de la aviación ni sus amistosas advertencias. El mar, la costa, las huellas en la arena y el paseo por la orilla me recordaron Josta y a Suprún.

Hablé de Suprún a Lukashévich. Había leído algo de él y había oído contar a alguien que él y Stefanovski mandaban dos regimientos de cazas y peleaban cerca de Minsk.

— ¿Volvemos?

— No sé por qué, Figuichov sigue adelante.

— Va soñando. Lo que son los flechazos.

Volvimos a la camioneta. Los inquietos haces de los reflectores escrutaban el cielo de Nikoláiev, y los proyectiles antiaéreos estallaban en él, encendiéndose cual grandes chispas rojas y volviendo a apagarse. Los fogonazos de los disparos o las explosiones de las bombas se elevaban por encima del horizonte. Nos detuvimos a escuchar. No se oían otros ruidos.

— Los antiaéreos zumban bien —dijo Figuichov parándose a nuestro lado sin que lo advirtiéramos—. Si los hubiéramos recibido así en la frontera...

— Cuando aún estábamos en Bieltsi—prosiguió su pensamiento Lukashévich.

— Sí. Es posible que no hubiéramos llegado a conocer que en el mundo existe un Tuzlí como éste.

En el camino de vuelta, no sé por qué, la camioneta frenó junto a la chabola de la plana mayor. Figuichov se apeó de la cabina casi en marcha. Los aviadores que íbamos en la caja soltamos la carcajada.

— ¡Hala, Valentín, no pierdas tiempo! —le gritamos al alcance.

Me sentí triste. No sé por qué motivo. Probablemente fuera porque en el horizonte se encendían unos resplandores como los que habíamos visto ya en Kotovsk.

 

     
 

 

 

 

 

 

Un día de tenaces combates aterrizaron en nuestro aeródromo tres aviones de tipo desconocido. Por la pinta parecían cazas, y por el tamaño, bombarderos. Nos reunimos todos los pilotos a contemplar los nuevos aparatos. Y se comenzó a hablar:

— ¡Pero si es el IL-2!

— ¡Pues claro!

— ¡Un avión de asalto como hace falta!

— Es un tanque volante.

— Un aparato como éste no teme nada. Coraza por debajo, coraza por los lados y cabina con cristales blindados.

— Combatir en este aparato es un placer.

— Antes de elogiarlo hay que probarlo —metió baza Figuichov.

— Anda, pruébalo —le propuso Ivanov—. Para eso nos los han enviado.

— Puedo despegar ahora mismo.

— Pues prepárate.

El jefe del regimiento me propuso a mí también que pasara a volar en un avión de asalto.

— Cuando lo pruebe le diré si me paso o no.

— ¿Conque no te decides hasta que no lo palpes con tus propias manos?

— Con las manos y los pies, camarada jefe.

— Claro, desde arriba se ven mejor las cosas —accedió Ivanov.

Los pilotos que habían traído los aviones IL se vieron convenidos en instructores. Monté en uno de los aparatos de asalto y me sentí en seguida tan a mis anchas como en un carro aldeano. ¡Estupenda cabina! Me fijé en la disposición de los indicadores, probé los mandos y puse el motor en marcha.

Yo me tenía por piloto de caza innato y por nada del mundo me hubiese conformado con volar en otros aviones. Pero el IL-2 me había intrigado: poseía buena velocidad, potente motor, cañones, ametralladoras y proyectiles-cohetes. En un aparato como aquél se podía combatir.

Despegué, sintiéndome ya a medias piloto de asalto, pero torné al suelo siendo de nuevo caza nada más.

— ¿Qué te ha parecido el aparato? —me interrogó el jefe del regimiento.

— ¡Magnífico! Pero yo personalmente, no cambio el caza por otro avión.

— Pues Figuichov ha accedido.

— Eso es cosa suya. Claro que en el IL hay cristales blindados, coraza por debajo...

El comándame Ivanov no quiso reparar en mi broma.

— Mañana irás de servicio con los IL. ¡Verás cómo remueven la tierra! Es algo de temer, y no un aeroplano a secas.

— De seguro que los ingenieros aeronáuticos estarán pensando algo en cuanto a los cazas. También tendremos nosotros aparatos algo mejores que los Migs.

El jefe del regimiento se sonrió y dijo:

— Bien se ve que eres un aviador de caza persuadido. Cuando se va por la recta, se llega más lejos.

Me quedé solo en el lugar de estacionamiento y, de súbito, vi que una formación de Junkers volaba hacia un dique flotante anclado. Sin aguardar ninguna orden, monté en mi aeroplano y despegué. Desde la costa, los antiaéreos abrieron fuego contra los bombarderos enemigos. Yo también les ataqué. Las trayectorias de las ráfagas de mis ametralladoras se mezclaron con los fogonazos de las explosiones de los proyectiles antiaéreos. Un Junkers se incendió. Sus tripulantes descendieron en los paracaídas. Los otros aeroplanos arrojaron precipitadamente las bombas y dieron la vuelta.

Volaban a ras del agua y me era muy difícil atacarlos. Tomaba altura, picaba, disparaba, y a mis pies estaba el mar. El Junkers que cerraba la formación se rezagó de los otros, dejando una cola de humo. Hacía falta rematarlo, pero se me habían acabado las municiones.

Miré atrás y no vi la orilla. Ya era hora de regresar. Me daba rabia no haber derribado el segundo Junkers. Aun con todo, regresaba contento. Me alegraba de no haber renunciado a mi laborioso Mig pilotaba de nuevo el aparato que más cuadraba a mi carácter.

Cuando retorné al aeródromo, me enteré de que aquella mañana los alemanes habían tomado la aldea contigua a Beriózovka, de donde habíamos emprendido el vuelo el día anterior. Uno de los oficiales se salvó por pelos del fuego de ametralladora de los motociclistas alemanes. Aquel oficial había visto cómo los alemanes ametrallaron a las camareras, que salieron del comedor al oír los disparos.

A mi lado estaba Selivérstov y dijo pensativo, baja la cabeza:

— Me da pena de las chicas, mucha pena. El almacén de la impedimenta me pena también.

— Tendré que lucir faldón corto hasta el fin de la guerra.

— Si vives hasta el día de la victoria, vistiendo ese cuero chamuscado, lo pondrán en el museo.

— Pues para algo servirá —otorgó Selivérstov.

De Beriózovka hasta Tuzlí no era mucha la distancia. Al otro día volvimos a cambiar de aeródromo.

 

     

 

Realizado por HR_Crash

Revisado por FAE_Cazador

 

 

 

 

   

 

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