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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

EL DNIÉSTER QUEDA ENVUELTO EN HUMO

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El vuelo comenzó por una serie de complicaciones. Llegamos a la zona de reunión, dimos una vuelta, otra y otra más. Los bombarderos no aparecían. O bien ellos se retrasaban o bien nosotros habíamos acudido antes de tiempo. ¿Qué hacer?

Debajo de nosotros estaba el aeródromo de una unidad que nosotros no conocíamos y que debía destacar una patrulla de protección inmediata de los Su-2. Estos cazas aún no habían despegado. Podíamos aterrizar y aguardar en tierra la llegada de los bombarderos. Pero sabíamos que se aproximarían en el acto los camiones cisternas para rellenar nuestras reservas de combustible. Y en esos momentos podían aparecer los Su-2. Nos demoraríamos y quedaríamos rezagados de ellos... No. no debíamos tomar tierra. Daríamos otra vuelta, y entonces…

¡Al fin aparecieron los Su-2! Me aproximé con mi patrulla a ellos. Se adhirieron también a los bombarderos un Mig y dos I-16 que acababan de despegar. Los nueve Su-2 iban añora protegidos por seis cazas. Buena defensa.

Volamos derecho al norte, a lo largo del Dniéster por el que pasaba la línea del frente. A un lado se liaban nuestras tropas, y al otro las enemigas. Así estaban dislocadas, al menos, hacía poco. Por eso sobrevolábamos sin temor la orilla izquierda.

De pronto abrieron fuego contra nosotros unos antiaéreos enemigos. ¿Qué era aquello? ¿Sería posible que también estuvieran allí los fascistas?

Delante de nosotros, frente a la ciudad que se extendía en el valle, distinguí claramente las líneas de los puentes de pontones. La tensión fue creciendo. Yo pensaba sólo en que nadie impidiera a nuestros Su-2 bombardear los cruces del río. Aguardé con impaciencia que en el lugar de los pontones se alzaran surtidores de agua. Los bombarderos debían lanzar ya de un momento a otro su carga…

Los cazas de protección inmediata, que eran el Míg y los dos I-16 ametrallaban con tesón los antiaéreos enemigos. Si hubiésemos llevado radio, les habría dicho dos palabras nada más: "¡Economizad cartuchos!" Pues no habíamos hecho sino aparecer sobre el objetivo y aún no se sabía qué pasaría luego. Los Messerschmitts podían aparecer en cualquier momento.

Tomando altura, distinguí perfectamente los surtidores de las explosiones, blancos en el agua y negros en la orilla. Quedaron menos pasos en el río. ¡Muy bien por los bombarderos! Habían trabajado de lo lindo.

Los aviones de bombardeo dieron la vuelta para tomar el rumbo de regreso. Me invadió un sentimiento de alegría. Pero transcurrían sólo unos segundos, y yo apretaba ya los puños de rabia y desolación: uno de los aviones quedó hecho trizas delante de mis narices. Impacto directo de un proyectil antiaéreo. Los ocho Su-2 restantes se dividieron en el acto en patrullas y descendieron bruscamente para pasar a vuelo rasante. En torno de ellos, el cielo quedaba densamente sembrado de nubecillas negras de explosiones.

Noté que una patrulla de Su-2, en vez de volar hacia el sur, torció al este. Otra patrulla, y tras ella los dos bombarderos que quedaron de la tercera, siguieron volando a lo largo del Dniéster. Dispersión completa. Y nosotros teníamos que estar al tanto de todos para defenderlos de los cazas enemigos cuando fuera preciso.

Por el momento no había Messerschmitts en el aire y me lancé a atacar los antiaéreos, que seguían vomitando mortífero fuego. Piqué. La tierra se aproximaba rauda. Abrí fuego. Los hitlerianos abandonaron las piezas y corrieron hacia los refugios. Salí del picado, miré en derredor y vi por el lado hacia donde se habían dirigido cinco de los Su-2 la rueda de un combate aéreo. El Mig y los dos I-16 de la protección directa se batían contra dos Messerschmitts. Volé allá a toda mecha. Mis puntos me siguieron.

Un I-16 se inclinó a un lado y salió del combate. Un caza adversario lo persiguió y estaba ya punto de darle alcance. Olvidándome de todo lo demás me apresuré a acudir en ayuda del I-16. Procuré ir enfilando mi aparato de manera que pudiera atacar al Messer sobre la marcha. Me resultaba difícil. Dándose cuenta de la situación, mi punto derecho. Diachenko dio una arrancada, le entró al Messer por la cola y disparó. El caza alemán cayó a plomo, como despeñado desde el borde invisible de un precipicio. Sin variar de rumbo, el I-16 siguió su vuelo al aeródromo.

Me acordé de la patrulla de Su-2 que viró hacia el Este y resolví volar en aquella dirección. Pero delante, a la derecha, vi cuatro aeroplanos: eran dos Messerschmitts que perseguían, a dos bombarderos nuestros. Llegamos al lado mismo de ellos, y no advirtieron nuestra presencia. Por lo visto, los aviadores de caza de todo el mundo son iguales en este aspecto: cuando persiguen a una víctima casi indefensa, miran sólo adelante. El ardor de la pelea les priva del sentido de la prudencia.

Me coloqué detrás del punto de la pareja alemana y lo derribé de la primera ráfaga. Cayó envuelto en llamas. A continuación capté en el retículo del colimador al que encabezara la pareja, que seguía sin advertirme, puestos los cinco sentidos en alcanzar al bombardero. Las ígneas líneas de él y mías refulgieron simultáneamente como relámpagos. El Messer, aunque yo le había atinado, tuvo tiempo de virar bruscamente a la izquierda, con elevación, y escapar de mi colimador. Lukashévich y Diachenko lo siguieron. Hiciera lo que hiciese, no se escaparía. Yo tenía que encontrar la otra patrulla de Su-2...

En aquel momento sentí una sacudida, como si mi aparato hubiese chocado con alguna barreta invisible. El motor se paró de repente. Me vi en una situación peor que aquella en la que hube de operar Ondula del Prut. Allí aún funcionó cierto tiempo el motor averiado. Aquí se había parado de golpe.

Miré abajo y vi un espacioso campo de dorada mies bordeado por dos caminos. Por los caminos avanzaban en hileras interminables camiones alemanes. "Se acabó", pensé. "De aquí no saldré. Caeré derechito en la misma boca del lobo".

El rugido repentino del motor me ensordeció. El avión, cual un corcel largo rato sofrenado, dio una arrancada. Difícil es contar con palabras la sensación que tuve entonces. El acostumbrado ruido del resucitado avión me pareció una sinfonía maravillo ¡Un verdadero himno a la vida que deshacía el deprimente silencio sepulcral!

No tuve tiempo de cavilar en las causas que hubieran detenido el motor. Vi que en el trigal que yo acababa de elegir para el aterrizaje se posaba el Su-2 averiado por el Messer. Ya no se le podía prestar la menor ayuda. Vi a lo lejos a "mi" patrulla de bombarderos, me coloqué a su lado y emprendimos el regreso a nuestros aeródromos. Pero poco después noté que a mi aparato le pasaba algo raro y me vi obligado a tomar tierra en Kotovsk.

Al aterrizar, tan pronto como el aeroplano tocó el suelo, se desvió hacia la derecha. Estaba claro , llevaba averiada la "pata" derecha. Inclinándose fuertemente, el aparato viro sobre su eje y se detuvo en medio del aeródromo.

A poca altura, por encima del aeródromo, dieron una pasada los aparatos de Diachenko y Lukashévich. Les hice señas con las manos de que volaran a nuestro aeródromo, y tomaron rumbo a Mayakí.

Cuando me vieron sano y salvo, el jefe de la unidad mandó "retirar el aeroplano del campo" y se marchó. En el lugar de estacionamiento intenté aclarar qué le había pasado al aeroplano en el aire y vi algo que parecía increíble. Un proyectil antiaéreo había dado en el colector de aire. El motor había aspirado los gases de la explosión y se "ahogó" unos instantes; pero qué instantes habían sido para mí

Tras de revisar el aparato los mecánicos me miraron extrañados, diciendo:

—       Has tenido la suerte a raudales todos los cascotes han dado en la rueda, sin tocar el motor. Está visto que naciste de pie.

—       ¡Ve a descansar! —me tranquilizo el ingeniero— Mañana taparemos todos los agujeros.

Me encamine al puesto de mando y pedí al jefe que telefoneara a mi regimiento para comunicar los resultados del servicio y la causa de mi aterrizaje forzoso en Kotovsk. Entre otras cosas, yo quería dar parte de que había perdido dos Su-2.

—       Uno — me corrigió el jefe del regimiento de bombarderos.

—       No, dos —intenté demostrarle— Lo vi con mis propios ojos: uno, derribado por los antiaéreos, cayó; el otro aterrizó en un trigal, entre dos caminos.

—       Los que aterrizaron en el trigal han retornado —respondió jocoso un oficial de la plana mayor.

—       Los han salvado la valentía y la inventiva —me explicó, sonriente, el jefe del regimiento— Tan pronto tomo aterrizaron, se pusieron a ver qué le había pasado al motor. Resultó que una bala había cortado uno de los tubos de la gasolina, y el combustible no llegaba al motor, los aviadores sacaron de la bolsa de emergencia un trozo de duraluminio, lo enrollaron, haciendo con él un tubo, lo afianzaron con un alambre y, mientras los alemanes corrían hacia ellos, pudieron remontar el vuelo. El navegante, que es un hombre muy precavido, ha salvado a toda la tripulación. Para que veas.

Me imaginé en el acto el trigal, a la tripulación junto al avión averiado y a los fascistas corriendo. ¡Qué coraje y qué fuerte voluntad debieron tener todos los tripulantes para arreglar su aparato delante de las narices del enfurecido enemigo y luego evadirse intrépidamente de las garras de la muerte!

—       Vente a cenar con nosotros, visitante —me invitó el jefe del regimiento.

—       Visitante a la fuerza.

—       Suele suceder. Al fin y al cabo, somos vecinos —en la voz del jefe se notaba un tono de satisfacción porque los bombarderos habían cumplido su misión.

Yo estaba contento de aquel vuelo, de los bombarderos, de mi patrulla y de que el proyectil antiaéreo hubiese estallado a mis pies con tanta fortuna.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por bien que uno se encuentre de visita, aún está mejor en su casa. Y aunque me agasajaron, me dieron cama y me ofrecieron desayuno cuando me levanté por la mañana con todos los aviadores para ir al aeródromo, todo como es debido, yo tenía unas ganas inmensas de volver a mi unidad. Allí estaban mis amigos y transcurría la vida de mi regimiento, distinta por ciertos rasgos de la de este otro.

Al segundo día comencé de buena mañana a gestionar la reparación de mi aeroplano. Pero resultaba que las pegas departamentales pueden a menudo más, incluso durante la guerra, que los impulsos legítimos y nobles. Al atardecer, mi aparato estaba arreglado por completo y preparado para el vuelo, pero le faltaba una rueda. Corrí al puesto de mando y rogué al ingeniero que le pusieran la rueda.

—       No puedo hacer nada —me repuso.

—       ¡Pero si yo estoy inactivo, y el avión parado! Tengo que combatir...

—       Comprende que no soy yo quien se niega, sino el jefe del Batallón de Servicio Técnico del Aeródromo. Tú no eres de nuestro regimiento, y él no tiene derecho a darte una rueda, siendo tú de otra unidad. Telefonea a tu regimiento y pide que traigan una rueda.

A la mañana siguiente pasaron por delante de mi Mig parado los aviones que iban de servicio. Estaba ya el sol en el cenit, y la avioneta U-2 de nuestro aeródromo que debía traerme la rueda seguía sin venir. ¿Cuál podía ser el obstáculo?

Seguí esperando, indignado de aquellas reglas.

¡Al fin se oyó el motor de la U-2! Me dio una alegría inmensa de ver sobre el suelo la conocida silueta de la laboriosa U-2 que acudía en mi ayuda.

¡Allí estaba la rueda montada e hinchada! Rodaba hacia mis pies.

El joven piloto que me había traído la rueda miraba mi ajetreo con cierta indiferencia.

Le interrogué:

—       ¿Qué hay de nuevo en el regimiento?

—       Se pelea...

—       ¿Por qué no saliste de buena mañana?

—       Estuvimos arreglando el aparato... Le habían acribillado un ala los Messers.

—       ¿Ha habido alguna incursión?

—       Eso es lo que me ha hecho tardar. A uno de ellos también lo derribamos. Se estrelló en el mismísimo aeródromo.

—       ¿Quién lo ha derribado?

—       Un armero con un antiaéreo de su propia construcción.

—       ¿Con una ametralladora sujeta a un elevador?

—       Eso mismo.

Yo estaba impaciente por volver cuanto antes a mi regimiento. ¡En veinticuatro horas que faltaba yo de allí habían ocurrido tantas cosas! Entregué la rueda a los mecánicos y volví al lado de la U-2, dispuesto a preguntar al teniente que me lo contase todo con lujo de pormenores, pero él tenía prisa por emprender el vuelo.

—       Dale a la hélice —me rogó el aviador.

—       Aguarda, luego le daré. ¿No ha perecido nadie de los nuestros?

—       A ver cayó uno... Lo hemos enterrado hoy.

—       ¿Quién?

—       No me acuerdo del apellido.

—       ¿Murió durante la incursión?

—       No. Fue un Henschel que apareció encima del aeródromo. Seguramente uno de esos de reconocimiento. Salieron detrás de él dos nuestros. Uno de ellos era moreno, con patillas largas...

—       ¿Ha caído Figuichov?

—       No, él volvió. El que cayó fue su compañero. No me acuerdo del apellido. Quiso sacar de un apuro a Figuichov...

—       ¿Cómo ocurrió todo eso?

—       Pues así —explicaba de mala gana el teniente—. A ese Henschel lo protegían seis Messerschmitts. Y envolvieron a nuestra pareja. A uno de los nuestros, no puedo acordarme cómo se llamaba, lo averiaron, y él aterrizó junto a la aldea. Allí le hicieron la primera cura, pues iba herido. Y Figuichov siguió batiéndose con los seis Messer. El herido vio que los alemanes metían a Figuichov en un aprieto y puso su motor en marcha. Dicen que despegó como los buenos y que tomó altura. Luego se desplomó de pronto como una piedra. Allí mismo lo hemos enterrado. Era alto, rubio.

—       ¿Diachenko?

—       El mismo, exacto.

Olvidé el ruego del teniente y. fuera de mí, me encaminé hacia mi avión. Oí que me llamaba para que le diera vueltas a la hélice, pero no pude retornar. Los pilotos jóvenes no deben ver las lágrimas.

Diachenko... De manera que la muerte se había llevado a mi compañero, al que había volado pegado a mi lado, y yo al lado de él. Yo me había habituado a Diachenko en los vuelos. Me parecía que era invulnerable en el combate. Era valiente, un soldado intrépido, y por eso yo me había encariñado con él. Era algo brusco, pero bondadoso y atrevido. Los dos habíamos llegado a congeniar, pese a nuestros caracteres distintos, pues el mío era de siberiano ruso, y el suyo de ucraniano de la estepa. Yo me sentía más fuerte cuando sabía que Diachenko volaba a mi lado. Un piloto seguro junto a ti es tu apoyo, tu garantía, tu genio alado y tu éxito.

Me aproximé a mi aparato. Los mecánicos le habían puesto ya la rueda. Yo debía esperar un poco más, pero no me detuve al lado de ellos para que no me interrogasen nada. No podía hablar de nada. De nada. Diachenko y yo habíamos sido más amigos en el aire que en la tierra. Relacionaba con él en mi memoria todos los combates y todos los días de guerra. Ahora, cuando él faltaba, me parecía que yo no tenía ya a nadie íntimo, me parecía que lo había perdido lodo. Pensaba en él, en nuestros vuelos juntos, en los combates que habíamos tenido.

—       ¡Está listo! —oí.

Estreché las manos sucias de grasa de los camaradas y subí a la cabina. El motor, como si también echara de menos la acción, hendió la hélice en el aire.

¡Hasta la vista, Kotovsk! Volvía del vuelo, que tanto me había emocionado, al cabo de dos días. Hasta hoy no había podido contar a mis compañeros ni el caso que me había ocurrido con la explosión del proyectil antiaéreo ni la proeza de la tripulación del Su-2.

En el aire volví a recordar a Diachenko. Ahora, bajo el ruido del motor, pensaba en su muerte de halcón. Y me acudió a la memoria la “Canción del Halcón de Gorki”

"¡Te has batido con coraje! Has visto el cielo... ¡Oh, valiente Halcón! Te has desangrado, luchando con los enemigos... ¡Qué importa que mueras, si estarás siempre como un ejemplo vivo en la canción de los valientes y fuertes de espíritu!..."

Se me llenó el pecho de orgullo por Diachenko. El, herido, se lanzó a las alturas en ayuda de Figuichov; eso era propio de su carácter. Para él era una vergüenza quedarse en tierra cuando un camarada se batía solo. Lo que más pena me daba era que le había dado tiempo de hacer muy poco. Pues él tenía fuerzas, energía y coraje para abatir aún a muchos enemigos.

Mayakí... Desde lo alto vi el lugar de estacionamiento de Diachenko vacío. El avión de él estaba siempre al lado del mío.

En un extremo del aeródromo se había reunido un gentío. Cuando hube aterrizado, rodé hacia el maizal y luego me encaminé a enterarme qué había llamado la atención de nuestros aviadores. Estaban examinando y estudiando el Messerschmitt derribado aquel día. Aunque no quedaban más que los restos, no dejaba de ser interesante palpar con las propias manos la fiera que cazábamos todos los días en el aire.

En la cabina maltrecha del aeroplano se veía el cadáver mutilado del piloto con la Cruz de hierro al pecho. Los distintivos dibujados en el aparato evidenciaban asimismo qué se trataba de un experto as. Había derribado diez aviones ingleses y echado a pique dos lanchas torpederas. Efectivamente, si nuestro armero no lo hubiese derribado aquel día, el fascista aún habría perpetrado muchas sangrientas atrocidades.

Los pilotos palpaban el cristal blindado de la cabina del Messerschmitt y no podían menos de sacar la conclusión de que con aquella defensa delantera se podía atacar de frente sin miedo. Sin embargo, los fascistas temían los ataques frontales y siempre se desviaban los primeros. Por tanto, además de llevar un escudo delante del pecho, se necesitaban nervios de hierro. Si nosotros tuviéramos aquel escudo... ¡Atizaríamos leña a los enemigos por delante y por detrás!

El Messer contaba asimismo con potente armamento: dos cañones. Y el Mig no llevaba ninguno ¿Y qué pulsadores eran aquéllos? ¡Pero si se trataba de un transmisor y un receptor juntos! No estaba mal equipada la cabina del aeroplano alemán.

¿Por qué no habría saltado el piloto para descender en paracaídas? Probablemente volara demasiado bajo cuando el armero le metió la ráfaga de su ametralladora. A propósito, ¿dónde estaría nuestro heroico inventor? Lo busque entre la gente y, cuando lo vi, le estreché la mano. Hizo como si se enderezara el viejo gorro que llevaba puesto y bajó, turbado, la cabeza.

—       ¡Le atizaste de lo lindo! —le dijo entusiasmado un joven sargento que yo no conocía.

—       El mismo se metió en mi ráfaga —respondió, modesto, el armero.

—       Dio el estampido antes aún de estrellarse contra el suelo —explicó Vajnenko—. Yo lo vi. De seguro que una bala le atinó en el depósito de los proyectiles. Si nuestro ametrallador hubiese marrado la puntería, este boche habría hecho de las suyas...

—       Los otros Messers se esfumaron en el acto, en cuanto éste cayó.

—       Eso quiere decir que si derribamos a uno de cada formación, se acabará el combate —metió baza en la conversación Figuichov, que se había acercado a nosotros con el jefe del regimiento.

—       Sargento, no abandones tu pieza antiaérea, que en Kotovsk también nos hará falta —le dijo en broma Ivanov.

¿De manera que nos trasladábamos a Kotovsk? Eso estaba relacionado con el cambio de los rumbos de nuestros vuelos. ¿Pero sabría aquella gente que del norte avanzaban por todas las carreteras hacia Kotovsk y Pervomáisk columnas de tropas enemigas?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Caducaba un día más de la contienda. De retorno de un servicio de guerra, vi a Vajnenko rodeado de aviadores jóvenes que acababan de llegar al regimiento. Apuestos, con uniformes nuevos y gorras de plato, en las que ostentaban una escarapela parecida a un cangrejo, me recordaron de pronto la vida, totalmente distinta, de anteguerra.

—       ¿De qué habláis? —les interrogue, deteniéndome junto a ellos.

Me miraron con curiosidad y, según me pareció, con admiración. Yo acababa de volver de un duro combate.

—       De diversos casos ocurridos, camarada primer teniente —repuso un bizarro sargento con rostro despejado de ruso.

Me adelanté a tenderle la mano.

—       Me llamo Nikitin —dijo, presentándose.

“Qué casualidad” —pensé sin poderlo remediar, pues el sargento tenía toda la pinta de una conocida estatua de aviador. Un mozo apuesto y bien parecido con uniforme de aviador mirando pensativo al cielo. Con una mano se hacía visera, y con la otra sujetaba el paracaídas colocado junto a sus pies. Estaba en tierra, pero se veía volando. Nikitin me dio la impresión de ser un tipo así.

—       Trud (Trud significa en ruso trabajo. (N. del T.) — me tendió la mano el alto y flaco mozo que estaba al lado de Nikitin.

—       Claro que el combate es un trabajo —respondí, sin comprender lo que quería decir con aquella palabra.

—       Es que Trud es su apellido —me aclaró Nikitin.

—       Pues eso mismo vengo diciendo, que en el frente también hace falta trabajo — hube de tomarlo a chacota.

Todos los pilotos que habían llegado al regimiento eran algo más jóvenes que yo. Pero yo había combatido ya todo un mes en el frente, y este pequeño plazo nos dividía cual ancho y turbulento río que se debía cruzar a nado. Ellos estaban aún en la orilla pacífica, y cada palabra de un veterano del frente tenía para ellos un sentido especial. Comprendí cuán importante era en esos momentos transmitirles todo lo que nosotros sabíamos ya de la guerra, de los combates y del enemigo. Ellos, jóvenes aguiluchos aún, no debían pagar con su sangre los conocimientos que los veteranos de la guerra habíamos sacado en los combates.

Hablamos poco rato, pues nos apremiaban asuntos inaplazables. Cuando nos quedamos el mecánico Vajnenko y yo solos, éste adoptó de súbito la posición de "firmes" y recalcando el tono oficial, cosa que antes no había hecho nunca, me interrogó según todas las reglas de las ordenanzas:

—       Camarada jefe, ¿me da usted su permiso?

—       Con mil amores, tenga la bondad —le repuse sin poder contener una sonrisa.

—       Los muchachos me acaban de decir... que en las escuelas de aviación admiten a mecánicos para volar. Yo querría ingresar.

Nadie mejor que los mecánicos sabían qué era la guerra para los aviadores. Ellos veían cómo volvíamos a menudo de los combates cuántos aparatos quedaban en nuestro regimiento. La petición de Vajnenko y la intrepidez de su propósito me conmovieron.

—       A mí me parece magnífico tu deseo —le dije.

—       Hace tiempo que quiero ser aviador. Ahora sí que podré aprender a volar. Hablé con el jefe del regimiento para que me envíen a una escuela. Seré de caza y volveré aquí.

Toda la belleza de alma de la persona se manifiesta con máxima amplitud en los momentos de mayor responsabilidad e importancia de su vida. Debí de haber dado un amistoso abrazo a Vajnenko: iluminaba su rostro el mismo ensueño que abrigué yo en otros tiempos. Ese ensueño que lleva directamente al aviador de la escuela al campo de batalla, donde en el primer choque con el enemigo quizás lo espere la muerte. Tanto más preciosa es la decisión de esos hombres.

—       Yo pediré a Ivanov que te envíe a la escuela.

Aquel día, entrada ya la noche, Vajnenko vino a la residencia a verme. Venía endomingado. Sólo el gorro era viejo, pero estaba limpio. No sé por qué, cuando miré de pronto el gorro, lo reconocí por la estrella. Había sido mío.

—       ¿Me ha reconocido usted? —me interrogó, ruborizándose.

—       ¿A quién? ¿A ti? No. Estás desconocido tan de gala.

—       Salgo ahora para la estación con los camiones, y desde allí, en tren, a la escuela de aviación. Llevo los papeles en el bolsillo. He venido a despedirme.

—       Muy bien. Que seas dichoso y tengas suerte —le dije, tendiéndole la mano.

—       Y el gorro, ¿lo ha reconocido?

—       Sí —repuse.

—       Me lo quedé como recuerdo entonces, después de aquel desdichado vuelo. Los amigos me aconsejaron que no se lo devolviera. Lo prohíbe la costumbre.

—       Ni yo lo hubiera aceptado. A la guerrera también renuncié. Sé que esas prendas no se devuelven. Te deseo que regreses hecho un piloto con ese gorro. ¡Que te salgas con la tuya!

Nos dimos un fuerte abrazo. Acompañé a Vajnenko hasta los camiones, que estaban cargados de mesas, camas y baterías de cocina. La noche, las voces alteradas y las cosas que nosotros estábamos acostumbrados a ver en las habitaciones y ahora estaban cargadas en los camiones evidenciaban el traslado. El regimiento dejaba su aeródromo.

Una mañana, los aviadores descubrieron de improviso que en vez de ametralladoras de grueso calibre, en los aviones se habían instalado ametralladoras de tiro rápido. Nosotros conocíamos de sobra la poca eficacia de esta arma y, como es natural, exigimos a los armeros que colocaran las ametralladoras de antes. Nos respondieron que ya no estallan.

—       ¿Que ya no están? —nos extrañamos.

—       Las han encajonado y enviado.

—       ¿Adónde? ¿Para qué? ¿Qué .significa esto? —llovieron las preguntas.

Los armeros nos aconsejaron que habláramos con el ingeniero de la escuadrilla.

—       No os intranquilicéis —dijo Kopylov—. Sin ametralladoras pesadas los aviones vuelan más ligeros y combatiréis mejor.

—       ¿Y con qué vamos a disparar? —insistían los pilotos.

—       Con las ligeras de tiro rápido —repuso medio en broma Kopylov—. En resumidas cuentas, camaradas, hemos cumplido una orden del mando superior. En las fábricas de aviación no tienen con que armar los aviones nuevos. Hemos tenido que quitar las ametralladoras pesadas de todos los aparatos y enviarlas a la retaguardia. ¿Está claro?

De eso se trataba. De que no había suficientes ametralladoras... Sí, el ejército era ya inmenso. Pero ¿adonde habían ido a parar nuestras reservas de armas?

Aquel mismo día salí de reconocimiento en el Mig débilmente armado. ¡Había pasado el tiempo en que salíamos a cumplir esos servicios en patrulla y en escuadrilla! Ahora me enviaban solo. A mirar uno solo y repeler uno solo las embestidas si lo atacaban. Tras de lanzar mi carga de bombas sobre la aglomeración de camiones enemigos en la zona de Dubossari, tomé rumbo al interior de Moldavia. Apenas hube cruzado el Dniéster, vi en el horizonte un Junkers-88. El también me vio y dio bruscamente la vuelta hacia occidente.

Lo alcancé, le entré por la cola y abrí fuego. Vi que las balas atinaban en el aparato, pero él seguía volando como si tal cosa, pues la tripulación y los depósitos de gasolina iban bien protegidos con gruesas corazas. Me enardecí. Me quedé sin municiones y no hice mella al avión alemán.

¿Qué hacer a continuación? ¿Colisionar con el? Pero yo volaba por encima de territorio enemigo.

Torné al aeródromo y no podía dejar de pensar en la absurda decisión de quitarnos las ametralladoras de grueso calibre. Se desarmaban unos aeroplanos para armar otros... ¿Qué provecho podía rendir aquello?

En cuanto salté a tierra, se acercó el camión cisterna. Mi nuevo mecánico, el robusto y dicharachero Grigori Chuváshkin, comenzó a preparar el avión para el siguiente vuelo. Dejé el paracaídas debajo de un ala, me quité el casco y miré con placer el cielo azul, despejado. De occidente venía hacia nuestro aeródromo una nutrida formación de aviones alemanes.

—       ¡Largo de aquí! —grité al chófer del camión cisterna.

El salió pausado de la cabina, me miró perplejo, pero, al mirar al cielo, comprendió lo que pasaba y se sentó de prisa al volante. Aplastando el maíz, su camión se alejó del aeródromo. Y, como hecho adrede, al lugar que acababa de abandonar la cisterna acudió un camión lleno de bombas. En esos momentos los Junkers ya estaban acabando de virar para enfilar toda la hilera de aviones nuestros ¿Qué pasaría si en el camión caía una sola bomba? Volaría todo el aeródromo.

Al ver los aeroplanos enemigos, el chófer abandonó el camión y corrió a las zanjas. Chuváshkin ya se había metido allí y me llamaba a grito pelado. No sé por qué, me repugnaba esconderme sin dar la cara al adversario. Empuñé un fusil, lo cargué y disparé contra los Junkers en picado. En el aeródromo caían ya bombas pequeñas de metralla que denominábamos "ranas".

El último bombardero entró en picado. Desprendiéronse de él varios puntos negros que, aumentando de tamaño, se precipitaban derechos hacia donde yo estaba. Me fulminó la idea de esconderme. Pero el Junkers sostuvo el picado tan bajo que no me hubiera dado tiempo de apartarme del camión. Quieto junto a mi Mig y al camión de las bombas, aguardé, pasara lo que fuese. Me invadió un sentimiento de indiferencia o quizás de desprecio a la muerte.

El Junkers pasó rugiendo por encima de mi cabeza, y yo permanecí de pie en espera de las explosiones. Pasó un segundo, otro más, y el aire seguía en calma. No pude soportar más, di unos pasos adelante y vi en derredor multitud de pequeñas bombas sin estallar.

Se acercaron Chuváshkin y el chófer del camión de las bombas. Los otros aviadores también fueron saliendo de las zanjas y volviendo al aeródromo.

 

Emprendimos el vuelo rumbo a Kodima... Nuestro servicio de reconocimiento había descubierto allí una gran columna de tropas enemigas. Un grupo de I-15 e I-16 había recibido la orden de asestarles un golpe de asalto. Nosotros debíamos proteger a los asaltantes. El lugar de Diachenko lo había ocupado en mi patrulla el joven aviador Vikenti Karpóvich. De nuevo volaba yo en patrulla.

Llegamos a la zona indicada. Los I-15 e I-16 comenzaron a ametrallar y lanzar bombas, picando sobre la columna enemiga, que se prolongaba varios kilómetros. Aparecieron los Messerschmitts e intentaron abrirse paso hacia los I-15, El combate se entablaba sin tanteos.

Despegándome del Messer que me perseguía, viré a la izquierda, tomando altura, para dejarme caer desde encima sobre los cazas alemanes que atacaban a los I-15. Teníamos que dar a los nuestros la posibilidad de arrojar su carga de bombas y prepararse para el combate. Pero la situación me hizo abandonar en el acto mi propósito. Miré a la derecha y vi que un Messer se había pegado a la cola del avión de Karpóvich.

Mientras me aproximaba al Messerschmitt, procuré comprender por qué mi punto de la derecha, Karpóvich, había quedado por debajo de mí. Estaba claro. De nuevo se había dejado sentir la formación en patrulla. Cuando yo di el viraje a la izquierda, Lukashévich me siguió, y Karpóvich también debió de haber hecho lo mismo. Pero no resultaba tan fácil. Si viraba bruscamente, el aeroplano podía entrar en barrena, y si lo hacía con suavidad, quedaría rezagado sin falta. Y mi punto obró como hacíamos a veces durante los combates de entrenamiento: viró a la derecha.

Ataqué a máxima velocidad al Messer que perseguía a Karpóvich. Las balas le cosieron de costado la cabina, y el aeroplano bajó el morro y se precipitó al suelo.

Sólo entonces me vio mi punto y comprendió lo que había pasado. Pero a mí no me dio tiempo de “tomarlo de la mano.” Más abajo, nuestros I-15 e I-16 sostenían desigual combate, eran muchos, pero los Messers no lograban derribar a ninguno de ellos. Seguí con la vista el aeroplano de Karpóvich y busqué con la mirada el de Lukashévich. No lo vi. Entonces me adherí al grupo de cazas en servicio de asalto que repelían los ataques de los Messers.

Durante el vuelo de regreso recompuse en la imaginación los pormenores del combate, procurando determinar el momento en que pudo ser atacado Lukashévich. Cuando di el primer viraje a la izquierda, yo lo vi. Luego distrajo mi atención el Messer que perseguía a Karpóvich. ¿Dónde se habría metido Lukashévich?

De nuevo volví al aeródromo sin mis puntos. Al sobrevolar el campo, vi que el aparato de Karpóvich estaba ya en su lugar de estacionamiento. Aterricé, rodé hacia el estacionamiento y me acerqué a Ivanov, que estaba hablando con mi punto derecho. Karpóvich le refería detalladamente lo que le había pasado en el aire. Yo escuché, conteniendo a duras penas mi impaciencia: quería preguntarle por qué había virado a la derecha, habiéndolo hecho yo a la izquierda. Ahí precisamente estaba el origen de todos los errores posteriores.

Acechando el momento, se lo pregunté al fin.

—       Temí quedarme rezagado—contestó sinceramente.

—       ¿Te funcionaba bien el motor?

—       Sí.

—       Pues tampoco debiste de volver al aeródromo.

Karpóvich no dijo nada más, Ivanov pasó la mirada de él a mí y viceversa. Luego me preguntó por Lukashévich.

—       ¿Lo han derribado?

—       No lo he visto.

—       ¿Qué le ha podido pasar?

El jefe del regimiento aspiró profundamente y caminó a lentos pasos a lo largo de la línea de estacionamiento, yo caminaba a su lado.

—       Es una desaparición enigmática —dije—, le ha pasado exactamente lo mismo que a Sokolov y Ovsiankin. Una verdadera incógnita.

—       De lo que les pasó a ellos ya estamos enterados —objetó el jefe del regimiento.

No pude menos de adelantarme para mirarle a la cara. Su expresión era seria, impenetrable.

—       ¿Qué les ha pasado, camarada jefe?

—       Esta noche lo contaré delante de todos...

...Lukashévich apareció en el umbral de la puerta del comedor cuando todos los que nos encontrábamos allí escuchábamos, con la respiración entrecortada, el relato de Ivanov sobre Sokolov y Ovsiankin. Lukashévich comprendió en seguida de quién se hablaba y se detuvo junto a la puerta. Vio las breves miradas llenas de alegría que te lanzaron y cómo el jefe se calló un instante para mirarlo con sus ojos grandes y tristes, como diciéndole sus palabras más cariñosas: "está bien, muchacho".

—       Cuando volábamos en dirección al oeste, todos teníamos mucha fe, muchísima fe, en el Dniéster —decía el comandante Ivanov—. Los que habían sido averiados procuraban cruzar el río, y los que habían perdido el aeroplano también se apresuraban a sus orillas. El Dniéster no había jugado ninguna mala pasada a nadie. Hubiera ayudado también a Sokolov y Ovsiankin si hubieran tomado desde Bieltsi rumbó derecho al este. Uno de los dos, por lo visto Sokolov, llevaba el avión averiado. Ovsiankin no abandonó a su jefe, y los dos volaron al noreste, rumbo a Yámpol. Si miráis el mapa, veréis en seguida que Yámpol está a la mitad de distancia de Bieltsi que Grigoriópol. Por eso ellos eligieron esa ruta, por ser más corta.

Los dos aterrizaron cerca de Yámpol, creyendo que allí aún estaban los nuestros. Pero lo habían ocupado ya los alemanes, que cercaron a Sokolov y Ovsiankin. Quisieron capturarlos vivos, pero nuestros camaradas ge defendieron hasta el último cartucho. Cuando comprendieron que no podrían escapar, resolvieron que más valía morir en la tierra patria que sufrir en el cautiverio fascista. Preguntaréis ¿cómo nos hemos enterado de la valentía de nuestros aguerridos compañeros? Nos lo ha contado, durante el interrogatorio, un aviador alemán que hemos capturado prisionero hace poco. "Me arrepiento —ha dicho— de no haber obrado como los pilotos de ustedes junto a Yámpol. Nosotros también tenemos un concepto del deber militar". El ha sido quien nos ha contado los pormenores de este suceso ocurrido en la orilla izquierda del Dniéster. Queridos amigos —dijo, para terminar, el jefe del regimiento—, ¡guardemos imperecedero el recuerdo de los intrépidos aviadores de nuestro regimiento, de los gloriosos hijos del pueblo soviético Anatoli Sokolov y Alexéi Ovsiankin!

Nos pusimos en pie y honramos la memoria de nuestros compañeros de batalla con un minuto de silencio. Sólo se oyeron los sollozos de la camarera.

Después de la cena, los pilotos rodearon a Lukashévich. Contó que, al dar un viraje de ciento ochenta grados a la izquierda, el aeroplano entró en barrena; no le quedaba altura para sacarlo y hubo de tirarse, haciendo uso del paracaídas. Fue a caer casi al lado del avión alemán que él había derribado. Persiguiendo al piloto fascista, nuestros soldados dispararon también contra él hasta que le oyeron hablar en ruso.

—       ¡Ahí tiene usted otro triste resultado de los vuelos en patrulla! —exclamé sin poder reprimir mi indignación—. Va uno volando con dos puntos a los lados como si fueran guardaespaldas. Y yo no soy el jefe de ninguna división para que me guarden las espaldas. ¡Déme en la formación una libertad que, con mis virajes, no obligue a uno a saltar del avión para descender en paracaídas y al otro a alejarse quién sabe dónde!

—       ¡Calma, Pokryshkin! —me detuvo el comandante Ivanov—. No te acalores tanto. Hoy se ha volado en patrulla por última vez —pronunció en tono tan enérgico como el de una sentencia.

Cuando volví a la residencia, vi encima de la almohada de mi cama una carta doblada en forma de triángulo. Era la primera noticia que recibía de Novosibirsk desde que comenzara la guerra.

En las primeras líneas, mi hermana María me escribía que había llegado a casa la triste nueva de que nuestro hermano Piotr había desaparecido. Por tanto, la guerra se había llevado ya a uno de nuestra familia. Quedábamos dos en él frente. El tercero iba creciendo y me seguía los pasos. ¿Vería nuestra madre a alguno de nosotros después de la guerra?... Luego María me contaba que Pablo, su marido, también se había marchado al frente y me enumeraba a todos los primos hermanos que habían vestido el uniforme de soldado. "Hemos recibido el dinero que nos has enviado —decía al final—, la mamá y yo te damos las gracias". "Menos mal que al fin han recibido ayuda mía. Mañana, en cuanto lleguemos al aeródromo, les contestaré",

Al amanecer, nuestro regimiento abandonó el aeródromo bajo el tronar de la artillería.

Había comenzado la retirada.

 

 

 

 

 

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