Dijérase que se oía la melodía de esta canción en
el estrépito del polvoriento camino.
— ¡Una bengala!
Del puesto de mando salieron disparadas, una tras
otra, dos bengalas. Corrimos a más no poder hacia nuestros aparatos.
Tras los árboles del bosque se vislumbraba el ígneo
disco rojizo del sol poniente. O quizás fuese el resplandor de algún
incendio.
Varios Mígs se elevaron y entraron en seguida en
combate.
En derredor de los Junkers evolucionaba toda una
bandada de Messerschmitts. Era difícil abrirse paso hacia los Junkers,
pero había que lograrlo a toda costa.
Selivérstov se arrojó derecho contra el jefe del
grupo de los Junkers. Lo atacaron dos Messerschmitts. A ninguno de los
nuestros le dio tiempo de acudir en su apoyo, pues habíamos emprendido
la persecución del grupo en retirada. Volví la cabeza y vi que el
aeroplano de Selivérstov arrastraba en pos de si una cola de humo negro,
El piloto saltó de la cabina, y el Mig prosiguió su último vuelo sin
dirección. La llamarada de su explosión en el suelo se fundió con el
sangriento ocaso.
Miramos con rabia al oeste, hacia donde se alejaron
los Messers. Ya los podíamos esperar a la mañana siguiente sobre nuestro
aeródromo, pues habían visto de dónde despegamos. Cuando aterrizamos,
fuimos a ver el camino que habíamos salvado. Acababa de aparecer en él
una larga columna de tropas nuestras. Los camiones adelantaban a las
piezas de artillería tiradas por caballos, desparramando los tresnales
apilados por las orillas. Todos los soldados llevaban fusil y casco.
Sentimos deseos de verlos pasar para percibir su fuerza y su seguridad.
Eso nos era muy necesario para reconfortar nuestros ánimos.
Selivérstov regresó al regimiento en un camión
koljosiano. Por el aspecto que traía, comprendimos que si se hubiera
detenido un minuto más en el aeroplano quizás no hubiese salvado el
pellejo.
Los amigos rodearon en seguida a Selivérstov y
comenzaron a gastarle bromas. Uno le tiró del faldón del cuero,
retorcido por el fuego, y otro le propuso cambiar con él las botas.
— Ahora tendrás que ir detrás del jefe de
intendencia —le dijo, entre las risas de todos, Figuichov—. Antes de que
te dé o cambie algo, te soltará el rollo de cómo hay que usar el
uniforme para que dure.
A la mañana siguiente, en cuanto nos sentamos a
desayunar, se oyó ruido de motores.
— ¡Son nuestros! Van a bombardear —dijo Matvéiev,
señalando un grupo de aviones que apareció en el firmamento.
Miré en aquella dirección y me quedé de una pieza:
desde oriente, por dónde salía el sol, se acercaba al aeródromo un grupo
de aviones alemanes Heinkel.
— ¿De dónde te has sacado que son nuestros? —le
grité y dejando el trozo de gallina que me estaba comiendo, eché a
correr hacia mi aeroplano. Estaba éste en el extremo más apartado del
aeródromo y, hasta que llegué, me caí varias veces, pues se me enredaban
los pies entre las crecidas matas de alforfón.
Cuando así el paracaídas que estaba debajo del ala,
oí el silbido de las bombas. Me pegué instintivamente al fuselaje, como
si él pudiera protegerme de los cascotes.
Varias explosiones hicieron estremecerse la tierra,
y en el aire volvió a oírse el monótono ruido de los aviones Heinkel.
Iban a dar la segunda pasada.
Me dio tiempo de retirar varias ramas grandes con
las que estaba enmascarado mi aeroplano, y los aparatos Heinkel se
dirigieron derechos a mí. Los Migs nuestros que ya habían despegado
estaban tomando altura a un lado. Los aviones alemanes lanzaron más
bombas... que fueron a caer en la mismísima hilera de aeroplanos
nuestros. Oí cómo se clavaba en el suelo, haciéndole estremecerse, la
más próxima a mí.
En esta ocasión, mi suerte, mi destino, se ocultaba
también en aquellos enormes mazacotes de hierro que se hincaron en el
suelo y no estallaron.
El hecho de que las bombas no estallaran me hizo
creer que yo era más fuerte que las más temibles armas, que yo
soportaría todas las pruebas. Durante los minutos de silencio que
siguieron al bombardeo pensé en eso de manera más simple: que jamás me
escondería ante la faz del enemigo y quedaría con vida. Desde el punto
de vista militar, esa conclusión puede parecer descabellada, pero es la
que yo saqué.
Los alemanes arrojaron muchas bombas sobre nuestro
aeródromo, pero, como suele decirse, las consecuencias no pasaron del
susto que nos dieron. Inmediatamente después del desayuno, se dio la
orden de prepararnos para el traslado del aeródromo. Junto al puesto de
mando se apiñaban los aviadores: Matvéiev estaba repartiendo mapas
nuevos con un extremo azul.
¡El mar!
En los mapas que habíamos usado hasta esos
momentos, no figuraba el mar.
Ivanov comenzó a hablarnos del aeródromo junto al
mar, adonde íbamos a trasladamos. El ya había estado allí. Lo
escuchábamos con atención. Por lo que él decía, podía comprenderse que
allí, cerca, de Nikoláiev, reinaba tanta calma como en la profunda
retaguardia.
Tal vez pudiéramos allí, al menos, lavarnos el
sudor y quitar con el agua del mar el polvo, que impregnaba nuestra
indumentaria.
Ivanov me llamó y, para no demorar mi despegue, me
habló mientras caminaba a mi lado. Nunca hablábamos de cosas abstractas
no relacionadas con los servicios. Parecía que entre nosotros no había
ni podía haber amistad en el amplio sentido de la palabra. Pero tan
pronto como nos quedábamos los dos solos, nos sonreíamos, y nuestras
relaciones oficiales, de servicio, pasaban durante cierto tiempo a
segundo plano. Charlábamos como simples personas. En aquellos momentos
me di cuenta de que Ivanov caminaba algo más cargado de hombros. Quise
preguntarle por su salud, pero me dio reparo y me limité a mirarlo como
se mira a una buena persona de más edad y a un jefe entregado en cuerpo
y alma a la aviación. Me di cuenta de que él estaba dispuesto a ponerme
una mano en el hombro y decirme algo cordial, algo que me diese ánimos,
fuerza y seguridad. Podía preguntarme por qué llevaba una guerrera tan
vieja, blanca del sudor por la espalda. Pero se limitaba a caminar a mi
lado, escuchar mis propuestas y pronunciar su sempiterno "está bien,
está bien". De seguro que encontraba con muchos ese contacto espiritual,
como si procurase comunicarnos a cada uno de nosotros una parte de sus
ánimos, de su fe, de su equilibrio moral. Aquel día, probablemente,
Ivanov quería decirme algo importante. Callaba mientras caminábamos por
las matas de alforfón. Luego dijo de pronto:
— En Tuzlí tendremos al lado el mar y muchachas.
En los mapas no había ninguna señal relativa a las
muchachas. Me desconcertaron algo las palabras de mi jefe.
— Nos han enviado personal de comunicaciones al
regimiento. Son chicas y ya han llegado allá. ¡Pero qué chicas tan
lindas, Pokryshkin! ¡Qué lindas!...
— Da la impresión de que le han cautivado el alma.
— ¿A mí? Pues sí, una de ellas. En cuanto
lleguemos, te la presentaré sin falta. Cuando la vi, pensé en seguida en
ti. A ti, solterón empedernido, es lo que te hace falta para tu
carácter, un poco de cariño.
— ¿No se le habrá ocurrido casarme con ella?
— A un tipo como tú no estaría mal casarlo —repuso,
echándose a reír.
— ¿Para qué dejar viudas?
Despegamos, formamos y tomamos rumbo sureste.
"Cuando la vi, pensé en seguida en ti". Estas
palabras de Ivanov me acudían continuamente a la memoria. Volvieron a
sonar en mis oídos cuando en el horizonte vislumbré algo enorme, que no
parecía el cielo ni tenía síntoma alguno de tierra. El azul del mar aún
no se destacaba claramente entre la neblina.
¡El mar! El mar Negro...
El aeródromo de Tuzlí estaba bien preparado para
recibir al regimiento. Los refugios para los aeroplanos, los almacenes y
las chabolas del mando, imperceptibles desde fuera, lo hacían sólido y
cómodo para actuar en la proximidad del frente. Pero su principal
atractivo era el mar.
Anochecía. Los aviadores abandonaban los lugares de
estacionamiento y se reunían junto a la chabola de la plana mayor.
Hablaban de ir al mar pues estaba a unos kilómetros, y esperaban que el
jefe les anunciara los servicios de guerra que tendrían al otro día.
— ¡Pokryshkin! —oí de pronto. Alguien me llamaba
desde abajo.
Descendí los empinados escalones de la chabola y vi
de pronto en la penumbra, junto al teléfono, a una guapa chica vestida
de uniforme. Detrás de mí entró Figuichov.
— ¿Os conocéis ya? —me interrogó, deteniéndose a mí
lado.
— No, aún no nos ha dado tiempo —repuse, turbado.
Entró el jefe del regimiento. Al vernos al lado de
la muchacha, se sonrió y dijo:
— Está todo claro. Ahora los águilas como vosotros
os vais a pasar todo el tiempo en la chabola de la plana mayor. Ea, os
presento a nuestra telefonista.
Figuichov se adelantó a tenderle la mano:
— Me llamo Valentín.
— Y yo Valentina — respondió la telefonista.
Nos hizo gracia la coincidencia. En torno dé la
chica había ya cinco personas. El más cortés con ella era Figuichov,
nuestro nuevo jefe de la escuadrilla.
Comprendí por su parte que no cedería a nadie una
chica como aquélla. |