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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

LAS BOMBAS DETIENEN EL TIEMPO

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¡Eh, cochero!

Mientras el cochero, arreando al caballo, se aproximaba a nosotros, yo me remontaba en los pensamientos al siglo pasado.

—       ¡Al aeródromo! —exclamó alegre Konstantín, arrellanándose en el asiento.

El cochero había comprendido en el acto, sin necesidad de que se lo explicáramos, adonde teníamos que ir. Sin prestar atención al flacucho Mirónov, detuvo la mirada primero en mí y luego en los otros aviadores. Estaba claro que le hacía dudar el peso de los cuatro fornidos mozos. Convencido de que el viejo coche resistiría, tiró de las riendas y gritó al caballo:

—       ¡Arre!

Desfilaron por nuestro lado las casas conocidas de la calle principal. El sol matutino de mayo y el alano aspecto de la pequeña ciudad nos ponían humor de fiesta.

No pudimos menos de evocar los acontecimientos del pasado año de mil novecientos cuarenta, cuando Besarabia se reunificó con la Unión Soviética. Nuestro regimiento, puede afirmarse, cruzó la frontera en formación de gala y tomó tierra en el aeródromo de Bieltsi. Los aviadores empezamos la visita de la ciudad, como es natural, por la calle principal. Y por ella nos paseábamos casi todas las tardes.

—       ¿Se podría dar la vuelta a Europa en una tartana como ésta? —inquirió, zumbón, Konstantín Mirónov, entornando plácidamente los ojos bajo el cegador sol meridional.

—       Buen rumbo has elegido —repuso, molesto, Alexandr Mochalov—. La gente honrada se marcha hoy de allí.

El cochero volvió la cabeza y lo miró con curiosidad. Nosotros también cruzamos sendas miradas, recordando un caso reciente. Unos días antes de nuestra marcha, cuando acabamos los cursillos, aterrizó en nuestro aeródromo un bombardero yugoslavo marca Savoia. Su tripulación se había salvado por pelos de la esclavitud fascista. Se me grabaron para siempre en la memoria los rostros severos, llenos de desesperada resolución, de los aviadores yugoslavos.

—       Pues yo me pasearía a gusto en coche por el bosque de Viena al compás del famoso vals de Strauss... —rompió Mirónov la pausa, que se prolongaba.

Sabíamos de sobra por qué Mirónov estaba de humor tan lírico. El día anterior, antes de partir el tren, estuvo despidiéndose larga y tiernamente de una muchacha en el andén.

El coche nos llevó hasta la misma barraca donde estaba instalada la plana mayor. El cochero conocía bien el camino, pues los aviadores, cuando hacían tarde al camión, recurrían a menudo al transporte de tiro sanguíneo para venir de la ciudad al aeródromo. Bien es verdad que nosotros tres, o sea, Mirónov, Mochalov y yo, estuvimos durante cierto tiempo independizados del camión y de los coches de punto. Teníamos un automóvil de turismo propio, que compramos de ocasión.

Cuando llegamos a Bieltsi, los corredores de comercio locales nos acosaban, cual moscas molestas a los oficiales soviéticos. Una vez se nos acercó un negociante de ésos y nos interrogó:

—       ¿Qué desean comprar los señores oficiales?

—       ¡Un barco! —respondió en broma uno de nosotros.

—       Podemos ofrecerles incluso un barco —accedió el corredor de comercio sin inmutarse lo más mínimo. Pero mejor será un automóvil.

—       ¡Venga acá el automóvil!

Dos días después rodó hacia la casa en que nos alojábamos un extraño artefacto sobre cuatro ruedas. Al ver sentado al volante al conocido corredor de comercio, nos quedamos de una pieza. ¿Qué haríamos? Nuestro primer impulso fue no abrir la puerta, pero nos era violento. Entonces resolvimos tomarlo a broma y que nos paseara en su artefacto.

—       ¡Es un Hispano-Suiza!... Modelo de carreras —elogió su mercancía el corredor de comercio, señalando el emblema de la marca.

No era posible mirar sin una sonrisa aquel antediluviano automóvil biplaza con ruedas de madera ceñidas de goma maciza. Apiñados en el Antílope, como bautizamos el coche, dimos una vuelta por la ciudad, desternillándonos de risa y ensordeciendo a los transeúntes con los estampidos del motor. Después del paseo, tomamos, no sé por qué, el unánime acuerdo de que no estaría mal comprar, para mayor "comodidad", el barato Hispano Suiza.

Así fue como nuestra patrulla se hizo con vehículo propio. Ahora íbamos a nuestro servicio en coche, y no en camión. Y cuando teníamos tiempo libre, nos paseábamos a menudo, a toda mecha, por las carreteras buenas. Antes de irnos a los cursillos, regalamos nuestro Hispano-Suiza a unos compañeros. Es probable que estuviese ya tirado en algún montón de chatarra: el año anterior la vida en Besarabia había cambiado mucho, pues con el nuevo régimen llegó allí también maquinaria moderna.

...En el local de la plana mayor del regimiento estaba sólo el oficial de guardia. Nos anunció que los aviadores y los mecánicos se habían trasladado días antes a un campamento situado junio a la aldea de Mayakí, cerca de Kotovsk.

—       Pero el jefe del regimiento está aquí —agregó—. Anda por el aeródromo.

Nos pusimos inmediatamente en camino en busca del comandante Ivanov.

El aeródromo estaba lleno de zanjas, hoyos y montones de tierra, entre los que iban y venían camiones; por doquier trabajaban con palas mozos moldavos.

—       ¿Qué ocurre aquí, hermanos? —exclamó Konstantín Mirónov.

Nos pusimos a hacer cábalas:

—       Pues yo creo que no tardaremos en despegar de una pista de hormigón.

—       ¡Estupendo! He oído hablar mucho del hormigón, pero no lo he sentido nunca bajo el aeroplano.

—       Parece un hormiguero de verdad. ¡Cuántos gorros negros!

—       Es el ritmo soviético, el nuestro.

En el aeródromo no había aeroplanos. Sólo en el apartado extremo lindante con un riachuelo se veían unos cajones blancos y alargados. Al ver junto a ellos al jefe del regimiento, al ingeniero Sholojóvich y a varios mecánicos, encaminamos hacia allá nuestros pasos.

Víctor Ivanov se alegró de nuestra llegada. Cuando yo, como jefe de la patrulla, le di parte de que habíamos vuelto de los cursillos, nos estrechó la mano y nos dijo, sonriente:

—       Os doy la enhorabuena ton motivo de la terminación de los cursillos. Y a ti, Pokryshkin, por el nuevo cargo.

Cruzarnos las miradas. Mirónov, que estaba al lado, no pudo contenerse y soltó:

—       Ya lo decía yo que el jefe de los cursillos no te perdonaría las piruetas que has hecho en los vuelos. Te felicito por tu descenso a piloto raso.

Ivanov seguía sonriendo, y sus grandes ojos negros se entornaban con expresión de cariño en el ancho semblante.

—       Pokryshkin ha sido nombrado subjefe de escuadrilla —dijo —. En cuanto a lo de sus "piruetas", ya estamos enterados. Que suba en un Míg y que las deshaga. Pilotar este aparato es mucho más difícil que el I-16.

Mis compañeros llamaban en broma "piruetas" las figuras de acrobacia de alta escuela que yo me había inventado o había modificado y que empleaba en los combares aéreos de entrenamiento. El jefe de los cursillos y subjefe de nuestro regimiento, Zhiznievski, era reacio a toda innovación y partidario del pilotaje académico tranquilo. Él mismo volaba sin ardor y hacía cuanto podía por apagárselo a los demás.

Yo no entendí en seguida el sentido de las palabras "que suba en un Mig".

Pero al fin caí en la cuenta. De los enormes cajones alargados salían, como polluelos que rompen el cascarón, unos cazas glaucos nuevecitos. Los mecánicos los estaban desencajonando y montando.

La aparición de aeroplanos de: nuevo tipo en el aeródromo es siempre un acontecimiento en la vida de los aviadores, y nosotros también nos abalanzamos hacia los cajones. En eso, nos llamó la atención un ruido en el cielo. Todos volvimos hacia allá la mirada. Cuando hubimos observado con atención, nos percatamos de que era un avión desconocido. Volaba a la altura de unos cinco mil metros.

—       ¡Es un avión de reconocimiento alemán!

—       Un Junkers.

—       Y no va solo... Lo acompañan varios Messerschmitts.

Efectivamente, en torno del bombardero bimotor de alas romboidales evolucionaban cuatro cazas. Retornaban de nuestro territorio hacia occidente por encima mismo de Bieltsi.

Hace muchos años, en un día de septiembre, vi por primera vez encima de Novosibirsk, mi ciudad natal, el vuelo de un avión en el ciclo despejado. Dejando boquiabiertos a grandes y pequeños, dio varias vueltas y aterrizó en la explanada de los desfiles militares. Toda la ciudad se descolgó allá. Nosotros, los chiquillos, que teníamos sobre los mayores la ventaja de ir descalzos y tener las piernas más ligeras, llegamos a la explanada los primeros. Y aunque el aeroplano ya estaba custodiado, logramos abrirnos paso hacia él. Yo toqué tímidamente su ala fría y aspiré con avidez el cálido aire impregnado de los olores de bencina y aceite, que desconocía. Y quién sabe, es posible que fuese precisamente la sensación de aquellos felices minutos la que predeterminara mi futuro.

En el mitin que se celebró junto al avión, la gente habló de la creación de las fuerzas aéreas soviéticas y de la defensa de la Patria. Entonces fue cuando oí por primera vez la palabra Junkers. Resultó que el aparato que tentarnos delante había sido comprado en Alemania con dinero recolectado por los siberianos. Y realizaba un vuelo de agitación y propaganda por nuestras ciudades.

A la sazón, la palabra Junkers repercutía en mis oídos con sonido enigmático y agradable. Había hecho nacer en mí un sueño alado. Yo procuraba estudiar bien y me dedicaba con provecho al deporte para ingresar en una escuela de aviación. Y me salí con la mía: me hice mecánico de aviación. Luego, merced a mi porfía, logré aprender a volar. Presa del romanticismo de la heroica profesión, yo, lo mismo que miles de muchachos de mi edad, me remonté al infinito espacio, que me subyugaba.

En estos momentos, pasados ya muchos años, la palabra Junkers me despertaba otra sensación. Al ver sobre mi cabeza la oscura silueta de un bombardero enemigo, no pude menos de apretar los puños. Hasta el firmamento, que siempre me atraía, dijérase que se encapotó de pronto y descendió.

—       ¿Es de los fascistas, camarada comandante?—interrogó, serio el rostro, Konstantín Mirónov.

—       ¡Pues de quién va a ser! —repuso el jefe del regimiento—. Y no es el primero que pasa. Están explorando el terreno, fotografiándolo...

"¿Por qué no se ha dado la señal de alarma? —pensé—. ¿Por qué no lo persiguen los nuestros?" Pero, en voz alta, dije:

—       Si tuviera aquí un avión, ¡bien que iba a "fotografiar" yo a ese canalla!

—       Ya está por encima del Prut —repuso, exhalando un suspiro Ivanov—. Para interceptar a uno como ése, hace falta un aeroplano más veloz que el I-16. Además, no nos permiten derribarlos.

Las últimas palabras del jefe hicieron que se desencadenase en nosotros una tempestad de protestas.

—       ¿Cómo es eso? ¿Por qué no se les puede derribar, siendo así que vuelan por encima de nuestro territorio?

—       ¡Eso no puede ser!

—       ¿Fotografía a plena luz del día, y no se le puede meter un susto morrocotudo?

—       Esas son las indicaciones que tenemos del mando —explicó, triste, Ivanov—. Diplomacia... Persigues a un forajido como ese, y tienes que estar pendiente del mapa para no cruzar la frontera sin darle cuenta.

Conscientes de tamaño desafuero, buscábamos justificación, y no la encontrábamos. Se notaba por todo que los vuelos de los fascistas sobre nuestro territorio, más frecuentes cada día vaticinaban algo horrible. La conducta bandolera de la Alemania fascista ya era harto conocida. Este país había sojuzgado ya a casi todos los de Europa occidental, y su ejército merodeador había penetrado en los Balcanes. Pensé apesadumbrado que los pilotos sabíamos muy poco de los aeródromos ocultos tras los cerros fronterizos.

Los mecánicos, dirigidos por el ingeniero, reanudaron el montaje de los aviones. El jefe del regimiento se acercaba tan pronto a uno como a otro, dándoles órdenes. Luego nos llamó con enérgico ademán. Nos acercamos a un Mig colocado ya sobre el tren de aterrizaje. No le faltaban más que las alas, que yacían en el suelo a ambos lados del fuselaje.

—       ¿Qué hacéis ahí parados? Meteos en la cabina y mirad dentro —nos dijo Ivanov, encaminándose hacia un cajón que empezaban a desclavar.

Subimos por turno a la cabina del nuevo caza y examinamos sus instrumentos. Un perito respondía de buen grado a todas nuestras preguntas.

—       Que, ¿os gusta? —nos interrogo Ivanov cuando hubimos examinado el nuevo aparato.

Ninguno respondimos, pues no nos atrevíamos a dar opiniones del Mig.

—       Es bonito —repuse al fin, cauteloso—. Y el motor de seguro que es potente. Pero... me parece que no está muy fuerte de armamento.

—       ¿Que no está muy fuerte? —interrogó, perplejo, el comandante—. Una ametralladora BS de grueso calibre y dos de tiro rápido... ¿Te parece poco?

—       Habría que instalar un cañón, camarada comandante. No es tan fácil derribar a un Junkers.

—       Con facilidad no se pone uno ni la camisa —replicó Ivanov—. Hay que saber. Si cerramos con los Migs el paso a los Junkers, estos las van a pasar mal. ¿O te has creído tú que vamos a volar en los I-16? —interrogó, sonriéndose.

Todos elogiaron los Migs.

—       ¡Eso es! —dijo, satisfecho, el jefe—. Hoy mismo id a la base del regimiento, está en Mayakí. Allí hay ya dos Migs. ¿Veis los tiempos que corren? Se ciernen nubarrones. Hay que reentrenarse a marchas forzadas. ¡Y vamos a cazar a esos bandidos! ¡Sin falta los vamos a cazar!

Comenzó a entregar él mismo tornillitos al mecánico que estaba en una escalerilla, junto al ala.

—       Cuando tengamos montados los aparatos para una escuadrilla, tú, Pokryshkin, los llevarás a Mayakí. Allí entrenaremos a los pilotos y volveremos aquí.

El jefe buscaba sosiego en el trabajo. Nosotros esperábamos que él nos ordenara ayudar en el montaje. Pero volvió a hablar de que teníamos que entrenarnos y aprender rápidamente el manejo del nuevo aparato y aprovechar cada instante.

—       ¡Recoged vuestras cosas y marchaos allá!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El tren de Kotovsk, que pasa por Tiráspol, salía por la tarde. Teníamos medio día a nuestra disposición. Nos pusimos de acuerdo para reunirnos en la estación y nos fuimos cada uno al domicilio en que estábamos alojados.

De camino a casa, Konstantín Mirónov se encontró en la calle a nuestra joven vecina Flórika y se quedó rezagado. No sé de qué hablaría con ella, pero nos dio alcance de buen humor, entró como una exhalación en el cuarto, se asperjó de prisa con colonia y se fue.

Alquilábamos los tres una habitación en la casa de un hebreo que había sido gran comerciante, veíamos rara vez a los dueños. De su presencia en casa rememoraban los penetrantes olores que llegaban de la cocina al pasillo. Seguían teniendo criada, que limpiaba también con esmero nuestro cuarto y quitaba todos los días el polvo a unos cuadros de macizos marcos.

Cuando volví a casa y me puse a recoger los bártulos para el viaje, llamaron a la puerta. Entró el amo de la vivienda. Se detuvo delante de mí con aire decidido y, señalando al techo con el índice, me interrogó:

—       ¿Los ha visto?

—       ¿A quién? —respondí, encogiéndome de hombros, si bien comprendí en seguida a lo que se refería.

—       Y los suyos no les pueden hacer nada. ¡Absolutamente nada! —prosiguió, enardecido, el amo—. Hablando con usted en cierta ocasión, señor oficial, le dije al tuntún que al cabo de un año los alemanes estarían aquí. Y no me he equivocado: ha transcurrido un año, y ahí los tiene.

—       Qué se le va a hacer —exhalé un suspiro de fingida resignación—. Todo resulta como usted deseaba. Quizás le devuelvan pronto la tienda.

—       No bromee, señor oficial. Siempre lo he tenido por una persona seria. Nosotros, los hebreos, sabemos algo de ellos —dijo, volviendo a alzar el dedo para indicar que se refería al aeroplano de reconocimiento de los fascistas que había sobrevolado poco antes—. ¿Que el alemán me va a devolver la tienda? ¿Para qué dice usted eso?... Soy viejo y estoy dispuesto a terminar mis días bajo cualquier régimen, menos el de Hitler.

—       Pero usted se alegra de que los alemanes vuelen por encima de Bieltsi.

—       ¿Quién le ha dicho que me alegro?

—       Se le ve.

—       No diga esas cosas. En lo que pienso es en Rumania. Allí quedaron mis hermanos y mi hermana. Antes los veía todos los domingos, y ahora... ¡Oh, Bucarest! ¡Qué ciudad!

Había que cambiar de conversación.

—       El importe del alquiler lo recibirá hoy.

Se dio la vuelta y salió. Saqué de debajo de la cama mi maleta, en la que guardaba mi ajuar de soltero, y seleccioné lo más imprescindible para la vida de campamento. Una guerrera de paño ingles... La necesitaría. Unos pantalones nuevos... También. Ropa interior, pañuelos, toallas... Un álbum de dibujo... esto sin falta. Un libro. ¿Y qué era eso? ¡Qué despistado estaba! Aún no había enviado a mi hermana los cortes de vestido que le había comprado en el invierno. ¡Y eso que preparaba el regalo para hacérselo en la primaveral! Qué contenta se hubiera puesto de ver la seda blanca con flores estampadas! y el crespón negro con rayas blancas también le habría gustado.

María es dos años más joven que yo. Es la única hermana que tenemos los cinco hermanos varones Su infancia fue más dura que la nuestra, pues los quehaceres domésticos recayeron demasiado temprano sobre ella. Y aún tenía que llegar a tiempo a la escuela. Todos los hermanos queríamos a María y estábamos dispuestos a defenderla de quienquiera que intentase ofenderla. Comenzó a trabajar de muy joven, pero jamás se quejó.

Las evocaciones en mi hermana me trasladaron a Novosibirsk... ¡Ciudad lejana, pero íntima! He aquí nuestra casita a la orilla del río Kámenka. La última vez que estuve allí fue en el año treinta y siete. Luego me enfrasqué en los vuelos. Mi camino al objetivo de mi ensueño fue largo y tortuoso, como si subiera a un alto y abrupto despeñadero. Subía y me quedé absorto de la emoción, contemplando las inabarcables extensiones.

Me gusta volar. Aspiraba a ser uno de los mejores. La experiencia de los pilotos de caza que combatieron en Jaljin-Gol y en el istmo de Karelia me hacía pensar más y entrenarme mejor. Todo lo que ellos habían logrado a precio de sangre, teníamos que analizarlo, comprenderlo y aprenderlo. Sólo en eso pensaba yo. Rehuía los amores, pues estaba seguro de que, en la juventud, la familia no permite al aviador entregarse en cuerpo y alma a su cautivante y ardua profesión...

…¿Qué hacer con los cortes de vestido? ¿Llevarlos conmigo? Pero en el campamento no tendría tiempo para preocuparme de hacer el envío. ¡Ay, hermanita, aguarda un poco más, ya que has esperado tanto lo prometido! En cuanto traslade los Migs encontraré un rato libre y te enviaré el regalito. Puse los cortes en el fondo de la maleta y la metí debajo de la cama. Lo que entresaqué para la vida del campamento me cabía en un maletín.

En espera de Mirónov, pensé, no sé por qué, en mi nombramiento para subjefe de escuadrilla. Zhiznievski, naturalmente, aún no estaba enterado. Si el jefe del regimiento le hubiera pedido consejo antes, Zhiznievski por nada del mundo lo hubiera consentido. Sabía que yo lo tenía en poca cosa como piloto, y por eso no me podía ver. Y yo no sé disimular mis sentimientos, no estoy habituado a aceptar compromisos cuando se trata de asuntos tan serios tomo la aviación.

En cambio, Ivanov, como suele decirse, me tenía prendida el alma. Me agradó desde el primer día. Recuerdo perfectamente el otoño de 1939. Cuando acabé la escuela de aviación de Kacha, me destinaron a este regimiento. En el local de la plana mayor me dijeron, cuando llegué, que el jefe estaba volando. Me presenté en el aeródromo en el momento en que despegaba un caza más de tantos. Me extrañó que el I-16, tras del sostenimiento sobre el suelo, diera un brusco viraje, como se dice, picando el ala. En un aparato tan sensible como es el I-16, los virajes cerrados a poca altura son peligrosos, pues no le cuesta nada desplomarse y estrellarse. Pero el aparato dio la vuelta tan raudo y con tal destreza que no pude contenerme y pregunté:

—       ¿Quién ha despegado?

—       ¿Es que no conoces al jefe? —interrogó a su vez, extrañado, un piloto que estaba al lado.

—       ¿Será posible que sea el jefe del regimiento?

—       ¡Pues claro! —respondió el piloto con visible orgullo.

Me transmitió ese orgullo. ¡No estaba mal aprender de un maestro como él! Al día siguiente me remonté con Ivanov a la zona de entrenamiento en un avión UTI-4 biplaza.

El piloto de caza aprende el arte de la acrobacia de alta escuela, siguiendo, en lo fundamental, un ejemplo determinado. Mis compañeros y yo tuvimos suerte: ese ejemplo fue para nosotros el jefe del regimiento. Lo apreciábamos, teníamos fe en él y lo imitábamos en todo.

Mirónov no aparecía. Lamentándolo, me disponía ya a ir a la estación, cuando apareció de pronto en el umbral.

—       Perdona, Alexandr, que te haya hecho esperar —dijo, poniéndose a recoger sus cosas. De súbito espetó: Confío que en Tiráspol pasaremos un buen día. Allí tengo muchas conocidas.

—       ¿Emplear todo un día en una bobada como esa?

—       ¿Crees que es una bobada?

—       Para ti, sin duda.

La sonrisa se borró del semblante de Mirónov. Por lo visto, no había tenido tantas ocasiones de oír verdades sobre sí mismo. Y se salió de sus casillas:

—       ¡Ah, sí! ¡Me había olvidado que ahora tú eres un jefe! Y bien, ¿vas a darme alguna lección de moral?

—       ¡Ante todo, soy tu amigo! Y sabes que me repugna la frivolidad en la vida.

—       Mis asuntos personales no deben importarte —balbuceó, confuso, Mirónov.

—       ¡Eso de que son asuntos personales te lo has creído tú! Ayer hiciste llorar a una estudiante, y hoy de seguro que ha soltado el llanto Flórika. ¿Acaso es humano eso?

—       Poco entiendes tú de esas cosas. Alexandr.

—       ¡Claro! Es una cosa tan complicada eso de seducir a las muchachas...

Apenas si pude contenerme para no soltarle un par de bofetones cuando se puso a hablar con cinismo de la simpática y confiada Flórika.

—       No te olvides de llevar unos cuantos moqueros —le espeté con rabia, saliendo de la habitación—. ¡En Tiráspol no nos detendremos ni una hora!

Mirónov me alcanzó ya en la calle.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El camino de Bieltsi al campamento nos pareció muy fatigoso y largo. Sobre todo, las últimas decenas de kilómetros, cuando, envueltos en polvo, nos zarandeábamos en una vieja camioneta por un camino vecinal lleno de baches. En aeroplano, yo solía sobrevolar toda la provincia en media hora, poco más o menos.

Mayakí era uno de los aeródromos que figuraban únicamente en los mapas secretos de los Estados Mayores. Uno de esos aeródromos que había sido utilizado durante decenios por los koljoses para segar hierba y pastar ganado. Eran muchos en las estepas de Ucrania. A alguien podría parecerle que no hacían ninguna falta. Pero llegó un tiempo en el que la aviación militar tuvo necesidad también de este campo de Mayakí, cubierto de trébol lozano, los aviones de nuestro regimiento aterrizaron en él como un enjambre de abejas. Ahora no cesaba allí en todo el día el rugir de los motores.

La plana mayor del regimiento quedó instalada en un gran cajón de chapa, de los que habían servido de envase para los Migs, colocado en una espesa arboleda. Al vernos, el comandante Alexandr Matvéiev, jefe de la plana mayor, salió a nuestro encuentro.

—       Qué, ¿has hecho trucos de los tuyos en los cursillos? —me interrogó alegremente—. Zhiznievski se ha quejado de ti.

—       Si para él la acrobacia no es más que trucos, que se queje.

—       ¡Qué resuelto vienes! —dijo el jefe de la plana mayor con tono aprobatorio, pero respondió evasivo—: Claro, siempre que sea verdadera acrobacia; en los Migs nos vendría de perilla. Mira qué pareja —señaló Matvéiev en la dirección de los aeroplanos—. Pero no se te ocurra hacer piruetas de circo, que te romperás la crisma.

Nos alojamos en un instante. Entregamos en la sección de intendencia la hoja de aprovisionamiento, llevamos las maletas al edificio de la escuela, desalojado, y quedamos libres. Dormiríamos en el primer piso, en un aula clara y espaciosa, y nos alimentaríamos en el comedor, instalado en la planta baja. Podríamos bañarnos en un estanque medio cubierto de carrizo. Konstantín Mirónov preguntó a los veteranos de aquel campamento dónde se podía "sacudir la murria de la soltería". Le respondieron que en la aldea, a unos cinco kilómetros de allí, había un club donde, algunas veces, se proyectaban películas.

Se acabaron nuestros dos días de permiso. Tan pronto como los "cursillistas" nos presentamos en el campo de aterrizaje con los cascos de vuelo colgando del cinto, y los portapliegos del hombro (nadie nos había mandado que los lleváramos, pero no quisimos dejarlos, por si acaso), la vida cotidiana, intensa, de verdad, nos absorbió por completo en su turbulento remolino.

El aeródromo....Siempre hollado hasta formarse polvo en la línea de salida, oreado en la pista de despegue y aterrizaje. De este campo no muy grande despegábamos con el encargo de afinar elementos de acrobacia, y allí retornábamos con nuestro pequeño triunfo o fracaso. Adondequiera que volásemos, por despreocupado que pareciera nuestro hogar en el firmamento, el aeródromo estaba atento a nosotros, nos miraba como maestro y como espectador, y teníamos que rendirle cuentas si acabábamos de gastar gasolina, cartuchos, proyectiles y otros valores invisibles, como el tiempo y las horas de duración de los motores, con o sin provecho para la causa. Aquel campo había sido entregado a disposición de los aviones. Sólo ellos tenían derecho a cruzar por encima de él, al remontar el vuelo o descender de las alturas.

Cuando acudíamos al aeródromo, nos haríamos “extraterrenales" a medias. Nuestras miradas, nuestros pensamientos y nuestro sentir estaban puestos en los que volaban, pues si alguno de nosotros se hallaba en lo alto, todos los ciernas lo acompañábamos con toda el alma.

¿Pero qué ocurría en nuestro aeródromo aquel día? ¿Por qué se permitían infracciones de las ordenanzas? ¿Por qué no se disparaban sobre el campo las bengalas de aviso? Pues los aviones aterrizaban a velocidades inusitadas...

El primer teniente Anatoli Sokolov, jefe de nuestra escuadrilla, que participó en los combates de Jaljin-Gol, estaba condecorado ton la Orden de la Bandera Roja y presentaba señales de quemaduras en la cara, estaba en persona, banderines en mano, dando la salida a los aviones.

Azotado por los chorros de aire mezclado con el cálido viento primaveral y tostado por el sol dirigía los vuelos. Antes de dar la salida a algún aparato para la zona de acrobacia aérea, recordaba algo al piloto, haciendo ademanes, a veces señalando alguna cosa, agachándose y abriéndose de brazos, como una clueca cuando aletea. Recibía los aviones que rodaban hacia él después de haber aterrizado. Se subía al ala y, sujetándose de la cubierta de la cabina, con la cabeza metida en ella, profería en alto palabras llenas de energía y sentido. El chorro de aire de la hélice lo azotaba dispuesto a tirarlo del ala con su impulso. La tensión le ponía la cara roja como la grana.

A muchos les hacía que volvieran a remontarse a la zona de acrobacia. Cerraba la cubierta, una mirada más, un instante más, y el motor rugía, propulsando el avión.

Me acerqué al primer teniente Sokolov y le di las novedades:

—       Camarada jefe de la escuadrilla, el primer teniente Pokryshkin se presenta a sus órdenes.

—       ¿Por qué de manera tan oficial? —interrogó, sonriendo.

—       He sido nombrado subjefe de la escuadrilla.

—       Enhorabuena. Muy a tiempo. Atrashkévich necesita un subjefe precisamente como usted.

—       Pero he sido designado subjefe de su escuadrilla.

—       Yo me voy mañana a Kirovogrado, a unos cursillos. Reentrenará a los pilotos de la escuadrilla con Atrashkévich. Se lo digo sin tapujos, la cosa no es fácil. ¿Ve cómo entra ése a aterrizar? ¡Se ha olvidado de todo lo que le han dicho decenas de veces! Y, volviéndose hacia el aeroplano que descendía. Sokolov gritó — ¡No cortes motor! ¡Más bajo! ¡Más bajo! De lo contrario, en el Mig se desploma uno en seguida. ¡Venga, tira de la palanca! ¡Así! ¡Muy bien!

Al ver cómo Sokolov mandaba sin tener radiocomunicación con el piloto, no pude menos de soltar la carcajada.

El volvió la cabeza hacia mí y me preguntó disgustado:

—       ¿De qué te ríes?

—       Me ha hecho gracia, camarada jefe.

—       Mañana vas a sufrir tanto como yo. ¡Hay que enseñar!

Le conté lo del avión alemán de reconocimiento que había sobrevolado Bieltsi. Sokolov sacó un pitillo y lo encendió. Noté que mi noticia lo había inquietado

—       ¡Hay que atizarles fuego a esos buitres! ¡Atizarles fuego! —masculló con rabia—. Y por supuesto, no con notas diplomáticas...

—       ¡Con Migs! —agregué, a tono con él.

—       ¡Como dices! Míralos, ve y examínalos, acomódate en la cabina.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El caza Mig-3 me agradó enseguida. Podía comparársele con un brioso e irrefrenable corcel: si el jinete era bueno, corría como una flecha; pero el que perdiese el dominio sobre él, podía verse debajo de sus cascos. Los ingenieros aeronáuticos rara vez consiguen dar a su aparato con igual eficacia todas las cualidades técnicas de vuelo y tiro. En cualquier diseño se descubrirán sin falta puntos flacos. Pero en cada caza nuevo de aquellos años veíamos también verdaderos triunfos de la inventiva.

Las magníficas cualidades de combate del Mig dijérase que parecían ocultas tras algunos de sus defectos. Los méritos del caza los notaban y veían únicamente los pilotos que procuraban descubrirlos con su ardua labor y aprovecharlos con sensatez.

Teníamos prisa por reencontrarnos. Todos sentíamos que en las fronteras del oeste se avecinaban terribles sucesos. Los aviones alemanes de reconocimiento infringirían más a menudo cada día el espacio territorial soviético. A comienzos de junio, el mando de la división se vio obligado a destacar a la mismísima frontera la primera patrulla reentrenada. En nuestro léxico apareció la palabra "Avanzada".

Pues en aquel pequeño aeródromo se encontraba ahora el puesto avanzado de aviación del regimiento. El jefe de la patrulla, teniente Valentín Figuichov, un uraliano moreno y alto de grandes patillas negras que le quitaban todo el parecido con sus paisanos, aceptó con orgullo el puesto de responsabilidad junto al río Prut. Nuestra patrulla, ahora renovada, pues la constituían, conmigo, los alféreces Leonid Diachenko y Piotr Dovbnia, debía probar los nuevos aviones reunidos en Bieltsi y llevarlos al aeródromo de Mayakí.

El Mig-3 se sometió a mí con bastante rapidez. Picaba con ligereza, pasaba de los quinientos kilómetros por hora y luego hacía una candela de setecientos metros de altura, cosa excluida para el I-16. Y eso tenía mucha importancia. Una gran movilidad vertical proporciona altura, y la altura es reserva de velocidad. En suma, que, en el Mig todo correspondía a la designación principal del caza: ¡el ataque!

Al pulir las figuras de acrobacia de alta escuela, pensaba a menudo en los nuevos métodos de combate aéreo, en las maniobras repentinas que colocan al enemigo en posición desventajosa.

No sé dónde, había leído que el hombre puede reaccionar en medio segundo ante cualquier peligro. Un piloto bien enseñado y entrenado posee una reacción más pronta aún. Por tanto, pensaba yo, para poseer uno esa cualidad, debe desarrollar tensiones, sentir siempre que está combatiendo de verdad. Me agradaba pilotar con brusquedad, alcanzar las velocidades y alturas máximas, procuraba coordinar, hasta el automatismo, los movimientos de los timones, sobre todo en los virajes ceñidos y en las salidas de los picados. Algunos timoratos denominaron eso "piruetas". Pero una cosa es la prudencia sensata y otra completamente distinta la subestimación de las posibilidades del aeroplano. Esos compañeros se equivocaban de medio a medio al creer que los combates aéreos con el enemigo transcurrirían exactamente igual que los de escuela, siguiendo rigurosamente un esquema y sólo en compacta formación.

El ayudante de nuestra escuadrilla, Ovchínnikov a quien hube de enseñar yo a volar el Mig discutía a menudo conmigo.

            No se puede tratar así el aparato —decía indignado— no se le debe obligar a hacer evoluciones impropias de el. ¡Eso no llevará a nada bueno!...

—       ¿Por qué han de ser impropias? —objetaba yo. Si el aparato me obedece a mí, eso quiere decir que también puede obedecerte a ti. Pero antes tiene uno que adquirir esa sensación del movimiento.

—       ¿Crees que soy un leño metido en la cabina? —enojóse Ovchínnikov.

—       De eso mismo se trata, de que somos personas vivas. A un leño no se le puede ametrallar, pero a ti o a mi nos derribarán en el primer combate si pilotamos con suavidad.

—       Yo siento el aparato a mi manera.

—       De acuerdo —repuse, pues me agradó su idea—. Pero esa sensación hay que desarrollarla. Pues tampoco tolera el estancamiento ni la limitación.

A título de ejemplo conté a Ovchínnikov como logré, adoptando un nuevo método de colimar, buenos resultados en el tiro aéreo contra blanco móvil. Hacía cuarenta impactos en el cono en vez de los doce calificados con la nota de “excelente”.

—       Pero si a ti te temían todos los pilotos que arrastraban el blanco. Hasta los había que se negaban a llevar el cono. Decían que los ibas a acribillar a ellos.

—       Ese temor es excesivo, y la cautela cambien.

—       La cautela nunca está de más.

—       En cambio el temor, tenlo en cuenta, puede llevar a la muerte.

Así, no pudimos llegar a un acuerdo. Pero esas discusiones durante los análisis de los vuelos hacían que nos concentrásemos en lo principal. Había que prepararse de verdad para los combates aéreos, cada uno por separado y todos juntos.

Transcurría, ubérrimo, el mes de junio. Lo pintoresco del paisaje en el fugaz vuelo a escasa altura se quedaba grabado especialmente. Los cerros verdes resaltaban con suavidad, exhibiendo los viñedos de sus laderas; los huertos cruzaban raudos en líneas uniformes de páginas vueltas con rapidez: los riachuelos y los estanques refulgían un instante para volverse a apagar. Más he aquí que los vastos campos de mieses en sazón se extendían cual glauco mar ligeramente movido por las olas. Y la mirada se detenía en ellos...

Durante el vuelo a ras de tierra o. como solemos expresarnos, durante el vuelo rasante, la atención no retiene mas que lo que resalta, lo grande; todo lo demás es el fondo. Pero lo que registran la vista y la memoria es precisamente lo que da la impresión de velocidad, de rauda sucesión de los parajes, del vuelo en sí.

Esa impresión es muy necesaria para el piloto. El deseo de pasar lo más bajo posible por encima de la tierra viene dictado por el afán de estar a máxima tensión, de entrenar la atención, de orientarse con rapidez. Eso es imprescindible. Además, uno tiene la necesidad de sentir toda la profundidad del vuelo, como si quisiera dejar pasar por sí mismo el torrente de pintoresca tierra que viene al encuentro. A gran altura, no se percibe ese placer del vuelo. Allí se pierde a veces la conexión visual con la tierra y va uno pendiente del horizonte o de una nube inmóvil en la lejanía, de los manchones de bosque o de la cinta de un río que se extienden por debajo...

Al llevar los aviones de Bieltsi a Mayakí, disfrutamos de lo lindo con los vuelos rasantes. Desde Mayakí regresábamos en aviones de transporte, y en Bieltsi nos aguardaban los Migs montados y repostados. Una breve revisión del sistema de mandos, el despegue, y ya estábamos exhibiendo encima del aeródromo figuras de acrobacia de alta escuela: abruptas candelas, virajes ceñidos, picados con salida casi a ras del suelo. Los mecánicos e ingenieros estaban satisfechos. Los aparatos se portaban bien. Los obreros también contemplaban con placer el espectáculo. Únicamente los dirigentes de las obras nos miraban con ojeriza, pues les hacíamos demorar la construcción del aeródromo.

En los vuelos sobre el aeródromo y de ruta obrábamos con independencia. Mis puntos eran listos y valientes, por eso las pruebas de los nuevos aparatos eran para nosotros una buena escuela de entrenamiento. Recuerdo con satisfacción los días soleados de la primera mitad de junio. Me dieron fuerzas, habilidad y temple de vuelo ante la terrible prueba que nos esperaba.

Durante uno de los regresos a Bieltsi, me acerqué un instante a la casa donde nos habíamos alojado. El dueño se alegró de verme y me invitó a comer. Me extrañé: antes no había tenido esa delicadeza, ¿De dónde le vendría la hospitalidad? ¿Sería sincera su cortesía? Pero como no tenía tiempo, rehusé la invitación. Al despedirme, junio a la puerta, el dueño me puso una mano temblorosa en el hombro y susurró, emocionado:

—       Escuche, esta semana Alemania atacará a la Unión Soviética.

Hube de hacer un gesto de indiferencia ante su noticia y decir que eso eran rumores, provocaciones. Pero el viejo no daba su brazo a torcer:

—       ¡Eso no son rumores! ¡De qué rumores puede tratarse, cuando la gente de Rumania huye del Fascista Antonescu! Y lo ve todo. El ejército de Hitler está al otro lado del Prut, y los cañones apuntan haría nosotros. ¿Qué va a pasar, qué va a pasar? ¿Adonde podemos ir nosotros, los ancianos? Si yo fuera más joven, hoy mismo me iría a Rusia. Ahora rezamos por ella, por la fuerza de ella. Hitler ha de romperse aquí la cabeza, de lo contrario, mala cosa...

Me apresuré al aeródromo. Por el camino pensé en el viejo, en lo que me había dicho. ¡Cuánto nos habían desdeñado antes a nosotros! Luego ese desdén dio paso a la indiferencia para venir a terminar en muestras de sincera simpatía.

Ya en el aeródromo, recordé para qué había ido a la casa donde nos alojáramos. Me había propuesto recoger los cortes de vestido para enviárselos a mi hermana Marta. Y volví a olvidarlos, "bueno—me tranquilicé a mí mismo—, la vez siguiente lo haré. Pediré a los amos de la casa que hagan un paquete, lo cosan y lo enviaré sin falta".

Pero mi siguiente vuelo a Bieltsi se demoró mucho. No volví a esta ciudad hasta pasados tres años, cuando el Ejército Soviético liberó Moldavia de los fascistas alemanes y rumanos...

 

 

 

 

 

 
     
 

Al fin llevamos a Mayakí la última patrulla de Migs. Yo iba contento. Habíamos cumplido con nuestra misión y volveríamos a reanudar los entrenamientos. Yo comprendía que sólo en tenaces combates de entrenamiento, y no en vuelos libres, podían pulirse los elementos de la acrobacia de alta escuela y consolidarse los hábitos adquiridos antes.

Pero todo ocurrió de otra manera. Tras de escuchar las novedades sobre el fin del traslado de los aviones, Ivanov, como siempre, dijo "bien" y agregó al punto:

—       Tendréis que cumplir una misión más, y luego os dedicaréis a entrenaros. Hay que llevar tres Migs a los cursillos de jefes de escuadrilla. No es una cosa tan simple como parece. Primero hay que aterrizar en Grigoriópol, recoger allí dos aparatos más y proseguir el vuelo. Eso es. Hoy descansen.

En Mayakí nos enteramos de un importante acontecimiento ocurrido en el “Avanzón”. La patrulla de Figuichov había interceptado el vuelo a un avión de reconocimiento alemán, un Ju-88, que sobrevolaba nuestro territorio. Tras de despegar de su aeródromo junto al Prut, los Mígs le ordenaron, abriendo luego preventivo, que los siguiera. Pero el Junkers viró insolentemente y metió motor a fondo. Los cazas lo persiguieron hasta la frontera. Sin darse cuenta, se internaron algunos kilómetros en el espacio territorial de Rumania. Apenas los Migs aterrizaron en su campo, en tomo a este hecho se armó un gran revuelo diplomático. De la violación de la Frontera por nuestros aeroplanos se supo en seguida en Moscú, de donde telefonearon al Estado Mayor de la división y luego a la plana mayor del regimiento.

Los pilotos discutían acalorados el incidente:

—       ¡Debían haber dejado pasar ese Junkers más lejos, nosotros no nos hubiéramos andado con diplomacias!

—       ¡Qué estás diciendo! A Figuichov puede caerle encima una bien gorda por el mero hecho de haberlo asustado.

—       ¿Y por qué ha de caerle encima una bien gorda?

—       Pues por haber cruzado la frontera.

—       Entonces, el Junkers puede hacerlo, y yo, si él se quiere escapar, ¿no puedo pisarle el rabo? ¡Le hubiera atizado una buena, y al cuerno!

—       Quizás sea eso lo que estén esperando. El ataque de Hitler a Polonia comenzó por una provocación.

Había en qué pensar: ¡cuántas cosas oscuras había en la situación internacional! Pero las preocupaciones diarias no tardaron en relegar nuestros pensamientos tristes. Nuestra patrulla, por ejemplo, debía cumplir un servicio ordinario.

A la mañana, temprano, emprendimos el vuelo rumbo a Grigoriópol. Íbamos de norte a sur en estrecha formación y, de través a nosotros, de oeste a este, bogaban unos plomizos nubarrones, haciendo que nos pegásemos al suelo.

A pocos kilómetros de Grigoriópol habíase instalado un regimiento de aviación que había dejado su aeródromo de Kishiniov por la misma causa que nosotros: estaban tendiendo allí una pista de hormigón. Los pilotos y los mecánicos vivían en tiendas de campaña. La plana mayor del regimiento se alojaba, igual que la nuestra, en un cajón de chapa.

En la plana mayor nos dijeron que dos Migs ya estaban listos para el traslado, pero no nos dieron la salida. Por el itinerario que debíamos seguir, el tiempo se acabó de estropear.

Los tres días que pasamos en una tienda de campaña nos parecieron una verdadera eternidad. No sabíamos a qué dedicarnos: leíamos, dormíamos y contábamos distintas historias. Y cada vez mirábamos con tedio a las bajas nubes desganadas que acudían en sucesión interminable por encima de los cerros. ¿De dónde vendrían tantas? ¿Cuántas se habrían acumulado allá, en occidente? ¿Por qué motivo, en medio del verano, se habría estropeado el tiempo?

Malos agüeros nos roían el alma.

El tedio nos abandonaba sólo por la noche, cuando los pilotos nos reuníamos en el comedor. Allí pasábamos mucho tiempo charlando largo y tendido de los nuevos aviones y de casos extraordinarios ocurridos en la aviación.

El alma de la reunión era el piloto de mayor graduación de todos nosotros, un capitán corpulento y apuesto, que sabía narrar muy bien. Yo lo había visto sólo una vez, en Kishiniov, pero había oído su nombre bastante a menudo en las charlas con los aviadores de caza. Karmánov, pues este era su apellido, había servido antes de piloto probador en Moscú. Allí no sé qué falta cometería, pero lo enviaron a aquel regimiento para que se corrigiese. Mandaba una escuadrilla. Todos los pilotos lo trataban con respeto. Y había motivos: volaba como un azor y tenía don de gentes. Pero se hacía de rogar antes de soltarse y contar un buen relato. Y una vez puesto, le agradaba que lo escucharan con atención y asintieran de vez en cuando.

La primera velada que pasé con los pilotos, sentado a la mesa, Karmánov contó una historia que nos había llegado de España. Yo ya la había oído antes.

—       De manera que —concluyó— los tirantes de Sujeción también pueden ser fatales para el piloto.

—       Jamás lo hubiera creído —dudó un teniente joven, si bien ya canoso—. Me cuesta trabajo creerlo.

—       "Jamás lo hubieras creído" —ofendióse Karmánov—. Eso le ocurrió a uno que conozco personalmente. Eso ha ocurrido, ¿entiendes?, y él me viene diciendo que “le cuesta trabajo creerlo”. ¡Muchacha, trae té! —pidió el narrador a la camarera y prosiguió—: Y ese piloto, sentados los dos a una mesa, lo mismo que estamos ahora nosotros, me contó a mí sus cuitas. Había combatido en España. Una vez le acertaron unos balazos en el avión, y éste se incendió. Cuando las llamas entraron en la cabina, hubo de saltar y descender en el paracaídas: en eso se le enganchó un atalaje del paracaídas en los tirantes de sujeción al asiento. Y esas malditas correas, bien lo sabes, no hay manera de romperlas ni cortarlas con los dientes. ¿Entiendes en que situación se vio?

—       Entiendo. Pero ese caso es muy raro.

—       Pero puede llevarlo a uno a la rumba. Nuestra profesión también tiene sus apéndices. Y hay que cortarlos y tirarlos.

—       ¿A los tirantes te refieres? —interrogó uno, extrañado.

—       ¿Por qué no se toma el té? —preguntó la camarera, que se acercó en ese momento.

—       El té no es vino, no le cabe a uno mucho —repuso Karmánov, poniéndose en pie—. Estaba evidentemente descontento de la poca atención que le prestaban algunos aviadores.

Tras él nos pusimos todos en pie. Miré a mi mesa: Diachenko y Dovbnia ya no estaban allí. Cuando salimos de la tienda de campaña. Karmánov torció a la derecha; yo me fui con el teniente canoso, pues llevábamos el misino camino.

Anduvimos en silencio. La noche era oscura, hacía fresco, había humedad, y el frío vientecillo se le metía a uno hasta en los huesos, como en otoño.

—       Es un piloto magnífico, pero muy hablador —dijo el teniente en voz baja—. Las correas son nuestro apéndice... Qué falta de seriedad. Si alguien hace mucho caso, las puede cortar de buenas a primeras.

—       De eso se habla en todos los regimientos —le advertí.

Susurraban las hojas de los árboles. A lo lejos, al otro lado del Dniéster, por el lado de Besarabia, refulgían unas luces. Me detuve en espera de que el canoso teniente contara algo de sí mismo. No me equivoqué.

—       En vísperas de la campaña de Finlandia —reanudó la conversación— yo escuchaba con mucha atención conferencias y charlas sobre la guerra y a conducta del personal en el frente. No tardé en verme metido en los fregados. Hice varios vuelos de servicio, tuve varios combates aéreos y ataqué las fortificaciones de los finlandeses blancos. Mientras me acompañaba la suerte, todo me parecía comprensible y claro. Pero un buen día me ocurrió una desgracia. Mi aeroplano comenzó de pronto a perder altura, y yo me quedé rezagado de la formación. Ahí no podía pedir consejo a nadie. No se me habla quedado grabado ningún punto de referencia del itinerario. Mantenía el rumbo al aeródromo sin saber si me hallaba sobre territorio propio o enemigo. Y el aeroplano apenas si se sostenía, parecía que iba a desplomarse de un momento a otro. Cuando vi un campo liso y blanco de nieve, aterricé en él. El aterrizaje fue bueno. Salí al ala y miré en derredor.

Poco después oí unos disparos, y luego apareció a lo lejos un grupo de hombres con batas blancas de enmascaramiento. Venían deslizándose sobre esquís hacia mí. Me pareció que eran finlandeses. Y me acordé en el acto de cómo nos habían enseñado a obrar en esos casos: no dejarse capturar prisionero y prender sin falta fuego al aeroplano.

Los esquiadores de las batas blancas estaban ya muy cerca y a mí me dio sólo tiempo de empuñar la pistola. Me encañoné la sien, apreté el gatillo, pero no se oyó ningún disparo. Bien es verdad que el chasquido me pareció una explosión. Tras de meter otra bala en la recámara, volví a apoyar el cañón en mi sien. Pero de nuevo falló el tiro. Y así una tras otra, todas las balas del cargador quedaron esparcidas a mis pies, y yo vivito. Perdido el dominio de mí mismo y habiéndome matado ya moralmente me tiré de bruces en la nieve y solté el llanto.

Me alzaron unos brazos. Los esquiadores eran soviéticos. Yo había aterrizado en territorio propio. ¿Verdad que es una historia terrible? De ella se pueden sacar muchas conclusiones...

Aquella noche tardé mucho en conciliar el sueño y di infinitas vueltas a la almohada, húmeda de la lluvia. No se me iba de la cabeza el relato del teniente.

...El sábado tampoco nos dejaron volar.

—       El lunes escampará del todo. Entonces os dejaremos marchar —nos dijo el jefe de la plana mayor.

—       No sabemos dónde meternos de aburrimiento, camarada comandante —quejóse Diachenko—. Si al menos nos llevaran a Grigoriópol para descansar de la tienda de campaña...

—       Bueno, para que no os quejéis, tomad un coche y marchaos.

Media hora después estábamos en Grigoriópol En el comedor, pequeño y lleno de gente, se encontró también un sitio para nosotros. Diachenko había cambiado, estaba contentó. Alto y rubicundo mozo de las estepas, le gustaba la tertulia con los amigos, tomando una copita. Tras de conseguir vino y algo de comer, lo puso todo encima de la mesa y, uniéndose, dijo:

—       Tanto en el firmamento como en la vida, suele escampar, a pesar de todo.

Volvimos tarde al campamento, pero aún estuvimos mucho rato conversando a media voz. En el cielo brillaban las estrellas. Las veíamos incluso a través de la lona de la tienda En derredor había un silencio calmante...

Cuando nos dormimos, no sabíamos que las horas de paz ya estaban contadas.

 
     
 

 
     
 

Nos despertaron unos estridentes golpes contra un raíl. Lo primero que pensamos fue que se trataba de una alarma de entrenamiento. Ni en el campamento propio ni estando en otro de visita le dejaban a uno dormir tranquilo. Al lado de la tienda se oyó ruido de pasos y dé voces excitadas.

Diachenko tardo mucho en encontrar sus calcetines. Dovbnia y yo lo esperamos para ir juntos a la plana mayor.

El aeródromo estaba animadísimo. Rugió un motor, otro, y otro más, tapando el son del raíl.

"Eso quiere decir que toman en serio la alarma", pensé, "sí se preparan para dispersar los aeroplanos. Para ser de entrenamiento, no está mal. Sitio tienen de sobra: el aeródromo llega hasta el maizal".

Junto al "cajón" de la plana mayor se apiñaban los pilotos, preparados para el combate Tenían las caras serias, como de hierro. Pues claro que la alarma les había estropeado el domingo. Aun así, se notaba algo raro en las duras miradas.

Abriéndome paso hacia la puerta, quise dar parte de la llegada de mi patrulla, pero en eso oí la voz descontenta de Diachenko:

—       ¿Por qué no dejáis dormir a los que vienen en comisión de servicios?

—       ¿Dormir? —oyóse una brusca pregunta que sonó como un disparo en respuesta a la de él—. ¡Ha comenzado la guerra!

"¿La guerra?" Eso ya se lo preguntaba en su fuero interno cada cual. El de aquí, sin creer al que había pronunciado esa palabra, el de allí, creyendo que había oído mal; y el de más allá, de modo maquinal... Pero todo confirmaba ya el veraz sentido de la palabra terrible: el resplandor de un incendio en el horizonte, allá por Tiráspol, el nervioso desplazamiento de los aviones en el aeródromo...

¡La guerra! Todas las preocupaciones cotidianas y los pacíficos planes de ayer quedaron de pronto desterrados quién sabía dónde, lejísimos. Ante nosotros se alzaba algo inmenso, aterrador.

¿Qué hacíamos nosotros allí parados, cuando en Bieltsi nuestra escuadrilla combatía ya, defendiendo la frontera?

—       ¿Nos permite volver a nuestro regimiento? —solicité al jefe de la plana mayor.

—       Emprendan el vuelo.

—       Dénos a mecánicos para preparar los aviones.

—       "¡Dénos!" ¡Todos están ocupados! ¡Comprenden, ha comenzado la guerra!

Al noroeste del aeródromo se oyó el rugir creciente de motores y, poco después, en el fondo claro del cielo resaltaron las siluetas de aviones. Eran bombarderos acompañados por cazas. ¿De quién? ¿Nuestros o enemigos?

Al encuentro de los desconocidos despegaron varios I-16. Los bombarderos comenzaron a dar la vuelta. Distinguimos bien sus alas romboidales.

Enemigos. Sí, era la guerra...

Corrimos a nuestros aparatos sin quitar ojo del grupo de aeroplanos enemigos. Se oían ráfagas de ametralladoras en lo alto. Ahora percibíamos el tableteo de manera distinta a la de antes. Se había entablado un verdadero combate aéreo.

Como yo había sido mecánico, revisé personalmente los aparatos. Diachenko y Dovbnia trajeron, para poner en marcha los motores, balones de aire comprimido.

Despegamos y nos sentimos de pronto un tanto molestos. Y es que en los Migs no había un solo cartucho. Teníamos que pegarnos a los bosques y los trigales.

Llegamos a Mayakí y nos quedamos atónitos: en el aeródromo reinaba la calma. Todos los aeroplanos estaban dispersos entre el maizal y enmascarados. El campo de aterrizaje, libre. Tomamos tierra y rodé el primero hacia el maizal. Diachenko y Dovbnia colocaron sus aparatos junto al mío.

—       ¿Os habéis olvidado de que estamos en guerra? —les grité— ¿Por qué os colocáis al ladito como si estuviéramos en un desfile?

Volvieron a poner en marcha los motores y se apartaron, rodando, a cierta distancia.

Dejé a los pilotos al lado de sus respectivos aparatos y corrí al local de la plana mayor.

Miré y no vi a nuestro jefe. Pregunté a los compañeros y aclaré la situación. El jefe de la división había ordenado el día anterior al del regimiento, Ivanov, y al de una escuadrilla, Atrashkévich, que salieran inmediatamente para la Avanzada y pusieran en claro por qué Figuichov había cruzado la frontera, persiguiendo al avión de reconocimiento alemán. Ivanov había salido en un avión UTI-4 de entrenamiento. Atrashkévich, en automóvil. Por la noche se recibió un parte de Ivanov, comunicando que había tenido que hacer un aterrizaje forzoso en un campo por falta de combustible. Atrashkévich mandó aviso de que el automóvil en que viajaba se había atascado en un barranco. Del Estado Mayor de la división habían llamado al jefe de patrulla Kuzmá Selivérstov para reprenderle por no sé qué infracción.

¡Vaya situación! En el aeródromo no había jefes; faltaban también algunos pilotos...

—       ¿Bieltsi? ¿Bieltsi? —oyóse la voz del comandante Matvéiev al teléfono. Repetía todo lo que le decían. Yo estaba con un grupo de pilotos junto a la puerta, esforzándome por no perder palabra. De Bieltsi comunicaban que por la mañana, temprano, unos bombarderos alemanes protegidos por cazas Messerschmitt habían atacado el aeródromo e incendiado el depósito de combustible. Nuestros cazas habían entrado en combate con ellos. Pereció Simeón Ovchínnikov; Mirónov derribó un aparato de reconocimiento Henschel-126.

Para que se enterasen los que se encontraban detrás, repetimos que había perecido Ovchínnikov. A la zozobra y el odio que nos invadían el alma se agregó un nuevo sentimiento: el del dolor por la pérdida de un ser querido, de un camarada. Quería uno enterarse en el acto de los pormenores y circunstancias en que había perecido. Diríase que la bala enemiga que le había cortado la vida seguía su vuelo en busca de otro.

—       Permita a mi patrulla remontar el vuelo en ayuda de los compañeros —pedí a Matvéiev.

—       Acaba de despegar para allá la segunda escuadrilla. ¿Y qué va a hacer allí sin combustible?

El aspecto del jefe de la plana mayor era de evidente desconcierto...

Me apresuré al lado de mis puntos. Antes., al dejarlos, les había ordenado que cargasen y probasen las ametralladoras de todos los aparatos.

Al verme, Diachenko corrió a mí encuentro, preguntando si remontábamos el vuelo.

Dovbnia me miró, emocionado:

—       ¿Qué ocurre en Bieltsi?

Allí habían quedado su esposa y su hijito.

—       Pelean. Ha caído Ovchínnikov. Siguió una pausa.

—       ¿Cómo ha sido eso?

Oí la misma pregunta que me acababa de hacer yo mismo, todos los pilotos deseaban conocer los pormenores, aunque fuesen trágicos. ¿Cómo había muerto? ¿Por qué había caído, si nosotros confiábamos sólo en la victoria?

Nuestro ejército, claro está, se preparaba para la defensiva, para la batalla que nos sería impuesta. Estudiábamos con tenacidad, sin perder un día, para aprender el manejo de los nuevos aparatos y pertrechos. Pero los fascistas nos habían atacado por sorpresa y nos habían pillado desprevenidos. Si los mandos superiores hubieran sentido conscientemente el peligro del ataque, nosotros podíamos haber recibido al enemigo como se merecía. Pero lo principal era que no se podía tolerar ese estado en que se veía nuestro regimiento la primera mañana de la guerra. Las escuadrillas y los hombres dispersos, los aeroplanos sin preparar...

Al pensar en nuestra primera pérdida, comenzamos a comprender que la guerra sería encarnizada, sangrienta.

—       ¡Pokryshkin, a la plana mayor! —oí la voz del oficial de guardia.

—       ¡A sus órdenes!

Eché a correr, mirando al cielo. Las botas, húmedas del rocío, me pesaban. El sol iba alzándose sobre el horizonte.

Junto al local de la plana mayor seguía apiñándose la gente.

—       ¡Saca el mapa! —me dijo Matvéiev, dando unos pasos a mí encuentro—. ¿Ves esa arboleda entre los campos? —interrogó, señalando con el dedo un manchón verde en medio de campos pelados.

—       La veo.

—       Toma una avioneta U-2 y vuela allá. Allí esta Ivanov.

Tenía que responder "¡a sus órdenes!", pero no pude articular palabra. ¿Acaso era ése un servicio de guerra? Ivanov volvería de allí en la avioneta U-2 y yo me quedaría junto a la suya con los depósitos de gasolina vacíos.

Matvéiev adivinó la causa de mi perplejidad.

—       La cisterna ya está en camino, no tardará en llegar. Explícale la situación a Ivanov. Que han bombardeado el aeródromo de Bieltsi e incendiado el depósito de combustible. Que he enviado allá la segunda escuadrilla. En pocas palabras, que se de prisa para regresar al regimiento.

Volví donde los apáralos. Diachenko y Dovbnia estaban sentados debajo de las alas. Al verme, se pusieron en pie de un salto:

—       ¿Volamos?

Yo hice un ademán de desesperación y pasé por delante de nuestros Migs hacia la avioneta U-2 que se entreveía en el maizal

 
     
 

 
     
 

Me fue más fácil encontrar en el inmenso campo despejado la pequeña arboleda, el aeroplano solitario junto a ella y tomar tierra en un campo desconocido con la U-2 que contar a Ivanov lo sucedido en Bieltsi y la muerte de Ovchínnikov. Ivanov me escuchó con calma. Por la manera como se subió al ala, por la habilidad con que se metió en la cabina y por las instrucciones que me dio de dónde esperar y por dónde era más cómodo despegar comprendí que mi jefe tenía una gran serenidad. Dijérase que esa serenidad suya se me contagió cuando quedé solo en medio de la estepa.

No tardó en llegar el camión cisterna.

Cuando regrese al regimiento, me presenté a Ivanov satisfecho de haber hecho ya algo, si bien muy poco, y con la sensación de que me había ganado el derecho a recibir una misión de guerra.

—       Muy a tiempo has venido —dijo Ivanov—. Prepara la patrulla para despegar.

Diez minutos después salimos de reconocimiento para el otro lado del Prut, por el cielo de Rumania. Teníamos que reconocer los aeródromos de Yassy y Román.

"Pasar sin ser advertidos a escasa altura hasta la primera ciudad es facilísimo", iba pensando yo durante el vuelo, "Lo que importa es que mis puntos se mantengan cerca. A la ciudad de Román, en la retaguardia, es más difícil llegar". Pero eso precisamente era lo que me animaba. Lo único que sentía era que el jefe nos había ordenado rehuir los combates y regresar tan pronto como hubiésemos hecho el reconocimiento.

Sobre Yassy nos dispararon con cañones antiaéreos de grueso calibre. Yo miraba con curiosidad las madejas de humo de los proyectiles que estallaban detrás de nosotros.

En el aeródromo de Yassy no había ni un solo aparato.

Por las carreteras avanzaban hada el este grandes columnas de infantería, unidades motorizadas y artillería. Cuando aparecimos sobre ellas, los soldados alemanes se dispersaron por los lados y echaron cuerpo a tierra, como les habían enseñado, en las cunetas y arbustos.

Nuestro objetivo principal era el aeródromo de Román. Tomamos directamente rumbo a él. Vislumbramos a lo lejos la ciudad. Al ver una pequeña nube, nos escondimos en ella. Pero desde allí se veía mal la tierra. De pronto, debajo de nosotros brilló algo. ¿Un lago? No. ¡Eran aeroplanos!

El aeródromo estaba lleno de aparatos, dispuestos en varias filas. Sus cabinas y alas brillaban al sol, formando un espejo inmenso.

Nos olvidamos en el acto de los antiaéreos y. en general, del peligro. Sí, tal y como suena, nos olvidamos. El cálculo sereno y la aptitud para dividir la atención entre el reconocimiento y las maniobras vendrían después. En esta ocasión mirábamos sólo al aeródromo, procurando contar, aunque fuera sólo aproximadamente, los aparatos. Había más de doscientos entre bombarderos y cazas... Algunos estaban poniendo el motor en marcha. Picamos, pasamos por encima de ellos a gran velocidad y tomamos rumbo al este.

Ahora, ¡a nuestra base sin demora! ¡Ah, si pudiésemos comunicar Inmediatamente a la plana mayor los resultados de nuestra exploración! Pero no teníamos radio.

Regresamos, sobrevolando las mismas carreteras atestadas de tropas enemigas.

Cuando rodamos hacia el estacionamiento, acudió un coche de turismo a recogerme. Diachenko y Dovbnia quedaron al pie de los aeroplanos. Yo iba á dar las novedades, les pregunté lo que habían visto en el aeródromo, y el cuadro fue más amplio.

—       ¡Habría que bombardear en seguida esta exposición de aparatos! —exclamó, enardecido, Diachenko mientras se quitaba de la sudorosa cabeza el casco.

—       ¡La bombardearán, hombre! Para eso hemos hecho el reconocimiento.

 
     
 

 
     
 

Manteníamos la guardia al pie de los aviones, dispuestos a proteger en cualquier momento a nuestros bombarderos o defender a Mayakí de la aviación enemiga. En Bieltsi los bombarderos alemanes habían puesto ya fuera de combate el campo de aviación.

Del Estado Mayor comunicaron por teléfono que estuviésemos listos para obrar en el acto. Según datos del Servicio de Acecho y Alarma, hacia nuestro aeródromo volaban tres escuadrillas de bombarderos enemigos.

Me metí en la cabina de mi Mig y me preparé para poner rápidamente en marcha el motor, atenta la mirada al horizonte y al puesto de mando. Trascurrieron diez largos minutos. Me imaginaba ya la incursión de los Junkers nuestro aeródromo, y a mí mismo, atacándolo y derribando a varios de ellos.

Absorto en mis sueños, me distraje de la observación. Y oí que me decían:

— ¡Camarada jefe, que vienen!

Miré en derredor: por donde daba el sol, venía un grupo de aviones. Se distinguían más y más. ¡Eran bombarderos!

Puse el motor en marcha y saqué el avión del maizal. Me siguieron los otros pilotos. Yo no quitaba ojo del puesto de mando. ¿Por qué no disparaban ninguna bengala? ¡Ah, por fin! Tres bengalas rojas surcaron el firmamento.

Formados en cuña, los bombarderos pasaron a un lado del aeródromo. Aunque el sol deslumbraba, yo distinguía que los aparatos eran un tanto desconocidos, incluso extraños: monomotores, unidas las cabinas del piloto y del navegante-ametrallador.

Me aproximé raudo al bombardero extremo y disparé una breve ráfaga. Vi que había atinado. No podía haber sido de otra manera, pues me había aproximado mucho, y el chorro de aire de su hélice me hizo dar una voltereta. Viré a la derecha y me coloqué por encima de los bombarderos. Los miré desde arriba y... ¡cuál no sería mi espanto cuando vi estrellas rojas en las alas!

¡Eran nuestros! Había disparado contra uno de los nuestros.

Sostuve el vuelo por encima del grupo sin saber qué hacer más. El bombardero que yo había atacado comenzó a rezagarse. Volé unos segundos por encima, como sujeto a él. Me encontraba con todo mí sentir y pensar al lado de la tripulación que en esos momentos decidía como obrar.

En compacta formación, se acercaron los otros cazas nuestros. El jefe comenzaba ya la maniobra de ataque a los bombarderos por el otro flanco. Yo estaba desesperado: ¡los iban a derribar a todos! Sin pensarlo dos veces, me lancé a cortar el paso al caza atacante, y alabeé. A punto de chocar conmigo, se apartó. Pero los otros también habían iniciado ya el ataque. Tuve que ir de uno a otro, soltando ráfagas preventivas. Aun así, algunos dispararon. Por suerte, sin tino.

El bombardero que yo averié, aterrizó sobre la panza en un campo, y los restantes llegaron sin más novedad al aeródromo de Grigoriópol: allí se adhirieron a ellos dos grupos de bombarderos SB y acompañados por cazas, tomaron rumbo al oeste.

Después de haber dado un susto a gente nuestra, mis compañeros de regimiento regresaron al aeródromo. ¿Cómo enjuiciarían ellos mi falta? ¿Qué nos diría Ivanov, nuestro jefe?

Decidí seguir a los bombarderos.

¿Por qué no llegar al lugar del objetivo antes que ellos y bloquear el aeródromo? No me cabía duda de que volaban a Román. Y si detenía, aunque sólo fuera unos minutos, el despegue de los cazas enemigos, nuestros bombarderos podrían asestar el golpe con la mayor eficacia...

Me vi de nuevo encima de Román. Los antiaéreos enemigos abrieron fuego, y hacia mi aparato prolongáronse líneas de balas trazadoras. Maniobrando con la altura y la dirección, observé si despegaban los Messerschmitts. Al advertir que dos cazas rodaban hacia la línea de salida, ataqué. Los Messers mantuviéronse quietos en espera de que yo pasara por encima y quedara delante de ellos. Me dio tiempo de disparar varias ráfagas, pero, por lo visto, sin hacer blanco, pues ninguno de los aparatos se incendió.

Pasaron varios minutos, y nuestros bombarderos no aparecían. Yo me veía envuelto en trazadoras, pensaba en los nuestros, y ellos no aparecían. ¿Sería posible que estuvieran bombardeando los pasos del río?

Retorné al Prut. En efecto, nuestro grupo parece ser que había soltado su carga de bombas sobre la concentración de tropas enemigas en la orilla derecha. Delante se alzaba una alta cortina de humo negro.

Alcancé a mi grupo y reconocí nuestros aviones. Se me quitó un peso de encima al verlos y comprender que, posiblemente, el haber aparecido yo sobre Román ayudara a los nuestros a lanzar tranquilamente las bombas.

Los bombarderos se dividieron. Ocho fueron a la izquierda, en dirección a mi aeródromo. Yo volaba a su lado, pero a cierta distancia, y los conté varias veces. Ocho. Si, era la escuadrilla de marras. El noveno aparato estaba por allí, en el suelo. ¿Qué le habría pasado?... De eso no me enteré hasta pasados varios años, y, para ser más exacto, hasta después de la guerra, cuando encontré a un piloto de bombardero que me contó el primer vuelo de su escuadrilla y del caza soviético que lo había atacado, así como de la suerte de la tripulación, que fue trágica.

Ocho bombarderos y yo solo, a cierta distancia de ellos, volábamos a la luz del sol, que se iba poniendo.

Me quedaba ya poco combustible, y yo tenía tan pocas ganas de aterrizar... Me daba vergüenza de presentarme delante de los pilotos y del jefe. ¡Con qué ganas había despegado yo para entrar en combate y con qué desagrado iba a tomar tierra!...

 
     
 

 
     
 

La reprimenda por mi falta fue suavizada por la compleja situación en que se desencadenaba la guerra. En otro tiempo, ¡se habrían examinado en muchas reuniones los pormenores de este desagradable incidente! Pero la triste realidad aconsejaba que no tenía objeto castigar a los culpables inmediatos del absurdo caso, cuando todo tenía causas más graves.

Por la noche, reunidos cerca del estacionamiento de los aparatos, guardamos un minuto de silencio en memoria del aviador Ovchínnikov y del mecánico Komáev, perecidos el primer día de la guerra, y luego hablamos de nuestros reveses y de lo que nos impedía combatir con éxito.

—       ¿Por qué no nos han enseñado ni una sola vez esos aviones Su-2 que hemos atacado hoy como si fueran enemigos? —interrogaban los pilotos, excitados—. Se dice que hay también otro tipo de aparato, cierto Pe-2. A éste también puede pasarle algo parecido.

—       Eso es asunto del Gobierno —razonaban algunos— ¡Los aparatos nuevos se mantienen en secreto!

¡Pues vaya un "secreto"! —oíanse objeciones de respuesta—. Los Su-2 están en Kotovsk, a cuatro pasos de aquí, y los ve todos los días quien quiere. ¿Acaso está bien eso de conocer los aviones sólo cuando los ve uno en el aire?

—       Sencillamente, el mando no ha tenido tiempo de preocuparse de nosotros, ¡ha estado dedicado a investigar "el crimen" de Figuichov!

—       ¿Habéis dicho ya todo lo que queríais? —interrogó en voz alta Ivanov y elevó la mano para calmar al personal—. Permitidme ahora que diga yo unas palabras.

El jefe del regimiento hablaba pausado, pero con voz dura e implacable. Fue severo sobre todo con el jefe de la plana mayor por haber dado la señal de alarma y despegue. Y a mí me sacó los colores varias veces.

Tras de criticar á todos los culpables y analizar las causas de lo ocurrido, Ivanov habló de cuanto había habido de bueno aquel mismo día. Nos enteramos de que el alférez Mirónov había derribado en la zona de Bieltsi un aparato de reconocimiento alemán Henschel-126. De que el capitán Atrashkévich había derribado allí mismo al jefe del grupo enemigo, condecorado con la Cruz de Hierro. De que el capitán Morózov había derribado mediante colisión a un caza fascista, quedando él ileso... De que el capitán Karmánov, durante los bombardeos de Kishiniov, había derribado tres aparatos adversarios. Y nuestro regimiento había hecho frente al enemigo tomo se merecía. En total, habíamos puesto fuera de combate en un día diez aparatos alemanes

Después de esa noticia, sentirnos cierto alivio. Eso quería decir que, a pesar de todo, podíamos enfrentarnos con los cacareados ases alemanes. Mañana seríamos más listos. Con ese estado de ánimo sentí deseos de subir antes a la caja de la vieja camioneta y retirarme a descansar. Pero el silencio estepario fue roto de pronto por el rugido de motores.

—       ¡Aviación!

Eran cazas que venían del oeste en espaciadas patrullas o de uno en uno. En tal desorden podían regresar sólo de un duro combate.

—       ¡Nuestros!

—       Vienen de Bieltsi.

El primero tomó tierra sobre la marcha. Vi a Dovbnia, que había estado callado toda la tarde, echar a correr presto hacia él, sujetándose el portapliegos en la cadera.

Nada más apearse de sus aparatos, los pilotos fueron al puesto de mando también en pequeños grupos o de uno en uno. Los compañeros de regimiento los iban rodeando al paso, caminaban a su lado, les hacían breves preguntas y se disponían a escuchar largas respuestas. Pero los que habían regresado del infierno eran también parcos de palabras. En general, no se parecían a nosotros, traían el uniforme ahumado, roncas las voces, severo el mirar, y algunos venían vendados.

Aún regresó alguien más. Muy bajo. Pero no en vuelo rasante Hizo el aterrizaje por falta de combustible. La hélice ya se había detenido. Oímos el estrépito del rudo golpe. Hacia él corrió rauda una ambulancia.

Esos pilotos, que habían combatido de verdad este día, ya estaban fogueados, olían a pólvora y sudor.

Atrashkévich, que los había dirigido, pintó brevemente el cuadro de lo ocurrido en Bieltsi:

—       Acudieron unos Junkers, soltaron sobre el aeródromo mas bombas que garbanzos a voleo, y en el aeródromo trabajaba la población. Teníamos pocas piezas antiaéreas. El depósito de la bencina se prendió en seguida, estalló y vomitó llamas. Nosotros despegamos, entablamos combate, y los mecánicos sacaban a los heridos del área batida. Repelimos el primer ataque como pudimos... Horas después vino otro grupo de bombarderos. Esta vez atacaron la ciudad nosotros la defendimos como pudimos. Todas las barriadas quedaron envueltas en humo. Acudieron las esposas de los jefes pidiendo albergue Les dimos los camiones para que evacuaran a las mujeres y los niños. Para los aeroplanos sacamos bencina de donde encontrábamos. Los Junkers volvieron por tercera vez. Su misión era muy sencilla: colocar las bombas en diagonal por todo el aeródromo para inutilizarlo por completo. Entramos en la refriega con los Messerschmitt y peleamos sin quitar ojo del nivel de la gasolina que nos quedaba. Con tal de que tuviéramos para llegar a Mayakí...

—       Paskéiev, ¿por qué estás hecho una sopa? —reparo alguien en un piloto empapado de pies a cabeza y con las botas llenas de barro.

El bajo la cabeza y no respondió.

—       ¿Por qué bajas la cabeza? Hala, cuéntanoslo —lo animó, sonriente, el teniente Nazárov, jefe de su escuadrilla—. ¿O es que te sigue pareciendo que estás metido hasta las orejas en el pantano? Con las mañas que te das. No hubiera estado mal retratarle en ese momento, ¡bonito cuadro habría salido!

Otros aviadores dijeron también algunas palabras y todo quedó claro. Resultó que Paskéiev, al ver los bombarderos enemigos, no corrió hacia el avión, sino hacia un riachuelo pantanoso. Se metió en el agua hasta que le llegó al cuello, y se acabó el combate para él Cuando lo sacaron de allí, temblaba como el azogue. No pudo soportar el tercer ataque... Se le desmadejaron los nervios.

—       ¿Cómo murió Ovchínnikov? —interrogué a Atrashkévich.

—       Delante de nosotros. Su avión cayó en el aeródromo.

—       ¿Incendiado?

—       Sí. Lo acecharon y lo cazaron en los virajes suaves. Empezó a dar las consabidas vueltas de la estudiada rueda, y le entraron por detrás dos Messers vomitando fuego. ¡Solo se puede vencer con sensata intrepidez!

La ambulancia pasó por nuestro lado. El piloto Ovsiankin asomó por la portezuela la cabeza vendada y gritó alegre:

—       ¡Salud a la heroica retaguardia!

"Eso quiere decir que no le ha pasado gran cosa —pensé—. Pero en cuanto a lo de "retaguardia", ya le explicaremos algo".

—       No se ve a Mirónov.

Atrashkévich detuvo él paso para decir:

—       Venía con nosotros ¿Es que no ha aterrizado aún?

Escuchamos, pero no oímos nada.

Del puesto de mando llamaban a los pilotos para montar en la camioneta e ir a cenar.

Subieron a la caja y fueron de pie, sosteniéndose unos a otros. La guerra había comenzado, pero todo seguía igual que el día anterior; la camioneta, el contacto de todos con los camaradas, la cena pacífica.

Atrashkévich, que estaba de pie junto a un lateral, gritó, mirándome:

—       ¡Monta! ¡En marcha!

—       Esperaré un poco. A lo mejor, llega Mirónov.

La camioneta se alejó.

El cielo ocultaba algo en su silencio.

 
     
 

Realizado por HR_Crash

Revisado por FAE_Cazador

 
     

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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