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ALEKSANDR SERGEEVICH YAKOVLEV
 
"LA META DE MI VIDA"
 

 

LA DEFENSA DE MOSCU

 

Al aproximarse la línea del frente y, por lo tanto, los aeródromos del enemigo, se hizo real la amenaza del ataque de la aviación adversaria a la capital. El Cuartel General organizó, para comprobar el mecanismo de la de­fensa antiaérea, un supuesto táctico consistente en rechazar un ataque aéreo a Moscú.

 

Este supuesto tuvo lugar en un palacete contiguo a nues­tro Comisariado del Pueblo donde en los primeros días de la guerra se encontraba el Cuartel General del Alto Mando hasta que estuvo listo el refugio antiaéreo del Kremlin.

 

El Comisario del Pueblo Shajurin, su adjunto Dementiev y yo fuimos invitados, entre otros, a este ejercicio.

 

En una salita del palacete pendían de las paredes esque­mas de distintas variantes de las posibles incursiones sobre Moscú, mapas del emplazamiento de las baterías antiaéreas en torno a la ciudad y de los aeródromos de los cazas de la defensa antiaérea. Sobre unas sillas había un gran tablero de chapa con un mapa de la zona moscovita de la DCA (Defensa contra aeronaves). En el centro podía verse un plano de Moscú, rodeado de varios anillos de distinto color que representaban el sistema de defensa antiaérea próxima y lejana. En el plano de la ciudad estaba indicado también el emplazamiento de las baterías antiaéreas y de los globos de protección. Asistían al ejercicio el comandante en jefe de las Fuerzas Aereas P. Zhigarev, su lugarteniente I. Pe­trov y otros varios generales; lamentablemente, no anote entonces sus apellidos y hoy ya no los recuerdo.

 

Informaban el general mayor Gromadin, jefe de la de­fensa antiaérea, y el coronel Klimov, jefe de la aviación de caza de la DCA.

 

Se estudiaron distintas variantes de ataque aéreo a Moscú, es decir, incursiones desde distintas direcciones, a diversas alturas, de día y de noche y se exhibieron los procedimientos correspondientes de rechazo de estas incursiones por las diversas armas de la defensa antiaérea.

 

Stalin observó y escuchó todo el ejercicio, pero no pronunció ni una palabra. Cuando terminó y, como se suponía; fueron rechazados los ataques de los aviones imaginarios del enemigo, dio la vuelta callado alrededor del tablero. Daba la impresión de que las variantes estudiadas no le habían convencido en absoluto, de que desconfiaba de todo aquello. Finalmente, dando chupadas a su pipa, pronunció como entre dientes:

 

- No sé, tal vez sea necesario así.

 

Luego entró callado en el despacho invitándonos a pasar a Shajurin, Dementiev, Zhigarev, Petrov y a mí.

 

Lo mismo que a nosotros, este supuesto táctico le había causado a él la impresión de un juego de niños, todo era muy esquemático y sobre el papel. No había certidumbre de que la defensa aérea de Moscú estuviese bien asegurada. A todos nos dominaba la preocupación por la suerte de Moscú.

 

Poco después de celebrarse este supuesto táctico, la DCA pasó una verdadera comprobación de combate. Al cumplirse un mes justo del alevoso ataque de los hitlerianos los moscovitas percibieron que la guerra llamaba a las puer­tas de la capital, en la noche del 21 al 22 de julio los nazis emprendieron la primera incursión aérea en masa sobre Moscú.

 

A las diez de la noche del 21 de julio en la región de Moscú fueron observados varios aviones alemanes de reco­nocimiento. Se cernía sobre la capital la amenaza de un ataque aéreo directo. La noche era oscura, pero sin nubes y los aviones enemigos fueron descubiertos en los accesos lejanos de la ciudad.

 

Se declaró la alarma aérea. Ulularon las sirenas. Tras los aviones de reconocimiento, con intervalos de diez mi­nutos, aparecieron en varios escalones los bombarderos ene­migos, veinte aparatos en cada escalón. Con los esfuerzos conjuntos de la artillería antiaérea, los servidores de los re­flectores y los pilotos de la defensa antiaérea fueron abatidos cuatro aparatos enemigos y los demás huyeron a la desbandada, arrojando las bombas donde pudieron.

 

Después de este fracaso los piratas hitlerianos mudaron de táctica e intentaron acercarse a Moscú en pequeños grupos de cuatro o cinco e incluso en aviones aislados. Al­gunos lograron penetrar y lanzar sus bombas sobre las afueras.

 

Durante la incursión yo me encontraba en el Comisa­riado del Pueblo. En cuanto se anunció la alarma aérea por radio, el Comisario del Pueblo y todo el personal descen­dimos al refugio. Yo no podía permanecer allí y subí al tejado.

 

Tronaba la artillería antiaérea, los rayos de luz de los reflectores escudriñaban el cielo y a veces en el punto de incidencia se divisaban como crucecitas plateadas los aviones enemigos.

 

Acá y allá en las afueras de la ciudad estallaban las explosiones, flameaba el resplandor y se extendía la huma­reda cárdena de los incendios. El espectáculo era bastante pavoroso.

 

Este segundo intento de los hitlerianos de bombardear Moscú en la noche del 22 de julio les costó otros cinco aviones, derribados sólo en el casco de la ciudad.

 

Si se tiene en cuenta que en esta primera incursión tri­pulaban los aviones Junkers-88, Dornier-215 y Heinkel-111 los mejores pilotos de la aviación de bombardeo hitle­riana, que contaban con la gran experiencia del bom­bardeo de ciudades de Inglaterra, Francia y Polonia, hay que decir que nuestra defensa antiaérea cumplió con honor su misión.

 

Los equipos de bomberos y grupos de la DCA de Moscú se portaron abnegadamente en la primera noche en que la capital se encontró cara a cara con la guerra. La aviación fascista no logró causar serios daños a la ciudad.

 

En la noche siguiente el enemigo repitió la incursión con gran número de aviones, que intentaron acercarse a Moscú en pequeños grupos por distintos lados. Esta vez la situación era más complicada para nosotros, ya que las nubes estorbaban a los antiaéreos y reflectores. A los pilo­tos también les era más difícil descubrir los aviones ene­migos. Hubo de nuevo explosiones, incendios, destrucciones y víctimas entre la población civil. Pero tampoco en esta ocasión logró el enemigo causar serias destrucciones a Moscú.

 

Análogo resultado dio, poco más o menos, la tercera incur­sión.

 

Los moscovitas se acostumbraron a las frecuentes alar­mas aéreas, al aullido de las sirenas y finalmente a la voz conocida por la radio del locutor Levitán, permanente en aquellos días y noches de zozobra: "Ha cesado el peligro de ataque aéreo."

 

En aquel tiempo la propaganda de Goebbels pregonaba a bombo y platillo los eficaces bombardeos y las grandes devastaciones que se causaban a Moscú. Pero, en realidad, pese a todos sus esfuerzos la aviación enemiga prácticamente no logró causar daños al centro de la ciudad. Yo sólo conozco tres bombas que hicieron impacto en el Teatro Vajtángov, en el vestíbulo del Teatro Bolshói y en una casa de vecindad de la plaza Mayakovski. El hecho de que caye­sen precisamente sobre estos objetivos evidencia el carácter desordenado, insensato y bárbaro del bombardeo.

 

Las primeras incursiones costaron a los hitlerianos va­rias decenas de aviones que ya no volvieron jamás a sus aeródromos. Y, algo más importante aún, les bajaron los humos a los pilotos fascistas y minaron la fe ciega en su invencibilidad e impunidad. En las noches de julio unos doscientos de los mejores pilotos de la aviación de bombar­deo de Hitler encontraron la muerte en el cielo de Moscú.

 

Después los alemanes empezaron a actuar con mayor cautela, pero nosotros también habíamos adquirido expe­riencia de combate.

 

A partir del 22 de julio las incursiones sobre Moscú se repetían casi cada noche y se hicieron habituales. Sin em­bargo, el sistema de defensa antiaérea funcionaba bastante bien y, según mis noticias, ni una sola incursión de los hitlerianos tuvo verdadero éxito. Los aviones aislados que lograron penetrar en la ciudad no pudieron cumplir el objetivo planteado por Hitler: borrar de la faz de la Tierra nuestra capital. Los daños causados por estos bombardeos si no insignificantes, fueron de poca consideración y no pueden ni compararse con las destrucciones que la aviación de bombardeo alemana logró inferir a Londres.

 

En todo caso, la noche del 21 al 22 de julio de 1941 fue el primer examen para la DCA de Moscú. Vean cómo se valoró este examen en la Orden del Día del Comisario del Pueblo de Defensa, del 22 de julio de 1941:

 

"En la noche del 21 al 22 de julio la aviación fascista ale­mana intentó asestar un golpe a Moscú.

 

Gracias a la vigilancia del servicio de observación aérea (SOA) los aviones enemigos fueron descubiertos, a pesar de la oscuridad de la noche, mucho antes de aparecer sobre la ciudad.

 

En los accesos a Moscú los aviones del adversario fueron recibidos por nuestros cazas nocturnos y por el fuego ordenado de la artillería antiaérea. Tuvieron un buen comportamiento los servidores de los reflectores. Como resultado más de dos­cientos aviones enemigos, que se dirigían escalonadamente hacia Moscú, fueron dispersados y sólo unos aparatos aislados logra­ron llegar a la capital. Algunos incendios que estallaron a conse­cuencia del bombardeo fueron sofocados rápidamente por las enérgicas acciones de los equipos de bomberos. La milicia man­tuvo el buen orden en la ciudad.

 

Nuestros cazas y antiaéreos derribaron, según datos defi­nitivos, 22 aviones del enemigo.

 

Por la bravura y pericia demostradas en el rechazo del ataque de la aviación enemiga, felicito:

 

1.     A los pilotos de cazas nocturnos de la zona moscovita de la DCA.

2.     A los artilleros antiaéreos, servidores de reflectores y globos cautivos y a todo el personal del servicio de observación aérea (SOA).

3.     Al personal de los equipos de bomberos y de la milicia de la ciudad de Moscú.

 

Por la inteligente organización del rechazo del ataque de los aviones enemigos a Moscú, felicito:

 

Al jefe de la zona moscovita de la DCA, general mayor GROMADIN,

al jefe de gran unidad de la DCA, general mayor de artillería ZHURAVLIOV,

al jefe de gran unidad de aviación, coronel KLIMOV.

El general mayor GROMADIN propondrá a los que más se han distinguido para ser condecorados por el Gobierno.

 

El Comisario del Pueblo de Defensa de la URSS,

 

  J. Stalin".

 

Para dar idea de la defensa antiaérea de Moscú pondré un ejemplo de la lucha contra los piratas fascistas en los accesos a la ciudad.

 

A la señal de alarma aérea en infinidad de aeródromos que rodeaban la capital remontaban el vuelo decenas y cen­tenares de cazas, tripulados por jóvenes y valerosos pilotos de la aviación de caza de la defensa antiaérea, que eran los primeros en encajar el golpe del enemigo. En la noche del 6 al 7 de agosto en un aeródromo de la región de Moscú sonó la señal de alarma aérea. Los puestos de observación aérea informaron que se acercaban bombarderos fascistas. Fue alertada la defensa antiaérea.

 

Los pilotos de guardia corrieron a sus cazas. Uno de ellos era el subteniente Victor Talalijin komsomol, que había terminado poco antes sin abandonar el trabajo los cursos del Aeroclub Central Chkálov y luego la escuela de pilotos militares.

 

Talalijin tenía la misión de controlar determinado sec­tor del espacio aéreo en los accesos a Moscú. La noche de luna le permitía realizar bien la observación. De pronto sobre el fondo del disco amarillo de la luna distinguió la silueta oscura de un avión al pasar. El piloto metió gases a fondo a su caza. Había que dar alcance al avión descubierto y determinar si era nuestro o enemigo. La distancia se re­dujo rápidamente y cuando faltaban unos veinte o treinta metros Victor vio con claridad en la cola del avión la cruz gamada fascista y en las alas y los costados del fuselaje los distintivos alemanes: una cruz negra. Era un bimotor y por sus contornos Talalijin determinó en el acto que se trataba de un Heinkel-111.

 

El piloto se inclinó hacia el colimador y apretó el gatillo en la palanca de dirección. A la primera ráfaga humeó uno de los motores del Heinkel y luego de su capota brotaron llamas. Pero el fascista logró virar. Intentó esca­par con el motor en llamas.

 

Talalijin tenía los nervios de punta. ¿Sería posible que huyera? Temía perder al adversario en el cielo nocturno, pero el motor ardiendo del bombardero era una buena orientación. Talalijin dio alcance al enemigo y disparó varias largas ráfagas, pero erró por lo visto porque el Heinkel continuó alejándose. Victor se acercó aún más, apretó el gatillo, mas ya no tenía munición. Y decidió cor­tar con la hélice de su caza el estabilizador de cola del Heinkel. Dio todo el gas y empezó a alcanzar rápidamente al enemigo. En este momento una ráfaga del tirador del Heinkel atravesó la carlinga del caza y de rebote una de las balas abrasó la mano derecha de Talalijin con la que gobernaba su aparato.

 

Bañado en sangre Talalijin decidió a toda costa embes­tir al enemigo. Alcanzó al fascista. EI caza chocó a enorme velocidad con el bombardero y este cayó como una piedra envuelto en llamas.

 

Del golpe el avión de Talalijin salió despedido a las alturas y empezó a deshacerse. El piloto se arrojó en paracaídas, aterrizó felizmente y no tardó en ser trasladado a su aeródromo.

 

Al otro día Victor fue a ver el bombardero enemigo al que el había embestido. En el lugar de la caída del Heinkel sólo había un montón de restos. Allí estaban también las bombas que el piloto no había tenido tiempo de lanzar.

 

Junto a unos matorrales no lejos del avión yacían cua­tro cadáveres, uno era un teniente coronel, llevaba una cruz de hierro en el uniforme. Por lo visto este teniente coronel se disponía a vivir alegremente en Rusia: encontraron en sus bolsillos un sacacorchos, una dentadura postiza y un fajo de postales pornográficas.

 

A Talalijin le dieron un nuevo avión y en cuanto se le curó la mano se reintegró a las filas de los defensores de Moscú.

 

Agosto del año 1941 fue un mes de sol y calor, pero sentíamos un gran dolor en el alma. Los alemanes avanza­ban hacia la profundidad de nuestro país.

 

Orientábamos nuestros esfuerzos a liquidar lo antes posible la superioridad numérica de la aviación alemana, reponer las pérdidas que habíamos sufrido en los primeros días de la guerra y sobre todo desplegar con la mayor rapi­dez posible la producción de nuevos cazas para acabar con el impune dominio de los piratas fascistas en nuestro cielo.

 

El 19 de agosto de 1941 Stalin llamó al Comisario del Pueblo Shajurin, al constructor Iliushin, al comandante en jefe de las Fuerzas Aéreas Zhigarev, a su lugarteniente Petrov y a mí.

 

Nos recibió en medio de la habitación y, antes de expli­car para que nos había llamado, dijo a Iliushin:

 

- En sus aviones combaten bien. ¿Lo sabía usted? Los militares alaban sobre todo el avión de asalto IL-2. ¿Qué premio le dieron por el IL-2? (Se refería a los primeros pre­mios Stalin concedidos en marzo de 1941).

 

Iliushin respondió que había recibido un segundo premio y que estaba muy agradecido al Gobierno por ello.

 

- ¿Por qué está agradecido? -dijo Stalin-. Por ese aparato usted se merece un primer premio.

 

Y, dirigiéndose a Shajurin, añadió:

 

- Hay que dar a Iliushin un primer premio.

 

Yo me alegre por Iliushin y recordé un episodio ocu­rrido poco antes de la guerra, en febrero de 1941.

 

Llamados con urgencia el Comisario del Pueblo y yo fuimos a ver a Stalin. En su despacho se encontraban Malenkov, Zhdánov y el director de la fábrica Kirov de Leningrado, Záltsman. Stalin estaba excitado y se paseaba nervioso por el despacho. Según se aclaró nos habían lla­mado para hablar de la producción de los aviones de asalto de Iliushin. La fábrica que producía el IL-2 incumplía el plazo de entrega de los aparatos.

 

Los IL se producían entonces en condiciones de una cooperación bastante complicada. Los cascos blindados del avión los suministraba una fábrica que, a su vez, recibía de otra las planchas de blindaje cortadas. Al no conseguir en la víspera una contestación clara de las causas del re­traso en la producción de aviones de asalto, Stalin había telefoneado a Zhdánov, que se encontraba en Leningrado, y le había encargado aclarar el asunto. Zhdánov llamó a los dirigentes de la fábrica y les echó una buena bronca por no entregar a tiempo los cascos del avión, pero los culpables alegaron que la fábrica Kirov retrasaba la entrega de plan­chas de blindaje cortadas. Hubo que llamar a Záltsman. Este, para justificarse a los ojos de Zhdánov, le trajo unas co­pias de los planos de producción en serie del casco del IL-2 recibidos de la fábrica de aviación. El calco había pasado por los talleres y los bancos de trabajo y estaba lleno de numero­sas anotaciones tecnológicas. Záltsman extendió sobre la mesa de Zhdánov este plano y dijo que la baja calidad de los planos originaba gran cantidad de producción defectuosa e impedía cumplir el pedido de blindaje. Zhdánov se lo comunicó a Stalin. Como resultado, se planteó el asunto de los IL y para discutirlo llamaron a Zhdánov, Záltsman y a nosotros.

 

Cuando Záltsman se puso a agitar ante Stalin el plano aparentemente inservible yo comprendí en seguida de lo que se trataba. El plano era en realidad un documento de trabajo para el taller, desgarrado, con manchas de aceite y las numerosas anotaciones tecnológicas se podían tomar por errores enmendados. Záltsman presentó la cosa como si todos los planos del avión de asalto se hallasen en aquel estado. Stalin montó en cólera.

 

- Me decían hace tiempo que Iliushin es un zarra­pastroso. ¿Esto es un plano?

 

- Es una vergüenza. Me va a oír.

 

Salí en defensa de Iliushin y probé a explicar de lo que se trataba, pero Stalin no quería atender a razones. Telefoneó a Iliushin y le dijo literalmente lo siguiente:

 

- Usted es un zarrapastroso. Le pediré responsabili­dades.

 

Iliushin intentó explicarle algo por teléfono, pero Stalin no quiso hablar con él.

 

- Estoy ocupado, no tengo tiempo. Entrego el teléfono a Zhdánov, explíquese con él.

 

Y repitió:

 

- Le pediré responsabilidades.

 

Aquella misma noche Serguei Iliushin muy disgustado marchó a Leningrado y por la mañana, directamente de la estación se presentó en la fábrica Kirov. Allí lo aclaró detalladamente todo con los dirigentes del taller y dio cuenta de la deshonesta acción a Zhdánov, que echó un broncazo a Záltsman. Pero Iliushin sufrió mucho tiempo a consecuencia del injusto reproche de Stalin que le había tildado de constructor negligente.

 

Ahora la excelente apreciación del IL por Stalin era para Iliushin una recompensa más grande que un primer premio.

 

Esta vez la discusión comenzó por la posibilidad de acelerar la producción de aviones de combate, sobre todo de cazas. Luego se habló de la evacuación de las fábricas, una evacuación que nos permitiera restablecer en el plazo más breve la producción de aviones en el Este.

 

Stalin nos encargó pensar con la mayor urgencia en cómo aumentar la producción de aviones de combate y cómo evacuar rápidamente las fábricas al Este de la parte europea de la URSS.

 

Se empezó a hablar de la situación en los frentes. No­sotros expresamos nuestra perplejidad de que nuestras tropas retrocediesen. Stalin dijo:

 

- No en todas partes se consigue oponer una resisten­cia organizada y eso lleva al desplome de todo el sistema de defensa en el sector dado del frente.

 

Iliushin indicó:

 

- Habría que armar a la gente en el territorio aban­donado por nuestras tropas.

 

Stalin dijo:

 

- La armaríamos, pero no tenemos bastantes fusiles y armamento ni siquiera para el ejército. Formamos refuerzos y no tenemos con que armarlos. Habíamos pensado al prin­cipio encargar fusiles en Inglaterra, pero allí los cartuchos son distintos. Sería un lio. Por eso se ha decidido intensificar al máximo nuestra propia fabricación de fusiles y cartuchos.

 

Al volver del Cuartel General encontré en mi despacho al constructor Nikolái Polikárpov, que me esperaba. Su aspecto era sombrío y los ánimos pesimistas y al principio me pareció que era influencia del parte de guerra que aca­baban de transmitir por radio.

 

En este momento declararon la alarma aérea, pero no fuimos al refugio y permanecimos largos ratos sentados frente a frente callados.

Polikárpov rompió el silencio:

 

- ¿Que va a pasar?

 

- Evacuaremos las fábricas a Siberia y aumentaremos la producción de aviones - respondí demasiado animosa­mente.

 

- Conozco yo esas evacuaciones -masculló en tono lúgubre Nikolái Polikárpov-. En la primera guerra mun­dial evacuamos la Fábrica Rusa del Báltico de Riga a Petro­grado.

 

Eran quinientos kilómetros nada más y a pesar de eso no resultó nada. Se formó un embotellamiento terrible. Para dejar paso a los convoyes de guerra hubo que desca­rrilar en el trayecto las plataformas con las máquinas. Quedaron cubriéndose de moho a lo largo de toda la vía, a ambos lados. Ahora se trata de Siberia. Miles de kilómetros. Usted es un idealista.

 

Yo comprendía el estado de Polikárpov. El motivo no era sólo el último parte de guerra. Se había acumulado mucha amargura en su alma y pensé que lo mejor era no discutir con él en aquel momento.

 

Poco antes el Gobierno había examinado una carta de Polikárpov en la que exponía los meritos de su nuevo caza I-180 y decía que los reveses sufridos por este aparato du­rante las pruebas se debían a una funesta coincidencia de circunstancias.

 

Después de discutir la carta los miembros del Gobierno se pronunciaron contra este aparato. Tal vez Polikárpov confiaba que yo le contase algo acerca de la discusión de su carta, pero yo no quería apenarle todavía más. Le compadecía de todo corazón y no me decidí a comenzar la conversación.

 

En los últimos tiempos Polikárpov no tenía suerte, su prestigio se tambaleaba, dejaron de tener fé en él y lo más terrible era que el mismo parecía perder la fé en sus fuer­zas. Eso cuando en el transcurso de un decenio había sido la única e incontestable autoridad en la esfera de la avia­ción de caza.

 

Los primeros disgustos se los llevó Polikárpov cuando en el cielo de España los cazas alemanes Messerschmitt demostraron ser superiores a los suyos. Eso fue una gran sorpresa para todos, incluyendo Polikárpov. Alarmado se puso a crear inmediatamente un nuevo caza, que recibió el nombre convencional de I-180. En este aparato se cifra­ban grandes esperanzas y más que nadie el propio Polikár­pov. Sin embargo, el I-180 resultó desafortunado, más aún, un aparato fatal.

 

El I-180 fue construido en tres ejemplares. En el pri­mero, al comienzo mismo de las pruebas de vuelo, en di­ciembre de 1938, pereció Valeri Chkálov. En el segundo, pasado poco tiempo, se estrelló el piloto probador Suzi. Posteriormente en el tercer I-180 el conocido probador Stepanchenok aterrizó a la fuerza por habérsele parado un motor, pero no llegó al aeródromo, topó con un hangar y ardió.

 

Antes de la guerra Polikárpov trabajaba también en el bimotor VIT (sigla de las palabras rusas caza aéreo de tan­ques). Había comprendido acertadamente y a tiempo que el avión podía ser el arma más eficaz para combatir a los tanques antes de que estos salieran al campo de batalla. Pero no logró realizar su idea: en los vuelos de prueba, por errores de proyección los aviones VIT -primero y segundo ejemplares de ensayo- se deshicieron en el aire sepultando bajo sus restos a las tripulaciones encabezadas por los pilotos probadores Golovin y Lipkin.

 

Si se tiene en cuenta que todos estos trágicos sucesos ocurrieron en un plazo relativamente corto -en dos o tres años- y que casi después de cada catástrofe era procesado alguno de los colaboradores inmediatos de Polikárpov que­dará claro por qué este permanecía sentado e inmóvil frente a mí y se podrá adivinar su estado de ánimo en aquella noche de zozobra.

 

Me pasó por la mente que aunque callados intercam­biábamos pensamientos tácitamente, tan claro estaba todo para ambos. Y de súbito, como confirmando este pensa­miento, Polikárpov se estremeció y dijo con dolorida son­risa:

 

- ¿Que hacer pues?

 

Para mí era difícil responderle y yo mismo me daba cuenta de que el no necesitaba la contestación, necesitaba simplemente desahogarse.

 

En el periodo de trabajo de Polikárpov sobre el I-180 se dedicaban a proyectar nuevos cazas por lo menos diez oficinas de diseños recién fundadas y encabezadas por Lávochkin, Gorbunov, Gudkov, Mikoyan, Gurevich, Gru­shin, Shevchenko, Flórov, Borovkov, Pashinin y otros. Por lo tanto Polikárpov tenía que emular con todos los cons­tructores mencionados que, aunque no poseían la experien­cia y los conocimientos que él, eran jóvenes, llenos de energía y de afán de lograr éxito a toda costa y de conquistar el derecho a la vida para ellos y para sus colectividades de proyectistas. Para todos nosotros, los jóvenes, esto era un concurso. En caso de suerte nos esperaba el gran honor de que el aparato fuese adoptado para el armamento y se produjera en serie. En caso de fracasar quedaba la espe­ranza de conquistar el reconocimiento en el futuro.

 

Distinta era la situación de Polikárpov, que había co­menzado su trabajo en la aviación antes de la Primera Guerra Mundial. Era un gran organizador, un hombre de vastos conocimientos, enorme experiencia y férrea voluntad sin hablar ya de su talento como constructor. Y ahora, después de haber monopolizado durante muchos años nues­tra aviación de caza, era muy penoso convencerse de que le habían adelantado jóvenes constructores anónimos, los creadores de los cazas MiG, Yak y LaGG.

 

El comprendía perfectamente también -y yo creo que con mayor profundidad que ninguno de los constructores­ que verse con las manos vacías ante la Patria en la época más dura para ella no era sólo un infortunio personal. Porque cada miembro de su numerosa colectividad tenia fé en el constructor-jefe, en su talento, en sus conocimientos, en su experiencia. Tenían confianza en él y esperaban que indicara una salida.

 

En torno al trabajo de Polikárpov empezó a crearse un ambiente insano. Hubo quien consideró el momento opor­tuno para asestar una coz a este hombre de merito. En cierta ocasión, discutiéndose en el Kremlin asuntos de avia­ción, alguien llegó a replicar que "ya era hora de cerrar la oficina de diseños de Polikárpov", que el se había "agota­do". Pero esta proposición no encontró apoyo. Durante el intercambio de opiniones Stalin dijo que no se debía olvidar los meritos de Polikárpov en la creación de los cazas I-15 e I-16, no se debía olvidar que creó el avión U2 en el que durante quince años se prepararon los cuadros de pilotos de nuestra aviación.

 

Con esta discusión se puso fin a las maledicencias en torno a Polikárpov. Pero en el trabajo lo perseguían los reveses.

 

- ¿Que hacer pues? - repitió Nikolái Polikárpov.

 

- Ante todo, no abatirse porque usted no es un hombre casual en la aviación. Le conocen, le estiman y tienen de­recho a esperar de usted y esperan nuevos aparatos magníficos no peores que el I-16 y el Chaika. Y ahora vamos a preparar las fábricas para la evacuación. Nuestras oficinas de diseños serán vecinas.

 

Aquella noche conversamos largamente y nos separamos muy tarde. Recordé más de una vez esta conversación cuan­do nos encontrábamos Polikárpov y yo después de la eva­cuación de nuestras oficinas de diseños a la lejana Siberia donde él trabajaba con gran ardor en la realización de sus nuevos planes esforzándose por salir de la época de infor­tunios en el trabajo.

 

Así, pues, la evacuación de la industria absorbió durante cierto tiempo todos nuestros esfuerzos. No sólo había que evacuar las fábricas, sino preparar con urgencia al propio tiempo bases en el Este capaces de recibir a los hombres y la maquinaria y de empezar a producir para el frente.

 

Miles de convoyes ferroviarios partieron para el otro lado del Volga, para los Urales y Siberia. Junto con las fábricas de aviación se evacuaban las de tanques, artillería, automóviles y armamento.

 

De la rapidez con que fueran trasladadas las fábricas y empezasen a producir aviones, tanques, proyectiles y cañones en los nuevos lugares dependía el éxito de nuestras tropas, de los infantes, aviadores, tanquistas y artilleros que se batían valerosamente con los hitlerianos.

 

Se decidió evacuar nuestra oficina de diseños y la fá­brica que producía en serie cazas Yak a una importante ciudad de Siberia. En aquel tiempo funcionaba allí una fá­brica de aviación que antes producía máquinas agrícolas. Pero daba pocos aviones y su potencia de producción se aprovechaba mal.

 

El embarque de la maquinaria y los obreros en los trenes se llevó a cabo en el mes de septiembre, cuando eran más furiosos los ataques de la aviación enemiga. Cada día se declaraba la alarma varias veces, tronaban los cañones antiaéreos y en ocasiones estallaban bombas enemigas. Pero el envió de la maquinaria y el personal de las fábricas no se paralizaba ni un momento. Era preciso trasladar a toda costa, en el plazo mínimo, a millares de personas, máquinas ­herramientas y complejas instalaciones de gran tamaño muy lejos, más allá de los Urales. Por si eso fuera poco, la fábrica, mientras se efectuaba el embarque, seguía producien­do simultáneamente aparatos. Cada torno era retirado en el último momento, cuando se habían hecho en el las piezas precisas para un número determinado de aviones.

 

Después de haber partido ya muchos trenes, del taller de montaje seguían saliendo aparatos que se entregaban en el aeródromo de la fábrica directamente a los pilotos del frente. Llenaban los depósitos de bencina y los aviadores a menudo emprendían el vuelo directo al combate. Las pri­meras pruebas de vuelo eran los encuentros en el aire con el enemigo. El personal de las fábricas trabajaba de día y de noche. Los proyectistas participaban con los obreros y empleados en la carga de las máquinas. Se preocupaban por que llegaran en perfecto estado las frágiles y costosas insta­laciones de las oficinas de proyección y de los laboratorios. Cada contramaestre, cada obrero y cada proyectista procuraban cargar con todo lo imprescindible para que se pu­diera desplegar la producción nada más llegar al nuevo sitio.

 

Por aquellos días se sentía una tensión extraordinaria en el Comisariado del Pueblo de la Industria Aeronáutica, pues casi todas las fábricas importantes de aviación esta­ban sobre ruedas. Había que organizar la evacuación de manera que llegaran cuanto antes al lugar de destino.

 

Decidí comprobar cómo marchaba la carga y salida de nuestros trenes. Mi automóvil corría veloz por la carretera de Leningrado. Deje atrás el estadio Dinamo, la aldea de Vsejsviátskoe, el puente a través del canal y, finalmente, el chófer torció hacia el ramal del ferrocarril de la fábrica.

 

Se oía mucho ruido. Decenas de camiones y centenares de personas no paraban de ir y venir. A lo largo del tren se prolongaba un andén de madera. A un lado del andén esta­ban los vagones; al otro, en cadena interminable se aproximaban camiones con máquinas-herramienta. Me abrí paso entre aquel barullo hacia los vagones. EI tren de turno estaba ya cargado y se ultimaban los preparativos para darle la salida.

 

De los vagones de mercancías asomaban obreros, se apearon y me rodearon. Estaban todos excitados, pero no se les veía triste ni apesadumbrado.

 

- Venga a nuestro nuevo domicilio - me dijeron, invitándome a que subiera a uno de los vagones de mercancías.

 

Sobre los tablados, en dos pisos, habían tendido jergo­nes y esteras; en medio, una estufa de hierro, una mesita, sillas y un quinqué colgado del techo. De los tablados de arriba asomaban curiosas las cabezas de chicuelos risueños. Las mujeres estaban ya guisoteando algo.

 

- No nos hemos instalado mal, con tal de que llegue­mos antes de las heladas -dijo Mijail Glazkov, responsabi­lizado del embarque, que había estado atareado en el andén y entró en aquel momento.

 

- Llegarán antes de que hiele -les dije-. Y de co­mestibles, ¿qué tal andan?

 

- Todo está previsto. En cada tren hay un vagón ­cantina especial y hemos designado a compañeros nuestros para que lo atiendan. Llevamos víveres suficientes hasta el lugar del destino y no faltará te en las veinticuatro horas del día.

 

- ¿Y quien se encarga del orden durante el viaje?

 

- Cada tren lleva su comandante, que es uno de los jefes de taller. ¡No se arredrarán!

 

Se oyó el chocar de los topes y se movió el tren.

 

- Han enganchado la locomotora, ahora mismo dare­mos la salida. Bajemos, Alexandr Sergueievich, si no, ten­dremos que irnos en este tren -dijo Glazkov, riendo.

 

Me despedí de los pasajeros del vagón y me apee. A la cabeza del tren humeaba la locomotora.

 

A mi encuentro vino corriendo el jefe de taller Mijái­lov, comandante del tren.

 

- ¡Partimos!

 

- ¡Hasta pronto!

 

Cada ocho o diez horas arrancaban para Siberia nuevos trenes de cuarenta vagones y plataformas cada uno, car­gados de maquinaria, materiales y personal.

 

Pese a que nos esforzábamos por facilitar las mejores condiciones que podíamos, el traslado al Este de millares de personas con niños pequeños en vagones de mercancías era muy pesado. Durante el camino se tropezó con dificul­tades para la alimentación. Pero todos sabían las calami­dades que sufría la Patria, se daban cuenta de lo que pasaba comprendiendo que era preciso soportar con estoicismo las incomodidades y privaciones.

 

Los trenes iban despacio, aunque eran portadores de un cargamento inestimable: la maquinaria de las fábricas de material de guerra. La gran línea férrea siberiana estaba atestada de empresas evacuadas.

 

El traslado de las fábricas al Volga, a los Urales y Siberia hizo que se precisara una nueva cooperación, nuevos torrentes de trans­porte de cargamentos, lo que complicaba aún más la situación.

 

Los trenes de material industrial se entreveraban con los sanitarios y con los interminables convoyes de vagones de mercancías que llevaban a la población evacuada. Fre­cuentemente había que dar preferencia a los trenes sani­tarios y dejar pasar los convoyes de evacuados de la zona del frente hacia el Este. Todo esto originaba tremendas dificultades en los ferrocarriles no sólo en el sentido del tráfico de un número inaudito de trenes, sino también en el de organizar la alimentación y las atenciones elementales a las enormes masas humanas en las estaciones.

 

Las heladas y la nieve aumentaron las dificultades, mas, a pesar de todo, la tarea se cumplió brillantemente.

 

Fue inmenso el heroísmo de la gente que llegó en in­vierno a parajes desconocidos de Siberia y reanudó en brevísimo plazo la fabricación de aviones.

 

Cuando todavía se cargaban los trenes en Moscú, en Siberia ya se preparaban para recibir al personal y la ma­quinaria. Habianse levantado planos de la distribución de los talleres, tendido las líneas de electricidad, de aire com­primido, de vapor y de agua; en fin, se había hecho todo lo necesario para que las máquinas pudieran empezar a fun­cionar en cuanto llegaran.

 

Lo importante era reducir al mínimo la pérdida de tiempo y reanudar a la mayor brevedad la producción de aviones tan necesarios para el frente. No podíamos esperar un rápido auxilio de ninguna parte.

 

De ello me convencí una vez más cuando en septiembre del cuarenta y uno, precisamente en los días de la evacua­ción de nuestras fábricas, tuve ocasión de participar como experto de aviación en las conversaciones de las tres potencias -URSS, EE.UU. y Gran Bretaña- acerca de la ayuda a la Unión Soviética en armamento.

En estas conversaciones encabezó la delegación norte­americana Averell Harriman, hombre de confianza del Pre­sidente Roosevelt, destacado industrial convertido en diplo­mático. Al frente de la misión de la Gran Bretaña fue enviado a Moscú lord Beaverbrook, uno de los más gran­des capitalistas de Inglaterra, propietario del consorcio periodístico que controlaba una parte considerable de la pren­sa inglesa. Beaverbrook era representante personal del Pri­mer Ministro Winston Churchill y hasta tenía cierto pare­cido con él: era un viejo obeso con cara redonda de bulldog. Se comportaba sencillamente, sin el empaque inglés, pero se veía en el acto que era un gran negociante.

 

El experto de aviación de la delegación inglesa era Balfour, alto, elegante, vestido de punta en blanco. Bal­four se ocupaba entonces de los asuntos de la industria de aviación británica y se orientaba perfectamente en ella. Después de la guerra, en la primavera de 1959, Balfour, hecho ya un lord, negoció en Moscú la organización de la línea aérea Moscú-Londres en aviones ingleses Viscount y sovieticos Tu-104.

 

Los expertos norteamericanos eran el general Chaney, encargado del abastecimiento de la aviación, y el coronel Faymonville, agregado militar de EE.UU. en Moscú. A pro­pósito, Faymonville no gozaba del favor de sus jefes, pues sus partes, que contenían informaciones objetivas sobre el estado de cosas en el frente soviético-germano, se distinguían esencialmente del aluvión de mentiras y parcia­lidad que la embajada norteamericana en Moscú vertía sobre Washington. Los dirigentes de la embajada norteame­ricana asediaban entonces a Roosevelt con informes en los que se decía que la Unión Soviética estaba al borde de la derrota total, que Hitler ocuparía de un día a otro Moscú, que se había acabado con el Ejercito Soviético y que los días del Poder soviético estaban contados.

 

Faymonville poseía un aspecto original: sus cabellos blancos como la nieve contrastaban con el rostro joven. Era, entre otras cosas, aficionado al ballet y más tarde me lo encontré en el filial del Teatro Bolshói asistiendo a El lago de los cisnes y Don Quijote. Nos saludábamos como viejos conocidos. En cierta ocasión le dije:

 

- Resulta que usted es un gran admirador del ballet ruso.

 

Faymonville se echó a reír y, señalando mis hombreras de general, respondió:

 

- Sigo el ejemplo de mi superior.

 

La apertura de las conversaciones de las tres potencias tuvo lugar en el palacete del Ministerio de Relaciones Exteriores de la calle Spiridónovka, en un ambiente muy solemne. El intérprete principal era Maxim Li­tvinov.

 

Las partes pronunciaron discursos y después iniciaron su labor los expertos de cada especialidad. Las reuniones se celebraron el 28, 29 y 30 de septiembre y transcurrie­ron en un ambiente amistoso, pero, lamentablemente, fueron estériles.

 

A nosotros nos interesaba que y con qué rapidez podían darnos los aliados y ellos, a su vez, querían saber cuánto tiempo podríamos sostenernos. Beaverbrook tanteaba por lo visto hasta que punto podíamos atraer las fuerzas de Hitler hacia el Este y si lograría movilizar Inglaterra sus recur­sos para una larga contienda con los nazis.

 

En el curso de las conversaciones los norteamericanos no nos propusieron nada concreto, ni aviones, ni motores ni armamento de aviación. Se informaban más de lo que necesitaríamos en el porvenir.

 

Los ingleses se inclinaban a proveernos de cazas Hurri­cane completamente anticuados; entonces ellos mismos ya renunciaban a utilizarlos. Estos Hurricane no podían enfrentarse de ningún modo a los Messerschmitt. Cuando ha­blamos de un caza más moderno -el Spitfire- Beaver­brook declaró que se encontraba aún en la "lista secreta" y no podía ser exportado. Prácticamente no llegamos a ningún acuerdo.

 

Estaba claro que si los aliados nos iban a prestar alguna ayuda seria únicamente en el porvenir y que, mientras tanto, teníamos que contar sólo con nuestras propias fuerzas.

 

Y eso significaba entonces llevar a cabo la evacuación bien, organizadamente y con el menor daño para la producción de aviones.

 

Después de evacuar la oficina de diseños a Siberia yo me quede en Moscú y me dedique por entero al trabajo en el Comisariado del Pueblo.

 

No olvidaré jamás Moscú en el otoño de 1941. Se con­serva en mi memoria como una ciudad hosca, fría y severa, pero más querida y entrañable que nunca.

 

El aspecto de la ciudad había cambiado por completo. Lo primero que llamaba la atención eran las ventanas de las casas: los cristales tenían pegadas tiras de papel en cruz para preservar a la gente de los añicos en caso de bom­bardeo.

 

En las entradas de la ciudad había caballos de Frisa y sacos terreros apilados que debían servir de barricadas en caso de infiltrarse los tanques alemanes.

 

La ciudad se iba quedando sin gente: las mujeres y los niños evacuaban hacia el Este. Mi familia también evacuó. Los intereses personales y las costumbres adquiridas en los años de paz en seguida fueron relegados al olvido. Por regla general, trabajábamos en el Comisariado hasta las dos o las tres de la madrugada. La mayor parte de las veces nos que­dábamos a dormir en el lugar de trabajo, donde se habían dispuesto habitaciones para descansar.

 

Las veinticuatro horas del día eran pocas para efectuar viajes a fábricas y aeródromos, asistir a importantísimas reuniones en instituciones oficiales y atender a las innume­rables llamadas telefónicas. Pero el odio al adversario decu­plicaba las fuerzas de cada uno.

 

Los aviones del enemigo aparecían con frecuencia sobre la ciudad. Se oían, ya en un extremo ya en otro, explosio­nes de bombas y se veía alguna que otra columna de humo y las llamas de un incendio.

 

En el Comisariado teníamos la orden de bajar sin falta al refugio durante las alarmas. Allí había instalada una centralita especial de comunicaciones. El Comisario del Pueblo y sus adjuntos podían mantener enlace normal con todas las empresas durante las alarmas.

 

Nuestras fábricas recibieron pocos impactos, a pesar de que los enemigos las buscaban con empeño. A los pilotos de los bombarderos alemanes derribados les encontrábamos mapas que tenían indicadas con cruces las fábricas de avia­ción, así como nuestro Comisariado.

 

A menudo, durante los bombardeos, yo debía acudir a llamadas de instituciones oficiales. Moscú ofrecía un cuadro insólito durante las alarmas. Pasaba uno en automóvil a toda velocidad y no reconocía la ciudad. Ni un alma en las calles. Sólo los rayos de luz de los reflectores por la noche, el estruendo de los cañones antiaéreos y el golpear de los cascotes de los proyectiles de la artillería antiaérea al caer contra el asfalto revelaban la existencia de vida en la oculta capital, toda en tensión.

 

La población moscovita ayudaba por todos los medios a las tropas de la DCA a defender la capital. Después de la intensa jornada de trabajo, a veces bastante prolongada, decenas de miles de obreros y empleados ocupaban sus pues­tos en los tejados. Las bombas incendiarias, terribles al principio, empezaron a ser llamadas despreciativamente "encendedores". Las muchachas de la capital asediaban los comisariados militares y los comités del Komsomol pidiendo ser admitidas en las unidades antiaéreas. Si alguna vez se decidiera erigir un monumento a los héroes que defendieron de las incursiones aéreas a la capital yo propondría colocar sobre alto pedestal la figura de bronce de una joven mos­covita de la DCA con gorro de soldado.

 

El estado de guerra había unido a la gente. La ausencia de las familias, el continuo peligro que amenazaba a todos, la necesidad de permanecer siempre juntos y de ayudarnos unos a otros en el trabajo nos hermanaron. Se manifestó un afecto particular en las relaciones mutuas. Cada uno de no­sotros, lo mismo que los soldados en la formación, empezó a sentir más el contacto de los codos de sus compañeros de filas. Ello suponía una gran ayuda.

 

Una vez, al terminar una de tantas alarmas, volví del refugio a mi despacho, rendido por las noches de insomnio y el intenso trabajo. Al ojear el periódico vi que en el filial del Bolshói se representaba El lago de los cisnes. Me arreglé en un periquete y me fui a ver el espectáculo.

 

Como todo lo que le rodeaba, el teatro también había cambiado de aspecto.

 

El patio de butacas, los palcos y las galerías no estaban ocupados por el alegre y elegante pú­blico de los tiempos de paz. En su mayor parte estaban llenos de militares, de soldados del frente que habían recibido permiso para pasar unos días en Moscú y descansar. Hacia frio en la sala.

 

Pero en cuanto el Artista del Pueblo Fáier ocupó su puesto de director de orquesta, sonaron los primeros acor­des y subió el telón, me sentí sumido íntegramente en el fantástico mundo de El lago de los cisnes. La portentosa música de Chaikovski, los vistosos colores de las decora­ciones y del vestuario, las esbeltas y gráciles bailarinas que se movían por la escena y la cautivadora armonía de la estupenda orquesta del Gran Teatro llegaban a lo más hondo del alma.

 

No pude presenciar el espectáculo hasta el fin, en el tercer acto me llamaron al Comisariado.

 

Los días más alarmantes sobrevinieron después del tres de octubre, fecha en que los alemanes tomaron Orel. El seis de octubre se abandonó Briansk. El parte del Buró de Información Soviético del once de octubre daba cuenta de enconados combates en las direcciones de Viazma y Briansk.

 

En aquellos duros días que atravesaban Moscú y todo el país tuve la oportunidad de ver a Stalin. Debo confesar que estábamos nerviosos. Todos los que trabajábamos en la in­dustria de defensa sentíamos muy a lo vivo nuestra parte de responsabilidad por la situación en el frente.

 

Stalin nos recibió al Comisario y a mí en el comedor de su domicilio del Kremlin. Cuando entramos percibimos un extraordinario silencio y tranquilidad.

 

Stalin estaba solo. Por lo visto se había tendido a descansar poco antes de nuestra llegada. En una silla junto al sofá enfundado en lienzo blanco había un tomo de Gorki abierto, con el lomo hacia arriba.

 

Stalin nos saludó y empezó a pasearse a lo largo de la estancia. Me fije muy atentamente en esta figura conocida y trate de adivinar el estado espiritual del hombre en el que convergían las miradas y esperanzas de millones de seres humanos. Estaba tranquilo y no denotaba la menor excitación. Es verdad, se dejaba sentir su gran fatiga, las noches pasadas en vela. Su rostro estaba más pálido que de costumbre y se le veían huellas del cansancio y las pre­ocupaciones. Durante la conversación con nosotros, que no fue alegre, su tranquilidad lejos de alterarse se nos contagió a nosotros.

 

Se paseaba tranquila y reposadamente a lo largo de la mesa, rompía cigarrillos y cargaba de tabaco su pipa. Hacia esto sin apresurarse, con ademanes que yo diría hogareños y eso hacía que todo el ambiente en torno fuese natural y sencillo. Influían también de un modo tranquilizador el sofá rebujado donde descansara poco antes, el tomo de Gorki, la caja verdinegra empezada de cigarrillos Flor de Herzegovina sobre la mesa y la misma manera de cargar la pipa, tan co­rriente y bien conocida.

 

Al comienzo de la conversación se trató de los proble­mas más importantes planteados ante la industria aeronáu­tica y relativa a la producción de aviones con las mínimas perdidas a consecuencia de la evacuación. Stalin planteó ante nosotros una serie de tareas claras y concretas e indicó cómo cumplirlas. Introdujo enmiendas en varias medidas propuestas por el Comisariado para la evacuación de las fábricas partiendo precavidamente de las posibilidades del transporte ferroviario.

 

Después de discutir asuntos concretos relacionados con el trabajo de nuestros diseñadores y fábricas en la evacua­ción, la conversación recayó sobre temas generales de la guerra, los últimos acontecimientos y la ofensiva de los hitlerianos. Stalin veía con bastante sensatez la grave situa­ción en que se encontraban entonces nuestro pueblo y nues­tro ejército. No concedía importancia decisiva al hecho de que los alemanes se hubieran apoderado ya de gran parte de nuestro territorio y.se encontraran muy cerca de Moscú. Decía que de todas maneras los alemanes no podrían sopor­tar mucho tiempo esta tensión y que en este sentido nues­tras posibilidades y nuestros ilimitados recursos desempeñarían indudablemente el papel decisivo en la victoria sobre el enemigo.

 

Stalin dijo que sólo en nuestro país era posible una situación en la que, a pesar de éxitos militares tan impor­tantes del enemigo, el pueblo se había alzado unánime y cohesionado en defensa de su Patria. Ningún otro país, a su juicio, habría soportado tales pruebas, ningún otro go­bierno se habría mantenido en el poder.

 

Al propio tiempo, expresó con amargura y gran pesar la idea de que algunos de nuestros militares (se trataba de los altos mandos) confiaban en su bravura, conciencia de clase y entusiasmo, pero en la guerra habían resultado ser hombres de insuficiente cultura, de escasa preparación en el terreno de la técnica. La guerra actual, decía Stalin, se diferencia mucho de todas las anteriores por ser una guerra de máquinas. Para mandar masas humanas dotadas de com­plicadas máquinas de combate hay que conocerlas bien y saber organizar.

 

Consideraba que una de las serias causas de nuestros reveses en el frente era la insuficiente cooperación de las distintas armas. Nos habló de las medidas que se estaban aplicando para corregir con la mayor rapidez estos defec­tos. Y como bien pronto nos convencimos todos por el cambio de la situación en el frente de Moscú, estas medidas ejercieron su poderosa influencia en el curso de las opera­ciones militares.

 

En la conversación dije que no comprendía cómo combatían contra nosotros los soldados alemanes siendo muchos de ellos socialdemócratas y obreros. Stalin respondió ape­sadumbrado: "Cuando caen prisioneros temen que los fu­silen y entonces empiezan a maldecir a Hitler".

 

Yo sentía grandes deseos de hacerle otra pregunta y no me decidía. Sin embargo, ya al despedirnos no pude aguatarme:

 

- Camarada Stalin, ¿se logrará defender Moscú?

 

No respondió en el acto, se paseó callado por la estancia, se detuvo junto a la mesa y volvió a cargar la pipa.

 

- Creo que ahora lo principal no es eso. Lo importante es acumular reservas con rapidez. Forcejearemos un poco más y los echaremos para atrás.

 

Al volver al Comisariado escribí esta conversación pa­labra por palabra.

 

Salimos del domicilio de Stalin con la fe firme de que por duros que fuesen los reveses temporales de todos modos la superioridad indiscutible estaba de nuestra parte y nues­tra victoria era segura. Salimos animados y pusimos manos a la obra con nuevas energías para no sólo restablecer la producción de aviones y motores en las empresas evacua­das, sino aumentar también de un modo considerable nues­tra producción para el frente.

 

El 13 de octubre comunicaron que después de muchos días de duros combates las tropas soviéticas habían aban­donado Viazma.

 

EI 14 de octubre los hitlerianos se apoderaron de la ciudad de Kalinin. El enemigo llegó muy cerca de Moscú.

 

EI 15 de octubre por la mañana me llamó el Comisario del Pueblo y me dijo que había una orden del Gobierno de evacuar inmediatamente a los ingenieros aeronáuticos y que la responsabilidad de su cumplimiento me incumbía a mí.

 

El Gobierno creía conveniente poner a los constructores de aviones a salvo de cualquier eventualidad y alejarlos de la línea del frente.

 

La mayor parte del personal de nuestras oficinas de diseños había sido evacuada ya con las fábricas en los trenes y ahora se trataba de los ingenieros jefes proyectistas que se encontraban en Moscú. Recibido el encargo, volví a mi despacho y resolví telefonear sin pérdida de tiempo a Iliu­shin, Polikárpov, Arjánguelski y otros.

 

Sin embargo, este asunto me dio más trabajo que la solución de un complicado problema de técnica. Cuando les planteaba la cosa todos tenían motivos que no les permitían, en modo alguno, partir con rapidez.

 

Telefonee a Polikárpov y le dije:

 

-¿Qué tal va eso? ¿Ha cargado ya en los trenes su fábrica? ¿Ha evacuado todo lo necesario? ¿Ha marchado todo el personal? Ahora salga usted también.

- ¿A dónde?

 

Mencione una ciudad.

 

- ¿Con que medio de locomoción?

 

- Con el que desee -le dije-. Si quiere en avión, le pondré al habla ahora mismo con el aeródromo y le dirán a que hora tiene que estar allí. Si desea ir en tren, le daré la posibilidad de que pueda hacerlo por ferrocarril. Y si quiere, en automóvil.

 

Pero resultó que no podía, de ninguna manera, partir inmediatamente: a cuarenta kilómetros de Moscú, en una casa de campo, se encontraba su hermana y tenía que llamarla.

 

Finalmente, nos pusimos de acuerdo en que Polikárpov partiría por la noche en automóvil.

 

Comprobé a las once de la noche si se había marchado ya, y aún estaba en Moscú. Pedí que lo llamaran al teléfono y le pregunte:

 

- ¿Cómo es que aún no se ha marchado?

 

- ¿No ve que tiempo tan malo hace? No se ve ni gota, está nevando.

 

Prefiero esperar a que amanezca.

 

- ¡No hay excusas que valgan, salga inmediatamente!

 

Nadie creía que era preciso abandonar la querida capital donde habían vivido toda la vida. Cada uno aprovechaba la menor posibilidad de prolongar la estancia en ella aunque no fuese más que por una hora.

 

EI constructor Arjánguelski, según me dijo, se encon­traba en una situación más difícil todavía. Cuando le tele­fonee, me dijo:

 

- Tengo enferma a mi anciana madre. No se puede mover de la cama. ¿A dónde la voy a llevar? No puedo abandonarla. Deme un día más.

 

- ¿Usted comprende o no que la orden es de partir inmediatamente?

 

- Si, pero ¿tal vez no sea personalmente para mí?

 

- Es personalmente para todos los constructores jefes, usted incluido.

 

A pesar de las dificultades, a eso de las doce de la noche, de una u otra manera, habían partido ya de Moscú todos.

 

Pasada la medianoche me llamó el Comisario del Pueblo.

 

- ¿Se han marchado ya los constructores?

 

- Si, han salido todos - respondí, y puse en su cono­cimiento el medio de transporte utilizado por cada uno y a que ciudad se dirigía. El Comisario estaba sentado a su mesa, rendido de fatiga, pálido el semblante y con los ojos inflamados de insomnio.

 

Sonó el teléfono del Kremlin. Era Anastás Mikoyán, que preguntaba si se habían marchado los ingenieros construc­tores. El Comisario del Pueblo los enumeró a todos. Luego oí que respondía a una pregunta:

 

- Si, aquí. Ha estado todo el día ocupado en organizar el viaje de los ingenieros; ahora está en mi despacho.

 

Después de hablar con Mikoyán, el Comisario del Pueblo me dijo que a mi también me ordenaban emprender el viaje. No estaba preparado para cumplir el mandato y, lo mismo que los ingenieros que yo había tenido que convencer poco antes, empecé a rogar que me permitieran aplazar el viaje:

 

- ¿No se puede aplazar hasta mañana? Saldré en avión.

 

- ¿Ha oído lo que ha dicho Mikoyán? Cumpla la orden.

 

Tenía mis motivos que me parecían un impedimento para ponerme en marcha en seguida, pero había que acatar la disposición.

 

Dedique el resto de la madrugada a hacer los prepara­tivos. ¡Fue una noche infernal! Tenía que ir a la fábrica, recoger unos documentos, acercarme a mi casa y llevarme prendas y objetos de uso personal, empaquetar algunas cosas, esconderlas y ponerlas bajo llave. Tenía que desmedirme de mis compañeros que se quedaban en la fábrica, dar las indicaciones precisas. Y, por último, volver al Co­misariado.

 

El 16 de octubre, a las seis de la mañana, salí de Moscú en el automóvil Pontiac para el lugar de evacuación del aparato de nuestro Comisariado.

 

¡Pobre Pontiac! ¡Quién iba a pensar las pruebas que le esperaban en el trayecto! Hasta aquel día sólo había cono­cido las calles asfaltadas de Moscú, repostaba en buenos surtidores de gasolina, cada día lo lavaban y lustraban. Y ahora tenía que correr con el fango hasta la mitad de las ruedas por los caminos intransitables de Riazán.

 

Iba con nosotros un camión de tres toneladas y un coche con mis principales ayudantes, que también se habían detenido en Moscú ocupados en el envió de los trenes.

 

Atravesamos Moscú llenos de tristeza.

 

Contra lo que esperábamos, en la carretera de Riazán casi no había automóviles que fueran en nuestra dirección o en sentido contrario. La carretera estaba completamente libre. A trechos, en los bordes de la carretera, habían abierto pequeñas zanjas y en ellas podía verse cañones anti­tanque. Por las ventanas de los sótanos de las casas de piedra asomaban las bocas de las ametralladoras. A lo largo de la carretera estaban amontonados los caballos de Frisa, hechos de raíles y vigas de hierro. También eran frecuentes los fosos antitanques y las trincheras.

 

La mañana era fría y gris. La nieve caía en grandes y húmedos copos.

 

Llegamos hasta Riazán de prisa y sin contratiempos. Nuestras principales tribulaciones comenzaron allí, pues se terminó la carretera asfaltada y nuestra ruta seguía por ca­minos enfangados y surcados de roderas.

 

A la media hora de viaje desde Riazán, el Pontiac color crema se puso negro de barro. Teníamos que bajar a menudo del automóvil para desatascarlo y limpiar el guarda­brisa. Nosotros mismos tardamos poco en adquirir el aspecto de diablos.

 

Me alegre mucho de lo previsor que fue mi chófer, Misha Suschinski, pues había tomado consigo enormes botas de goma para él y para mí. Apenas me quite este calzado en todo el trayecto.

 

Tanto nosotros como nuestros automóviles nos agotamos por completo a los dos días de viaje por el pegajoso ba­rrizal que se había formado en las tierras negras.

 

El viaje había que hacerlo con precaución. Por la noche, en la zona de Riazhsk, la columna de automóviles se detuvo y apagaron los faros. En el cielo runruneaban los aviones. Permanecimos un rato en completo silencio y reanudamos el camino cuando hubieron desaparecido. Finalmente, fui­mos a parar a cierto pueblo, del que no había posibilidad de continuar la marcha. El camión enviado por delante se había atascado y no podía remolcarnos. Tuvimos que enviar a varias personas a que hicieran a pie un reconocimiento. Al regresar nos dijeron que era imposible transitar por aquellos caminos. Decidimos abrirnos paso hacia el ferro­carril.

 

Avanzamos a campo traviesa, por prados y tierras sin roturar. Luego recorrimos cierto trecho a lo largo del ferro­carril, cruzando hoyos y zanjas. Llegamos a un paso a nivel, torcimos hacia la vía y seguimos avanzando con los auto­móviles por las traviesas. Menos mal que no pasaron trenes en dirección contraria y que ya no quedaban más que cinco o seis kilómetros hasta Michúrinsk.

 

En esta localidad nos enteramos de que más adelante el camino era aún peor y tuvimos que tomar un tren.

 

Ayudados por los camaradas del lugar, cargamos rápi­damente nuestra columna en plataformas. No necesite billete, pues viaje en mi coche, que iba en una de las plata­formas.

 

Sin mayores contratiempos llegamos a la meta de nuestro viaje.

 

Gracias a http://militera.lib.ru

El texto original en ruso se encuentra aqui

 

HR_LeNoir / HR_Ootoito / HR_Grainovich

 
 

 

 

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