Celebramos con gran
entusiasmo las fiestas de Octubre de 1940: las cosas de nuestro
Comisariado del Pueblo comenzaban a marchar. La tarde del 8 de
noviembre la pasamos en un Chalet que tenía el Comisariado del
Pueblo de la Industria Aeronáutica cerca de Moscú.
En el apogeo de la fiesta
se me acercó el Comisario del Pueblo y me dijo:
- Le llaman urgentemente
al Kremlin, al despacho de Mólotov. Ya he encargado un auto.
El Kremlin estaba
desierto, las instituciones gubernamentales no funcionaban por la
fiesta y en los pasillos del Consejo de Comisarios del Pueblo no se
veía un alma.
Mólotov me recibió en el
acto y me comunicó que había sido designado para formar parte de una
delegación oficial que marchaba a Alemania.
- Mañana, a las nueve de
la noche, debe estar usted en la estación de Bielorrusia, iremos a
Berlín. Es una indicación del camarada Stalin.
- ¿Cómo que mañana?
-pregunte sorprendido-. Si no tengo pasaporte para el extranjero y
no estoy preparado para el viaje.
- No se preocupe de nada,
todo se arreglará. ¡Encontrará un maletín con unas mudas de ropa
interior!... De usted no se exige nada más. Conque, mañana, a las
nueve en punto, en la estación de Bielorrusia.
Al día siguiente, al
llegar la hora convenida a la estación de Bielorrusia, me costó
gran esfuerzo atravesar con mi auto la plaza, que estaba acordonada.
Multitud de automóviles de las embajadas con sus banderines se
habían estacionado frente al portal de la estación. Yo no tenía
billete ni documentos de ninguna clase, pero no obstante llegue sin
novedad hasta el andén donde había reservado un tren especial.
Arrancamos a la hora
fijada.
Pero no habría recorrido
el tren ni diez metros cuando de repente se detuvo con estrepito.
¿Que había pasado? A los pocos minutos arrancamos de nuevo. Y otra
vez, sin llegar basta el fin del andén, volvió a detenerse el tren
con mayor estrepito todavía. Corrieron agitados los ferroviarios, se
produjo una parada inexplicable.
¿Que había sucedido?
Resulta que en este mismo
tren viajaba el embajador alemán, conde von Schulenburg. Y el
embajador había parado dos veces el tren tirando del freno de
emergencia solamente porque en el momento de arrancar no le habían
llevado de la embajada... el uniforme de gala con el que pensaba
salir del vagón en Berlín.
El tren acabó por partir
sin esperar la llegada del uniforme.
Más tarde nos enteramos de
que no habían dejado entrar en la plaza de la estación al automóvil
de la embajada con las maletas de von Schulenburg porque no tenía
pase especial. Cuando se conoció el incidente del uniforme de
Schulenburg enviaron en pos del tren dos coches que debían darle
alcance y cargar en una de las estaciones intermedias el equipaje
del conde.
Todo esto sucedía en el
mes de noviembre, cuando las carreteras estaban cubiertas de hielo;
los automóviles corrían por la carretera de Mozhaisk a toda
velocidad, uno con el equipaje y el otro de reserva. Por el camino,
no sé si en Golitsyno o en Kúbinka, el primer auto sufrió una
avería. Cargaron las maletas en el otro y más allá, creo que en
Viasma, las maletas del embajador fueron entregadas por fin sin más
incidentes al conde, que estaba todo nervioso.
En Berlín nos recibieron
con los honores correspondientes al rango diplomático de una
delegación gubernamental.
Para la llegada del tren
en la estación de Anhalt se había congregado mucha gente; allí
estaban, entre otros, el ministro de Relaciones Exteriores del Reich
hitleriano Ribbentrop y el feldmarschall Keitel. Formó una guardia
de honor y una banda de música ejecutó
La Internacional.
En el castillo de Bellevue
donde teníamos reservados nuestros apartamentos se había previsto
todo "solícitamente". Además de las flores, la fruta, el agua
mineral, las guías de Berlín y un sinfín de anuncios, los amables
anfitriones se habían preocupado también del "alimento espiritual"
para nosotros. Sobre la mesa, al lado de la fruta, había una revista
gráfica llamada Kunst dem Volk, que quiere decir “El arte
para el pueblo”, impresa en magnifico papel cuche. En la
portada podía verse a dos soldados hitlerianos en actitudes
bastante belicosas, con una bomba en una mano y un revólver en la
otra. Al fondo, las ruinas humeantes de Varsovia.
Hojee la revista. Conservo
en la memoria un cuadro que representaba a un soldado alemán
agonizando al pie de un frondoso árbol, de rodillas y con la cabeza
inclinada sobre las manos de una muchacha con aspecto de ángel,
radiante de piedad. Todo esto estaba pintado en semitonos y con una
iluminación como "ultra terrena". La joven acariciaba tiernamente la
cabeza del moribundo. La expresión del rostro del soldado que
expiraba era beatifica. El sentido del cuadro era: morir por el
fúhrer es la vocación suprema del alemán.
A vuelta de hoja, una
pintoresca ilustración que representaba una pieza de artillería
pesada alemana, junto a la cual se afanaban unos soldados, y en el
horizonte, edificios en llamas.
Todo esto era una
insinuación bastante transparente. Pero nosotros teníamos que dar
muestras de amabilidad diplomática, conversar cortésmente y
responder sonrientes a los brindis chocando las copas con las de
nuestros vecinos.
Casi el mismo día de la
llegada tuvimos que asistir a un banquete en honor de nuestra
delegación, en el Hotel Kaiserhoff.
Cuando llegamos al
suntuoso hotel el vestíbulo parecía una colmena alborotada. Llenaban
la sala infinidad de alemanes de frac, esmoquin y uniforme militar
con órdenes y medallas. A través de las puertas, abiertas de par en
par, se veía una enorme mesa hermosamente servida y en la pared
frente a la entrada de la sala, un plano de la mesa en el que estaba
indicado el lugar de cada comensal. A la hora fijada invitaron a
todos a sentarse a la mesa.
El ministro Ribbentrop,
anfitrión del banquete, sonreía amablemente a diestro y siniestro.
Encontré rápidamente mi
sitio y salude con una inclinación de cabeza a mis vecinos. Frente
a cada uno de nosotros sobre el cubierto estaban la minuta y una
tarjeta de visita con el nombre, apellidos y rango del invitado.
Quise conocer quien se
sentaba a mi lado. Mire de reojo a la derecha y vi la tarjeta del
general Todt, uno de los más connotados ingenieros y organizadores
de la industria de guerra alemana.
Mirando la tarjeta del que
tenia frente a frente me convencí de que era von Papen, ex vice
canciller de Alemania. Durante la Primera Guerra Mundial von Papen
creo que fue agregado militar o naval en Norteamérica.
Sus ojos incoloros no
expresaban nada ni siquiera en el momento en que, dirigiéndose a su
vecino, alzaba la copa y trataba de dibujar en su semblante algo
semejante a una sonrisa. Como todos los cabecillas fascistas, fue un
hipócrita hasta el fin de sus días. Cuando pasados cinco años von
Papen fue hecho prisionero por los ingleses, preguntó con
mansedumbre:
- ¿Que quieren ustedes de
mi, de un anciano?
Después de la guerra el
Tribunal Militar Internacional juzgó a Papen como uno de los
principales criminales de guerra alemanes.
El vecino de mi izquierda
era un provecto almirante, no recuerdo su apellido. Chascando con la
boca desdentada, me habló de pronto en ruso:
- No se sorprenda de que
conozca su idioma. Yo fui agregado naval en Moscú, en 1927,
¿recuerda?, cuando el atentado a un consejero de nuestra embajada.
Desde entonces no he estado en Moscú. Ahora soy experto del
Ministerio de Relaciones Exteriores.
¡Vaya compañía! Pero, ¿que
se le iba a hacer?: era una misión diplomática.
El banquete fue
interrumpido de súbito. Ululó una sirena. Los anfitriones
sobresaltados se pusieron en pie. Unos oficiales alemanes nos
ofrecieron sus servicios para conducirnos al refugio del castillo de
Bellevue. Salimos a la calle. La noche era clara, de luna. A gran
altura runruneaban en el cielo los aviones ingleses. Innumerables
rayos de reflectores registraban el firmamento tratando de
descubrirlos. Tronaba la artillería antiaérea.
Poco a poco los rayos de
los reflectores se fueron apartando y tras ellos se alejaron los
cañonazos de los antiaéreos.
En aquel tiempo la
aviación inglesa todavía era débil y poco numerosa en comparación
con la alemana. Con frecuencia las incursiones solamente asustaban a
los alemanes. Los aviones ingleses no los causaban mayores
desgracias, como ocurrió más tarde.
Al día siguiente nos
esperaba una recepción a la que asistiría Hitler.
Salimos de nuestra
residencia -el castillo de Bellevuey tomamos la Avenida de las
Victorias, cruzamos la Puerta de Brandenburgo, embocamos la Unter
den Linden, torcimos a la derecha, a la Wilhelmstrasse, donde se
encontraba la entrada a la nueva cancillería imperial, como se
llamaba el palacio, residencia oficial de Hitler, que ocupaba una
manzana entera en el centro de Berlín.
Se abrió la puerta cochera
ante nosotros y entramos en el patio interior de la nueva
cancillería. El patio era rectangular; lo enmarcaban por los cuatro
lados las paredes grises completamente lisas de edificios de piedra
de la misma altura, con los cuencos cuadrados de las ventanas. El
patio, liso como un tablero de ajedrez, estaba pavimentado también
con losas de piedra gris.
Nos dio la impresión de
haber entrado en una caja de piedra. Sólo en la pared frontal a la
puerta cochera, había un imponente portal con enormes puertas de
cristal.
Junto al portal, lo mismo
que junto a la puerta cochera, estaban como estatuas unos SS de
uniforme verdigris, con cascos de acero que tenían el emblema
fascista y los distintivos de las unidades SS: una calavera y dos
tibias cruzadas.
Nos introdujeron en el
vestíbulo y nos ofrecieron asiento. El mobiliario era suntuoso.
Cubría todo el suelo un blando tapiz rojo, los muebles eran caros y
pendían de las paredes cuadros de pintores conocidos. Unos militares
relamidos conversaban respetuosamente en voz queda. Iban sin ruido
de acá para allá, haciendo el saludo fascista y dando taconazos a
cada momento uno frente a otro.
El solemne ambiente, el
silencio y el cuchicheo perseguían por lo visto preparar
sicológicamente al hombre que debía "comparecer" ante el fúhrer.
A los cinco o diez minutos
de espera, también en voz baja, se dio una orden. Menudearon los
taconazos. El diplomático que nos acompañaba hizo una profunda
reverencia y nos señaló con un ademán el arco que daba a otro salón.
Comprendimos que nos invitaban a pasar.
Nos levantamos y nos
encaminamos al otro salón. En el umbral vi inesperadamente a Adolfo
Hitler. Nos esperaba de pie y nos saludaba a todos conforme íbamos
pasando: nos presentaron a cada uno de nosotros. Detrás de Hitler
estaban en fila Ribbentrop, Goebbels, Himmler, el feldmarschall
Keitel y Ley.
Hitler llevaba una
chaqueta parda, corbata negra y pantalón negro, la indumentaria
habitual del miembro del partido fascista. Desgarbado, de aspecto
inexpresivo. El famoso mechón sobre la frente, ojos grises acuosos,
el color amarillo grisáceo del rostro y el apretón flojo de la mano
carnosa y húmeda causaban una impresión desagradable. Al estrechar
la mano lanzaba una mirada de sus ojos empañados y en el acto la
trasladaba a otro.
Contrastaba a su lado
Joachim Ribbentrop, alto, irreprochablemente vestido. Estrechaba
enérgica y prolongadamente la mano y miraba con fijeza a los ojos
dibujando en su semblante una sonrisa muy cortes. Daba la impresión
de que le conocía a uno y quería expresarle su simpatía particular.
Por lo visto, había forjado esta manera de saludar a lo largo de
muchos años de "actividad diplomática".
Luego tocó el turno de
saludar a Joseph Goebbels, el mono pequeño y cojo al que conocíamos
por numerosas caricaturas, parecidas como retratos. Ojuelos
insolentes y huidizos, rostro completamente amarillo, lleno de
espinillas y cabeza orejuda y alisada. Unos dientes feos y cariados
completaban el retrato. Iba vestido como Hitler, con chaqueta parda
y pantalón negro.
Tras Goebbels estaba
Robert Ley, dirigente del llamado Frente del Trabajo, corpulento
hombrón, colorados mofletes, papada, tres pliegues en la nuca, un
costurón sangriento en la mejilla y voz afónica y aguardentosa. Era
un carnicero con lánguidos ojos de besugo, carilucio, grasiento y
mano áspera de dedos gordos y cortos como muñones. Trataba de
aparentar que estaba extraordinariamente contento de conocernos,
sonreía sin cesar y emitía unos sonidos incomprensibles que por lo
visto debían expresar su satisfacción.
El feldmarschall Wilhelm
Keitel con una cruz de hierro al cuello era un prusiano típico,
representante del Estado Mayor General. Alto, entrado en años, de
expresión pétrea y mirada glacial y dura, era el menos locuaz,
saludaba callado dando un taconazo.
Causaba una impresión
repugnante Heinrich Himmler, jefe de la Gestapo, verdugo mayor de
Alemania, organizador de los pavorosos campos de concentración de
Maidanek, Oswiecim, Dachau y otros. Llevaba el uniforme de oficial
SS, gris con cuello de terciopelo y los habituales distintivos de
la calavera y las tibias. Cabecita pequeña, el pelo corto, en erizo,
naricilla afilada, labios finos, como de culebra y fríos ojillos de
rata tras los quevedos. Me cuesta trabajo decir que mirada tenia. A
veces daba la impresión de que Himmler miraba como la boa, sin
parpadear. Era la mirada de un hombre que exhalaba frio de tumba.
Para que la colección
estuviera completa faltaba Góering que aquel día no se encontraba en
Berlin.
Después de las mutuas
presentaciones, Hitler nos invitó a una mesa pomposamente servida y
adornada con flores. A cada uno se le había determinado su sitio de
antemano. A la derecha, a lo largo de la mesa, había unos diez o
quince camareros, cuadrados como en una formación militar, todos
jóvenes, de la misma estatura y del mismo pelaje -muy rubios-, con
los ojos del mismo color y hasta parecidos unos a otros. Llevaban
todo igual uniforme: chaquetilla bordada en plata, pantalón gris
claro, pechera blanca y corbatín negro de lazo. Estos camareros
parecían más bien militares por los movimientos tan coordinados,
mecánicos y aprendidos con que servían.
A Hitler le servía un
camarero especial, un oficial con uniforme SS, también alto, también
joven y rubio de ojos azules.
Por lo visto, todos ellos,
incluyendo el oficial que servía los manjares a Hitler,
personificaban a la más pura raza aria, a la "bestia rubia" superior
a todos los pueblos, como proclamara el filósofo alemán Nietzsche.
Estas "bestias rubias"
ofrecían el mayor contraste con los líderes del fascismo germano. Ni
Hitler, ni Himmler y menos aún Goebbels podían considerarse en
absoluto emparentados con ellos por vía racial.
Hitler y sus colegas
fueron con nosotros sumamente amables.
El banquete transcurrió en
el ambiente del trámite diplomático normal, se habló de las cosas
más anodinas y neutrales. Allí, como en otras recepciones semejantes
a las que asistí en Alemania, volví a escuchar elogios de la bella
música del compositor ruso Chaikovski, del magnífico arte del ballet
ruso del Teatro Bolshói (Ribbentrop había visto El lago de los
cisnes en Moscú), de las elevadas cualidades del alma rusa,
"conocida en el mundo entero" por las obras de Tolstói y Dostoevski.
En una palabra, todo se ajustó a la amabilidad diplomática
corriente.
Mientras comíamos me fije
que Hitler era vegetariano: le servían en fuente aparte cubierta que
destapaban sólo sobre la mesa. En la fuente había varios platillos
de plata con distintas viandas: unas gachas, hortalizas frescas,
ensalada de verduras, legumbres fritas y otros platos
vegetarianos.
Los camareros escanciaban
vino a todos los comensales. Hitler era el único que bebía agua de
una botella especial. No probaba el vino ni fumaba.
Allí mismo, durante la
comida, nos comunicaron que la nueva cancillería imperial era una
dependencia oficial y que Hitler vivía en un pisito muy sencillo de
dos habitaciones. Este hipócrita -el erario asignaba para su
sostenimiento millones de marcos anuales- representaba el papel de
alemán modesto y probó con demandas de mediano holgachón.
En otras circunstancias
intentaba dar la impresión de que era un gran hombre. En sus
numerosos discursos en las paradas militares y ante las
concentraciones de los destacamentos de asalto y matones fascistas
filmadas en película adoptaba todas las medidas para, con su
aspecto, sus andares, sus gestos y sus manifestaciones histéricas,
convencer a todo el mundo de la grandeza de su persona.
Con frecuencia Hitler
hacia el payaso. Más tarde vi su bufonada hasta en un momento como
el de la firma del armisticio en el histórico vagón de Compiegne con
los capituladores de Vichy. En la película que recoge este momento
brinca, se da palmadas en las rodillas y en la barriga y
sonríe satisfecho a Góering con quien sale del vagón.
Las conversaciones
soviético-alemanas de noviembre de 1940 en Berlín fueron breves y,
como se sabe, estériles. Toda la delegación, encabezada por Mólotov,
volvió a Moscú, pero a mí me dejaron para otras dos semanas con la
misión de utilizar mi permanencia en Alemania para conocer las
fábricas de aviación que no había podido visitar en los anteriores
viajes.
Conseguí entrevistarme con
varios especialistas de aviación alemanes y visitar otra vez
algunas fábricas. Nos las enseñaban de buen grado. Igual que en los
viajes anteriores, yo me preguntaba: ¿por qué los hitlerianos nos
mostraban tan francamente su industria aeronáutica, una de las
ramas más secretas del armamento del ejército? La explicación nos
la dieron los propios alemanes.
Una vez nos invitaron a
visitar la fábrica de aviación de Heinkel en Oranienburg, cerca de
Berlín. Era una buena fábrica. Es verdad que no nos dejaban entrar
de buenas a primeras en cualquier fábrica. Debíamos anunciar de
anticipación que deseábamos ver tal o cual empresa. De manera que
nos los mostraban todo ya "preparado". Terminada la visita, el
director me propuso que escribiera mis impresiones y opinión de la
fábrica en el libro de los visitantes de honor. Quise saber quien me
había precedido en estampar sus impresiones. Resultó que nosotros
no habíamos sido los primeros extranjeros a quienes mostraban la
fábrica. La habían visto, dejando constancia de sus opiniones en el
libro, insignes personalidades de la aeronáutica de los países más
grandes del mundo: de los Estados Unidos, de Inglaterra, de Francia
y del Japón. Descubrí que el célebre piloto norteamericano Lindberg
había estado allí y había dejado una entusiasta anotación.
El director de la fábrica
nos pidió que fijáramos la atención en el autógrafo del general
Wuillemen, jefe supremo de la flota aérea francesa, que había
visitado la fábrica poco antes de la guerra con Alemania. El
general la elogiaba: magnifica fábrica, la mejor del mundo, que
honra y enaltece no sólo a sus constructores, sino a toda la flota
aérea alemana.
Mientras yo leía, el
director me miraba maliciosamente. Cuando termine, le dije:
- Pues sí. Su fábrica es
digna de tal estimación.
El director me respondió:
- El caso es que el
general Wuillemen nos visitó mes y medio o dos meses antes de la
guerra. EI y sus acompañantes examinaron nuestra fábrica y
elogiaron la aviación alemana, pero, por lo visto, no sacaron las
consecuencias pertinentes porque a los dos meses los franceses se
atrevieron a enzarzarse en una guerra con nosotros.
Comprendí la intención:
habían enseñado al general francés aquella fábrica de aviación
alemana, la mejor que tenían, para demostrarle que el poderío aéreo
de Alemania era inconmensurablemente superior al de Francia.
Habían procurado intimidar
a los franceses, a los ingleses, a los norteamericanos y confiaban
atemorizarnos también a nosotros.
Allí, en la fábrica,
entendí una cosa que no estaba clara para mí al principio: ¿por qué
los hitlerianos nos mostraban sus secretos? Simplemente, estaban
seguros de su fuerza y confiaban amedrentarnos. Se notaba que
querían anonadarnos con su poderío. Pretendían no sólo infundir
respeto por la técnica alemana, sino principalmente asustarnos con
la máquina de guerra germana, emplear con nosotros el método con que
habían vencido a otros: contagiarnos un miedo pavoroso ante la
potencia de la Alemania hitleriana y quebrantar nuestra voluntad de
resistencia.
De regreso en Moscú, me
llamaron al Kremlin sin pérdida de tiempo, poco menos que de la
estación.
En la antesala Mólotov me
saludó y me dijo riendo:
- ¡Hola, alemán! Bueno,
ahora nos van a marear a los dos.
- ¿Por qué?
- ¿Cómo que por qué?
¿Comimos con Hitler? Si que comimos. ¿Saludamos a Goebbels? Sí que
lo saludamos. Habrá que arrepentirse.
Aquella noche se habló de
una infinidad de cosas que en su mayor parte no estaban relacionadas
con la aviación, pero a mí no me dejaban marcharme y me preguntaban
a cada momento que había visto de nuevo esta vez en Alemania. A
Stalin seguía interesándole mucho si no nos engañaban los alemanes
al vendernos material de aviación.
Dije que después de este
tercer viaje había llegado a la firme convicción (por increíble que
pareciera) de que los alemanes nos habían mostrado el verdadero
nivel de su material aeronáutico. Y que las muestras de este
material adquiridas por nosotros -los aviones Messerschmitt-109,
Heinkel-100, Junkers-88, Dornier-215, etc.- reflejaban el estado
del moderno armamento de aviación de Alemania.
Y, en efecto, la guerra
demostró posteriormente que, además de los aviones mencionados
puestos a nuestra disposición, en el frente apareció sólo un nuevo
caza -el Focke-Wulf 190- y, por cierto, no justificó las
esperanzas depositadas en el.
Exprese mi firme certeza
de que a los hitlerianos, deslumbrados por sus éxitos en el
sometimiento de Europa, ni les pasaba por la mente que los rusos
pudieran competir con ellos. Estaban tan seguros de su superioridad
militar y técnica que al mostrarnos los secretos de su aviación sólo
pensaban pasmarnos, maravillarnos y asustarnos.
Avanzada la noche, antes
de dejarme que volviera a casa, Stalin me dijo:
- Organice el estudio de
los aviones alemanes por nuestros hombres. Compárenlos con los
nuevos que tenemos. Aprendan a batirlos.
Un año justo antes del
comienzo de la guerra llegaron a Moscú cinco cazas
Messerschmitt-109, dos bombarderos Junkers-88, dos
bombarderos Dornier-215 y un caza de último modelo Heinkel-100.
Por aquel tiempo nosotros ya teníamos nuestros cazas LaGG,
Yak y MiG y los aviones de asalto y bombardeo IL y Pe-2,
aparatos que podían competir perfectamente con los alemanes.
Durante nuestra
permanencia en Alemania la prensa inglesa y francesa, como un año
antes, clamaba a voz en cuello acusándonos de habernos confabulado
con Hitler. Seguían confiando con obsesión maniacal que los alemanes
se enzarzasen en la pelea con los rusos mientras ellos aguardaban a
que Rusia fuera derrotada y Alemania se desangrase. Pero en la
situación creada al comienzo de la Segunda Guerra Mundial el
Gobierno soviético prefería las negociaciones. Cada día de tregua
pacifica trabajaba para nosotros.
Ganar tiempo era un factor
precioso sobre todo para nuestra aviación. Este factor permitió
crear en los años 1939-1940 nuevos tipos de aviones de combate
completamente modernos y montar su producción en serie a comienzos
de 1941.
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