Caducaba un día más de la
contienda. De retorno de un servicio de guerra, vi a Vajnenko rodeado de
aviadores jóvenes que acababan de llegar al regimiento. Apuestos, con
uniformes nuevos y gorras de plato, en las que ostentaban una escarapela
parecida a un cangrejo, me recordaron de pronto la vida, totalmente
distinta, de anteguerra.
— ¿De qué habláis? —les
interrogue, deteniéndome junto a ellos.
Me miraron con curiosidad y,
según me pareció, con admiración. Yo acababa de volver de un duro
combate.
— De diversos casos
ocurridos, camarada primer teniente —repuso un bizarro sargento con
rostro despejado de ruso.
Me adelanté a tenderle la mano.
— Me llamo Nikitin —dijo,
presentándose.
“Qué casualidad” —pensé sin
poderlo remediar, pues el sargento tenía toda la pinta de una conocida
estatua de aviador. Un mozo apuesto y bien parecido con uniforme de
aviador mirando pensativo al cielo. Con una mano se hacía visera, y con
la otra sujetaba el paracaídas colocado junto a sus pies. Estaba en
tierra, pero se veía volando. Nikitin me dio la impresión de ser un tipo
así.
— Trud (Trud significa en
ruso trabajo. (N. del T.) — me tendió la mano el alto y flaco mozo que
estaba al lado de Nikitin.
— Claro que el combate es
un trabajo —respondí, sin comprender lo que quería decir con aquella
palabra.
— Es que Trud es su
apellido —me aclaró Nikitin.
— Pues eso mismo vengo
diciendo, que en el frente también hace falta trabajo — hube de tomarlo
a chacota.
Todos los pilotos que habían
llegado al regimiento eran algo más jóvenes que yo. Pero yo había
combatido ya todo un mes en el frente, y este pequeño plazo nos dividía
cual ancho y turbulento río que se debía cruzar a nado. Ellos estaban
aún en la orilla pacífica, y cada palabra de un veterano del frente
tenía para ellos un sentido especial. Comprendí cuán importante era en
esos momentos transmitirles todo lo que nosotros sabíamos ya de la
guerra, de los combates y del enemigo. Ellos, jóvenes aguiluchos aún, no
debían pagar con su sangre los conocimientos que los veteranos de la
guerra habíamos sacado en los combates.
Hablamos poco rato, pues nos
apremiaban asuntos inaplazables. Cuando nos quedamos el mecánico
Vajnenko y yo solos, éste adoptó de súbito la posición de "firmes" y
recalcando el tono oficial, cosa que antes no había hecho nunca, me
interrogó según todas las reglas de las ordenanzas:
— Camarada jefe, ¿me da
usted su permiso?
— Con mil amores, tenga
la bondad —le repuse sin poder contener una sonrisa.
— Los muchachos me acaban
de decir... que en las escuelas de aviación admiten a mecánicos para
volar. Yo querría ingresar.
Nadie mejor que los mecánicos
sabían qué era la guerra para los aviadores. Ellos veían cómo volvíamos
a menudo de los combates cuántos aparatos quedaban en nuestro
regimiento. La petición de Vajnenko y la intrepidez de su propósito me
conmovieron.
— A mí me parece
magnífico tu deseo —le dije.
— Hace tiempo que quiero
ser aviador. Ahora sí que podré aprender a volar. Hablé con el jefe del
regimiento para que me envíen a una escuela. Seré de caza y volveré
aquí.
Toda la belleza de alma de la
persona se manifiesta con máxima amplitud en los momentos de mayor
responsabilidad e importancia de su vida. Debí de haber dado un amistoso
abrazo a Vajnenko: iluminaba su rostro el mismo ensueño que abrigué yo
en otros tiempos. Ese ensueño que lleva directamente al aviador de la
escuela al campo de batalla, donde en el primer choque con el enemigo
quizás lo espere la muerte. Tanto más preciosa es la decisión de esos
hombres.
— Yo pediré a Ivanov que
te envíe a la escuela.
Aquel día, entrada ya la noche,
Vajnenko vino a la residencia a verme. Venía endomingado. Sólo el gorro
era viejo, pero estaba limpio. No sé por qué, cuando miré de pronto el
gorro, lo reconocí por la estrella. Había sido mío.
— ¿Me ha reconocido
usted? —me interrogó, ruborizándose.
— ¿A quién? ¿A ti? No.
Estás desconocido tan de gala.
— Salgo ahora para la
estación con los camiones, y desde allí, en tren, a la escuela de
aviación. Llevo los papeles en el bolsillo. He venido a despedirme.
— Muy bien. Que seas
dichoso y tengas suerte —le dije, tendiéndole la mano.
— Y el gorro, ¿lo ha
reconocido?
— Sí —repuse.
— Me lo quedé como
recuerdo entonces, después de aquel desdichado vuelo. Los amigos me
aconsejaron que no se lo devolviera. Lo prohíbe la costumbre.
— Ni yo lo hubiera
aceptado. A la guerrera también renuncié. Sé que esas prendas no se
devuelven. Te deseo que regreses hecho un piloto con ese gorro. ¡Que te
salgas con la tuya!
Nos dimos un fuerte abrazo.
Acompañé a Vajnenko hasta los camiones, que estaban cargados de mesas,
camas y baterías de cocina. La noche, las voces alteradas y las cosas
que nosotros estábamos acostumbrados a ver en las habitaciones y ahora
estaban cargadas en los camiones evidenciaban el traslado. El regimiento
dejaba su aeródromo.
Una mañana, los aviadores
descubrieron de improviso que en vez de ametralladoras de grueso
calibre, en los aviones se habían instalado ametralladoras de tiro
rápido. Nosotros conocíamos de sobra la poca eficacia de esta arma y,
como es natural, exigimos a los armeros que colocaran las ametralladoras
de antes. Nos respondieron que ya no estallan.
— ¿Que ya no están? —nos
extrañamos.
— Las han encajonado y
enviado.
— ¿Adónde? ¿Para qué?
¿Qué .significa esto? —llovieron las preguntas.
Los armeros nos aconsejaron que
habláramos con el ingeniero de la escuadrilla.
— No os intranquilicéis
—dijo Kopylov—. Sin ametralladoras pesadas los aviones vuelan más
ligeros y combatiréis mejor.
— ¿Y con qué vamos a
disparar? —insistían los pilotos.
— Con las ligeras de tiro
rápido —repuso medio en broma Kopylov—. En resumidas cuentas, camaradas,
hemos cumplido una orden del mando superior. En las fábricas de aviación
no tienen con que armar los aviones nuevos. Hemos tenido que quitar las
ametralladoras pesadas de todos los aparatos y enviarlas a la
retaguardia. ¿Está claro?
De eso se trataba. De que no
había suficientes ametralladoras... Sí, el ejército era ya inmenso. Pero
¿adonde habían ido a parar nuestras reservas de armas?
Aquel mismo día salí de
reconocimiento en el Mig débilmente armado. ¡Había pasado el tiempo en
que salíamos a cumplir esos servicios en patrulla y en escuadrilla!
Ahora me enviaban solo. A mirar uno solo y repeler uno solo las
embestidas si lo atacaban. Tras de lanzar mi carga de bombas sobre la
aglomeración de camiones enemigos en la zona de Dubossari, tomé rumbo al
interior de Moldavia. Apenas hube cruzado el Dniéster, vi en el
horizonte un Junkers-88. El también me vio y dio bruscamente la vuelta
hacia occidente.
Lo alcancé, le entré por la
cola y abrí fuego. Vi que las balas atinaban en el aparato, pero él
seguía volando como si tal cosa, pues la tripulación y los depósitos de
gasolina iban bien protegidos con gruesas corazas. Me enardecí. Me quedé
sin municiones y no hice mella al avión alemán.
¿Qué hacer a continuación?
¿Colisionar con el? Pero yo volaba por encima de territorio enemigo.
Torné al aeródromo y no podía
dejar de pensar en la absurda decisión de quitarnos las ametralladoras
de grueso calibre. Se desarmaban unos aeroplanos para armar otros...
¿Qué provecho podía rendir aquello?
En cuanto salté a tierra, se
acercó el camión cisterna. Mi nuevo mecánico, el robusto y dicharachero
Grigori Chuváshkin, comenzó a preparar el avión para el siguiente vuelo.
Dejé el paracaídas debajo de un ala, me quité el casco y miré con placer
el cielo azul, despejado. De occidente venía hacia nuestro aeródromo una
nutrida formación de aviones alemanes.
— ¡Largo de aquí! —grité
al chófer del camión cisterna.
El salió pausado de la cabina,
me miró perplejo, pero, al mirar al cielo, comprendió lo que pasaba y se
sentó de prisa al volante. Aplastando el maíz, su camión se alejó del
aeródromo. Y, como hecho adrede, al lugar que acababa de abandonar la
cisterna acudió un camión lleno de bombas. En esos momentos los Junkers
ya estaban acabando de virar para enfilar toda la hilera de aviones
nuestros ¿Qué pasaría si en el camión caía una sola bomba? Volaría todo
el aeródromo.
Al ver los aeroplanos enemigos,
el chófer abandonó el camión y corrió a las zanjas. Chuváshkin ya se
había metido allí y me llamaba a grito pelado. No sé por qué, me
repugnaba esconderme sin dar la cara al adversario. Empuñé un fusil, lo
cargué y disparé contra los Junkers en picado. En el aeródromo caían ya
bombas pequeñas de metralla que denominábamos "ranas".
El último bombardero entró en
picado. Desprendiéronse de él varios puntos negros que, aumentando de
tamaño, se precipitaban derechos hacia donde yo estaba. Me fulminó la
idea de esconderme. Pero el Junkers sostuvo el picado tan bajo que no me
hubiera dado tiempo de apartarme del camión. Quieto junto a mi Mig y al
camión de las bombas, aguardé, pasara lo que fuese. Me invadió un
sentimiento de indiferencia o quizás de desprecio a la muerte.
El Junkers pasó rugiendo por
encima de mi cabeza, y yo permanecí de pie en espera de las explosiones.
Pasó un segundo, otro más, y el aire seguía en calma. No pude soportar
más, di unos pasos adelante y vi en derredor multitud de pequeñas bombas
sin estallar.
Se acercaron Chuváshkin y el
chófer del camión de las bombas. Los otros aviadores también fueron
saliendo de las zanjas y volviendo al aeródromo.
Emprendimos el vuelo rumbo a
Kodima... Nuestro servicio de reconocimiento había descubierto allí una
gran columna de tropas enemigas. Un grupo de I-15 e I-16 había recibido
la orden de asestarles un golpe de asalto. Nosotros debíamos proteger a
los asaltantes. El lugar de Diachenko lo había ocupado en mi patrulla el
joven aviador Vikenti Karpóvich. De nuevo volaba yo en patrulla.
Llegamos a la zona indicada.
Los I-15 e I-16 comenzaron a ametrallar y lanzar bombas, picando sobre
la columna enemiga, que se prolongaba varios kilómetros. Aparecieron los
Messerschmitts e intentaron abrirse paso hacia los I-15, El combate se
entablaba sin tanteos.
Despegándome del Messer que me
perseguía, viré a la izquierda, tomando altura, para dejarme caer desde
encima sobre los cazas alemanes que atacaban a los I-15. Teníamos que
dar a los nuestros la posibilidad de arrojar su carga de bombas y
prepararse para el combate. Pero la situación me hizo abandonar en el
acto mi propósito. Miré a la derecha y vi que un Messer se había pegado
a la cola del avión de Karpóvich.
Mientras me aproximaba al
Messerschmitt, procuré comprender por qué mi punto de la derecha,
Karpóvich, había quedado por debajo de mí. Estaba claro. De nuevo se
había dejado sentir la formación en patrulla. Cuando yo di el viraje a
la izquierda, Lukashévich me siguió, y Karpóvich también debió de haber
hecho lo mismo. Pero no resultaba tan fácil. Si viraba bruscamente, el
aeroplano podía entrar en barrena, y si lo hacía con suavidad, quedaría
rezagado sin falta. Y mi punto obró como hacíamos a veces durante los
combates de entrenamiento: viró a la derecha.
Ataqué a máxima velocidad al
Messer que perseguía a Karpóvich. Las balas le cosieron de costado la
cabina, y el aeroplano bajó el morro y se precipitó al suelo.
Sólo entonces me vio mi punto y
comprendió lo que había pasado. Pero a mí no me dio tiempo de “tomarlo
de la mano.” Más abajo, nuestros I-15 e I-16 sostenían desigual combate,
eran muchos, pero los Messers no lograban derribar a ninguno de ellos.
Seguí con la vista el aeroplano de Karpóvich y busqué con la mirada el
de Lukashévich. No lo vi. Entonces me adherí al grupo de cazas en
servicio de asalto que repelían los ataques de los Messers.
Durante el vuelo de regreso
recompuse en la imaginación los pormenores del combate, procurando
determinar el momento en que pudo ser atacado Lukashévich. Cuando di el
primer viraje a la izquierda, yo lo vi. Luego distrajo mi atención el
Messer que perseguía a Karpóvich. ¿Dónde se habría metido Lukashévich?
De nuevo volví al aeródromo sin
mis puntos. Al sobrevolar el campo, vi que el aparato de Karpóvich
estaba ya en su lugar de estacionamiento. Aterricé, rodé hacia el
estacionamiento y me acerqué a Ivanov, que estaba hablando con mi punto
derecho. Karpóvich le refería detalladamente lo que le había pasado en
el aire. Yo escuché, conteniendo a duras penas mi impaciencia: quería
preguntarle por qué había virado a la derecha, habiéndolo hecho yo a la
izquierda. Ahí precisamente estaba el origen de todos los errores
posteriores.
Acechando el momento, se lo
pregunté al fin.
— Temí quedarme
rezagado—contestó sinceramente.
— ¿Te funcionaba bien el
motor?
— Sí.
— Pues tampoco debiste de
volver al aeródromo.
Karpóvich no dijo nada más,
Ivanov pasó la mirada de él a mí y viceversa. Luego me preguntó por
Lukashévich.
— ¿Lo han derribado?
— No lo he visto.
— ¿Qué le ha podido
pasar?
El jefe del regimiento aspiró
profundamente y caminó a lentos pasos a lo largo de la línea de
estacionamiento, yo caminaba a su lado.
— Es una desaparición
enigmática —dije—, le ha pasado exactamente lo mismo que a Sokolov y
Ovsiankin. Una verdadera incógnita.
— De lo que les pasó a
ellos ya estamos enterados —objetó el jefe del regimiento.
No pude menos de adelantarme
para mirarle a la cara. Su expresión era seria, impenetrable.
— ¿Qué les ha pasado,
camarada jefe?
— Esta noche lo contaré
delante de todos...
...Lukashévich apareció en el
umbral de la puerta del comedor cuando todos los que nos encontrábamos
allí escuchábamos, con la respiración entrecortada, el relato de Ivanov
sobre Sokolov y Ovsiankin. Lukashévich comprendió en seguida de quién se
hablaba y se detuvo junto a la puerta. Vio las breves miradas llenas de
alegría que te lanzaron y cómo el jefe se calló un instante para mirarlo
con sus ojos grandes y tristes, como diciéndole sus palabras más
cariñosas: "está bien, muchacho".
— Cuando volábamos en
dirección al oeste, todos teníamos mucha fe, muchísima fe, en el
Dniéster —decía el comandante Ivanov—. Los que habían sido averiados
procuraban cruzar el río, y los que habían perdido el aeroplano también
se apresuraban a sus orillas. El Dniéster no había jugado ninguna mala
pasada a nadie. Hubiera ayudado también a Sokolov y Ovsiankin si
hubieran tomado desde Bieltsi rumbó derecho al este. Uno de los dos, por
lo visto Sokolov, llevaba el avión averiado. Ovsiankin no abandonó a su
jefe, y los dos volaron al noreste, rumbo a Yámpol. Si miráis el mapa,
veréis en seguida que Yámpol está a la mitad de distancia de Bieltsi que
Grigoriópol. Por eso ellos eligieron esa ruta, por ser más corta.
Los dos aterrizaron cerca de
Yámpol, creyendo que allí aún estaban los nuestros. Pero lo habían
ocupado ya los alemanes, que cercaron a Sokolov y Ovsiankin. Quisieron
capturarlos vivos, pero nuestros camaradas ge defendieron hasta el
último cartucho. Cuando comprendieron que no podrían escapar,
resolvieron que más valía morir en la tierra patria que sufrir en el
cautiverio fascista. Preguntaréis ¿cómo nos hemos enterado de la
valentía de nuestros aguerridos compañeros? Nos lo ha contado, durante
el interrogatorio, un aviador alemán que hemos capturado prisionero hace
poco. "Me arrepiento —ha dicho— de no haber obrado como los pilotos de
ustedes junto a Yámpol. Nosotros también tenemos un concepto del deber
militar". El ha sido quien nos ha contado los pormenores de este suceso
ocurrido en la orilla izquierda del Dniéster. Queridos amigos —dijo,
para terminar, el jefe del regimiento—, ¡guardemos imperecedero el
recuerdo de los intrépidos aviadores de nuestro regimiento, de los
gloriosos hijos del pueblo soviético Anatoli Sokolov y Alexéi Ovsiankin!
Nos pusimos en pie y honramos
la memoria de nuestros compañeros de batalla con un minuto de silencio.
Sólo se oyeron los sollozos de la camarera.
Después de la cena, los pilotos
rodearon a Lukashévich. Contó que, al dar un viraje de ciento ochenta
grados a la izquierda, el aeroplano entró en barrena; no le quedaba
altura para sacarlo y hubo de tirarse, haciendo uso del paracaídas. Fue
a caer casi al lado del avión alemán que él había derribado.
Persiguiendo al piloto fascista, nuestros soldados dispararon también
contra él hasta que le oyeron hablar en ruso.
— ¡Ahí tiene usted otro
triste resultado de los vuelos en patrulla! —exclamé sin poder reprimir
mi indignación—. Va uno volando con dos puntos a los lados como si
fueran guardaespaldas. Y yo no soy el jefe de ninguna división para que
me guarden las espaldas. ¡Déme en la formación una libertad que, con mis
virajes, no obligue a uno a saltar del avión para descender en
paracaídas y al otro a alejarse quién sabe dónde!
— ¡Calma, Pokryshkin! —me
detuvo el comandante Ivanov—. No te acalores tanto. Hoy se ha volado en
patrulla por última vez —pronunció en tono tan enérgico como el de una
sentencia.
Cuando volví a la residencia,
vi encima de la almohada de mi cama una carta doblada en forma de
triángulo. Era la primera noticia que recibía de Novosibirsk desde que
comenzara la guerra.
En las primeras líneas, mi
hermana María me escribía que había llegado a casa la triste nueva de
que nuestro hermano Piotr había desaparecido. Por tanto, la guerra se
había llevado ya a uno de nuestra familia. Quedábamos dos en él frente.
El tercero iba creciendo y me seguía los pasos. ¿Vería nuestra madre a
alguno de nosotros después de la guerra?... Luego María me contaba que
Pablo, su marido, también se había marchado al frente y me enumeraba a
todos los primos hermanos que habían vestido el uniforme de soldado.
"Hemos recibido el dinero que nos has enviado —decía al final—, la mamá
y yo te damos las gracias". "Menos mal que al fin han recibido ayuda
mía. Mañana, en cuanto lleguemos al aeródromo, les contestaré",
Al amanecer, nuestro regimiento
abandonó el aeródromo bajo el tronar de la artillería.
Había comenzado la retirada. |